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Míster Mortimer Busby, el emprendedor editor con quien la Sociedad de Autores mantenía hacía largos años una pugna tan enérgica como infructuosa, se inclinó hacia el teléfono de su escritorio y descolgó el auricular. El movimiento lo hizo parpadear y le arrancó un ahogado gruñido. Su epidermis aquella mañana se hallaba en estado de sensibilidad aguda. El buen tiempo que hacía le había decidido, el día anterior, a ausentarse del despacho y, como míster Billing en Walsingford Hall, tomar un baño de sol. Pero, a diferencia de míster Billing, no había tenido la precaución de untarse el cuerpo con aceite, y en ese momento pagaba las consecuencias.

—Mande venir a míster Vanringham —dijo.

La telefonista contestó que míster Vanringham no había vuelto aún.

—¿Cómo? —dijo, amenazador, el señor Busby. Estaba en completo desacuerdo con que sus empleados abandonaran la oficina durante las horas de trabajo—. ¿Qué es eso de que no ha vuelto? ¿Adónde ha ido?

—¿No recuerda usted —contestó la telefonista de la centralita— que dejó órdenes de que míster Vanringham fuese esta mañana a la estación de Waterloo para despedir a miss Gray, que partía en el tren del barco?

La severidad de Busby disminuyó. Recordó que, en efecto, aquel día, miss Gwenda Gray, una de las principales escritoras de su lista, embarcaba hacia los Estados Unidos, con el loable fin de reforzar el considerable número de literatos ingleses que se han dedicado celosamente a incrementar la depresión de ese desafortunado país. Y, naturalmente, Joe Vanringham, en su calidad de hombre para todo de la editorial, había sido enviado al tren para despedir a la autora con flores y frutas.

—Bueno —dijo Busby—. Cuando regrese, dígale que venga.

Apenas acababa de colgar el auricular, cuando llamó el teléfono. Con más precauciones que antes, alargó la mano y descolgó.

—Diga…

—¿Es usted, jefe?

—¿Quién habla?

—Vanringham, jefe.

—No me llame «jefe».

—Está bien, jefe. Pues aquí me tiene, en St. Pancras.

Busby se estremeció desde la coronilla a la suela de sus zapatos número 42.

—¿Qué rayos está usted haciendo en St. Pancras?

—Esperando a miss Gray. ¿No me dijo usted que se marchaba esta mañana a Escocia?

Un enfurecido ronquido fue el único sonido que Busby pudo emitir durante algunos momentos. Al fin recobró el uso de la palabra.

—¡Endemoniado idiota! A los Estados Unidos. Se va a los Estados Unidos.

—¿Está usted seguro?

—Tan seguro como que usted es un…

Del otro extremo del hilo llegó el rumor de un chasquido lingual pletórico de remordimiento.

—¡Tiene usted razón, caramba! ¡Ahora me acuerdo! ¡Era a los Estados Unidos, claro!

—Y el tren del barco sale de la estación de Waterloo.

—También es verdad. Ahora comprendo por qué miss Gray no ha comparecido. Pero ¿por qué me dijo usted que viniera a St. Pancras?

—¡No le dije St. Pancras! ¡Le dije Waterloo! ¡Waterloo!

—Bueno: ya sé lo que pasó. Usted, ¿sabe, jefe?, cuando dice «Waterloo», suena exactamente igual que «St. Pancras». Claro, una deficiencia de pronunciación… Total, es poca cosa. Un profesor de elocución le haría rectificar enseguida ese vicio de dicción. Bueno, al grano; lo he llamado para preguntarle qué hago con las frutas. ¿Me las como?

—Escuche —dijo Busby, con voz ahogada—: miss Gray suele vender veinte mil ejemplares al año. Y esta desatención va a indignarla. Tal vez tenga tiempo aún. Coja un taxi.

El hilo transmitió el rumor de una execrable risotada.

—Tranquilícese, jefe. Le he gastado una bromita. ¡Como usted, a veces, se pone de un modo que…! Estoy en la estación de Waterloo y todo ha ido como una seda. Le entregué las frutas y las flores y se emocionó mucho. El tren acaba de salir, y lo último que vi fue a miss Gray asomada a la ventanilla, mordisqueando una naranja y gritando:

—«¡Dios bendiga a míster Busby!».

Míster Busby colgó el auricular. Estaba encarnado y sus labios se agitaban convulsivamente. Se repitió por centésima vez que ésa era la última que le hacían, y que ese mismo día el nombre de Joe Vanringham desaparecería de la nómina. Pero por centésima vez tuvo el desconcertante pensamiento de que tendría que buscar mucho para encontrar otro esclavo tan bueno para su trabajo como Joe.

Una parte considerable de la clientela de míster Busby consistía en autoras que se pagaban la edición de sus libros. Al recibir las cuentas era muy corriente que se presentaran en la oficina en un estado de avanzada excitación. Fueran cuales fueren los defectos de Joe, sabía tratarlas muy bien. En sus manos eran como cera. Por tal razón, Mortimer Busby lo soportaba, aunque a regañadientes. Le exasperaban su sonrisa burlona y aquel aire de risueña sorpresa con que solía mirar a Busby como asombrado de que el editor habitara en el mismo planeta que él. Para colmo, era muy respondón. Pero había que reconocer que nadie tenía tanta habilidad como él para desarmar las iras de las encolerizadas escritoras dirigiéndoles frases amables, contándoles historietas entretenidas, hasta lograr que se fueran, efusivas y sonrientes, ya olvidadas de toda animosidad.

Busby procuró calmarse sumergiéndose en el trabajo, y un cuarto de hora después se sintió más tranquilo. Entonces retumbó en la puerta un golpe como sólo un miembro de su personal tenía la insolencia de permitírselo, y a continuación apareció Joe Vanringham.

—¿Me había llamado, jefe? —dijo cordialmente—. Aquí me tiene. ¿Qué quería?

Entre los hermanos Joe y Tubby Vanringham existía cierta semejanza, y cualquiera que los hubiera visto juntos habría deducido que eran parientes. Pero se trataba de un parecido muy superficial. Había entre ellos la diferencia fundamental que existe entre un gato hambriento, obligado a buscarse su sustento entre las basuras de la calle, y su pariente gordo, bien comido y atendido regaladamente en una casa confortable. Tubby era rollizo y blando, y Joe flaco y duro. Tenía, en suma, ese aire indefinible común a todos los jóvenes que empiezan a abrirse camino en la vida con un sueldo de diez dólares.

Busby, furioso aún por el recuerdo de la reciente conversación telefónica, lo miró con acritud. Los Busby no olvidaban fácilmente. Además, le pareció notar que su joven ayudante manifestaba aquella mañana una vehemencia aún más ofensiva que de costumbre. En verdad, siempre tenía una tendencia muy acusada hacia la insolencia y la falta de respeto, pero ese día todo ello se acentuaba de un modo ostensible. Quizá la palabra «efervescencia» definiría mejor su aspecto en aquellos instantes.

—Hay una mujer en la sala de espera, viene por una factura —dijo—. Vaya a atenderla.

Joe asintió, complaciente.

—Comprendo, jefe. La historia de siempre, ¿no?

—¿Qué quiere usted decir con «la historia de siempre»?

—No se apure. Estoy en muy buena forma esta mañana. Soy capaz de hacer frente a diez mujeres que vengan por diez facturas. Déjeme hacer.

—¡Cuidado! —gritó míster Busby al apreciar el ademán que esbozaba su empleado.

Joe detuvo la mano con que se preparaba a dar una tranquilizadora palmadita en la espalda de su jefe, y lo miró con curiosidad.

—¿Eh?

—Estoy todo despellejado.

—¿Alguien lo despellejó?

—Un baño de sol.

—¡Ah, ya! Debía usted haber usado aceite, jefe.

—Ya sé que debería haber usado aceite. Y ¿cuántas veces le he dicho que no me llame «jefe»?

—Pero comprenda que debo emplear algún término respetuoso cuando hablo con usted… ¿Jefe? ¿Magnate? ¿Quiere que le llame «magnate»? ¿O le gusta más «archipámpano»?

—Llámeme sencillamente señor…

—¿Señor? Bueno, tiene usted razón. Es claro, concreto y fácil de decir. ¿Y cómo se le ha ocurrido?

Míster Busby enrojeció, y se preguntó si los excelentes servicios que en su calidad de perro guardián le prestaba el joven compensaban suficientemente esa clase de cosas. La frase «Está usted despedido» cosquilleó en sus labios. Pero la ahogó.

—Vaya a atender a esa mujer —dijo.

—Corriendo —repuso Joe—. Pero antes he de prepararme a cumplir un penoso deber.

Se aproximó a la alacena que había debajo de una estantería de libros y empezó a revolver en ella.

—¿Qué diablos hace usted?

—Buscar su frasco de sales aromáticas —dijo Joe, mientras miraba a su patrón con ojos compasivos—. Temo, archipámpano, que va usted a recibir un duro golpe. ¿Ha leído la prensa esta mañana?

—¿De qué habla?

—Repito: ¿Ha leído la prensa esta mañana?

Busby refunfuñó que había hojeado el Times. Joe dio un paso atrás.

—¡Eso no vale nada! Sin embargo, hasta el Times confiesa que la cosa tuvo éxito.

—¿Eh?

—Mi obra. Se estrenó anoche.

—¿Ha escrito usted una obra?

—¡Y qué obra! ¡Una cosa brutal! Algo definitivo.

—¿Eh?

—¡Vaya un comentario! «¿Eh?». Pues sí: mi obra maestra se estrenó anoche y ha dejado turulatos a los londinenses. ¡Si viera qué escenas tiene! Las mujeres más bonitas, los hombres más graves, se desternillaban de risa. Hasta los acomodadores se carcajeaban. No quiera usted saber lo que me han aplaudido. Es una obra grandiosa y dinámica. ¿Quiere que le lea las críticas?

Una sospecha relampagueó en la mente de míster Busby.

—¿Cuándo ha escrito usted esa obra?

—Le aseguro que fuera de las horas de oficina. Despídase de las ilusiones que pueda hacerse respecto de eso, y no espere que vaya a contratar mis producciones con usted. Siempre he dicho y diré —agregó, con sincera admiración— que es usted un caso único en la historia de los editores. ¡Hay que ver los contratos que redacta! Siempre me imagino al autor dando un brinco al reparar, después de haber firmado, en las subcláusulas habilísimamente enmascaradas que ve brotar de repente de la espesa selva de los «considerando que» y los «de ahora en adelante». Pero conmigo, está usted listo si espera eso, majadero.

Míster Busby manifestó a Joe que no tenía el menor interés en escuchar sus impertinencias y menos aún en tolerar sus faltas de respeto. Joe se apresuró a precisar que al llamar «majadero» a míster Busby sólo se proponía establecer entre ambos un ambiente agradable, original y sin cumplidos.

—Hoy me siento bien predispuesto hacia todos —añadió—. No he dormido, pero quiero a todo el mundo. Me encuentro como si flotara entre nubes rosadas, y hasta un niño podría hacer lo que quisiera de mí. Déjeme leerle las críticas…

Míster Busby contestó que no sentía el menor interés por las críticas. La mirada compasiva de Joe se acentuó.

—Le interesan, le interesan, ya lo creo que sí… Por eso buscaba el frasco de sales. En vista del éxito colosal de esta estupenda obra, he resuelto despedirme. ¡Oh, no se desmaye! Métase la cabeza entre las piernas y se le pasará el mareo. Sí, tenemos que separarnos, mi querido y viejo amigo Busby. Mucho lo siento. He sido feliz aquí. Pero no hay más remedio. Soy demasiado rico para seguir trabajando.

Míster Busby emitió un gruñido. Aunque Tubby nunca lo había visto, lo había descrito con bastante perfección. Busby tenía un acusado carácter porcino, y gruñía con mucha frecuencia.

—Si se va usted ahora, pierde medio mes de sueldo.

—Bueno. ¡Que le aproveche!

Busby volvió a gruñir:

—¿Dice que ha tenido éxito?

—¿No me ha oído usted?

—No se puede juzgar por el estreno.

—Cuando es un exitazo delirante, sí se puede.

—Las críticas nada significan.

—¡Ya lo creo que sí!

—Estrenar en agosto es una locura —dijo míster Busby, que se esforzaba en acentuar su optimismo—. Con este calor, de aquí a poco no irá al teatro ni un alma.

—Nada de eso. Cuando se tiene un éxito en agosto, luego la obra adquiere mayores vuelos. Y el calor me tiene sin cuidado. El libreto está contratado por diez semanas.

Busby se dio por vencido. Imposible persistir en su optimismo ante tan contundentes argumentos. Intentó una última observación.

—Su próximo estreno será un fracaso, y de aquí a un año se presentará usted en esta casa con el rabo entre piernas, y se encontrará con que su puesto está ocupado por otro.

—Si un cargo como el que desempeño pudiera ser ocupado por alguien que no fuera yo, tendría usted razón en lo que dice —argumentó Joe, con marcada incredulidad—. ¡Pero aún no ha leído usted las críticas! Bueno: yo se las leeré. Escuche: «Una chispeante sátira», Daily Herald. «Mordaz y satírica», Daily Telegraph. «Una aguda sátira», Morning Post. «Una cosa que…». ¡Ah, no, éste es el Times! Este no interesa… ¿Qué? ¿Comprende usted por qué he resuelto marcharme? Un hombre a quien se dedican tales elogios no puede continuar por más tiempo al servicio de un perverso editor…

—¿Un qué? —interrumpió míster Busby.

—Un editor. Un hombre que edita libros. Un hombre que contrae un deber con el público… Pero no voy a pasarme la mañana hablando con usted. Voy a ver a esa mujer que me espera. Será el último servicio que le preste. Mi canto del cisne. Y enseguida tengo que irme a comprar la prensa de la tarde. Supongo que tocarán, poco más o menos, la misma tecla. Acaba uno por fatigarse de tantas alabanzas. Siente uno lo que deben sentir los monarcas orientales cuando los bardos de la corte están en voz…

—¿Qué es lo que decía el Times? —preguntó míster Busby.

—No importa lo que haya dicho el Times —atajó Joe con severidad—. Es mejor que le describa las escenas de frenético entusiasmo que se produjeron al terminar el segundo acto.

Míster Busby hizo saber a Joe que nada deseaba oír acerca del entusiasmo frenético que se había producido al terminar el segundo acto.

—¿Prefiere usted que le pinte la tempestad de aplausos que estalló al concluir la obra?

—No, tampoco —dijo míster Busby.

Joe suspiró.

—¡Qué raro es usted! —comentó—. Yo no concibo, por mi parte, un modo más delicioso de pasar una mañana de verano que estar oyendo una y otra vez hablar de lo mismo. En fin, como quiera… Me voy, Busby. Buenos días, Dios lo bendiga, y permita que, por mucho que la Sociedad de Autores lo incomode, pueda usted continuar tranquilamente cruzado de brazos.

Sonrió cordialmente, giró sobre sus talones, y salió. Habría preferido ir directamente a la calle, donde en aquel momento se voceaban las ediciones de mediodía de los periódicos de la tarde, pero había dado su palabra de despachar, y la palabra de un Vanringham era palabra de rey. Fue, pues, a la sala de espera. Al llegar a la puerta vidriera y mirar a su interior, se quedó hechizado.

Después de haberse arreglado el nudo de la corbata y sacudido el polvo de las mangas, abrió la puerta y entró.