12

Sir Buckstone no rompió inmediatamente el silencio que siguió a la partida de su cuñado. Durante medio minuto estuvo luchando con emociones que le impedían hablar.

—¿La casa flotante? —comentó al fin.

El tono agrio de su voz hizo comprender claramente a Joe que se hallaba en un compromiso y que tenía que medir sus palabras de un modo extraordinario. En el fondo, sentía un principio de agradecimiento hacia míster Bulpitt, un hombre de pocas palabras y dotado del tacto de esfumarse en el momento oportuno, en evitación de enojosas explicaciones que hubieran resultado poco gratas para Joe.

—¿La casa flotante? —repitió Abbott—. ¿Ha dicho la «casa flotante»?

—Creo que eso es lo que ha dicho —asintió Joe.

—¿A qué casa flotante se refiere?

—¿No sería posible —indagó Joe con gran amabilidad— que se refiriera a la de usted?

—¡Pero si está alquilada a un tal Peake!

Joe aclaró:

—Precisamente quería hablarle de eso. Estuve con Peake hace un rato, y le oí decir que pensaba marcharse. Mucho me temo que a lo mejor se la haya realquilado a Bulpitt.

—¡Oh!

—Me pareció entender algo por el estilo… No se lo había dicho porque no creía que le interesasen a usted tales minucias, pero cuando usted me estaba detallando su extraordinariamente ingenioso plan, y vi salir a Bulpitt de la posada, sospeché, no sé por qué motivo, que acaso él se le hubiera anticipado en la jugada. Sí, es seguro. Ha hablado con Peake y Peake le ha cedido la barca.

—¡Demonio! ¡Me dan ganas de pisarle la cabeza a ese Peake!

—Otras muchas personas han sentido a veces ese mismo impulso.

—¿Dice usted que otros han sentido idéntica necesidad?

—Sí, y frecuentemente.

Se hizo el silencio. Sir Buckstone devoraba su impotente cólera. Una abeja pasó zumbando cerca de su nariz y le lanzó una gélida mirada. Se volvió y comenzó a caminar a zancadas hacia el portal.

—Verdaderamente —dijo Joe—, no sabe uno cómo calificar a un tipo como Peake. Como usted supone muy bien, cualquier ente de razón se hubiera extrañado al ver que Bulpitt le pedía que le cediera la barca. ¡Hasta un niño habría comprendido que Bulpitt abrigaba siniestros propósitos! Pero en Peake cabe imaginar cualquier tontería.

—Debe de ser un completo asno.

—No ha descubierto la pólvora, eso es verdad. No sé si usted lo conoce. Desde luego tiene cara de tonto…

—¡Pues nos ha metido en un lío de mil demonios!

—Es verdad.

—¡No sé qué hacer! —exclamó sir Buckstone.

—Hay que pensar en ello muy seriamente. Dígame, ¿han de ser entregados por el ujier en persona esa clase de requerimientos? ¿No puede Bulpitt meter la citación en un sobre y enviársela a Tubby por correo?

—Hay que darlos en persona. La segunda mujer de Chinnery le envió su inhumana reclamación con el maldito Bulpitt, y éste sorprendió a Chinnery, le dijo «¡Hola!» y le echó el documento sobre las rodillas.

—Pero ahora no sé cómo va a repetir la hazaña, a no ser que lance los papeles con una honda. Tubby vive en Walsingford Hall, y él está en la casa flotante de modo que…

—Pero ¿cree usted que su hermano se resignará a no salir de casa?

—Ya veremos. Yo me encargo de vigilarlo y voy a poner en la tarea más vista que un águila.

—Gracias, Joe.

—Siempre a sus órdenes, Buck.

El vehículo de alquiler que prometiera buscar J. B. Attwater apareció en aquel momento, y ambos subieron a él.

—Pues sí… —dijo Joe—. Desde ahora, Walsingford Hall tiene que considerarse en estado de sitio, y es preciso velar para evitar el asalto… La culpa es de Peake.

—¡De Peake! —dijo Abbott, respirando pesadamente.

—Pero creo que, si vigilamos con atención, podemos causar a Bulpitt una derrota definitiva.

—Lo esencial es que rechacemos sus intentos de ataque hasta que la princesa haya comprado la casa.

—Sí, claro.

—Ella constituye mi única esperaba. No abundan las personas capaces de comprar una casa como Walsingford Hall.

—Es verdad. Pero confío en que podremos rechazar victoriosamente a Bulpitt. ¿No van dos hombres de nuestra soberana inteligencia a derrotar a un tipo que masca chicle y que lleva un sombrero como ése? ¡Nada, Buck, lo tenemos en nuestras manos!

—¿Usted cree?

—Estoy seguro.

—Me anima usted, Joe.

—Mucho lo celebro, Buck.

—Lo que me sorprende —dijo Abbott, tras algunos minutos de silencio— es que mi secretaria haya hecho semejante cosa. A mí no me parecía una mujer capaz de adoptar tal actitud.

—Tampoco yo lo pensaba.

—Ni yo. Estoy anonadado y sorprendido. Chinnery me aconseja que la despida. Pero ¿cómo la voy a despedir? Yo no podría llevar el negocio sin ella ni un solo día. Sería el caos. Aunque me desfalcase, aunque supiera que iba a matarme con premeditación y alevosía, me sería imposible prescindir de sus servicios.

—Es lamentable.

—Mucho.

—Fastidiosísimo.

—Peor aún. Figúrese, ¡el hombre que ha incumplido su promesa de matrimonio y la mujer que le demanda, viviendo bajo el mismo techo! ¡Vamos!

—Sí, es una cosa complicada.

—No la despediré, pero procuraré tratarla muy fríamente. Además, a una endemoniada chica así, ya no se atreve uno a decirle ni buenos días.

Joe asintió con la cabeza.

—Comprendo sus sentimientos —dijo, con simpatía—. Ahora bien, hay que tener en cuenta los dos aspectos del asunto. Al fin y al cabo, ella es una mujer desdeñada…

—Sí, eso es cierto, al parecer.

—Yo me hago cargo de lo que debe de sufrir una mujer despreciada, y sobre todo si el desdeñador es un cabezota como Tubby. ¡Ha debido de sentirse herida en lo más íntimo!

—Sin duda.

—Así que yo no censuro a miss Whittaker. Quien merece mi execración más absoluta es ese Peake.

—Lo mismo me pasa a mí.

—Uno tiende generalmente a ver en los hombres su parte buena y casi siempre acierta. Pero cuando se trata de un tipo como Peake, hace falta un microscopio. ¡Mire usted que ocurrírsele ceder la barca a Bulpitt!

—¡Condenado idiota!

La mirada de Joe denotaba su preocupación.

—Estoy pensando —dijo, al fin— que, a lo mejor, Peake ha obrado más bien como un picaro que como un tonto.

—¿Eh?

—¿No puede haber obrado con premeditación, Buck? A mí me parece muy probable que Peake haya procedido de acuerdo con Bulpitt.

—¿Cree usted, Joe?

—Ello explicaría lo ocurrido.

—¿Opina usted que Peake es de esos tipos capaces de ponerse de acuerdo con otros para una cosa de éstas?

—Precisamente es de ésos.

—¡Válgame Dios! ¡Y yo que lo había invitado a visitarme!

—¡Qué barbaridad! No sueñe con eso, Buck. ¿Tiene usted perros?

—Tengo dos.

—Pues si Peake se acerca, suéltelos.

—Sólo son perros de aguas.

—Los perros de aguas son mejor que nada —dijo Joe.

El vehículo se detuvo ante la puerta delantera, y Abbott se apeó ligero como una liebre. Como siempre que un profundo abismo se abría a sus pies, corrió al lado de su mujer, cuya placidez era un sedante para las tempestuosas emociones que solían agitar el alma de Buck. Joe lo siguió con menos prisa. Dejó su equipaje a cargo de Pollen, y salió a la terraza. La comida no tardaría mucho en servirse, según pensaba, pero sin duda le quedaba tiempo suficiente para familiarizarse con el ambiente en que a partir de aquel instante se iba a desenvolver.

La terraza estaba limitada por una balaustrada de piedra, sobre la que se erguían figuras de cesares y otras antiguas personalidades colocadas allí en los tiempos de sir Wellington, es decir, en aquellas felices épocas en que las gentes gustaban de semejantes cosas. La figura más próxima a Vanringham era la de Catón, cuya estatua, con su enorme nariz y las vacías cuencas de sus ojos, presentaba un aspecto bastante repelente. Pero sobre la boca tenía una zona lisa que invitaba a que todo hombre ingenioso y dotado de lápiz se dedicara a pintar un decorativo bigote.

Joe, gracias a Dios, llevaba un lápiz. Enseguida se puso a la tarea. Tan embebido estaba en ella, que no se dio cuenta hasta pasados algunos instantes de que alguien había lanzado al verle una exclamación de asombro.

Joe se volvió. Jane Abbott se hallaba ante él.

Si usted, apacible lector, posee un ejemplar de Mis memorias deportivas, de sir Buckstone Abbott, y comienza a leer por la página 51, en la que se relatan sus peripecias de cazador novato en el continente negro, hallará una vivida descripción de los placeres del baño en el río Limpopo, cuando se comparte con una pareja de cocodrilos. Pues bien, aquella enérgica descripción del poco amigable y un tanto escalofriante modo de mirar de los cocodrilos, apenas serviría para dar una idea remota de la mirada que Jane Abbott dirigió a Joe Vanringham.

Por su parte, Joe quedó absolutamente desconcertado. Sin duda, esperaba encontrarse con Jane en Walsingford Hall, y aun cabe aventurar que éste era el objeto de su instalación allí, pero la súbita aparición de la muchacha y sus ojos, fríos como un trozo de hielo pintado de azul, le produjeron la misma sensación que a su anfitrión su baño en el Limpopo. Sir Buckstone declara en su libro que por un momento tuvo la sensación de que, no ya los dos cocodrilos, sino todo el paisaje de aquel rincón de África giraba vertiginosamente ante él, y algo análogo le sucedió en ese momento a Joe. La mirada de Jane le producía la sensación de un dardo helado y agudo que le traspasara de parte a parte.

Pero no tardó en reaccionar. Después de su encuentro con Prudence Whittaker, estaba en la situación del boxeador que acaba de terminar triunfalmente una dura lucha, o en la de un superviviente de la carga de la Brigada Ligera. Un hombre que había salido incólumne del encuentro con el mismísimo Espíritu de la Frialdad, bien podía soportar la frialdad de los ojos de Jane por muy acusada que fuera.

—¡Ah, es usted! —dijo pues, amablemente.

Jane seguía mirándolo, y sus labios se entreabrieron para decir:

—¿Qué hace usted aquí?

—Pasando una temporada.

—¿Quéeee?

—Su encantadora casa es la mía por algún tiempo. Soy uno de los huéspedes de su padre. Si Walsingford Hall, como la mayoría de las casas de campo señoriales de Inglaterra, se abre los jueves al público, el mayordomo debe de ahora en adelante anunciar a los visitantes: «Pasen, señoras y señores: vean el comedor. En él podrán admirar al insigne comediógrafo Joe Vanringham en el acto de deglutir un bistec». Una nueva atracción, señorita. Creo que pueden ustedes cobrar desde ahora un chelín más por la entrada. —Se detuvo un momento, y agregó—: Perdone si me equivoco, pero me parece que no siente usted una alegría loca al encontrarme aquí.

—Me desagrada mucho que sigan mis pasos.

Joe se asombró.

—¿Seguirla? ¿De dónde saca usted que yo la he seguido? ¿Quién le ha sugerido esa extraordinaria idea? Desde luego, nada me parece más agradable que haberla vuelto a encontrar, pero ¿cómo iba yo a figurarme que usted vivía aquí?

—Podía usted haberlo sospechado cuando se lo dije.

—¿Que me lo dijo usted? ¡Es asombroso! ¿Cuándo me lo dijo?

—Ayer, mientras comíamos.

—¿Quiere usted decir? ¡No! ¡Ah, espere…! Yo le dije, ahora me acuerdo, estando sentado frente a usted: «¿Vive usted en Londres?».

—Sí.

—Y usted, que estaba sentada frente a mí, replicó: «No, vivo en Walsingford Hall, Berskshire». Sí, tiene usted razón. ¿Cómo se me habría olvidado esto?

—No sé.

—Ya ve que estaba usted en un error. No la he seguido. Mi presencia tiene otra explicación.

—Me gustaría saberla.

—Pues he venido porque supe que mi hermano Tubby se hospedaba aquí.

—¿Sí?

—Sí. Hablé con él y me dijo que estaba entusiasmado con esta casa, y que la compañía y las comidas eran inmejorables. Afirmó que el que no se instalaba en Walsingford Hall no sabía lo que era bueno, y sentí inmediatamente el deseo de pasar en la casa una temporada. Según Tubby, aquí hay manjares espléndidos, conversación agradable, panorama encantador, aire saludable, agua caliente y fría… En fin, me contó maravillas de Walsingford Hall.

—¡Qué raro es que no me hablara usted de eso ayer!

—Sí, debía habérselo dicho, pero estaba tan conturbado con mi éxito de la noche anterior… ¿No le he dicho que he tenido un éxito inmenso de crítica y de público?

—Sí, me lo dijo.

—¿Y ha leído usted las críticas?

—No.

—¿Quiere que se las lea?

—No.

—Como le parezca. Cuando cambie de opinión, avíseme… Pues, sí; Tubby me dijo todo eso, y yo hice mi maleta y vine para acá. Ya ve que la explicación es bien sencilla. ¿O es que se figura usted que he acudido obligado por la imperiosa necesidad de verla de nuevo?

—No me figuro nada.

—¡Cualquiera sabe lo que es capaz de pensar una mujer! Pero bueno, dejando de lado todas esas cosas de Tubby; supongamos que yo la hubiera seguido, ¿por qué no? ¿La sorprende?

—A mí nada de lo que haga usted me sorprende.

—¡No tanto! Aun no ha visto usted lo mucho que valgo. Pero todo se andará. Reconozco que un hombre sensato no debería hacer lo que yo hice al proponerle bruscamente que nos casáramos cuando sólo hacía veinte minutos que nos conocíamos. Realmente, fue absurdo. Debí haber esperado siquiera una hora… ¿Me perdona?

—Puedo asegurarle que me es completamente indiferente todo eso.

—Ya se pone usted orgullosa otra vez. Procure corregirse. Es el único defecto que tiene…

—¿Me haría el favor de no hablarme como una institutriz?

—Discúlpeme.

—Está disculpado. Buenos días.

—¿Se va?

—Sí.

—Me asombra la prisa que demuestra usted siempre que entramos en estas explicaciones personales.

—No veo qué tiene de extraordinario.

—¿Se va usted de veras, Hoja Seca?

—Me voy. Y haga el favor de prescindir de ese apodo.

—¡Oh! —dijo Joe—. Siento que mis ilusiones huyen de mí arrastradas por el torrente de la crueldad femenina. ¡Refugiémonos en el consuelo del arte!

Y volvió a su tarea. El bigote de Catón progresaba. Y no era un bigotillo raquítico, sino un magnífico mostacho de puntas retorcidas. Catón tenía en ese momento un notorio parecido con un bandido del Mississippi. Aquel espectáculo fue más fuerte que la altivez de Jane. Su dignidad se derrumbó estrepitosamente. No pudo contener una carcajada.

—Es usted un idiota —dijo.

—Eso es ponerse en tono.

—No hay modo de enfadarse con usted.

—Claro que no. ¿No se había dado cuenta hasta ahora?

—Un lado está algo más corto que el otro —observó Jane con acento crítico, mirando con atención el bigote del romano.

—¿Y ahora?

—Ya queda mejor. ¿Por qué no le pone patillas?

—Se las pondré enseguida. Es usted experta en la materia. ¿Decía algo más?

—Estoy calculando —dijo Jane, pensativa— el número de pedazos en que lo dividirá a usted papá cuando vea esto.

—Al contrario. Estoy seguro de que Buck se morirá de risa cuando lo vea. Es un hombre de buen gusto y sabrá apreciar el mérito de esta improvisación pictórica.

—¿Qué es eso de Buck?

—Así me ha dicho que lo llame. «Para usted soy Buck, querido Joe», me indicó. Somos uña y carne. Hemos hecho una amistad inmediata. En circunstancias muy favorables, desde luego, porque…

—¿Por qué?

—Porque… Sí, muy favorables —añadió Joe—. ¿Quiere dejarme su lápiz para ver si…? —Pero en aquel momento se oyó sonar la campana en la casa, y Joe dijo—: Llaman a comer. Hay que suspender el trabajo. Nos encontraremos aquí a las dos y media.

—No espere usted semejante cosa.

—A las dos en punto.

—A las dos en punto estaré jugando al croquet con míster Waugh-Bonner.

—¿Quién es ése?

—Uno de los huéspedes.

—¿Tiene usted que atender mucho a esos huéspedes?

—Mucho. Buck los descuida de un modo vergonzoso.

—Entonces nos veremos a las tres y media.

—No. A las tres y media tengo que hacer varias visitas de cortesía a la ilustre nobleza de la comarca.

—¿No se ocupa de eso lady Abbott?

—No. Procura desentenderse de tan enojoso asunto.

Joe la contempló con simpatía.

—Es claro como el agua que todo el trabajo del negocio recae sobre usted —dijo—. Nunca lo hubiera sospechado. Las cosas pasarán de muy distinto modo cuando tenga usted su casa propia. Su bondadoso esposo estará pendiente de sus menores deseos y descargará de sus hombros el pesado fardo de toda clase de obligaciones. Todo mejorará mucho. Un brillante porvenir se abre ante usted, Jane…

Se dirigieron juntos a la casa. Joe iba muy animado. Jane meditaba. Recordaba la impresión que le hiciera el joven cuando estaba en la parrilla de Savoy. Era algo un tanto inquietante. Sin saberlo, Jane experimentaba un sentimiento parecido al de míster Chinnery cuando se creía perseguido por míster Bulpitt.