V
En el intervalo transcurrido desde su retirada de la sala de estar, Jill había aplicado ungüento americano a Mike, el terrier irlandés, había echado un vistazo al pez rojo propiedad de la cocinera, animal que había causado ansiedad en la cocina al rehusar sus huevos de hormiga, y había efectuado una visita rutinaria a los cerdos y las vacas, administrando un bolo a una de estas últimas. Había regresado a la casa agradablemente consciente del deber cumplido y con ganas de charlar un poco con su amado, el cual, suponía ella, debía de haber regresado ya de sus rondas para el Consejo Agrícola, predispuesto para un placentero devaneo. Y es que incluso cuando el Consejo Agrícola sabe que ha encontrado a un hombre de dotes excepcionales y desea (como es natural) arrancarle hasta la última onza de esfuerzo, son lo bastante humanos como para dejar que el pobre peón dé por terminada su jornada hacia la hora del cóctel de la tarde.
Encontrarle gimoteando y con la cabeza entre las manos representó una especie de choque.
—¿Se puede saber qué te ocurre? —repitió.
Bill había abandonado su asiento con un brinco convulsivo. Aquella voz amada, que le habló inesperadamente desde la nada cuando él suponía encontrarse a solas con su dolor, le había afectado como si le hubieran aplicado una sierra mecánica al asiento de sus pantalones. Si se hubiese tratado del capitán C. G. Brabazon-Biggar, del United Rovers Club, Northumberland Avenue, no se habría sentido más perturbado. La miró boquiabierto, con todas sus extremidades temblorosas. Jeeves, de haber estado presente, habría rememorado a Macbeth al ver al espectro de Banquo.
—¿Qué me ocurre? —exclamó, recalcando las palabras.
Jill le estaba contemplando con una mirada seria y especulativa. Tenía en sus ojos aquella expresión directa y franca que muestran tantas chicas simpáticas, y en circunstancias normales a Bill le gustaba. Sin embargo, en aquel momento hubiese preferido algo que no penetrase hasta los recovecos de su alma como si fuese un estoque al rojo vivo. Una sensación de culpabilidad hace que el hombre muestre alergia a las miradas directas y francas.
—¿Qué me ocurre? —dijo, esta vez con palabras más secas y contundentes—. ¿Qué quieres decir con eso de qué me ocurre? No me ocurre nada. ¿Por qué lo preguntas?
—Gemías como una sirena en día de niebla.
—¡Ah, eso…! Un poco de neuralgia.
—¿Te duele la cabeza?
—Sí, hace un rato que me duele. He tenido una tarde más bien agotadora.
—¿Y por qué? ¿Acaso las cosechas no guardan la debida rotación? ¿O quizá los cerdos tienden a crear familias más reducidas?
—Mi principal problema, hoy —dijo Bill con expresión sombría—, ha estado relacionado con caballos.
Una chispa de sospecha apareció inmediatamente en la mirada de Jill. Como todas las buenas chicas, tenía, en lo que concernía al hombre amado, la perspicacia del Detective Privado.
—¿Has estado apostando otra vez?
Bill abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Yo?
—Me prometiste solemnemente que no volverías a hacerlo. ¡Oh, Bill, eres un idiota! Cuesta más vigilarte a ti que a una colección de focas del circo. ¿No ves que esto equivale a tirar el dinero? ¿No puedes meterte en la cabezota que los apostadores no tienen la menor esperanza contra los corredores de apuestas? Conozco gente que siempre está hablando de conseguir unos dobletes fantásticos y de ganar miles de libras con un simple billete de cinco, pero en realidad estas cosas no ocurren jamás. ¿Qué dices?
Bill no había hablado. El sonido que había salido de sus labios fruncidos había sido meramente un leve quejido, como el de un piel roja emotivo en el poste del tormento.
—A veces ocurre —dijo con voz hueca—. He oído comentar casos.
—Pues a ti no te puede pasar. Los caballos no te traen suerte, y eso es todo.
Bill se retorció. La ilusión de estar asándose sobre un fuego lento se había hecho extraordinariamente vivida.
—Sí —admitió—. Ahora lo veo.
La mirada de Jill se había hecho más directa y penetrante que nunca.
—Desembucha ya, Bill. ¿Apostaste por un perdedor en el Oaks?
—¡Claro que no!
—¿Lo juras?
—Juramentos voy a empezar a soltarlos de un momento a otro.
—¿No te jugaste nada en el Oaks?
—Que no.
—Entonces ¿qué te pasa?
—Ya te lo he dicho. Me duele la cabeza.
—Pobrecillo. ¿Puedo hacer algo por ti?
—No, gracias. Jeeves me está preparando un whisky con soda.
—¿Serviría de algo un besito, mientras esperas?
—Salvaría la vida de un hombre.
Jill le besó, pero con aire ausente. Parecía estar pensando.
—¿Jeeves ha estado hoy contigo, verdad? —preguntó.
—Sí. Sí, Jeeves ha venido conmigo.
—Siempre te lo llevas contigo en esas expediciones tuyas.
—Sí.
—¿Adónde vais?
—Hacemos rondas.
—¿Para qué?
—Bueno, para unas cosas y otras.
—Comprendo. ¿Cómo va el dolor de cabeza?
—Un poco mejor, gracias.
—Espléndido.
Hubo un silencio momentáneo.
—Hace unos años, yo también padecía jaquecas —dijo Jill.
—¿Fuertes?
—Muy fuertes. Me hacían sufrir muchísimo.
—¿Te hacen polvo, verdad?
—Efectivamente. Pero —prosiguió Jill, alzando la voz y dejando que una nota de dureza se introdujera en ella— mis jaquecas, por dolorosas que fuesen, jamás me habían dado el aspecto de un fugitivo de presidio, agazapado entre los matorrales, escuchando los ladridos de los sabuesos y preguntándose cada minuto cuándo va a hacer presa la mano de la perdición en el asiento de sus pantalones. Y éste es el aspecto que tú tienes ahora. Hay culpabilidad escrita en tus facciones. Si en este momento me dijeras que has cometido un asesinato y te sientes preocupado porque acabas de recordar que no has ocultado debidamente el cadáver, yo te diría: «¡Me lo figuraba!». Bill, por última vez, ¿qué te ocurre?
—No me ocurre nada.
—A mí no me engañas.
—No te engaño.
—¿Qué estás hurgando en tu cabeza?
—Absolutamente nada.
—¿Te sientes tan alegre y despreocupado como la alondra que canta en un cielo estival?
—Pues más bien sí.
Reinó otro silencio. Jill se estaba mordiendo el labio y Bill hubiera preferido que no lo hiciese. Desde luego, nada hay de bajo y degradante en una joven que se muerde el labio, pero es un espectáculo que a un novio con la cabeza llena de pensamientos nunca puede complacerle.
—Dime, Bill —preguntó Jill—, ¿qué piensas del matrimonio?
Bill se sintió más animado. Éste era un tema más grato, pensó.
—Yo creo que es un suceso extraordinariamente bueno. Siempre y cuando, claro está, la mitad masculina del reparto se lleve algo como tú.
—Déjate de echar florecillas. ¿Te digo lo que pienso yo?
—Adelante.
—Pienso que, a no ser que exista una confianza absoluta entre hombre y mujer, es una locura pensar incluso en casarse, porque si van a ocultarse cosas el uno al otro y a no contarse sus problemas, más tarde o más temprano su matrimonio se irá al traste. Marido y mujer deberían contárselo todo. A mí ni se me pasaría por la cabeza ocultarte algo, y si te interesa saberlo me disgusta profundamente pensar que tú me estás ocultando ese problema tuyo, sea lo que sea.
—Yo no tengo ningún problema.
—Que sí. Lo que ha ocurrido lo ignoro, pero hasta un topo miope que hubiera perdido sus gafas vería que eres un alma en pena. Cuando he entrado, estabas gimiendo como una de ellas.
El dominio de Bill sobre sí mismo, tan duramente puesto a prueba aquel día, se resquebrajó por fin.
—¡Maldita sea! —rugió—. ¿Y por qué no puedo gemir? Me parece que en Rowcester Abbey se admiten gemidos a esta hora, ¿no es así? Quiero que me dejes en paz —prosiguió, cobrando impulso—. ¿Quién te crees? ¿Uno de esos polizontes que interrogan a un granuja del hampa? Supongo que ya te dispones a preguntarme dónde estaba yo la noche del veintitrés de febrero. ¡No seas tan infernalmente entremetida!
Jill era una joven animosa, y con jóvenes animosas estas cosas no tardan en llegar al punto de saturación.
—No sé si tú lo sabes —repuso fríamente—, pero cuando te escupes en las manos y vas al grano, puedes ser el piojo más despreciable del mundo.
—Bonito piropo.
—Es la pura verdad —dijo Jill—. Eres, sencillamente, un cerdo con forma humana. Y si quieres saber lo que pienso —continuó, adquiriendo impulso a su vez—, creo que lo que ha ocurrido es que te has liado con alguna mujer espantosa.
—Estás loca. ¿Dónde diablos iba yo a encontrar mujeres espantosas?
—Supongo que habrás tenido incontables oportunidades. Siempre estás rondando por ahí en tu coche, a veces durante una semana seguida. Por lo que yo pueda saber, bien has podido pasarte todo ese tiempo rodeado de tunantas.
—No le echaría un vistazo a una tunanta aunque me la trajeras en bandeja y rodeada de berros.
—No te creo.
—Y eras tú, si la memoria no me es infiel —dijo Bill—, la que hace dos segundos y medio vociferaba acerca de la necesidad de una confianza absoluta entre nosotros dos. ¡Mujeres! —exclamó Bill con amargura—. ¡Mujeres! ¡Vaya sexo, Dios mío!
En tan difícil situación entró Jeeves, portador de un vaso sobre una bandeja.
—Su whisky con soda, milord —dijo, tal como el presidente de Estados Unidos hubiera podido decirle a un ciudadano meritorio: «Tome esta medalla del Congreso».
Bill aceptó con agradecimiento aquel líquido restaurador.
—Gracias, Jeeves. Ni un momento antes de hacerse necesario. —Y sir Roderick y lady Carmoyle se encuentran en la avenida de los tejos y desean verle, milord.
—¡Cielo santo! ¿Rory y Moke? ¿De dónde han salido? Yo creía que ella se encontraba en Jamaica.
—Tengo entendido que ha regresado esta mañana y que sir Roderick ha obtenido un permiso de Harrige’s a fin de acompañarla hasta aquí. Desean que informe a su señoría de que les agradaría hablar con usted, a su conveniencia, antes de la llegada de la señora Spottsworth.
—¿Antes de la qué de quién? ¿Y quién diablos es la señora Spottsworth?
—Una dama norteamericana a la que lady Carmoyle conoció en Nueva York, milord. Se la espera aquí esta tarde. Por lo que lady Carmoyle y sir Roderick decían, comprendí que existen ciertas perspectivas en el sentido de que la señora Spottsworth adquiera la casa.
—¿Comprar la casa? —exclamó Bill.
—Sí, milord.
—¿Esta casa?
—Sí, milord.
—¿Se refiere a Rowcester Abbey?
—Sí, milord.
—Me está tomando el pelo, Jeeves.
—No me permitiría semejante libertad, milord.
—¿Usted pretende seriamente que esa fugitiva de un manicomio americano, en el que se encontraba bajo observación hasta que escapó disfrazada con unas patillas falsas, se dispone realmente a pagar en dinero contante y sonante para quedarse con Rowcester Abbey?
—Tal es la interpretación que yo he dado a las observaciones de lady Carmoyle y sir Roderick, milord.
Bill lanzó un profundo suspiro.
—Bueno, que me zurzan. Esto no hace sino demostrar que para hacer un mundo se necesita toda clase de gente. ¿Y viene para quedarse?
—Así lo tengo entendido, milord.
—Entonces puede quitar los dos cubos que puso para recoger el agua bajo la claraboya del pasillo superior. Crean una mala impresión.
—Sí, milord. También clavaré más chinchetas en el papel mural. ¿Y dónde piensa su señoría depositar a la señora Spottsworth?
—Lo mejor será que disponga de la habitación Reina Isabel. Es la mejor que tenemos.
—Sí, milord. Insertaré una tela metálica en el cañón de la chimenea para desalentar cualquier intrusión por parte de los murciélagos que anidan allí.
—Temo que no podrá darle un cuarto de baño.
—Creo que no, milord.
—Sin embargo, si se las arregla con una ducha, puede colocarse debajo de la claraboya del pasillo.
Jeeves frunció los labios.
—Si se me permite ofrece una sugerencia, milord, no es juicioso hablar bajo tan intenso estrés. Su señoría podría olvidarse de sí mismo y hacer alguna observación como ésta dentro del radio de audición de la señora Spottsworth.
Jill, de pie ante la gran puerta cristalera y contemplando el exterior con ojos ardientes, se había vuelto y escuchaba, galvanizada. La ira generosa que la había movido a calificar a su prometido de cerdo con figura humana se había desvanecido por completo. No podía competir con tan estupenda noticia. En lo que a Jill se refería, la guerra había terminado.
Mostróse perfectamente de acuerdo con la reconvención de Jeeves.
—Sí, pobre infeliz —dijo—. Ni siquiera debes pensar cosas como ésta. Oh, Bill, ¿no es maravilloso? Si esto sale bien, tendrás dinero suficiente para comprar una granja. Estoy segura de que nos defenderíamos muy bien con una granja, yo como veterinaria y tú con tus conocimientos de experto en agricultura.
—¿Mis qué?
Jeeves tosió.
—Creo que la señorita Wyvern alude al hecho de que haya conseguido usted tan amplia experiencia trabajando para el Consejo Agrícola, milord.
—Oh… ¡Ah, sí! Entiendo lo que quiere decir. Sí, claro, el Consejo Agrícola. Gracias, Jeeves.
—De nada, milord.
Jill seguía desarrollando su tema.
—Si pudieras arrancarle a la señora Spottsworth un buen pellizco, podríamos iniciar un rebaño modelo. Es lo que rinde más. No sé cuánto podrías sacar de ese lugar.
—No mucho, me temo. Ha visto mejores tiempos.
—¿Y qué piensas pedir?
—Tres mil cinco libras, dos chelines y seis peniques.
—¿Qué?
Bill parpadeó.
—Lo siento. Estaba pensando en otra cosa.
—Pero ¿qué te ha metido una cantidad tan especial como ésa en la cabeza?
—No lo sé.
—Debes saberlo.
—Pues no.
—Pero bien has de haber tenido algún motivo…
—La suma en cuestión fue mencionada esta tarde, durante el trabajo de su señoría en relación con sus obligaciones en el Consejo Agrícola, señorita —explicó Jeeves a media voz—. Su señoría tal vez recordará que en su momento yo observé que se trataba de una cifra peculiar.
—Y así fue, Jeeves, así fue.
—Y por eso su señoría ha hablado de tres mil cinco libras, dos chelines y seis peniques.
—Estas aberraciones mentales momentáneas no son raras, según tengo entendido. Si me permite sugerirlo, milord, creo que sería aconsejable trasladarse a la avenida de los tejos sin más demora. El tiempo es esencial.
—Sí, claro. ¿Me esperan, verdad? ¿Vienes, Jill?
—No puedo, cariño. Tengo pacientes a los que asistir. He de ir hasta Stover para visitar el pequinés de los Mainwaring, aunque estoy segura de que no tendrá absolutamente nada. Ese perro es un perfecto hipocondríaco.
—Pero vendrás a cenar, ¿verdad?
—Claro que sí. Estoy contando los minutos y ya se me hace agua la boca.
Jill salió por la puerta cristalera y Bill se secó la frente. Había pasado un mal rato.
—Usted me ha salvado, Jeeves —dijo—. De no ser por su rapidez mental se habría descubierto todo el pastel.
—Me alegra haber sido útil, milord.
—Un instante más y la intuición femenina habría hecho su labor, con resultados aptos para asolar a la humanidad. ¿Verdad que come usted mucho pescado, Jeeves?
—En abundancia, milord.
—Eso me ha dicho a menudo Bertie Wooster. Dice que ataca de firme lenguados y sardinas, y él atribuye su colosal intelecto a los efectos del fósforo. Cien veces, asegura, esto le ha permitido salvarle de un mal paso en el último instante. No tiene palabras para describir sus dotes portentosas.
—El señor Wooster siempre se ha mostrado gratificantemente apreciativo respecto de mis humildes esfuerzos para asistirle, milord.
—Lo que me desconcierta y siempre me ha desconcertado es por qué le dejó marcharse. Cuando usted me vino a ver aquel día y me dijo que estaba libre, si me pinchan no me sacan sangre. La única explicación que se me ocurrió fue la de que él había perdido la chaveta… o que la había perdido más de lo usual. ¿O acaso tuvo una disputa con él y le presentó su dimisión?
Jeeves pareció disgustado por esta sugerencia.
—De ningún modo, milord. Mis relaciones con el señor Wooster siguen siendo uniformemente cordiales, pero las circunstancias han obligado a una separación temporal. El señor Wooster va a una escuela que no permite a su alumnado emplear los servicios de asistentes personales.
—¿Una escuela?
—Una institución destinada a enseñar a la aristocracia a defenderse por sí misma, milord. El señor Wooster, a pesar de que su situación financiera es todavía bastante sólida, juzga prudente actuar de cara al futuro, por si acaso la revolución social se implantara con una severidad todavía mayor. El señor Wooster… me cuesta mencionarlo sin dejarme llevar por la emoción… está aprendiendo de hecho a zurcirse unos calcetines. El curso que él sigue incluye limpieza de zapatos, zurcido de calcetines, hacerse la cama y cocina de grado primario.
—¡Caray! Desde luego, esto no deja de ser una experiencia de lo más nuevo para Bertie.
—Sí, milord. El señor Wooster ve cambiarse el mar en algo rico y extraño, y con ello cito al Bardo de Stratford. ¿Le apetecería a su señoría otro rápido whisky con soda antes de reunirse con lady Carmoyle?
—No, no podemos perder ni un momento. Como ha dicho usted hace poco, el tiempo es… ¿qué, Jeeves?
—Esencia, milord.
—¿Esencia? ¿Está usted seguro?
—Sí, milord.
—Está bien si usted lo dice, pero yo siempre había creído que una esencia era una especie de perfume. Adelante, pues, en marcha.
—Muy bien, milord.