XIII

Un largo y profundo silencio siguió a su partida. La habitación parecía muy tranquila, como siempre ocurría con las habitaciones cuando el capitán Biggar se ausentaba de ellas. Bill estaba sentado con la barbilla apoyada en su mano, como el Penseur de Rodin. Después miró a Jeeves y, tras haberle mirado, meneó la cabeza.

—No, Jeeves —dijo.

—¿Milord?

—Puedo ver en sus ojos aquel brillo feudal, Jeeves. Está usted tirando de la correa, toda disposición a prestarle al joven señor una mano que le ayude. ¿Estoy en lo cierto?

—Ciertamente, estaba pensando, milord, que en vista de nuestra relación entre señor y vasallo era mi deber proporcionar a su señoría toda la asistencia que me fuera posible.

Bill meneó de nuevo la cabeza.

—No, Jeeves, eso queda descartado. Nada me inducirá a permitir que se mezcle usted en una empresa que, de no funcionar las cosas tal como se han planeado, culmine posiblemente en una estancia de cinco años en una de nuestras prisiones más populares. Manejaré este asunto yo solo, y en este punto no admito réplica alguna.

—Pero, milord…

—Nada de réplicas he dicho, Jeeves.

—Muy bien, milord.

—Cuanto requiero yo de usted son sus consejos y recomendaciones. Revisemos la actual situación. Tenemos un colgante con brillantes que, en el momento de ponerse esto en prensa, se encuentra sobre la persona de la señora Spottsworth. La tarea a la que yo me enfrento (y digo yo, Jeeves) consiste en desprender el colgante de esa persona-y largarme con él sin ser observado. ¿Alguna sugerencia?

—El problema presenta indudablemente ciertos puntos de interés, milord.

—Sí, eso lo admito.

—Es de suponer que se descarta todo lo que tenga que ver con la violencia, y que se confía totalmente en el disimulo y la habilidad.

—Ciertamente. Descarte toda idea acerca de que me propongo golpear a la señora Spottsworth en la cocorota con una porra de caucho.

—Entonces yo me inclinaría a decir, milord, que los mejores resultados probablemente se obtendrían con lo que podría denominar la secuencia de la araña.

—No le sigo, Jeeves.

—Permítame que me explique, milord. ¿Su señoría se reunirá con la dama en el jardín?

—Probablemente en un banco rústico.

—Entonces, tal como yo lo veo, milord, las condiciones se adaptarán admirablemente al plan que yo propongo. Si poco después de trabar conversación con la señora Spottsworth, su señoría finge observar la presencia de una araña en los cabellos de ella, la secuencia de la araña seguirá como la noche al día. Nada más natural que su señoría se ofrezca para expulsar el bicho, lo cual permitirá a su señoría operar con los dedos muy cerca del cuello de la dama. Y si el cierre, como nos asegura el capitán Biggar, está flojo, será de lo más sencillo desabrochar el colgante y hacer que caiga al suelo. ¿Me explico con claridad, milord?

—Hasta el momento, no hay dificultad. Pero ¿no lo recogerá ella?

—No, milord, porque en realidad se encontrará en el bolsillo de su señoría. Su señoría organizará una búsqueda a través del césped circundante, pero sin resultado, y finalmente la busca será abandonada hasta el día siguiente. El objeto será descubierto por fin mañana, ya avanzada la tarde.

—¿Después de que Biggar haya regresado?

—Precisamente, milord.

—¿Oculto debajo de un matorral?

—O entre la hierba, a cierta distancia. Habrá rodado.

—¿Ruedan los colgantes?

—Éste lo habrá hecho, milord.

Bill, pensativo, se mordisqueó el labio.

—¿Y ésta es la secuencia de la araña?

—Esta es la secuencia de la araña, milord.

—No es, ni mucho menos, una mala idea.

—Tiene el mérito de la simplicidad, milord. Y si su señoría experimenta alguna inquietud al pensar en actuar en frío, como dice la expresión teatral, yo sugeriría que procediéramos a lo que también en léxico de la escena se llama una rápida revisión.

—¿Un ensayo, quiere decir?

—Precisamente, milord. Permitiría a su señoría perfeccionarse en el texto y la acción. En el barrio neoyorquino de Broadway, donde está centrada la industria teatral de Estados Unidos, tengo entendido que a esto se le llama planchar las chinches.

—Planchar las arañas.

—Ja, ja, milord. Pero permítame decirle que es improcedente perder tan preciosos momentos con chanzas verbales.

—¿El tiempo es esencia?

—Exactamente, milord. ¿Le agradaría a su señoría entrar en escena?

—Sí, creo que sí, si usted dice que eso me va a tranquilizar el sistema nervioso. Me siento como si una troupe de pulgas amaestradas practicaran un zapateado a lo largo de mi columna vertebral.

—He oído al señor Wooster quejarse de un malestar parecido en momentos de tensión y dura prueba, milord. Se le pasará.

—¿Cuándo?

—Tan pronto como su señoría se haya introducido en pleno en su papel. ¿Un banco rústico, ha dicho su señoría?

—Allí estuvo ella la última vez.

—Escena: un banco rústico —murmuró Jeeves—. Tiempo: una noche de verano. En escena, al levantarse el telón, la señora Spottsworth. Entra lord Rowcester. Yo haré de señora Spottsworth, milord. Empezamos con un poco de diálogo para establecer ambiente y a continuación pasamos a la secuencia de la araña. Habla su señoría.

Bill trató de ordenar sus pensamientos.

—Ejem… Dime, Rosie…

—¿Rosie, milord?

—Sí, Rosie, maldita sea mi estampa. ¿Alguna objeción?

—Absolutamente ninguna, milord.

—La conocí en Cannes.

—¿Sí, señor? No lo sabía. ¿Decía usted, milord?

—Dime, Rosie, ¿te dan miedo las arañas?

—¿Por qué lo pregunta su señoría?

—Es que hay un ejemplar de muy respetable tamaño paseándose por tu pescuezo. —Bill pegó un salto de unos quince centímetros en dirección al techo—. ¿Por qué demonios ha hecho eso? —preguntó irritado.

Jeeves conservó su calma.

—Mi razón para gritar, milord, era meramente la de añadir verosimilitud. He supuesto que así es como se inclinaría a reaccionar una dama delicadamente acostumbrada al recibir semejante información.

—Pues ojalá no lo hubiera hecho. He tenido la impresión de que se me abría la cabeza.

—Lo siento, milord. Pero es que así era como veía yo la escena. Lo sentía, lo sentía aquí —dijo Jeeves, con un golpecito en la parte izquierda de su chaleco—. Si su señoría tiene la bondad de darme mi entrada de nuevo…

—Es que hay un ejemplar de muy respetable tamaño paseándose por tu pescuezo.

—Agradecería a su señoría la amabilidad de quitármelo de él.

—Es que no puedo verlo ahora. Ah, ahí está. En tu cuello.

—Y eso —dijo Jeeves, abandonando el sofá en el que se había acomodado en su papel de señora Spottsworth— es la señal para entrar en acción, milord. Su señoría admitirá que en realidad resulta bastante sencillo.

—Supongo que lo es.

—Estoy seguro de que, después de este breve ensayo, las pulgas amaestradas a las que su señoría aludía hace un momento, habrán modificado sustancialmente sus actividades.

—Se han calmado un poco, sí. Pero todavía estoy nervioso.

—Cosa inevitable en vísperas de un estreno, milord. Creo que su señoría debería poner manos a la obra lo antes posible. Si hay que hacer una cosa, mejor hacerla sin tardanza. Nuestras medidas las hemos tomado pensando en un jardín como escenario y resultaría desconcertante que la señora Spottsworth regresara a la casa, obligando con ello a su señoría a adaptar su técnica a un interior.

Bill asintió.

—Lo comprendo perfectamente. De acuerdo, Jeeves. Hasta la vista.

—Hasta la vista, milord.

—Si algo sale mal…

—Nada saldrá mal, milord.

—Pero si sale… ¿Me escribirá de vez en cuando a Dartmoor, Jeeves? ¿Sólo una carta un poco extensa en alguna que otra ocasión, dándome las últimas noticias acerca del mundo exterior?

—Ciertamente, milord.

—Eso me reconfortará mientras rompa mi ración de roca diaria. Según me han dicho, en esas prisiones modernas las condiciones de vida son mucho mejores que en otros tiempos.

—Así lo tengo entendido, milord.

—Tal vez encuentre en Dartmoor como un segundo hogar. Un lugar de sólida comodidad, quiero decir.

—Es perfectamente concebible, milord.

—No obstante, esperemos que no se llegue a ese punto.

—Sí, milord.

—Sí… Está bien, adiós una vez más, Jeeves.

—Adiós, milord.

Bill cuadró los hombros y abandonó la sala con una actitud toda ella gallardía. Había llamado en su ayuda el orgullo de los Rowcester y esto le había animado. Con aquel mismo sereno valor, un Rowcester del siglo XVII había subido al patíbulo en Tower Hill, saludando afablemente al verdugo y dirigiendo más saludos a sus amigos y conocidos entre el público. Cuando llega el momento de la prueba, la sangre siempre se delata.

Llevaba ausente unos pocos momentos cuando entró Jill.

Parecióle a Jeeves que en el transcurso de las últimas horas la prometida de su joven señor había perdido gran parte de la animación que normalmente le confería tanto atractivo, y no se equivocaba. Su reciente entrevista con el capitán Biggar había dejado a Jill pensativa y con una cierta inclinación a doblar hacia abajo las comisuras de la boca y a mirar con tristeza.

En ese preciso momento miraba con tristeza.

—¿Ha visto a lord Rowcester, Jeeves?

—Su señoría acaba de dirigirse al jardín, señorita.

—¿Dónde están los demás?

—Sir Roderick y la señora se encuentran todavía en la biblioteca, señorita.

—¿Y la señora Spottsworth?

—Se dirigió hacia el jardín poco antes de hacerlo su señoría. Jill se envaró.

—¿Sí? —dijo, y entró en la biblioteca para reunirse con Mónica y Rory.

Las comisuras de su boca descendían más que nunca y su mirada había registrado un aumento en tristeza superior al veinte por ciento. Tenía todo el aspecto de la muchacha que piensa lo peor, y eso era precisamente lo que estaba pensando.

Dos minutos más tarde, irrumpió en la sala el capitán Biggar con una canción en los labios. Al parecer, el yoga y la comunión con el Jivatma o alma le habían sentado muy bien. Le brillaban los ojos y mostraba una actitud alerta. Cuando llega el momento de la acción es cuando estos Cazadores Blancos se muestran en su mejor forma.

—Manos blancas amé junto al Shalimar, ¿dónde estáis, dónde estáis ahora? —cantaba el capitán Biggar—. Yo… ¿cómo diablos es la letra?… Yo me rindo ante vuestro encanto. La, la, la… La, la, la, la. ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis ahora? Y es que esta mañana ahorcan a Danny Deever —entonó, cambiando de canción.

Vio entonces a Jeeves y suspendió su lamentable actuación.

—Hola —dijo—. Quai hai, buen hombre. ¿Cómo van las cosas?

—Las cosas se mantienen en un estado razonablemente satisfactorio, señor.

—¿Dónde está Patch Rowcester?

—Su señoría se encuentra en el jardín, señor.

—¿Con la señora Spottsworth?

—Sí, señor. Poniendo a prueba su sino, dispuesto a vencer o perderlo todo.

—¿Pensó usted en algo, pues?

—Sí, señor. La secuencia de la araña.

—¿La qué?

El capitán Biggar escuchó atentamente mientras Jeeves explicaba la secuencia de la araña, y cuando hubo terminado le dedicó un espléndido cumplido.

—Usted se defendería bien en Oriente, muchacho.

—Es usted extremadamente amable, señor.

—Siempre y cuando este plan sea suyo.

—Lo es, señor.

—Entonces usted es la clase de hombre que necesitamos en Kuala Lumpur. Necesitamos tipos como usted, tipos que sepan usar sus cerebros. No podemos dejar que los cerebros los pongan los dayaks. Hace que los tíos se crezcan demasiado.

—¿Los dayaks son excepcionalmente inteligentes, señor?

—¿Que si lo son? Déjeme que le cuente una cosa que nos ocurrió a Tubby Frobisher y a mí un día cuando…

Se interrumpió y el mundo se vio privado de otra excelente historia. Bill entraba a través de la puerta-ventana.

En los breves minutos transcurridos desde su partida por aquella misma ventana, se había producido un cambio notable en el noveno conde, que había salido de allí como un joven con animoso espíritu y dispuesto a la aventura. Como hemos indicado, había cuadrado los hombros, pero ahora se combaban como los del que carga con un peso excesivo. Bajo una frente arrugada, sus ojos estaban apagados. Parecía como si el orgullo de los Rowcester hubiera hecho sus maletas y retirado su colaboración. Ya no había en su porte ninguna sugerencia de aquel antepasado del siglo XVII que había infundido un espíritu tan jocoso a su decapitación en Tower Hill. El antepasado al que más se parecía ahora era el que fue sorprendido en 1782 haciendo trampas con los naipes por Charles James Fox, en Wattier’s.

—¿Y bien? —gritó el capitán Biggar.

Bill le dirigió una larga, triste y silenciosa mirada, y se volvió hacia Jeeves.

—¡Jeeves!

—¿Milord?

—Aquella secuencia de la araña…

—¿Sí, milord?

—La he intentado.

—¿Sí, milord?

—Y por un momento, ha parecido como si todo fuera bien. He desprendido el colgante.

—¿Sí, milord?

—El capitán Biggar tenía razón. El cierre estaba flojo. Ha cedido. El capitán Biggar profirió una exclamación de satisfacción en swahili.

—Démelo —dijo.

—No lo tengo. Resbaló desde mi mano.

—¿Y cayó?

—Y cayó.

—¿Quiere decir que ahora se encuentra entre la hierba?

—No —contestó Bill, con una expresión sombría—. No se encuentra entre la condenada hierba. Descendió por la parte delantera del vestido de la señora Spottsworth y ahora se encuentra en alguna parte en las interioridades de su ropa.