18
Míster Bulpitt y Adrian Peake comieron a bordo de la Reseda unos bocadillos y bebieron unas botellas de cerveza procedentes de El Pato y La Oca. La comida había transcurrido en silencio, porque míster Bulpitt, absorto en la elaboración de sus planes, hablaba poco, y Adrian, abrumado bajo el peso del infortunio, no hablaba. La idea de que dentro de poco la princesa Dwornitzchek haría su aparición en Walsingford Hall y que él no había logrado aún parlamentar con Tubby había hecho decaer su moral hasta el límite más bajo.
Una pregunta de su anfitrión arrancó a Adrian del mundo de desagradables ideas en que se hallaba sumido. Míster Bulpitt era un hombre que, cuando no estaba comiendo o durmiendo, invertía casi todo su tiempo en hacer preguntas. En ese momento, concluido el último trozo de bocadillo, y después de limpiarse la barbilla con un pañuelo, inició sus investigaciones.
—Oiga, ¿cómo conoció a Imogen?
Adrian explicó que ambos eran huéspedes en la casa de campo de unos conocidos durante un fin de semana. Entonces Bulpitt preguntó quiénes eran los anfitriones.
—En casa de unos tales Willoughby.
—¿Buena gente?
—Sí.
—¿Amigos de usted?
—Sí.
—¿Y amigos de ella?
—Sí.
—¿Y qué ocurrió? ¿Se enamoró usted en cuanto la vio?
—Sí.
—¿Con la rapidez de un relámpago?
—Sí.
—Es lo mejor que pudo pasarle, ¿no?
—Sí.
—¿Y han mantenido su compromiso en secreto?
—Sí.
—¿Lo propuso ella?
—Sí.
—¿Sería que Imogen quería esperar que usted luchara y ganara una fortuna digna de ella?
—Sí.
—¿Y entonces el lord se enteró?
—Sí.
—¿Y se lanzó en busca de usted?
—Sí.
Míster Bulpitt suspiró. Parecía deplorar la impetuosidad de la aristocracia rural inglesa.
—No debió proceder así. El amor es una cosa muy seria, ¿verdad?
—Sí.
—Claro —confirmó míster Bulpitt—. Es una crueldad querer reprimir los impulsos de los corazones juveniles. Pero yo comprendo su punto de vista. Usted no tiene mucho dinero, ¿no es cierto?
Adrian admitió que sus recursos eran parcos.
—Pues ésa es la cosa —siguió míster Bulpitt—. Lord Abbott no tiene en cuenta el aspecto sentimental del asunto. Él sólo se preocupa de que su hija…, su dulce cordera, podemos decir…
Adrian aprobó con un movimiento de cabeza, en vista de que míster Bulpitt le dirigía una significativa mirada, como esperando conocer su opinión sobre el calificativo.
—Pues, sí, sólo se preocupa de que su dulce cordera encuentre algún novio rico. Estos arrogantes aristócratas ingleses son así. Yo no soy quién para hablar mal de él, pero digo las cosas como son. Ahora que el amor todo lo vence. Precisamente yo sé un cantar a propósito de eso…
Y míster Bulpitt tarareó, cerrando los ojos:
Aunque estés orgulloso de tu nombre,
y en un palacio señorial residas,
hay algo más que fama y que riquezas.
¡El bello Amor, que todo lo conquista!
Después de haber sostenido la nota final, con el aire del hombre que ha realizado algo contra su gusto, pero necesario para el bienestar de su prójimo, abrió los ojos y miró afectuosamente a Peake.
—Escuche —le dijo—. No se preocupe por lord Abbott. Siga usted los dictados de su corazón y cásese con la muchacha. Por el dinero no se preocupe. Yo quiero mucho a la chica, y el día que se case la dotaré con medio millón de dólares. ¡Así como suena!
Un profundo silencio reinó durante algunos instantes, como míster Bulpitt esperaba, en el salón de la Reseda. Le constaba que había dicho una cosa sensacional, y le hubiera disgustado bastante que se le contestara con un simple y distraído: «¿Ah, sí?». Miró, pues, a Adrian con satisfacción. Esperaba impresionarlo y lo había impresionado.
Las facultades mentales de Adrian habían dejado prácticamente de funcionar. Estaba en la situación cerebral de uno de aquellos desgraciados a quienes míster Bulpitt se había dedicado a golpear con botellas durante los años de su vehemente juventud. Los ojos del joven se extraviaron, sus miembros adquirieron una rigidez mortuoria y su respiración se volvió fatigosa y entrecortada. Afortunadamente, ya había terminado de almorzar, porque de haber coincidido la aplastante noticia con uno de los bocadillos de jamón de El Pato y La Oca, Adrian no habría podido resistir el peso de aquellas dos abrumadoras impresiones juntas.
Pasó más de un minuto antes de que pudiera recobrar el uso de la palabra, e incluso parcialmente. Su voz, cuando habló, sonaba de un modo sepulcral, asemejándose bastante a la de un ser del otro mundo que hablase en una sesión espiritista a través de un megáfono.
—¡Medio millón de dólares!
—Lo que he dicho —corroboró míster Bulpitt, mirando con redoblada simpatía al hombre a quien acababa de dejar la cabeza hecha polvo—. Cien mil libras. No está mal, ¿verdad? Para una parejita de recién casados representa algunas posibilidades, ¿eh?
El espíritu de Adrian Peake flotaba en un mundo de quimeras.
—Entonces, ¿es usted muy rico?
La pregunta era evidentemente tonta. Un hombre que no fuera muy rico no estaría en condiciones de hacer un obsequio de medio millón de dólares. Pero Adrian no supo contenerse, aun a riesgo de que el generoso donante, ofendido por aquella pequeña memez, resolviera proceder a una molesta rectificación. Míster Bulpitt, sin embargo, no pareció enojarse.
—Sí —repuso afablemente—, soy muy rico.
—¡Cien mil libras!
—No le engaño —dijo míster Bulpitt—. Soy millonario. Esté usted tranquilo. —Y poniéndose de pie, agregó—: Ahora tengo que irme. Estoy citado.
—Pero…
—Nada, nada de gracias. ¿De qué valdría el dinero si no sirviera para unir dos jóvenes corazones que se aman?
Y tras esta admirable manifestación de bondad, reforzada por una benévola sonrisa, míster Bulpitt extrajo de un cajón los papeles concernientes al asunto Whittaker-Vanringham, los hojeó y cruzó la puerta. Un vistazo al reloj le hizo comprobar que no era tan tarde como temía. Allí le quedaba tiempo de tomar una copita en El Pato y La Oca antes de dirigirse al encuentro de Tubby. Había creído observar que la cerveza de barril que servía el establecimiento era mejor que la embotellada, y deseaba experimentar prácticamente la realidad de su hipótesis.
En el momento de abandonar al joven, el sol que por unos instantes brillara sobre el romántico espíritu de éste, había vuelto a desaparecer. Acababa de recordar la bien redactada carta que dirigiera a Jane poniendo punto final a sus relaciones. Y de su éxtasis de minutos atrás pasó, sin transición, a una desesperanza sin límites.
El recuerdo de aquella carta le abrasaba el corazón como un ácido corrosivo. Jamás en la historia del mundo había alguien sentido remordimiento tan amargo como el que en ese momento producía a Adrian Peake sudores agónicos. Se sentía tan desgraciado como un hombre a quien tras haberle tocado el premio gordo de la lotería al día siguiente lee en los periódicos que se ha cometido un error de números y que el agraciado es otro jugador.
Pero los hombres esbeltos y delgaditos y necesitados de sobrealimentación, como Adrian Peake, distan mucho de ser despreciables alfeñiques. Puede suceder que caigan, pero inmediatamente vuelven a levantarse con redoblados bríos. Al cabo de algunos minutos de laboriosa meditación, un rayo de sol desgarró de nuevo los sombríos nubarrones que se acumulaban sobre la mente de Adrian, y sus ojos transparentaron los sentimientos optimistas que resurgían en él.
Dos minutos después, caminaba apresuradamente por el camino de sirga en dirección a El Pato y La Oca.
Sólo un espíritu mezquino y pacato hubiera regateado a Adrian Peake la admiración que merecía por su actitud en aquella delicada crisis de sus asuntos. La experiencia le había probado que en la posada podían irrumpir inopinadamente sir Buckstone y su fusta de caza. Nadie sabía mejor que Adrian los riesgos de que estaba erizado aquel trágico territorio. Y, sin embargo, avanzaba heroicamente hacia el peligro. Su carne se estremecía, pero su alma rebosaba resolución. En la casa flotante no había con qué escribir, y esta operación trascendental sólo podía, por lo tanto, ser ejecutada en El Pato y La Oca. A ello, y a la necesidad de encontrar papel y sobre para escribir y enviar a Walsingford Hall la carta que Adrian proyectaba, se debía su temeraria aventura de avanzar gallardamente a través de la zona batida.
En el preciso momento en que cruzaba la puerta de la verja, oyó el ruido de un coche que se acercaba, y un momento después un biplaza pasó a su lado a gran velocidad. Tomó la curva y desapareció rápidamente en dirección a Walsingford, pero no tan deprisa como para impedirle divisar en él a Jane sentada junto a su padre, el distinguido especialista en fustas de caza.
Aquello presentaba un agradable porvenir a los ojos de Peake, ya que era evidente que, mientras estuviera de viaje, el baronet no podría realizar la menor incursión desagradable en la posada. De manera que el joven disponía de tiempo para preparar con toda calma su carta, buscando las expresiones adecuadas, eligiendo las frases más conmovedoras y haciendo llegar a la casa su misiva antes de que la destinataria regresara.
Por lo tanto, su paso era casi lento cuando penetró en la posada y casi displicente el tono de voz con que solicitó la pluma y la misteriosa sustancia negra que hacía las veces de tinta en El Pato y La Oca. La pluma comenzó a correr sobre el papel con tanta velocidad como es posible en una pluma que durante largos meses ha estado consagrada a la alta misión de limpiar las pipas de los fumadores. Pero a Adrian, absorto en la carta, le parecía un instrumento tan suave como un motor recién lubricado.
En su misiva, Peake suplicaba a Jane que diera por no recibida la epístola anterior, que había sido redactada en uno de los momentos de sombría depresión que a veces acometen incluso a los hombres más optimistas. Deslizaba la sugerencia de que sin duda había estado loco al escribir aquello. Pero en ese momento, aseveraba, lo veía todo diáfanamente, e insistía en su amor y en sus promesas de felicidad.
Agregaba que sin duda hubiera sido mejor contar con la aprobación paterna, pero que la negativa del baronet no debía implicar la pérdida de sus ilusiones. Los tiempos modernos no permitían que un padre feroz impusiera su tiránica voluntad a una hija. Que sir Buckstone rechazara a Adrian por pobre no era justo. El dinero no lo era todo. El amor vence todos los obstáculos, concluía Adrian.
La carta era inmejorable. Así lo pensó Peake cuando la cerró y la entregó, junto con media corona, a Cyril, el hijo pequeño de J. B. Attwater, que estaba jugando en el jardín, y a quien ordenó que la entregara inmediatamente en Walsingford Hall.
Cuando el niño salió a cumplir su cometido, Adrian se dirigió al bar. Su tarea literaria le había producido una sed tan intensa como respetable.
La sobrina de J. B. Attwater se hallaba entregada a la doble tarea de soñar con Londres y de servir un vaso a un anciano caballero con pantalones de pana que despedía un aroma que delataba a media legua su meritoria costumbre de vivir entre cerdos. Al ver entrar a Adrian, el rostro de la joven se iluminó. Era un extraño para ella, porque nunca habían coincidido durante las breves estancias de Peake en el comedor de la posada, pero su aspecto era tan metropolitano que inmediatamente le tomó simpatía, y cuando el hombre con pantalones de pana acabó su bebida y se marchó, dejando tras de sí el aroma a cerdos como nubes de gloria, ella entabló inmediatamente conversación con el recién llegado.
—Es usted de Londres, ¿no? —le preguntó, una vez que, a través de su primer cambio de impresiones, hubieron convenido en que el tiempo era hermoso y en que hacía calor.
Adrian contestó que, en efecto, su casa se hallaba en Londres.
—También la mía —declaró miss Attwater—. Y espero no tardar mucho en volver a ella. Y usted, ¿estará mucho tiempo aquí?
—Creo que no.
—Se aloja usted en Walsingford Hall, claro…
—No. Estoy en la casa flotante.
—¿En la casa flotante de míster Bulpitt?
—Sí. ¿Lo conoce?
—Viene diariamente por aquí. Es todo un caballero.
—Sí.
—Siempre alegre y con ganas de broma. Hace media hora que se ha marchado. Y ahora que me acuerdo —agregó la joven, desapareció tras el mostrador y volvió a aparecer con un papel en la mano—, se ha olvidado esto aquí. Lo puso junto al vaso mientras hablábamos y se olvidó de recogerlo al marcharse. Yo me di cuenta cuando se había ido. ¿Sería usted tan amable de dárselo cuando lo vea?
Adrian cogió el documento. Era de color azul y tenía un aspecto judicial absolutamente inconfundible. Pero Adrian estaba exento de recibir tales notificaciones merced a la liberalidad de la princesa Dwornitzchek y de otras admiradoras suyas, así que se limitó a contemplarlo distraídamente y a guardárselo en el bolsillo. Miss Attwater pasó un paño por el mostrador, meditativa.
—No sé lo que iría a hacer con eso. Míster Bulpitt me parece un hombre muy misterioso.
—¿Sí?
—Sí, porque ¿qué estará haciendo aquí? No sé si usted lo sabrá, pero me consta que es un caballero estadounidense.
Adrian contestó que ya había hecho por su parte el mismo descubrimiento.
—¿Qué es lo que hace un caballero estadounidense viviendo en una casa flotante en un rincón del mundo como Walsingford? Le he preguntado sobre eso, y se echó a reír y cambió de conversación. Luego he preguntado a mi tío John si lo sabía, y me contestó que no metiera las narices en lo que no me importaba y que dejara en paz a los parroquianos. En fin, no sé… ¿No podría ocurrir que míster Bulpitt fuera uno de esos espías internacionales que salen en las novelas?
Adrian sugirió que un espía internacional no tenía mucho que espiar en Walsingford.
—Desde luego que no —convino miss Attwater.
En aquel instante entró otro cliente, y la charlista se convirtió momentáneamente en camarera. Cumplido este deber, volvió a la misma conversación, tocando otro aspecto del desconocido carácter de míster Bulpitt.
—Es un guasón. ¿No le ha gastado a usted alguna chanza?
—¿Chanzas?
—Sí, le gusta gastar jugarretas a los amigos. Me ha explicado algunas buenas que ha hecho en los Estados Unidos. Yo no me atrevería a vivir con él en una casa flotante, se lo aseguro. Temerla que me echara al agua o algo así, o que me metiera un ratón en la cama. Ahora está gastando una broma a uno.
—Sí.
—Sí. Se propone darle una sorpresa saliendo de un matorral.
—¿Es posible?
—Sí, sí… Cuando el otro llegue cantando como un jilguero…
—Pero ¿por qué?
—Me pregunta usted algo que no puedo decirle —repuso gravemente la muchacha—. Al parecer se trata de burlarse de uno, pero por otra parte temo que hay gato encerrado. Ya le digo que míster Bulpitt es muy misterioso.
En aquel instante se produjo una nueva irrupción de parroquianos, y Adrian, suponiendo que aquella joven no podía suministrarle muchos otros datos de interés, salió, después de apurar su vaso.
Mientras regresaba a la casa flotante no podía reprimir cierto desasosiego. Nunca es agradable para un inerme joven informarse de que está en manos de un impenitente burlón. Hasta entonces él había conocido a míster Bulpitt como un hombre capaz de romper cabezas a botellazos. Pero ignoraba aquella tendencia suya a surgir de entre las malezas. Cualquiera sabía de lo que era capaz un hombre así…
Profundamente agradecido a que ese día fuera el último de su visita, llegó a la Reseda y cruzó la plancha. En cuanto pisó la cubierta, se abrió la puerta del salón y salió una figura desnuda, sosteniendo una toalla.
Era Tubby Vanringham.
Tubby fue el primero en reaccionar de la sorpresa que le produjo el inesperado encuentro. Suponía a Adrian Peake muy lejos de allí, pero su mente tenía cosas más importantes en que pensar que las despreciables actividades de un sujeto como Peake. Si estaba allí, que estuviera, pensó Tubby poco más o menos. Así que se limitó a secarse el sudor de la frente, y dijo:
—¡Hola!
Adrian repitió idéntica palabra, y luego hubo un silencio.
—Iba a nadar —dijo Tubby.
Hasta un observador menos perspicaz que Adrian hubiera comprendido que Tubby lo necesitaba. Era evidente que había estado andando mucho a pesar del intenso calor que sentía, y su contextura le predisponía a la rápida solubilidad de sus grasas. Si se nos autoriza a repetir la elegante metáfora de míster Bulpitt diríamos que Tubby Vanringham sudaba como un negro en día de elecciones.
—Tengo calor —explicó.
—¿Ha andado usted mucho?
—He corrido —corrigió Tubby—. He venido corriendo desde el tercer mojón de la carretera de Walsingford.
—¿Por qué?
Una idea brotó en el cerebro de Tubby.
—Escuche, Peake —dijo—. Usted ha estado ya en esta barca. ¿Hay algún lugar en ella, aparte del salón, donde puedan guardarse papeles? Los he buscado por todo el salón y no los he encontrado.
Adrian pensó que quizá se trataba de los que la joven le diera.
—¿Quiere ver si son éstos los que buscaba? —preguntó ofreciéndoselos amablemente.
Aquellas palabras y aquel acto produjeron un efecto inesperado en Tubby. Al ver los documentos, dio un salto atrás, adoptó la actitud de un boxeador que se prepara para resistir un cuerpo a cuerpo, sus dedos se crisparon convulsivamente y su mirada se hizo amenazadora.
—Si se acerca un paso más —dijo— le haré comerse todos esos papeles.
Adrian estaba harto de la serie de extravagancias que el Destino le hacía padecer durante todo aquel fatídico día. Al parecer se hallaba condenado a tratar con excéntricos, vocablo que, aplicado a los ademanes, palabras e indumentaria de Tubby resultaba tan preciso como el difunto Gustave Flaubert exigía cuando se trataba de adjetivar algo.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Peake.
—Lo sabe usted de sobra.
—No tengo la menor idea.
—¿Ah, no? Bulpitt le ha encargado que me entregara eso.
—No. Lo olvidó en la posada y la camarera me lo dio para que se lo entregara a Bulpitt.
La severidad de Tubby disminuyó, pero se mantuvo cauteloso.
—Bien. Eso entra en lo posible, y no quiero ser injusto sin tener seguridad… ¡Rompa esos papeles y échelos al río!
—¡Pero si son de Bulpitt!
—Bulpitt, ¿eh? Haga lo que le digo.
—Pero comprenda que…
—¿Quiere usted un directo en la mandíbula? —preguntó Tubby, enfocando la cuestión desde otro punto de vista.
Un directo en la mandíbula era la que menos podía agradar a Adrian de todas las cosas del mundo, si se exceptúa la aparición de sir Buckstone Abbott con su fusta de caza. Sus escrúpulos relativos a la destrucción de los papeles de su amigo eran grandes, pero aun eran mayores los que se relacionaban con la destrucción de su propia mandíbula. Siguió, pues, meticulosamente las instrucciones de Tubby y, momentos después, los restos de la notificación dirigida al joven Vanringham flotaban sobre las aguas como una escuadrilla de papel.
El efecto sedante que ello produjo en el joven Tubby fue inmediato. Toda muestra de enojo desapareció. Exhaló un suspiro de alivio y preguntó a Adrian si tenía un cigarrillo. Una vez obtenidas las debidas seguridades sobre esta materia, le preguntó si también tenía lumbre. Cuando obtuvo ambas cosas, dijo:
—Gracias.
Era evidente que se había disipado todo rencor.
—Ahora dispénseme —dijo—. Pero no estaba seguro de que ese condenado papel no pudiera ser entregado por delegación.
—¿Y qué era?
—Una citación.
Adrian sospechó que la cabeza le daba vueltas.
—¿Una citación?
—Sí. Por incumplimiento de promesa de matrimonio.
—¿Y para qué quería eso Bulpitt?
—Para entregármelo. Aunque le parezca increíble —dijo Tubby, refiriéndose a la fracasada estratagema— ese individuo hizo que una muchacha me diera una cita en el tercer mojón de la carretera de Walsingford, y cuando estuve allí y canté como los jilgueros, el endemoniado salió de entre las zarzas… Por supuesto que se la ha ganado buena…
Tubby notó con satisfacción que los ojos y todo el rostro de Adrian Peake expresaban un sentimiento que no podía ser más que de reprobación hacia las artimañas de que la triste Humanidad se sirve para la ejecución de sus perversos fines. Por primera vez desde que le conocía, el joven sintió simpatía hacia Adrian Peake. Evidentemente, era un mentecato pero un mentecato lleno de inclinaciones nobles.
—Ahora le explicaré lo que he hecho con él —dijo con acento de satisfacción—. En el mismo momento en que yo pensaba, al verle aparecer, que todo estaba perdido, y mientras él decía: «Tengo aquí una cosita para usted», he aquí que saca del bolsillo la mano vacía y exclama: «¡Vaya! ¡Habrá que dejarlo para otra ocasión! Debo de haberlo olvidado en la barca». Entonces me pareció que debía darle algo a cambio del susto que me había dado él.
Adrian emitió un extraño sonido. Pero esto no bastó para cortar la facundia de Tubby.
—Le di un sopapo en los morros. Sí, señor… Y luego lo tiré al suelo y le medí las costillas, y finalmente le cogí por el cuello y le di de puntapiés. Su dentadura hizo: «¡Paf!» y desapareció en la maleza, y no me extrañaría que hasta los ojos se le hubieran caído también. Porque le aseguro que le aticé de firme. Y cuando terminé de zurrarle vine corriendo a la barca para buscar los papeles y romperlos. ¡Y ya está! Supongo que redactar otros llevará algún tiempo, y entretanto…
Adrian logró por fin tomar la palabra.
—Pero ¿acaso ese Bulpitt es un ujier?
—Por supuesto.
—¿No es rico?
—Claro que no.
—¡Si me ha dicho que es millonario!
—Se ha burlado de usted.
Aquella probabilidad —o, más exactamente, aquella certidumbre— cayó sobre Adrian con el peso de una montaña. Inmediatamente relacionó estas novedades con el relato de la muchacha de la posada respecto de las chanzas de míster Bulpitt, y se sintió desagradablemente sorprendido al verse víctima de sus burlas en asuntos tan serios.
Bajo la impresión de aquellas al parecer sinceras palabras de Bulpitt, Adrian había redactado su segunda y bien escrita carta a Jane y la había enviado por mediación de Cyril Attwater. Y, a menos que algún benemérito temblor de tierra hubiera tragado a Cyril o que algún oportuno oso hubiera surgido de entre las malezas para devorarle, era indudable que aquella carta debía de yacer en aquellos momentos sobre alguna mesa esperando ser leída por su destinataria.
Adrian Peake dirigió una ojeada mental al estado de sus asuntos, y se sintió hasta enfermo. Realmente, el pensamiento de estar comprometido con dos mujeres a la vez nunca lo había hecho dichoso, pero hasta entonces le consolaba la circunstancia de que de sus relaciones con Jane no había prueba alguna escrita, y es bien sabido que un compromiso verbal puede muy fácilmente ser negado por todo hombre que tenga la cabeza bien puesta sobre los hombros. Pero en ese momento, las cosas habían cambiado de aspecto.
—Bueno, me parece que voy a nadar —dijo Tubby.
—Creo que yo también —repuso Adrian.
Un inusitado ardor lo devoraba, y pensó que un baño frío le produciría un alivio, al menos momentáneo.