14
Asegurar que la llegada de su hermano Sam a la finca con el propósito de empapelar a uno de los huéspedes había trastornado a lady Abbott, sería forzar demasiado la realidad de las cosas. Nena no era una mujer que se trastornara, ni siquiera se conmovía con facilidad. Sin embargo, su situación —similar a la de la plácida reina en cuyo país estalla de pronto una cruenta guerra civil— exigía ocuparse algo de los inopinados sucesos acaecidos. Además le parecía notar que su Buck estaba disgustado, y nada odiaba más que ver a su Buck disgustado.
Por lo tanto, el mismo día en que la princesa Dwornitzchek organizaba su pequeño festín íntimo, lady Abbott, una hora después de comer, salió, en compañía de James y John, los dos perros de aguas, y, con el aspecto de un mártir a punto de ser clavado en la cruz, se dirigió a la casa flotante Reseda con la intención de cambiar unas palabras con el intruso. Avanzó, pues, a través de los prados, imponente como un majestuoso galeón que zarpa del puerto seguido por un par de esquifes.
Aquel arranque hablaba muy en favor de lady Abbott, porque no era, en verdad, una caminadora entusiasta. Por lo general, si daba un par de vueltas al jardín después de desayunar y cruzaba la terraza antes de comer, solía considerar que había realizado una hazaña atlética. No obstante, comenzó la caminata descendente de unos ochocientos metros hasta el río sin un solo pensamiento acerca de lo que volver a subir esa pendiente iba a significar para los músculos de sus pantorrillas. Y todo a causa de su gran corazón.
Encontró a míster Bulpitt sentado en el techo de la cabina de la Reseda. La euforia que respiraban su sonrosada faz y sus ojos demostraba bien a las claras que se sentía feliz en aquel improvisado alojamiento. Aunque residía por primera vez en una casa flotante, se había adaptado a las especiales condiciones de aquella náutica existencia con la facilidad propia de un hombre que ha pasado gran parte de su vida saltando de un hotel de provincias a otro por todos los Estados Unidos. Sus cosas estaban debidamente distribuidas en el salón, había almacenado en él grandes provisiones de chicle, y se descubría en todos los detalles que, al establecer sus reales en aquel lugar, estaba dispuesto a sostener un largo sitio. Al contrario de Joe, que mirara Walsingford como una especie de castillo encantado, y de Adrian, que lo examinara con ojo de futuro propietario, Sam lo contemplaba con la mirada aquilina de un general en jefe que estudia las fortificaciones de la plaza que se propone tomar por asalto. Así que no distinguió a su hermana hasta que los ladridos de James y John —que, como no estaban acostumbrados a ver hombres sentados en los tejados, sospecharon en tal suceso los síntomas de algún siniestro complot— lo distrajeron de sus meditaciones estratégicas.
—¡Hola, Alice! —dijo.
Descendió con las necesarias precauciones, se acercó a lady Abbott y la abrazó tiernamente. Esto tranquilizó a los perros de agua, y el temor de una dramática conjura se desvaneció de sus mentes.
—Te agradezco que hayas venido —agregó Sam—. Ya comenzaba a temer que tus sentimientos hacia mí fueran duros como el pedernal.
Lady Abbott se desasió de su hermano, no ásperamente, ya que no entraba en su modo de ser el proceder ásperamente, pero sí con una cierta severidad. En aquellos instantes no sentía hacia su hermano simpatía alguna. El recuerdo del pobre Buck mordiendo su pipa y paseando desconsolado por la terraza la ponían en la situación de una tigresa que asiste al ataque de su cubil.
—He venido a hablarte en serio, Sam.
Míster Bulpitt adoptó una actitud más reservada.
—¿Sí?
—Es preciso que te vayas, Sam.
Míster Bulpitt negó con la cabeza sentidamente. Había temido que eso sucediera.
—No puedo, Alice. Es una cuestión de honor profesional. Una cosa así como la que les pasa a los miembros de la Policía Montada de Canadá. ¿No lo has visto en el cine?
Veinticinco años atrás, seguramente lady Abbott le habría contestado con alguna palabra extraída del vocabulario de entre bastidores y propia para apabullar los humos de honrilla profesional de su hermano. Pero en el curso de su larga carrera de mujer de un baronet, había ido perdiendo, como consecuencia de su posición, la costumbre de usar aquel vocabulario de su juventud. Así que sólo acertó a coordinar una exclamación de disgusto.
—No tengo más remedio —insistió Sam—. Las mujeres no comprendéis ciertas cosas…
—Lo que no comprendo es que tengas el valor de venir a empapelar a alguien en casa de tu hermana.
—Para un empapelador consagrado en cuerpo y alma a su trabajo, no hay casa de hermanas que valga —replicó, sentenciosamente míster Bulpitt.
—¿Así que no quieres irte?
—No puedo, Alice. Quisiera complacerte, pero el deber es más fuerte que yo.
Lady Abbott suspiró. A su mente acudieron los recuerdos de su infancia, en todos los cuales figuraba Sam tan obstinado como una mula. Comprendió que sus palabras no lo conmoverían, y desistió, con su plácida amabilidad acostumbrada, de argumentarle con otras razones.
—Bueno —dijo—, allá tú.
—Claro —repuso Sam—. Oye, ¿éstos son perros de aguas?
Lady Abbott admitió la posibilidad de que James y John pertenecieran a la raza indicada. Después se produjo un silencio. Como si estuvieran de acuerdo, ambos miraban el césped cubierto de margaritas y de amapolas. Sam, además, lanzaba también miradas llenas de poética emoción a las aguas del río. Aquellos idílicos lugares le recordaban los paisajes de Bellport, Long Island, donde una vez había logrado cazar a un millonario en su casa de campo, y se lo manifestó a su hermana.
—Era un sitio como éste, una tranquila tarde como ésta, con un cielo azul como éste, y, como hoy, con análogos trinos con los que los pájaros desahogaban los sentimientos de sus corazones… El millonario me persiguió hasta mitad del camino de Patchoga empuñando un objeto que creo que era algo así como una horca de labranza, aunque no me detuve para comprobarlo.
Lady Abbott pareció interesarse.
—¿Está permitido agredir a un ujier?
—No está permitido, Pero… —dijo míster Bulpitt pensativamente—. He sabido que se ha hecho.
—Pues conviene que te andes con ojo, Sam.
—¿Por qué?
—Porque el hermano del joven Vanringham está pasando una temporada con nosotros.
—¿Y qué?
—No, nada. Que he oído contar a Buck cosas de cuando era boxeador.
—¿Dónde ha ejercido?
—Creo que en la costa del Pacífico, hace pocos años.
—Nunca he oído hablar de él. Sería uno de esos chicos que disputan las luchas preliminares a cambio de cinco dólares. Yo, una vez, llevé una citación a un campeón de pesos medios en su propia casa. Lo encontré comiendo con su hermano Mike, que hacía lucha grecorromana, con su primo Cyril, que mataba ratas a mordiscos, y con su hermana Genevieve, que era una robusta figura del vodevil. ¡Así que Vanringhams a mí! ¡Bah!
Lady Abbott se sintió impresionada a su pesar.
—Te arriesgas mucho, Sam.
—Nada más que lo necesario —dijo modestamente míster Bulpitt—. Mi hazaña más notable consistió en entregarle una citación a un encantador de serpientes rodeado de diecisiete reptiles de todas clases.
—¿Hace mucho que te dedicas a este oficio?
—Nueve o diez años después de que te vi la última vez.
—¿Te pagan bien?
—No muy bien. Pero, más que de dinero, en esta profesión se disfruta del placer de la caza.
—Una especie de caza mayor, como la que practicaba Buck, ¿verdad?
—Sí, eso es. ¡Tú no sabes lo que se goza cuando se logra empapelar a un tío que estaba completamente ajeno a ello!
—Pero no veo cómo vas a empapelar a Tubby Vanringham.
—Ya encontraré modo de hacerlo.
—Quizá no te convenga andar con disfraces. Temo que te conozcan aunque te pongas una barba postiza.
Sam sonrió como asombrado de que a un hombre de su talento pudiera atribuírsele la pueril idea de disfrazarse.
—Y si intentas pisar el suelo de la casa, Buck te hará papilla.
Sam esta vez pareció preocupado.
—Espero que hagas comprender a tu lord que no me guía intención alguna de perjudicarlo. Lo estimo mucho.
—Pues él no te estima a ti.
—Son pocos los que nos aprecian —convino Sam—. Es la cruz que llevamos a cuestas los hombres de nuestra profesión.
Lady Abbott se levantó. Sus dedos señalaron a la casa.
—¿Tienes buena vista, Sam?
—Muy buena.
—¿Ves aquel cedro grande?
—Lo veo.
—Ya te darás cuenta de que está al lado de la casa. Bueno, pues bajo sus ramas suele el joven Vanringham sentarse a leer. El comprender cómo vas a poder llegar hasta allí, es cosa que rebasa mi capacidad mental.
—Mi talento sabrá llegar hasta allí.
—Pero tú tendrás que acompañar a tu talento.
—Lo acompañaré.
Lady Abbott miró a su hermano con hostilidad no exenta de cierta admiración, esa admiración que las mujeres suelen profesar hacia tipos como Napoleón.
—¿Nunca te han dado de palos durante estas andanzas, Sam?
—Sólo una vez —dijo Bulpitt con fingida modestia—. Fue con motivo de mi último asunto antes del actual. Se trataba de un tipo llamado Elmer B. Zagorin, apodado «el rey de los clubs nocturnos», porque tenía una red de establecimientos de ésos en todas las grandes ciudades. ¡Y se negó a pagar una factura de cuarenta dólares! Se presentó la demanda y me lancé a la caza del pájaro. ¡Chica, qué cosa! Le perseguí meses y meses y meses. Una vez me apaleó… Y el caso es que al final acabó muy agradecido… Al morir, estaba enfermo del corazón, dejó un documento escrito testimoniándome su reconocimiento y su gratitud.
—¿Sí?
—Sí, señor. Decía en él que yo le había curado la neurastenia y el tedio que padecía desde hacía muchos años, y que la risa que le produjeran los incidentes de mi persecución lo habían colmado de felicidad. Ya ves, Alice, las riquezas no hacen la dicha, y en cambio, un empapelador puede convertir en dichoso a un hombre… Pero oye otra cosa: ¿sabes que Buck es un tío con toda la barba? Es absurdo que no nos hayamos tratado hasta ahora.
Los dos enmudecieron. Lady Abbott miraba a la casa y calculaba con espanto el fatigoso viaje que había de realizar para volver a ella. Suspiró.
—En fin, Sam, buenos días. Me alegra haberte visto.
—Lo mismo digo, Alice.
—¿Estás bien en la barca?
—Muy bien. Tan a gusto como una chinche en una alfombra.
—¿Dónde comes?
—En la posada.
—Yo creí que Buck había prohibido que te sirvieran.
—Sin embargo, me sirven. Por mucho que lord Buck se lo prohíba, no puede impedirme comer allí, porque ése es un establecimiento público, y tienen que servir a cualquiera que vaya. ¡Es la ley! —sentenció Sam con aire de vencedor que no abusa de su victoria.
—Bueno. Adiós, Sam.
—Adiós, Alice.
Y después de aconsejarle que no se dejara engañar, míster Bulpitt observó a su hermana reunir a James y John y alejarse majestuosamente por el prado.
Sir Buckstone paseaba ante la fachada de la casa en compañía de su amigo Joe Vanringham.
Es cosa absolutamente indiscutible y admitida en los más autorizados centros de opinión —como son, por ejemplo, los cenáculos literarios— que la cruel Naturaleza es absolutamente indiferente al dolor del hombre. Aquel día la regla se confirmaba. Mientras una amarga angustia desolaba el corazón de sir Buckstone, a su alrededor florecían las rosas y el sol brillaba en todo su esplendor.
Sir Abbott paseaba tan rápido, que Joe lo seguía con dificultad. Abbott estaba extraordinariamente agitado. Había hablado con míster Chinnery a propósito de Sam Bulpitt y míster Chinnery le había descrito con sombría elocuencia la temibilidad de este hombre, prodigando respecto de él anécdotas y detalles casi demostrativos de que una especie de fuerza sobrenatural lo ayudaba en sus hazañas. En ese momento sir Buckstone refería algunas de estas anécdotas a Joe.
—Había una vez un hombre llamado Jorkins —dijo sir Buckstone, subrayando su narración con toda clase de ademanes descompuestos— que procuró burlarse por todos los medios, saliendo por la puerta trasera, atajando por patios apartados, ocultándose en los sótanos de la casa vecina, huyendo por el tejado y siguiendo los aleros hasta ganar la casa de la esquina y descender por los canalones hasta la calle. ¿Usted cree que pudo salvarse gracias a tantas precauciones?
—Quizá, pero… —dijo Joe, adivinando que aquél no era más que el fin del primer acto de la obra.
—El pero es lo grave —confirmó Abbott—. Pues bien, Bulpitt, que asistía a aquellas evoluciones, se fue a un policía de servicio, y le dijo: «Guardia, tengo que contarle una cosa extraña, he visto a un hombre salir por una puerta trasera, atajar por una… etc., etc.». Entonces el policía esperó a Jorkins.
—Y lo vio caminar por el alero, deslizarse por los canalones…
—Justo. Al final del itinerario lo aguardaba el policía. «¿Qué hacía usted?», preguntó. «Comprendo que le extrañe», repuso el interpelado, «pero no hacía más que lo que las circunstancias me aconsejaban. Puedo asegurarle que obraba con toda corrección. Soy un respetable padre de familia. Me llamo Jorkins». Entonces Bulpitt surgió de entre las sombras, exclamando: «¡Ah, es usted! Estos papeles son para usted». Y se los dio. ¿Qué le parece?
—Diabólico —dijo Joe.
—Luciferiano —corroboró Abbott.
—Tubby debe evitar las puertas traseras.
—Es que ese hombre aparece también por las principales.
—¿Es posible?
—Sí. A veces se presenta con una botella de champán y pregunta por la víctima a quien persigue. El mayordomo, sin sospechar que un hombre que aparece con una botella de champán de regalo pueda ser un ente siniestro, le abre la puerta, y él entonces ejecuta su trabajo.
—Por fortuna, estamos en el campo, y aquí llamaría bastante la atención un tipo que se presenta empuñando una botella de champán.
—Sí, pero el ingenio de ese condenado Bulpitt va más lejos aún. Chinnery me ha contado que un señor vivía en una casa de la costa y Bulpitt se puso un bañador y nadó hasta la playa particular del individuo.
—Aquí no puede llegar nadando.
—No, pero hay otros medios. ¿Conoce usted lo que determina la ley inglesa acerca de estos asuntos?
—Me temo que no.
—Pues Chinnery dice que la jurisprudencia sentada por los tribunales estadounidenses establece que los ujieres pueden entrar por puertas o ventanas para entregar las citaciones. Si en Inglaterra pasa lo mismo, se nos plantea un problema muy grave, porque no es posible tener todas las ventanas cerradas con el calor que hace. Bueno, y otra cosa, ¿ha hablado usted de esto a su hermano?
—Si.
—¿Y qué dice?
—Pues mire, en realidad es Tubby quien se considera ofendido. Los motivos en que funda el incumplimiento de su promesa de matrimonio han sido que tiene razones para suponer que miss Whittaker lo estaba engañando y recibiendo regalos de otro pretendiente. Cuando le he hablado del caso actual, me ha manifestado enérgicamente que nada podía desear mejor que ventilar el asunto a la luz del día, para que el mundo juzgara la vergonzosa conducta de esa mujer.
—Entonces, estamos perdidos.
—No. Yo le hice comprender lo que sucedería si nuestra madrastra se enteraba de que Tubby iba a comparecer ante un tribunal acusado de incumplimiento de promesa de matrimonio, y al pensar en esas consecuencias, sus vehementes deseos de ser oído por el tribunal se enfriaron. Por el momento, cuando yo lo dejé, había aplicado sus energías a jugar a la pelota. No tema usted que Tubby estropee su asunto, Buck.
Sir Abbott suspiró profundamente.
—Joe… —comenzó a decir con tembloroso acento de gratitud—. ¡Ah, querida, hola!
Lady Abbott, renqueando ligeramente como lo haría una corredora de un maratón, llegaba en aquel momento al término de su largo viaje.
—¿De dónde vienes, Nena?
—De ver a Sam.
El rostro de sir Buckstone, que se había iluminado al ver a su esposa, volvió a cubrirse de tétricas sombras.
—Precisamente Joe y yo hablábamos de él. ¿Qué te dijo?
—Me dijo que él es como uno de esos de la Policía Montada de Canadá.
—¿Eso dijo?
—Sí.
—¿Y no te ha insinuado lo que se propone hacer?
—No, pero creo que se puede esperar todo de él. Yo le hice ver la dificultad de abordar al joven Vanringham debajo del cedro donde acostumbra sentarse, pero no conseguí desanimarlo. Me dijo que su talento llegaría hasta allí. Si yo lograra adivinar sus propósitos, enseguida te lo diría. Por ahora, creo que lo que tenemos que hacer es vigilar atentamente —dijo lady Abbott sin cambiar en momento alguno la inflexión de su voz.
Y tras estas consoladoras palabras entró en la casa, deseosa de llegar a su canapé y tenderse en él inmediatamente.
Aquellas importantes novedades no aliviaron las graves preocupaciones de Abbott, definitivamente convertido en adepto de la escuela de pensamiento pesimista de Chinnery. La descripción de las argucias de los empapeladores lo tenía anonadado. Y, como señaló a Joe cuando se decidió a romper el silencio que siguiera a la desaparición de lady Abbott, lo más terrible de todo era la espera, la zozobra, el temor a que de un momento a otro la tragedia cayera sobre la casa como un rayo vengador.
Joe le dio una palmada afectuosa en el brazo.
—Tranquilícese, Buck. Domine sus nervios. Comprendo lo que le pasa, pero no se amilane. Recuerde sus épocas de cazador. Sin duda en muchas ocasiones, cuando usted atravesaba la jungla africana…
—En África no hay jungla.
—¿Es posible?
—Sí. No la hay.
—Debe de ser un olvido —presumió Joe—. Bueno, pues en muchas ocasiones, cuando usted atravesaba aquello que en África sustituye a la jungla, habrá oído sin duda un ruido característico, y habrá llegado a la conclusión de que un leopardo estaba al acecho. Estoy seguro de que en esos casos lo que más debía preocuparle era la incertidumbre de no saber en qué momento la fiera le saltaría a la garganta. Y ahora el leopardo es Bulpitt. ¿Cuál será su próximo movimiento? Eso es lo que nos inquieta.
—Exactamente.
—¿Y qué podemos contestar a pregunta semejante? Pues que el diablo nos lleve si lo sabemos. No podemos hacer más que vigilar, como dice lady Abbott con maravillosa clarividencia. ¡Con lo bien que habría ido todo —agregó Joe, suspirando— si Peake no le hubiera realquilado la casa flotante!
—Cuanto más pienso en ello, Joe —dijo sir Abbott—, más me convenzo de que Peake estaba en connivencia con ese odioso Bulpitt.
—También a mí me parece claro como la luz.
—No cabe duda. ¿Por qué vino aquí ese hombre? Evidentemente, para preparar el camino que había de seguir Bulpitt. ¿Por qué alquiló la casa flotante? Es obvio que para que Bulpitt dispusiera de una base de operaciones. No cabe otra explicación. ¿Acaso a un hombre que no alberga propósitos maquiavélicos se le ocurre alquilar una casa flotante? Por supuesto que no. ¿Para qué diablos necesitaba una casa flotante? La Reseda ha sido una pérdida económica desde que se construyó.
—Hasta que llegó Peake.
—Precisamente. Veinte años ha permanecido vacía, y he aquí que repentinamente Peake la alquila pocos días antes de la aparición de Bulpitt. Es notorio que ejecutaba sus planes con diabólica astucia. Procuró entablar amistad con mi hija Jane durante las vacaciones, a fin de poder tener acceso a… ¡Maldito tipo! ¡Merecería una buena tanda de latigazos! —concluyó sir Buckstone—. ¿Qué hay, Pollen?
El mayordomo había salido a la terraza y se dirigía pausadamente hacia el cedro bajo cuyas ramas Tubby leía su libro.
—Una llamada telefónica para míster Vanringham, señor —dijo.
—Lo llaman al teléfono, Joe.
—Es para míster Vanringham el menor, sir Buckstone.
—¡Oh!
Habría bastado una noticia mucho menos siniestra para despertar las sospechas del baronet. En aquellos peligrosos días que se estaban viviendo, hasta si una simple mosca revoloteaba alrededor de la cabeza de Tubby, era preciso indagar las causas de tal fenómeno. Lanzó a Joe una significativa ojeada. Joe apretó los labios y su aspecto denotó la preocupación que embargaba su espíritu.
—¿Quién pregunta por él?
—Si no he entendido mal, sir Buckstone, era míster Peake.
Sir Buckstone profirió una exclamación. Sus ojos buscaron los de Joe y leyeron en ellos el horror que siempre causan a un hombre honrado las maquinaciones de un miserable.
El baronet cogió a Joe por un brazo. No se podía perder el tiempo en palabras. Urgía obrar.
—Muy bien, Pollen —dijo con un aspecto de indiferencia admirablemente fingido—. Nosotros contestaremos. Míster Vanringham está muy ocupado y no podemos molestarlo. Venga, Joe.
El teléfono estaba en el vestíbulo. Joe, viendo la expresión que se pintaba en la faz amoratada de sir Buckstone, temió que se entregara a alguna violencia verbal. Pero no estimaba en lo que valía la maquiavélica astucia de que un baronet británico es capaz de dar pruebas cuando llega el caso. La voz de Abbott al hablar adoptó el tono almibarado del más respetuoso de los mayordomos.
—Siento no haber encontrado a míster Vanringham, señor. Puede usted darme el recado que desee… Muy bien, señor… Sí, señor… Inmediatamente, señor…
Colgó al fin el auricular, mientras Joe lo contemplaba, asombrado de aquella gloriosa muestra de capacidad histriónica.
—¡Es usted un artista, Buck!
Pero Buck no estaba para cumplidos.
—¡Está en la posada!
—¿En El Pato y La Oca?
—En El Pato y La Oca. Y dice que necesita ver a su hermano para darle un recado importantísimo.
Joe dejó escapar un silbido.
—¡Hay que ver qué maldad!
—Quieren hacerlo caer en la trampa.
—Verdaderamente… ¿Qué piensa usted hacer?
Sir Buckstone respiró profundamente. Después, con una calma amenazadora como la que precede a un ciclón, dijo:
—Me basta con un cuarto de hora, ¿sabe?, para llegar a El Pato y La Oca. Y luego, en cinco minutos… Escuche, querido, ¿quiere mirar si anda por ahí una fusta de caza con el mango de marfil? No tiene pérdida. Debe de estar sobre el cofre encima de… Sí, ése es… Muchas gracias, Joe.