13
La información que sir Buckstone recibió por medio de su secretaria referente a que la princesa Dwornitzchek, concluidos sus asuntos en los Estados Unidos, regresaba a Inglaterra, estaba en absoluta consonancia con la realidad. El barco en que viajaba la princesa atracó en Southampton la mañana siguiente al día en que Joe Vanringham se instaló en Walsingford Hall, y por la noche celebró la recién llegada su feliz arribo, convidando a comer en su casa de Berkeley Square al coronel Waddesley y su señora, y a Adrian Peake.
Los sentimientos que experimentó Adrian Peake al llegar a su casa procedente de El Pato y La Oca y hallar allí la invitación de su protectora, fueron muy contradictorios. Había sentido sorpresa, ya que no contaba con que ella llegara hasta por lo menos quince días después; alivio, puesto que si lo invitaba, no debía estar enfadada por el hecho de que Adrian se hubiese ausentado sin permiso suyo; y una cierta aprensión. Pero, cuando se hallaba sentado a la mesa manoseándose con elegante frecuencia el nudo de la blanca corbata, mirando atentamente a la princesa que hacía los honores de la mesa a sus invitados, la aprensión predominaba en él sobre todo otro sentimiento. Un observador perspicaz habría observado en los modales nerviosos y preocupados de Adrian Peake que éste no se sentía tan dueño de sí como hubiera deseado.
Desde luego, ateniéndose al aspecto material de las cosas, Peake se hallaba literalmente en la gloria. Después de larga abstinencia, había vuelto a entablar relaciones con las creaciones culinarias de uno de los mejores cocineros de Mayfair, y bajo la influencia del caviar, del consomé, del pato asado y de otras magnificencias gastronómicas, su rostro se había encendido como una rosa bajo el sol del verano. Pero moralmente se sentía desasosegado. Notaba una sensación similar a la que se siente cuando se halla uno en la sala de espera del dentista. Estaba a punto de tener su primera explicación a solas con aquella temible mujer a la que no veía desde que un mes atrás había embarcado para Nueva York y lo conturbaba profundamente la indudable necesidad en que se iba a ver de detallarle con minuciosidad su vida durante aquel intervalo. Y lo que más le aterraba entre aquellas explicaciones que debía dar, era la que concernía al compromiso que había contraído con Jane Abbott.
Semejante declaración hubiera sido inoportuna en todo caso, pero en aquellos instantes era, a su juicio, susceptible de crear una situación tan embarazosa que de sólo pensarlo se le ponían los pelos de punta.
Los informes que Tubby suministrara a Jane acerca de Peake, aunque ella no les hubiera dado otro valor que el de charlas estúpidas —como cabía esperar proviniendo de la fuente de que provenían— eran rigurosamente exactos. Antes de que la princesa Dwornitzchek partiese para los Estados Unidos y como resultado de una cena análoga a la que acababa de disfrutar, Adrian Peake había solicitado la blanca mano de la princesa Dwornitzchek.
Que aquel joven frágil, tan mal dotado para vivir peligrosamente, hubiera corrido el riesgo de comprometerse a casarse a la vez con dos mujeres —una de las cuales, además, era una verdadera leona— no es tan asombroso como parece a primera vista.
La explicación de su acto heroico era la siguiente: él no contaba con que el regreso de la perspectiva número uno se produjera hasta mucho más adelante. Y si, entretanto, hubiera logrado consolidar oficialmente su situación de futuro yerno de sir Abbott —perspectiva número dos— no le habría sido difícil, según creía, convencer, con pocas y elocuentes palabras, a la princesa Dwornitzchek de la necesidad en que se hallaba de quebrantar su matrimonial compromiso. Precisamente el teléfono se ha inventado para esta clase de situaciones.
Pero, en ese momento, aquella extraña inclinación que se había despertado en sir Buckstone y respecto de la realización de exploraciones en el interior del vientre de Adrian, hacían comprender al joven que lo importante y acertado era consolidar su situación con su primera novia. Cierto que hubiera preferido a Jane y el dinero de Jane, pero los terroríficos obstáculos que surgían en aquel agradable camino le hacían, como hombre práctico que era, optar por el menos espinoso de la princesa Dwornitzchek y el dinero de la princesa Dwornitzchek.
Aquella noche, mientras estaba acostado, había resuelto escribir a Jane para darle cuenta de lo ocurrido con sir Buckstone y sugerirle que, en virtud de la actitud de su padre, era mejor terminar sus relaciones. Esta carta resolvería de manera satisfactoria el problema por aquel lado, y por el otro sólo le faltaba hablar y proceder con precaución y tacto. Así, mientras se pasaba nerviosamente la lengua por los labios, rogaba a Dios con todas sus energías que no se le trabaran las palabras.
La puerta se cerró y la princesa se sentó a su lado.
Era una mujer de amplias formas, de agradable aspecto y que tenía un modo peculiar de moverse que producía la sensación, cuando estaba dentro de su cuarto, como le sucedía en ese momento, de que era una leona enjaulada. Adrian sentía crecer su desasosiego. Sus dedos abandonaron el nudo de su corbata para deslizarse entre el cuello de la camisa y la piel.
—¡Gracias a Dios que se han ido! —dijo la princesa.
Adrian sintió multiplicarse su inquietud. Su dilatada experiencia en cuestión de psicología femenina le permitía percibir que el aspecto de la princesa distaba mucho en ese momento de ser amable. Claramente se veía que algo muy grave la trastornaba. Sus ojos pardos ardían más que brillaban, su faz presentaba una dura expresión y sus movimientos recordaban más que nunca los de una leona a quien se ha arrebatado un trozo de carne. Adrian estimó que unos instantes de palique insulso estaban absolutamente indicados, y pretendió iniciarlo.
—¿Quiénes eran esas personas?
—Unos a los que he conocido en el barco. Me llevaron al teatro y he tenido que invitarlos.
—¿Y qué obra has visto?
—Estuve en el Apolo.
—No me acuerdo lo que representan allí.
—Una comedia titulada El ángel de la casa.
—He oído hablar de ella.
—¿Y qué te han dicho?
—Que ha constituido un exitazo. Se asegura que hay obra para un año por lo menos.
—¿Sí? Pues mi opinión es absolutamente contraria.
—¿No te gustó?
—No.
—Creo que es de un novel, ¿verdad?
—Es —dijo la princesa dejando caer en el cenicero la ceniza de su cigarrillo con airado ademán— de mi hijastro Joseph.
Adrian comenzaba a comprender los motivos de la emoción de la princesa. Conocía perfectamente sus sentimientos hacia Joe, y disculpaba su reacción al encontrarse con el que estaba considerado una especie de hijo pródigo convertido súbitamente en una celebridad. Ya era tarde para rectificar su alabanza de la obra, pero aún estaba a tiempo de manifestar la reprobación que el autor le merecía.
—No simpatizo en absoluto con ese hombre —dijo.
La princesa lo miró y durante algunos minutos pareció quedarse suspensa. No se le había ocurrido que Joe y Adrian pudieran conocerse.
—¿No?
—No —repitió Adrian—. No me desagradaría que se partiera la cabeza…
—¿La cabeza?
—Sí, mujer, en la puerta de mi…
Se detuvo a tiempo, consciente de haber estado a punto de deslizar una tontería, ya que el pronunciar «casa flotante» habría equivalido a permitir que la princesa franqueara el umbral de sus secretos. El champán y el pato asado paladeados tras larga privación de semejantes exquisiteces habían sido las causas determinantes de tal indiscreción.
—En la puerta de mi casa —concluyó.
—Haz el favor de explicarte.
—Ya lo hago. Algunas veces ha ido a casa a tomar unos cócteles y como la puerta es muy baja y él muy alto, confío en que un día u otro acabará por romperse la cabeza contra ella. Sin embargo, hasta ahora… ¡ejem!
Sacó el pañuelo y se enjugó la frente.
—Con que cócteles, ¿eh? —ironizó la princesa.
En el tono de la metálica voz de su prometida, notó Adrian Peake que saliendo de Scila había ido a dar en Caribdis. Recordó —demasiado tarde, por desgracia— que cuando ella partió para los Estados Unidos, Adrian le había prometido llevar, durante su ausencia, la vida de un recluso, sin hacer nada, sin ver a nadie, viviendo como un eremita hasta el regreso de su enamorada. Este recuerdo lo obligó a usar el pañuelo otra vez.
—¿De modo que mientras yo estaba fuera tú invitabas a beber en tu casa a los amigotes?
—Una sola vez.
—Y no faltarían chicas en la reunión, claro.
—No, no hubo chicas. Sólo unos cuantos muchachos.
El agudo y estridente sonido que brotó de los labios de su interlocutora constituía, científicamente hablando, una carcajada, pero no se apreciaba en ella matiz alguno de jovialidad.
—Muchachos, ¿eh? ¡Si te hubiera podido lanzar una ojeada desde los Estados Unidos, te habría visto cortejando a todas las mujeres que te encontraras a mano!
—¡Heloise!
—¡Embustero!
Adrian se levantó. Aquella ofensa le daba ocasión de realizar una retirada justificada por su dignidad ofendida, con tanto más motivo cuanto que el aspecto de leona de la princesa se acentuaba, hasta el punto de que incluso comenzaba a parecer que el cuarto tuviera barrotes y que un olor característico se extendiera por él. Sólo se habrían necesitado unos pocos huesos roídos por el suelo para completar el ambiente de parque zoológico.
—Creo que vale más que me vaya —dijo el joven con voz serena y entristecida.
—¡Siéntate!
—No estoy dispuesto a continuar ni un momento más en tu casa después de…
—¡Siéntate!
—Me has ofendido, Heloise. Al cabo de tantas semanas de separación, tus primeras palabras son para injuriarme.
—¡Sién-ta-te!
Adrian se sentó.
—No pierdas el tiempo —dijo la princesa— dándote aires de ofendido. ¿Piensas que no te conozco? No te creo ni palabra.
—Pero, ¡mujer!
—¡Ni palabra! Nada te complace más que hacerme perder los estribos.
—Mira, estás fuera de ti, y dices cosas muy raras, y…
—Lo único que tengo que decirte es que en cuanto nos casemos se te acabarán las calaveradas, porque nos iremos a vivir al campo.
—¡Al campo!
—Así podré tenerte bien vigilado.
Aquello le pareció a Adrian un principio muy poco romántico de su futura vida en común, y se apresuró a hacer conocer su opinión a la princesa.
—Mi lema —repuso ella— es siempre «prudencia ante todo», y no me atrae la idea de andar detrás de ti persiguiéndote por todo Londres. Más vale eso que pelearnos. Anda, bebe un poco de whisky.
El consejo pareció bueno a Adrian. Cruzó la habitación, cogió la botella, escanció abundantemente, y se bebió medio vaso de un trago.
Las palabras de su prometida representaban la muerte de sus sueños y sus aspiraciones. Adrian odiaba el campo. Solamente la vida agitada de las grandes ciudades satisfacía sus gustos. Mientras bebía el resto de su vaso de whisky, meditaba amargamente en el porvenir. Sabía muy bien que cuando un hombre se casa con una mujer despótica y absorbente por razones comerciales, tiene que tomar las duras con las maduras, pero no había esperado que las duras llegasen a un extremo tan acusado de dureza.
—Heloise —dijo, al fin—, ¿has pensado seriamente en eso?
La risa estridente y aguda volvió a sonar desagradablemente.
—Sí.
—¿Y no has reflexionado sobre las consecuencias que implica?
—¿Qué implica?
—Pues implica embrutecerse. Prescindir de todas las satisfacciones de la vida. Una mujer brillante como tú, acostumbrada a destacar en los círculos de Mayfair, a causar sensación por doquier, es forzoso que odie un porvenir así. Te sentirías a disgusto. ¿Cómo es posible que te resignes a enterrarte en el campo, a cientos de kilómetros de Londres?
—Nada de cientos de kilómetros de Londres. La casa que voy a comprar está en Berkshire.
—¿Eh?
—Sí, es un sitio llamado Walsingford Hall.
Por suerte para la integridad de la alfombra de la princesa, el vaso de Adrian estaba ya definitivamente vacío. Porque al oír aquellas aterradoras palabras, lo soltó como si súbitamente se hubiera vuelto incandescente.
—¿Walsingford Hall?
—Parece que conoces el lugar.
—He oído hablar de él.
—¿Quién te ha hablado?
—He conocido…, hum…, a su hija…, he conocido a miss Abbott.
—¿Dónde?
—En una casa en Sussex.
—¡Ahí! ¿De modo que además de invitar a amigotes a juergas alcohólicas andabas divirtiéndote y pasando temporaditas en el campo? Parece que tu vida, desde que yo me fui de Inglaterra, ha sido indescriptiblemente eufórica…
Adrian Peake padecía los tormentos que debe de experimentar un toro en la plaza. Incluso se preguntaba si el entrar en posesión del dinero de aquella mujer valía la pena de soportar torturas de tal índole. Pero el recuerdo del champán y del pato asado fortalecieron su decisión matrimonial.
—Yo no corría juergas todas las noches —dijo desesperadamente— y no pude librarme de aceptar algunas invitaciones. Pocas. Pero uno tiene sus deberes con la sociedad. Compréndelo.
—Por supuesto… ¿Y estaba allí Imogen Abbott?
—Sí. ¿Qué culpa tengo yo?
—No te lo reprocho. ¿Qué te dijo de Walsingford Hall?
—Me contó que era una casa indescriptiblemente fea.
—No es verdad. A mí me gusta mucho. Y voy a comprarla. Pasado mañana pienso ir a pasar unos días allí y formalizar la compra. Supongo que no habrás cortejado a miss Abbott…
—Ni siquiera me he fijado en ella.
—No has perdido mucho. Es una chica sin gracia.
—Es cierto.
—Aunque creo que algunas personas consideran que es bonita.
—Bueno, puede que en cierto sentido…
—Es igual. Bonita o no, tiene un defecto fundamental para ti. Es más pobre que las ratas.
—¿Qué dices?
—¿No lo sabías? Creí que eso sería lo primero de que te hubieras informado. Los Abbott no poseen ni un céntimo. ¡Todo se lo gastaron sus antepasados en reconstruir el edificio en los tiempos de la reina Victoria! Y sir Buckstone tiene que tomar huéspedes de pago para ir viviendo. Al comprarle la casa, voy a ser su providencia.
Adrian humedeció con la lengua los secos labios. Sus ojos, muy abiertos, despedían una mirada lúgubre.
—Me lo suponía —dijo—. Sí… pues… me lo suponía.
—¿Piensas ir conmigo?
—Quizá…
—Acaso sea mejor que vayas más adelante. Me alegro de que hayamos tenido este cambio de impresiones. Bueno, ven a comer mañana. Buenas noches.
—Buenas noches —dijo Adrian.
La besó distraídamente, y con no menor distracción bajó los escalones y permitió que el mayordomo lo ayudara a ponerse el abrigo. Mientras recorría las calles camino de su casa, su mente reflexionaba acerca de todos aquellos acontecimientos.
Se sentía en la situación de quien acaba de librarse de caer de cabeza en un precipicio. Jamás había esperado semejante noticia a propósito de sir Abbott, y menos aún después de enterarse de su punto de vista respecto de los pretendientes pobres y los látigos. La idea de que había estado a punto de casarse con una muchacha cuyo excelente padre vivía de aceptar en su casa huéspedes de pago, lo estremeció hasta la médula.
Jane le inspiraba una sentimiento desagradable: la impresión de que lo había tratado infamemente. Quizá fuera excesivo asegurar que Adrian suponía que la joven había querido hacerle morder el anzuelo, pero en todo caso pensaba que el deber de ella habría sido informarlo de la situación económica de su familia antes de llevar las cosas adelante. La indicación relativa a los huéspedes debería haber sido objeto de una más dilatada explicación.
Lo sucedido le recordaba otro espantoso desengaño padecido en su niñez, en una ocasión en que una tía suya le dijo que buscara en el aparador y encontraría una agradabilísima sorpresa. Y cuando Adrian se dirigió en busca de lo anunciado, esperando que fuera media corona, diez chelines, quizás hasta una libra —ya que la tía pertenecía a la especie de las que poseen abrigo de pieles y automóvil—, se halló con una ridícula pelota de goma, absurdamente pintarrajeada y que no debía de haber costado más de seis peniques.
Como se había sentido en aquella ocasión, así se sentía en ese momento. ¡Y pensar que bastaría un poco más de candor, un poco más de franqueza en los comienzos de los noviazgos para que tantos y tantos corazones masculinos se libraran de la catástrofe al tratar con pérfidas mujeres!
Una vez en su piso, comenzó a redactar una carta muy bien planeada dirigida a Jane Abbott. Pero apenas había mojado la pluma en el tintero, cuando un pensamiento aterrador acudió a su mente y lo hizo estremecerse de pies a cabeza.
¡Tubby! Había olvidado por completo que Tubby residía en Walsingford Hall.
El porvenir se presentó instantáneamente ante sus ojos con los más sombríos colores. Heloise le había anunciado que iba a ir a casa de sir Abbott al cabo de dos dias. Y ya preveía su encuentro con Tubby, el relato que Tubby haría a su madrastra de la instalación de Adrian en la casa flotante Reseda, la explicación que ella le exigiría… El estómago le dio un vuelco, como si un par de vigorosas manos se lo volvieran al revés. Si aquello sucedía, era el fin de sus proyectos. ¡Ya podía despedirse del porvenir tranquilo y regalado que esperaba! A pesar de lo mucho que conocía el carácter de la princesa —y esa misma noche se había manifestado ante él, una vez más, aquel carácter en las más desagradables de sus facetas— sabía que ejercía sobre ella una atracción muy poderosa. Pero tal atracción tenía sus límites. Y ese limite se rebasaría si Heloise se enteraba de sus relaciones con Jane.
Ante él, pues, había un único camino…, sólo una manera de evitar la ruina y el desastre. Debía ir a Walsingford Parva al día siguiente, ponerse en contacto con Tubby por teléfono, desafiando impávidamente las furias de sir Abbott y su terrorífica fusta de caza y asegurarse el silencio del hijastro de la princesa.
Adrian Peake se acostó. A la mañana siguiente, cuando se despertó recordó que no había escrito la carta de Jane.
Resolvió escribirla después de desayunar.