XX

Con una satisfacción considerable por su parte, Ellen se vio convertida en el centro de atracción. Todos los ojos se habían enfocado hacia ella, y eran en su mayoría unos ojos muy abiertos. Los de Bill, en particular, daban la impresión de querer abandonar sus órbitas.

—Eso es —continuó, con modales un poco más refinados que los de la pareja Bulstrode-Trelawny—. Estaba preparando sus ropas para esta noche, señora, y me he dicho que probablemente desearía ponerse otra vez el colgante, de modo que me he permitido mirar en la cajita y no estaba en ella, señora. Ha sido robado.

La señora Spottsworth dejó escapar un respingo. La joya en cuestión tenía escaso valor intrínseco —tal como le había dicho al capitán Biggar, no podía haber costado más de diez mil dólares— pero, tal como le había dicho también al capitán Biggar, no dejaba de poseer un valor sentimental para ella. Estaba a punto de expresar su preocupación en palabras, cuando Bill inquirió:

—¿Qué quiere decir con eso de que ha sido robado? —Era evidente que semejante sugerencia le causaba una afrenta—. Lo más probable es que no haya mirado debidamente dónde estaba.

La respuesta de Ellen fue respetuosa pero firme.

—Ha volado, milord.

—Tal vez se le haya caído en alguna parte, señora Spottsworth —dijo Jill—. ¿Acaso estaba flojo su cierre?

—Pues sí —contestó la señora Spottsworth—. El cierre estaba flojo. Sin embargo, recuerdo claramente haberlo metido esta noche en el joyero.

—Pues ahora no está allí, señora —insistió Ellen.

—Subamos y busquemos a fondo —sugirió Mónica.

—Lo haremos —dijo la señora Spottsworth—. Pero me temo… mucho me temo…

Abandonó la habitación siguiendo a Ellen y Mónica, haciendo una pausa ante la puerta, miró a Rory ominosamente por unos instantes.

—Muy bien, Bill —dijo—, o sea que finalmente no venderás la casa. Y si a este bocazas aquí presente no se le hubiera ocurrido hablar de agua y cubos, aquel cheque se habría firmado.

Se retiró y Rory miró a Bill, sorprendido.

—¿Acaso me he tirado una plancha? Bill se echó a reír amargamente.

—Si alguien recogiera tus planchas, al cabo de un mes podría poner una tienda con ellas.

—Referente a ese colgante… ¿hay algo que yo pueda hacer?

—Sí, mantenerte al margen.

—Podría ir en coche a buscar a algún miembro de la policía local.

—Ni pensarlo. —Bill consultó su reloj—. El Derby comenzará dentro de unos minutos. Ve a preparar el televisor.

—De acuerdo —contestó Rory—, pero si me necesitas, pégame un grito.

Desapareció en la biblioteca y Bill se volvió hacia Jeeves, que una vez más había sabido borrarse. En momentos de crisis doméstica, Jeeves tenía el don, compartido por todos los buenos mayordomos, de crear la ilusión de no estar presente. Se encontraba ahora en el extremo más distante de la habitación, y parecía disecado.

—¡Jeeves!

—¿Milord? —dijo Jeeves, volviendo a la vida como una Galatea en versión masculina.

—¿Alguna sugerencia?

—Nada que tenga un valor práctico, milord. Sin embargo, se me acaba de ocurrir un pensamiento que me permite asumir una visión algo más radiante de la situación. Hace poco, hablábamos del capitán Biggar como un caballero que se había retirado permanentemente de nuestro medio ambiente. ¿No le parece probable a su señoría que, en el caso de salir victorioso Ballymore, el capitán, al verse poseedor de abundantes fondos, lleve a cabo su plan original de recuperar el colgante, devolverlo y fingir haberlo encontrado en los alrededores?

Bill se mordió el labio.

—¿Usted lo cree?

—Para él, sería el camino más prudente a seguir, milord. La sospecha, como digo yo, se abatirá inevitablemente sobre él, y el hecho de no devolver la joya le colocaría en la desagradable posición de verse convertido en un hombre acosado, en continuo peligro de ser aprehendido por las autoridades. Estoy convencido de que, si Ballymore gana, veremos de nuevo al capitán Biggar.

—Si Ballymore gana.

—Desde luego, milord.

—Entonces, todo nuestro futuro depende de lo que haga ese caballo.

—Tal es la situación, milord. Jill lanzó un grito apasionado.

—¡Voy a empezar a rezar!

—Hazlo, sí —dijo Bill—. Reza para que Ballymore corra como no ha corrido hasta hoy. Reza sin parar. Reza por toda la casa. Reza…

En aquel momento regresaron Mónica y la señora Spottsworth.

—Desde luego —dijo Mónica—, ha desaparecido. De ello no hay la menor duda. Acaba de telefonear a la policía.

Bill pegó un brinco.

—¿Qué?

—Sí. Rosalinda no quería que lo hiciera, pero yo he insistido. Le he dicho que tú nunca permitirías que no se hiciera todo lo posible por capturar al ladrón.

—Tú…, ¿tú crees que el colgante ha sido robado?

—Es la única explicación posible. La señora Spottsworth suspiró.

—¡Vaya! Siento de veras haber causado todo este jaleo.

—No faltaría más, Rosalinda. A Bill no le importa. Lo que Bill desea es ver al ladrón detenido y a buen recaudo. ¿No es así, Bill?

—¡Sí, «señor»! —contestó Bill.

—Y esperemos que pase una buena temporada en la cárcel.

—No debemos ser vengativos.

—No —dijo la señora Spottsworth—. Es cierto. Justicia sí, pero no venganza.

—Una cosa es bien segura —dijo Mónica—. Es un trabajo realizado por alguien de la casa.

Bill se rebulló, inquieto.

—¿Tú crees?

—Sí, y tengo una buena idea acerca de la identidad del culpable.

—¿Quién es?

—Alguien que esta mañana tenía los nervios en un estado terrible.

—¿Sí?

—Su taza y el platillo de ésta tintineaban como castañuelas.

—¿Cuándo ha sido eso?

—Durante el desayuno. ¿Queréis que cite nombres?

—Adelante.

—¡El capitán Biggar!

La señora Spottsworth se sobresaltó.

—¿Qué?

—Tú no estabas presente, Rosalinda, pues estoy segura de que también lo hubieras notado. Estaba tan nervioso como una manada de elefantes.

—¡Ah, no, no! ¿El capitán Biggar? No puedo ni quiero creerlo. Si el capitán Biggar fuese culpable, yo perdería mi fe en la naturaleza humana. Y eso sería un golpe mucho peor que el de la pérdida del colgante.

—El colgante ha desaparecido y él también. ¿No os parece que la cosa concuerda? Bueno, de todos modos pronto lo sabremos —dijo Mónica.

—¿Por qué estás tan segura?

—Pues por el joyero, claro. La policía se lo llevará y le buscarán las huellas dactilares. ¿Qué te ocurre, Bill?

—No ocurre nada —contestó Bill, que había pegado un salto de casi medio metro en pleno aire, pero no veía motivo para revelar el repentino y doloroso pensamiento que había motivado tan aparatosa exhibición—. Oiga, Jeeves.

—¿Mi lord?

—Lady Carmoyle está hablando del joyero de la señora Spottsworth.

—¿Sí, milord?

—Acaba de hacer la interesante sugerencia de que el villano pudo haber olvidado ponerse guantes, en cuyo caso sus huellas dactilares llenarían el condenado joyero. Sería una suerte, ¿verdad?

—Un hecho extremadamente afortunado, milord.

—Apuesto que él está deseando no haber sido tan imprudente.

—Sí, milord.

—Y poder borrarlas todas.

—Sí, milord.

—Usted podría ir a hacerse cargo de aquel trasto, a fin de tenerlo a la disposición de la policía cuando llegue.

—Muy bien, milord.

—Sosténgalo por los cantos, Jeeves. No debe alterar esas huellas.

—Emplearé el máximo cuidado, milord —aseguró Jeeves, y salió casi en el mismo momento en que el coronel Wyvern entraba por la puerta-ventana.

Y al efectuar su entrada, Jill, sabiendo que cuando un hombre se encuentra en un estado de extrema agitación nada necesita tanto como el cordial afecto de una mujer, rodeó con sus brazos el cuello de Bill y empezó a besarle tiernamente. El espectáculo frenó en seco al coronel. Lo confundió. Dada esta situación, era difícil abordar el tema de los látigos.

—¡Ja, hrr’mff! —hizo, y Mónica se volvió en redondo, asombrada.

—¡Caray! —exclamó—. Se ha dado mucha prisa. Apenas han pasado cinco minutos desde mi llamada telefónica.

—¿Eh?

—Hola, papá —dijo Jill—. Precisamente esperábamos tu llegada. ¿Has traído tus sabuesos y tu lupa?

—¿De qué diablos estás hablando?

Mónica se mostró perpleja.

—¿Acaso no ha venido a causa de mi llamada telefónica, coronel?

—Hablan todos de una llamada telefónica. ¿Qué llamada telefónica? Yo he venido a ver a lord Rowcester para un asunto personal. ¿Qué es esa historia de la llamada telefónica?

—Han robado el colgante de brillantes de la señora Spottsworth, papá.

—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo?

—Le presento a la señora Spottsworth —dijo Mónica—. El coronel Wyvern, Rosalinda, es nuestro jefe de policía.

—Encantado —dijo el coronel Wyvern, con una galante inclinación, pero un momento después volvía a ser de nuevo el sagaz e implacable policía—. Conque le han robado su colgante, ¿eh? Malo, malo. —Extrajo de su bolsillo una libreta y un lápiz—. Alguien de la casa, ¿verdad?

—Eso es lo que creemos.

—Entonces necesitaré una lista de todos los que viven en ella. Jill se adelantó, con las manos extendidas.

—Wyvern, Jill —dijo—. Póngame las esposas, oficial. No opondré resistencia.

—Vamos, no seas borrica —rezongó el coronel Wyvern.

Algo golpeó levemente la puerta. Bien podía tratarse de un pie.

Bill abrió la puerta, revelando con ello a Jeeves, que llevaba el joyero sosteniendo sus extremos opuestos con un pañuelo.

—Gracias, milord —dijo.

Avanzó hacia la mesa y con gran cuidado depositó el estuche en ella.

—Es el estuche en el que se encontraba el colgante —explicó la señora Spottsworth.

—Perfecto. —El coronel Wyvern miró a Jeeves con aprobación—. Me gusta ver que lo ha manejado con tanto cuidado, buen hombre.

—Jeeves siempre es de fiar —dijo Bill.

—Y ahora, los nombres —exigió el coronel Wyvern.

Pero mientras hablaba se abrió de golpe la puerta de la biblioteca y entró Rory tambaleándose, con el horror inscrito en todas sus facciones.