21
En el preciso momento en que la princesa Dwornitzchek y Joe se preparaban para salir del hotel, un jadeante biplaza entraba en la calle principal y la muchacha que iba al volante lanzaba a uno y otro lado miradas tan ansiosas como las de Edith buscando el cuerpo del rey Haroldo después de la batalla de Hastings.
Desobedeciendo las órdenes recibidas, Jane había vuelto al frente. Había llevado a míster Bulpitt a toda velocidad a Walsingford Hall y lo había dejado en manos de Pollen, con instrucciones de acostarlo y de telefonear inmediatamente al doctor, y luego había vuelto a su Widgeon Seven y emprendido el camino de Walsingford.
La paz, una paz de sepulcro, reinaba en la calle principal. Sólo se distinguían en ella un Rolls-Royce a la puerta de El Jabalí Azul, un niño que empujaba un bote de hojalata con un palo a lo largo del pavimento, y un perro que trituraba entre sus mandíbulas una sustancia desconocida que había encontrado en el desagüe. Aquella tranquilidad produjo en el alma de Jane enconados sentimientos. La ausencia del Comadreja y sus valedores la tranquilizaba, pero la alarmaba mucho la absoluta desaparición de Joe. A Walsingford Hall no podía haber regresado, porque ella le hubiera encontrado en el camino y, por lo tanto, la única explicación posible era que había sido concienzudamente machacado por su antagonista y trasladado al hospital local.
En aquel instante una alta y majestuosa mujer, en quien la joven reconoció inmediatamente a la princesa Dwornitzchek, salió del hotel seguida de Joe. Una sola mirada bastó a Jane para averiguar que si uno de los dos contendientes había sucumbido en la lid, éste no era Joe. La princesa y él entraron en el Rolls-Royce, y el coche partió, dejando la calle entregada al exclusivo dominio de Jane, el chiquillo y el perro.
Al comprobar que Joe estaba con vida, los sentimientos de la joven, que un instante antes eran de angustia y hasta de admiración hacia su heroico sacrificio, cambiaron de manera radical. Joe, ileso, readquiría su papel de odioso conspirador, de miserable malvado que había contado a Adrian Peake aquel cuento lúgubre de Buck y la fusta de caza. Sintió que un renovado odio hacia Joe invadía su corazón.
El trayecto hasta su casa no endulzó su severidad, y los más tétricos pensamientos poblaban su mente cuando condujo el coche al patio de las cuadras. Al salir, encontró a Pollen, y esto le hizo recordar que, hundida en sus sombrías meditaciones, había olvidado la suerte de su tío Sam.
—¿Cómo está míster Bulpitt, Pollen? —preguntó al mayordomo.
—Bien, señorita. Le he instalado en el Cuarto Azul.
—¿Ha venido el médico?
—Sí, señorita. —Y el rostro del mayordomo dibujó una dulce sonrisa—. Creo que el paciente asegura que no le pasa nada. Lo único que sucede es que ha perdido los dientes.
Jane le miró casi trastornada. Pensó que si aquel hombre cruel que anunciaba la pérdida de los dientes del tío Sam como si se tratara de una peripecia secundaria hubiera perdido él mismo su mayordomil dentadura, hablaría de otro modo.
—¿Le han arrancado los dientes?
—Se le cayeron, señorita. Es una dentadura postiza. Míster Bulpitt ha dado instrucciones minuciosas para proceder a su busca, y yo he enviado al chico de los recados a recuperarla.
Al llegar a este extremo de su relato, Pollen, que tenía su sentido del humor como el que más, perdió su profesional tiesura, se llevó la mano a la boca, y aun así no logró contener cierto extraño sonido semejante al canto de un jilguero, y que, a juzgar por la expresión de su cara, podía, sin extraordinarios esfuerzos, considerarse una carcajada reprimida.
Un segundo después, sus facciones habían recobrado su seriedad acostumbrada.
—Perdone, señorita —dijo.
Y mientras su rostro se cubría cada vez más profundamente con el espeso velo de gravedad que conviene a los semblantes de los buenos mayordomos, tendió su mano hacia Jane para entregarle una carta.
—Una nota para usted, señorita.
Jane tomó el sobre no sin cierta repugnancia. Al pasar de las limpias manos de Adrian Peake a las no tan limpias de Ciryl Attwater, aquel sobre se había convertido en una mezcla de materias extrañas. Pero enseguida la joven sintió que le daba un salto el corazón. Había reconocido la letra de su novio.
—¿Cuándo han traído esto?
—Poco después de que usted se fuera a llevar a sir Buckstone al tren, señorita. Lo trajo un chico de la aldea.
El corazón de Jane dio un nuevo salto. El significado de aquellas palabras era evidente. Puesto que la carta de Adrian la había llevado un chico de la aldea, era indudable que él se hallaba en las cercanías.
—Gracias, Pollen.
El mayordomo se inclinó elegantemente, indicando con aquel ademán su satisfacción por haberle prestado aquel servicio, y Jane rasgó el sobre.
Nosotros hemos tenido la ventaja, respecto de Jane, de conocer los verdaderos sentimientos de Adrian Peake. Pero ella no estaba en nuestro privilegiado caso y, por lo tanto, las hermosas frases que iban sucediéndose ante sus ojos le produjeron un efecto absolutamente prodigioso.
Es preciso confesar que hasta aquel momento, en los intervalos de los estallidos de su odio hacia Joe, había dedicado también recuerdos no muy agradables a Adrian. Para una muchacha esforzada y valerosa como ella, el hecho de que Buck armado de una fusta de caza se arrojase en persecución de su prometido, no constituía suficiente razón para la desaparición de éste, y le sugería la idea de que aquel carácter, que ella suponía y deseaba intachable, tenía ciertas máculas de algún volumen.
Mas esta segunda y emocionante epístola desvaneció todas sus prevenciones contra Adrian. Sus ojos se dilataban a medida que leía, y cuando acabó la lectura, corrió hacia el teléfono con temblorosos pies. Se puso en comunicación con El Pato y La Oca y preguntó por su propietario. Y una indicación de sus optimistas sensaciones nos la puede suministrar el hecho de que la voz de J. B. Attwater, muy enronquecida por las prolongadas libaciones de oporto consumadas en el curso de sus años de servicio en casa de sir Buckstone Abbott, sonó en los oídos de la joven como una deliciosa música.
—Míster Attwater, soy Jane Abbott.
—Buenas tardes, señorita.
—Buenas tardes. Necesito hablar con míster Peake inmediatamente.
La emoción de Jane justificaba que al hablar abandonase tan rápidamente las zonas prosaicas de la vida para irrumpir directamente en las poéticas.
—¿El señor Peake, señorita?
—¿No está en la posada?
La pregunta era difícil de contestar con entera exactitud. La última vez que el posadero había visto a Adrian Peake había sido en el momento en que, cruzando la verja, emprendía una veloz carrera a campo traviesa. Resultaba, pues, muy difícil concretar hasta qué punto se hallaba en la posada. Decidió contemporizar.
—Ese caballero no está ahora en la posada, señorita. Pero ha estado esta tarde.
—¿Cuándo cree usted que volverá?
—Nada nos ha dicho respecto de sus propósitos, señorita.
—Bien, bien… En cuanto lo vea dígale que me telefonee. Gracias, míster Attwater.
—De nada, señorita.
Jane colgó el auricular muy satisfecha. Hubiera preferido hablar con Adrian en persona, pero ya acordarían por teléfono un lugar de cita… Salió al jardín, y lo primero que divisaron sus ojos fue a Joe Vanringham, apoyado en la balaustrada de la terraza, con las manos en los bolsillos y la espalda encorvada. Parecía estar sumido en un extraño éxtasis.
La carta de Adrian había producido en Jane un profundo cambio. Minutos antes sentía rencor hacia Joe. Pero en ese momento, después de recibir noticias de su adorado, ya no experimentaba animosidad alguna.
Supuso, en consecuencia, que el joven se hallaba abrumado bajo el peso de los justos reproches que debía estar dirigiéndole la conciencia. Se acercó a él y no pudo por menos de sonreír al pensar en el efecto que le haría enterarse del definitivo fracaso de sus maquiavélicas maniobras.
Él, al acercarse Jane, la contempló por un momento con mirada ausente. Pero enseguida sus pupilas se animaron, y su rostro hizo una de sus habituales muecas.
—Hola, Hoja Seca —dijo.
Jane estimó que antes de llegar al punto esencial de su conferencia, convenía hacerle algunas preguntas corteses respecto de los resultados del reciente conflicto, aunque era bastante notorio que había resultado ileso de la descomunal batalla de Walsingford.
—Está usted aquí, ¿eh?
—Sí, aquí estoy.
—¿Ha salido triunfante?
—Así, así.
—¿No estará usted herido?
—Únicamente un poco magullado. Lo terrible fue que, cuando estábamos en plena pelea, descubrí que mi oponente llevaba, bajo la camisa, un medallón con la fotografía de la mujer que ama.
—¿Sí?
—Se lo aseguro. Lo noté en el momento en que le comenzaba a trabajar el estómago. ¿Verdad que no hubiera usted creído que un hombre como aquél era sensible a los encantos del amor? Pues es así. La joven se llama Clara. Una chica con cara de torta, si he de decir la verdad. Bueno, pues al sacudirle yo, me hice una pequeña lesión con el medallón, por eso me enteré.
El sensible corazón de Jane se impresionó. Aquello había ocurrido en su defensa.
—¿Quiere que le lave la herida?
—No, gracias. No es más que un arañazo. Pero la próxima vez que me pelee buscaré como contrincante un misógino.
—¿No se hizo más daño que ése?
—No. Una tarde muy divertida. Supongo que se preguntará cómo he vuelto tan pronto, ¿no?
—No. Ya lo vi…
—¿Me vio?
—… Subir al coche de la princesa. Yo había vuelto a buscarlo.
Joe abrió los ojos desmesuradamente.
—¡Ya sabía yo que era usted una heroína! Hoja Seca, ¿quiere usted casarse conmigo?
—No. Creo que ya se lo he dicho antes.
—Tengo una vaga idea de que sí. Pero eso no importa. Voy a contarle una historia en que…
—No me la cuente. ¿Dónde encontró usted a la princesa?
—En un hotel próximo al campo de batalla. Estaba allí tomando té. Yo entré para lavarme.
—¿Estaba muy rabiosa contra usted?
—No. Nuestra conversación fluyó tan fácil como el agua.
—Bueno. Me alegro de que no le haya pasado más que eso.
—Gracias.
—Aunque usted no se lo merece. ¡Vamos, que haber contado al pobre Adrian aquellas mentiras!
—¿Qué? ¡Ah, sí; ya recuerdo lo que quiere usted decir!
—Es de suponer. Pues lo que venía a decirle —manifestó Jane, poniendo sus baterías en posición— es que usted no ha conseguido lo que se proponía.
—Nadie consigue lo que se propone.
—Me refiero a su intento de alejar a Adrian de mí.
—¿No?
Jane empezaba a sentir que su amabilidad se desvanecía. Recobraba otra vez la glacial altivez que tan mal efecto causara al Comadreja en Walsingford.
—Quizá le interese saber que he recibido otra carta de Adrian.
—¿Le ha escrito desde las islas Fidji? Ahora debe de andar por allí, poco más o menos.
—Me ha escrito desde El Pato y La Oca.
—¿Se refiere a la posada de la aldea? ¿O se trata de alguna otra de idéntico nombre situada en Tierra del Fuego?
—Tal vez le guste leer la carta.
—No, gracias. No me gusta leer las cartas del prójimo. A Tubby, sí. A Joe, no.
—Léala.
—Si usted se empeña…
Joe tomó la carta y la leyó. La expresión de su rostro no sufrió alteración alguna.
—Bueno, ¿y qué?
—Ya ve lo que dice. Sigue dispuesto a casarse conmigo.
—Es imposible, porque usted se va a casar conmigo.
—¿Con usted? ¡Usted es un payaso!
—Puede ser. Pero si cree usted que no soy sincero cuando le digo que la amo, está usted engañada.
—Adrian sí que es sincero.
—Adrian —dijo Joe— es un gusano y un ser pútrido, y no tiene ni noción de lo que es la sinceridad.
—Está bien —repuso Jane, después de un breve silencio—. Devuélvame mi carta. No tengo interés en oírle. —Y agregó—: No quiero volver a dirigirle la palabra.
Joe sonrió dramáticamente.
—Pensé que iba a decir eso —dijo—. No tendrá esa oportunidad. Me marcho.
—¿Se va?
—Dentro de media hora.
Una rara sensación oprimió el corazón de Jane. Por ilógico que fuera, la muchacha notó claramente que aquella sensación era de disgusto.
—¿Se va?
Y Jane comprendió entonces que en aquellos últimos días su intimidad con Joe había crecido rápidamente, como una calabaza bajo el sol del verano. Un momento antes lo miraba con horror y creía odiarlo. Pero ahora que iba a partir, le parecía que con él se iba una parte fundamental de su propia existencia.
—¿Se va?
—No hay más remedio. Tengo que ganarme la vida, y…
—Pero…
Joe meneó la cabeza.
—Ya sé en lo que piensa usted. En la comedia. El dinero manando a torrentes, como dije a Buck… Mas, por lamentable que sea tener que decirlo, la obra cumbre de todos los tiempos desaparecerá del cartel esta noche.
—Pero… pero yo pensaba que había sido un éxito inmenso…
—Y lo era. Pero en ella ponía como hoja de perejil a mi madrastra, y ésta ha ido y ha comprado la obra. Me lo ha dicho cuando veníamos en el coche. Y esta noche ya la retira de cartel.
Jane lo miraba sin pestañear.
—¿La ha comprado?
—Compró todo. La producción entera. Adquirió los derechos cinematográficos, los derechos para los Estados Unidos, todos los derechos habidos y por haber. ¡Dios sabe cuánto le habrá costado todo eso! Pero ella puede hacerlo. Es muy rica. Me dijo que no era cosa de que la obra circulara a través del mundo poniéndola en ridículo ante sus amigos. Y eso es verdad. Hay que comprenderlo…
—¡Qué burra!
—Sí, pero hay que comprenderlo. En el fondo siempre he creído que he obrado demasiado rudamente poniéndola en ridículo como la puse, y la admiración que me produce su modo de ser no disminuye por esta catástrofe que me ha causado.
Jane no estaba de humor para compartir aquella caballeresca actitud.
—Esa mujer es un engendro del infierno.
—Sí, pero también hay en ella algo de grandeza napoleónica. Como Napoleón, sabe adivinar el punto débil del enemigo, atacarlo por él y hacerle abandonar el campo en plena derrota. Ahora me verá usted abandonar el campo a mí en plena derrota…
—¿Y adónde se va usted?
—A California.
—¿A California?
—Sí, a la bella Hollywood, bañada de sol… La noche del estreno entré en relación con un representante de una de las grandes empresas cinematográficas de allí, y firmamos un contrato. La idea primitiva era que yo me trasladara a los Estados Unidos dentro de un mes, pero ahora tengo que activar las cosas. De lo contrario, me expongo a llegar al hotel Beverly Hills y encontrarme con que mi madrastra ha comprado el estudio y lo ha hecho desaparecer de la faz de la tierra.
Una profunda desolación invadió el alma de Jane. El sol se había ocultado ya entre los árboles y un vientecillo crepuscular azotaba el contorno. La joven tuvo la impresión de que el mundo quedaba frío y abandonado.
—¡Hollywood! ¡Con lo lejos que está!
—Muy lejos.
—¡Oh, Joe!
Sus miradas se encontraron. Ella lanzó un grito cuando él le cogió un brazo con la mano.
—¡Jane, venga conmigo! Casémonos y vayámonos juntos, Jane. Usted sabe muy bien que hemos nacido el uno para el otro. Yo lo comprendí perfectamente en el mismo momento en que la conocí. La felicidad se nos ofrece una sola vez en la vida. Nuestro encuentro fue providencial. Si dejamos escapar la dicha, no volveremos a encontrarla. ¡Venga conmigo, Jane!
—No puedo, Joe.
—Tiene que poder.
—No puedo, no puedo… ¿Y Adrian?
—No querrá usted decir que…
—Sí lo digo.
—Vamos, Jane, hablemos seriamente. ¡Usted nunca ha pensado de veras en casarse con ese gusano…!
—No es un gusano.
—Sí lo es, y usted no lo ignora.
—Lo único que sé es que él me necesita.
—¡Que la necesita!
—Lea su carta. ¿Cree posible que lo abandone después de esto? Yo conozco a Adrian. Es un hombre débil. Necesita un apoyo. Usted es distinto. Usted puede andar muy bien solo por la vida.
—No.
—Sí. Usted hará lo mismo conmigo que sin mí.
—¿A qué se refiere usted? ¿A que puedo sin usted respirar, y comer, y dormir? ¡Eso ya lo sé! También puedo prescindir de la música y del sol y de… ¡Jane, por el amor de Dios, no adopte esa actitud de heroína de novelas de Busby! ¡Venga conmigo!
—No puedo. Nunca romperé una promesa…
—¡Dios mío!
—No grite, Joe. No se disguste. Sabe muy bien que usted puede reanudar su vida sin mí. Y si yo abandonara a Adrian, y lo siguiera a usted, me despreciaría a mí misma. Me parecería haber cometido una mala acción como la de abandonar a un perrillo con una pata rota en medio de la calle.
—¡Eso es una perfecta locura!
—Le estoy diciendo lo que he sentido al leer la carta de Adrian.
—¡Acabaré creyendo que en efecto lo quiere!
—Usted no puede entender esto… Hay ciertas cosas que… Los ademanes de Adrian, su modo de mirar… ¡Algo que lleva muy adentro! No puedo creer que usted no haya sentido esto con alguna mujer antes de conocerme a mí.
—Sí: eso me pasó una vez en San Francisco.
—Bien, pues entonces ya sabe usted lo que eso es y lo adentro que llega. No se olvida mientras uno vive.
—Yo, desde luego, lo recuerdo siempre. Sobre todo, cuando cambia el tiempo. Lo que aquella mujer me clavó tan profundamente fue un alfiler de sombrero, de cinco centímetros de largo, en una pierna. ¡Figúrese si sabré lo adentro que llega una cosa así!
—¡Usted lo toma todo a risa!
—¿Conoce usted algo mejor que eso? ¿Ve? Usted misma se ríe. Una de las pruebas más concluyentes de que usted y yo hemos nacido el uno para el otro es que nos hemos reído muchas veces juntos. Jane, mi querida Jane, ¿qué locura es esa de querer edificar su vida sobre una tonta compasión hacia un hombre que no la merece?
—No es sólo eso…
El vientecillo crepuscular había cesado. Brillaban las estrellas sobre los árboles. Las aguas de plata del río se deslizaban con suave rumor. Joe se volvió un instante y contempló el paisaje, apoyando las manos en la balaustrada. Sintió un leve estremecimiento.
—¿Piensa usted realmente en casarse con Peake?
—No hay más remedio.
Joe rió amargamente.
—¡Tengo la impresión de que cuanto me rodea no es real, de que he vivido unos días en un mundo fantástico bajo esa luna de verano que se levanta en el horizonte…! ¡Pobrecito Joe! ¡Tú, que habías soñado cosas tan bellas!
—Joe, le ruego que procure hacerme menos amarga esta separación.
Él se apartó de la balaustrada. Catón, imponente con sus flamantes mostachos, lo contemplaba con las vacías cuencas de sus ojos, Joe se lo mostró a Jane.
—¡Ya no terminaré mi trabajo en estas estatuas! Termínelo usted.
—¡Joe!
Él se estremeció otra vez, como un perro que sale del agua.
—Lo siento. Estoy avergonzado de mí mismo. No sé de dónde ha sacado usted la idea de que soy fuerte. Estoy obrando como un caprichoso cabritillo que bala y patalea porque no puede coger la luna…, la bella luna de verano… Pero yo no tengo el derecho de destruir su dicha, Jane. En fin, hay seres nacidos para padecer, y yo soy uno… Buenas noches.
—¿Ya se va?
—Tengo que hacer mi equipaje. El taxi de J. B. Attwater vendrá a buscarme dentro de unos minutos.
—Yo puedo llevarlo.
Él se echó a reír.
—No, muchas gracias. Mi valor tiene un límite. Si esta noche me encuentro solo en el coche con usted, no respondo de las consecuencias. ¿Me permite decirle una cosa, Jane?
—¿Cuál, Joe?
—Que me avise, si cambia de parecer.
Ella negó con la cabeza.
—No cambiaré, Joe.
—O sí. Y si cambia, a cualquier hora que sea, del día o de la noche, telefonéeme. Y si estoy camino de los Estados Unidos, mándeme un cable. Volveré corriendo. Buenas noches.
—Adiós, Joe.
Él se volvió bruscamente y se dirigió a la casa. Jane se apoyó en la balaustrada y miró el río. El plateado tono de sus aguas se había convertido en un opaco color gris.
Un ruido de ruedas sobre la gravilla atrajo su atención. Miró, y vio que el taxi de la estación de Walsingford se acercaba a la casa y que sir Buckstone Abbott se apeaba de él.