4
En todo Londres había muy pocas salas de espera amuebladas con más gusto que la de la editorial de Busby. Como la mayor parte de las mujeres que componían su clientela pertenecía a la clase acomodada, había acertado a crear en aquella salita un ambiente grato e íntimo, donde ellas se encontraban como en su propia casa, y ello había contribuido mucho a la prosperidad de sus negocios. Había profusión de cretonas, estampas, mesas de nogal, cómodos sofás, adornos de jade y flores frescas. Muchas escritoras habían dedicado duros epítetos a míster Busby, pero todas habían tenido que admitir que se habían sentido sumamente cómodas en su sala de espera.
En opinión de Joe Vanringham, Jane Abbott, que se hallaba sentada en un sofá, no sólo no desentonaba en aquel lujoso ambiente, sino que aumentaba su magnificencia. Cuando se preparaba a visitar a Busby, Jane había dudado entre presentarse a él ostentando sus mejores vestidos para fascinarle, o aparecer un tanto desaliñada, a fin de inspirarle compasión. Se había decidido por el primer sistema, y entendió que era lo más acertado. Se sentía pletórica de confianza, de esa confianza que las muchachas experimentan únicamente cuando saben que sus vestidos están bien, que sus sombreros están bien, que sus medias están bien, que sus zapatos están bien.
Joe, también, opinó que la joven había obrado con inteligencia. A través de la puerta vidriera contemplaba a Jane con la expresión con que un oso contemplaría un pastel, y se hubiera dicho que se estaba relamiendo al verla, aunque su educación le impedía realizar semejante operación.
—Buenos días —dijo, entrando—. ¿En qué puedo servirle?
Hablaba amable, cortés, casi afectuosamente. Jane experimentó un sentimiento de alivio. Las palabras de Tubby la habían hecho esperar tener que tratar con algún craso personaje, una especie de usurero, y sólo en ese momento reparó en que, a pesar de la fuerza moral que le inspiraban su vestido, su sombrero, sus medias y sus zapatos, se encontraba muy nerviosa. Pero aquel nerviosismo desapareció al verse en presencia de un joven amable, cortés, casi afectuoso. Su rostro, aunque no hermoso, era muy agradable. Una especie de simpática sencillez se desprendía de toda la persona de Joe. Jane se sintió muy complacida.
—Pues bien, míster Busby —dijo la muchacha, sonriendo, cuando Joe se sentó ante ella respirando cordialidad por todos los rasgos de su semblante, agradable aunque no hermoso—. Ante todo, debo pedirle disculpas por haberme presentado aquí sin más ni más…
—Flotando como un encantador espíritu de un día de verano —corrigió él.
—Bueno, flotando o no, confío no haber interrumpido su trabajo.
—Nada de eso.
—Debería haber concertado una cita.
—¡Oh, no! Estoy encantado de verla aquí.
—Muy amable… Pues yo venía… Acabo de dejar a papá…
—Celebraré que sólo se trate de una separación momentánea…
—… echando chispas a propósito de la factura de ustedes.
Jane dejó de sonreír. Había llegado el momento de ponerse grave y, en caso necesario, inflexible. Notó que él también se ponía serio, pero confió en que ello no indicara que se sentía inclinado a manifestarse implacable.
—Ya, sí, la factura… ¿Me permite que la vea?
—Se refiere a gastos imprevistos relacionados con la oficina. Es un libro de papá que han publicado ustedes…
—¿Cómo se titula?
—Mis memorias deportivas. Es acerca de sus cacerías.
—Comprendo. Aventuras en países exóticos. Lejanas colonias del Imperio. Salvamento de su criado indígena, Mbongo, de las garras de un puma. Aldeanos que lo acogen amistosamente, de manera que decide pasar la noche en su choza.
—Sí, cosas de ésas.
—Me gusta mucho su sombrero —dijo Joe—. Es muy acertado combinar un sombrero negro con un encantador cabello rubio.
Jane creyó que el joven pretendía salirse por la tangente.
—Aquí no se trata de que mi sombrero le guste o no, míster Busby, Se trata de que mi padre…
—¿Cómo se llama su padre?
—Sir Buckstone Abbott.
—¿Es noble o plebeyo?
—Es baronet. Pero ¿qué tiene eso que ver con…?
—¿Y hace mucho que ostenta el título? —dijo Joe.
—Tampoco me parece que eso sea cosa de gran importancia. Lo esencial es que papá…
—Comprendió mal a lo que se obligaba, ¿no?
—Sí. Él entendió que una vez abonado el importe del libro, ya no le pasarían más facturas.
—¿Me permite verla?
—Es ésta.
—¡Hum! Sí, sí…
—Bueno, pero ¿qué? Yo creo que es excesivo.
—Sí, sí, excesivísimo…
—¿Entonces?
—No se preocupe. Ya se arreglará.
—Muchas gracias.
—No hay de qué.
—Con «arreglar» ¿qué quiere usted decir?
—Quiero decir «cancelar». Borrarla. Tacharla del registro. Arrasar la factura hasta sus cimientos y esparcir sal.
Aunque el rostro de su interlocutor fuese muy agradable, aunque sus modales y sus palabras, al principio amables, corteses y afectuosas, eran en ese momento definitivamente amables, corteses y afectuosas, Jane no había esperado un triunfo tan completo. No pudo reprimir un pequeño grito:
—¡Oh, míster Busby!
El joven parecía algo confuso.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo—. Usted sigue llamándome «míster Busby». Sin duda lo habrá usted notado. ¿Quiere decirme por qué?
Jane lo miró fijo.
—Pero ¿es usted míster Busby o no?
—Me hace usted demasiado favor… No, no soy míster Busby.
—Entonces, ¿quién es usted? ¿Su socio?
—Ni siquiera su amigo. Sólo soy un transeúnte. Simplemente una astilla que se deja arrastrar por la corriente del río de la Vida…
Examinó la factura, y una suave sonrisa divagó por sus labios.
—¡Admirable! —exclamó—. Es una verdadera obra de arte. ¿Sabe usted a qué se refiere Busby con esto de los gastos imprevistos relacionados con la oficina? Hablando en plata, esos gastos significan lo que Busby estafa al pobre tonto del autor sin tener que temer a la policía… El caso viene a ser lo mismo que voy a decirle: Busby va a almorzar. El camarero le lleva la minuta. «Caviar», lee Busby, y el corazón le da un salto. Pero enseguida ve lo que cuesta en la casilla correspondiente, y ya se dispone a pedir una simple chuleta, cuando de pronto recuerda que…
Jane emitía ronquidos inarticulados, como su Widgeon Seven cuando subía una cuesta.
—¿De modo —exclamó, perdiendo los estribos— que nada tiene usted que ver con la casa, y que ha estado tonteando conmigo y burlándose de mis esperanzas?
—En absoluto.
—Entonces, ¿a santo de qué me ha dicho que la factura queda cancelada?
—Porque lo quedará.
La serena confianza con que hablaba impresionó a Jane, a pesar de ella misma. Lo miró interrogativamente.
—¿Me está usted tomando el pelo?
—No, por cierto. Al decir que no soy amigo de míster Busby no he querido indicar que no lo conozca. Lo conozco muy bien. Y le apuesto lo que quiera a que soy capaz de persuadirlo.
—¿Y cómo?
—Apelando a sus buenos sentimientos.
—¿Cree usted que tiene alguno?
—¿Quién sabe? A lo mejor, tiene un corazón de oro, aunque yo no se lo he notado hasta ahora.
—¿Y si no lo tiene?
—Pues habrá que pensar en otro procedimiento. Pero creo que todo irá bien.
Jane echó a reír.
—Mi madre dice siempre lo mismo. Ocurra lo que ocurra, ella dice siempre: «Creo que todo irá bien».
—Debe de ser una mujer muy inteligente —dijo aprobatoriamente Joe—. Me gustaría conocerla. Bueno, no se preocupe más. Creo que todo acabará felizmente.
—Lamento no sentir su misma confianza.
—Porque usted no conoce a su hombre.
—¿A quién? ¿A Busby?
—No. A mí. Cuando usted me conozca mejor, ya verá quién soy. Y ahora vamos a ponernos de acuerdo: ¿espera usted aquí o se adelanta?
—¿Cómo que me adelanto?
—Sí. Se adelanta y reserva una mesa. Podríamos almorzar en el Savoy, ¿no? Está muy cerca.
—¡Pero yo tengo un compromiso!
—Ya veo que es mejor que salga usted primero. Así le dará tiempo de telefonear y avisar que no irá.
Jane reflexionó. Si aquel extraordinario joven era capaz de iluminar el tenebroso cerebro de míster Mortimer Busby, bien merecía, en cambio, que ella accediera a almorzar con él.
—Me convendría mucho —añadió Joe— que me vean en público con una muchacha que lleva un sombrero como ése. Mi prestigio social aumentará de un modo inmenso.
—¿Y las amigas con quienes debo almorzar? —dijo Jane, titubeando.
—¡Pues eche a correr y telefonéeles! Estaré con usted en unos minutos. Espéreme en la parrilla, no en el restaurante. Allí hay más tranquilidad. Y quiero hablarle de muchas cosas.
Un cuarto de hora después, llamaron al teléfono a Jane, que estaba ya sentada en la parrilla Savoy. Creyó que sería Mabel Purvis, a quien acababa de telefonear para avisarle que no podía asistir a la reunión de ex compañeras de colegio, Mabel se había lamentado amargamente, y Jane entró de mala gana en la cabina, pensando que sería otra vez Mabel quien la llamaba para insistir en sus reproches.
—Diga —comenzó—. Aquí, Imogen.
Pero la que habló fue una voz masculina.
—Bueno. Todo está arreglado.
—¿Cómo?
—Sí. Busby ha cancelado la factura.
—Una parte.
—Nada de partes. ¡Toda!
—¡Ooooh!
—¿Está usted contenta?
—¡Es usted admirable! ¿Cómo lo logró?
—En cuanto nos veamos se lo contaré detalladamente.
—¿Cuándo viene usted?
—Dentro de un segundo.
—Bueno. Dese prisa.
—Voy volando. ¡Ah, otra cosa!
—¿Cuál?
—¿Quiere casarse conmigo?
—¿Cómo?
—Casarse conmigo.
—¿Ha dicho usted «quiere casarse conmigo»?
—Eso es: casarse. C de casa, a de…
Jane no pudo contener una suave risa.
—¿Está usted llorando? —dijo la voz.
—Estoy riéndome.
—No me gusta ese sonido. Es una risa burlona. O, mejor dicho, casi siniestra. ¿No se casará conmigo?
—No.
—Entonces, ¿quiere encargar para mí medio dry Martini? Voy corriendo.