XIX
Es una característica de las mujeres como sexo, y una que confiere crédito a sus gentiles corazones, la de que —a no ser que se trate de amigas de gángsters o algo por el estilo— se retraen ante toda idea de violencia. Incluso cuando el amor ha muerto, les desagrada la idea del hombre con el que otro tiempo estuvieron dispuestas a unir sus vidas, sometido a una serie de latigazos administrados por las manos competentes de un jefe de la policía del condado, hombre de edad provecta pero todavía musculoso. Cuando oyen que el susodicho jefe de la policía esboza planes para una operación de esa naturaleza, su instinto las mueve a ir sin tardanza a la residencia de la víctima en perspectiva y advertirle del peligro, explicándole lo que le depara el futuro.
Para poner a Bill al corriente de los proyectos del padre de ella, Jill había ido a Rowcester Abbey y, al no hablarse ya con su ex prometido, se había estado preguntando cómo se le podía hacer llegar la información de la que ella era portadora. La visión de Jeeves aclaró este punto. Unas breves palabras explicativas a Jeeves, junto con la sugerencia de que aconsejara a Bill que no se dejara ver hasta que el anciano caballero se hubiera retirado, conseguirían lo que ella pretendía y seguidamente ella podría regresar a su casa, cumplido su deber y liquidado por completo aquel desagradable asunto.
—Ah, Jeeves —dijo.
Jeeves había dado media vuelta y la estaba mirando con respetuosa benevolencia.
—Buenas tardes, señorita. Encontrará a su señoría en la biblioteca.
Jill se irguió altivamente. No era muy alta, pero se esmeró en conseguir su máxima estatura.
—No, no lo encontraré —replicó con voz salida directamente del frigorífico—, porque no pienso entrar allí. No tengo el menor deseo de hablar con lord Rowcester. Quiero que usted le dé un mensaje.
—Muy bien, señorita.
—Dígale que mi padre viene hacia acá para pedirle prestado su látigo de montar a fin de darle una tunda con él.
—¿Señorita?
—Es bien sencillo, ¿no? ¿Conoce a mi padre?
—Sí, señorita.
—Pues dígale a lord Rowcester que la combinación de ambos se encamina hacia aquí.
—¿Y si su señoría expresa curiosidad respecto al motivo de este enojo del coronel Wyvern?
—Puede decirle que se debe a que yo le he contado lo ocurrido esta última noche. O esta mañana, para mayor exactitud. Esta madrugada, a las dos. Él lo entenderá.
—¿A las dos de esta madrugada, señorita? Debía de ser más o menos la hora en que yo he escoltado a la señora Spottsworth hasta la capilla en ruinas. Dicha dama había expresado su deseo de establecer contacto con la aparición de lady Agatha. La esposa de sir Caradoc el Cruzado, señorita, que tan bien se portó, según tengo entendido, en la batalla de Joppa. Ella tiene la reputación de rondar por las ruinas de la capilla.
Jill se derrumbó en un sillón. Una repentina y loca esperanza, que brotaba a través de las grietas de su roto corazón, la había estremecido de proa a popa, convirtiendo sus piernas en gelatina.
—¿Qué…, qué ha dicho?
Jeeves era un hombre amable, y no sólo un hombre amable sino también un hombre capaz de abrir una botella de champán con la rapidez del rayo. Con algo semejante al espíritu de sir Philip Sidney, que dio el agua al hombre tendido en la camilla, él descorchó ahora la botella de la que era portador. La necesidad de Jill, pensó, era más imperiosa que la de Bill.
—Permítame, señorita.
Jill bebió con agradecimiento. Sus ojos se habían agrandado y volvían los colores a su cara.
—Jeeves, esto es una cuestión de vida o muerte —dijo—. A las dos de esta mañana he visto a lord Rowcester salir de la habitación de la señora Spottsworth, con un pijama malva que le daba un aspecto realmente espantoso. ¿Está usted diciéndome que la señora Spottsworth no estaba allí?
—Precisamente, señorita. Ella estaba conmigo en las ruinas de la capilla y me tenía en vilo con su relato de las recientes investigaciones de la Sociedad de Investigación Psíquica.
—¿Y qué hacía entonces lord Rowcester en su dormitorio?
—Hurtaba el colgante de la dama, señorita.
Fue infortunado que al decir estas palabras Jill estuviera tomando un sorbo de champán, pues se atragantó y, puesto que su interlocutor hubiera considerado una libertad indebida golpearle la espalda, pasaron unos momentos antes de que pudiera volver a hablar.
—¿Hurtaba el colgante de la señora Spottsworth?
—Sí, señorita. Es una historia larga y un tanto intrincada, pero si desea que yo le exponga los puntos más sobresalientes de la misma, lo haré con sumo gusto. ¿Le interesaría oír la crónica interna de las recientes actividades de su señoría, culminando, como ya he indicado, en la sustracción de la joya de la señora Spottsworth?
Jill contuvo el aliento.
—Ya lo creo que sí, Jeeves.
—Muy bien, señorita. En este caso debo hablar de aquél que amaba con imprudencia pero con excesiva generosidad, de aquél cuyos ojos subyugados, aunque poco acostumbrados a derretirse, dejan caer lágrimas con tanta rapidez como los árboles arábigos su goma medicinal.
—¡Jeeves!
—¿Señorita?
—¿Se puede saber de qué está hablando?
Jeeves se mostró algo dolido.
—Me esforzaba en explicar que por amor a usted, señorita, su señoría se convirtió en un corredor de apuestas en los hipódromos.
—¿En un qué?
—Habiendo empeñado su palabra con usted, señorita, su señoría pensó (acertadamente, en mi opinión) que para sustentar a una esposa se requeriría de unos ingresos considerablemente superiores a los que hasta entonces había estado obteniendo. Después de sopesar y rechazar las ventajas de otras profesiones, decidió lanzarse a la carrera de corredor de apuestas en las carreras de caballos, bajo el nombre de Honrado Patch Perkins. Yo oficiaba como dependiente de su señoría y ambos llevábamos bigotes falsos.
Jill abrió la boca y acto seguido, como si pensara que cualquier forma de discurso seria inadecuada, volvió a cerrarla.
—Durante algún tiempo, esta actividad dio pingües beneficios. En tres días, en Doncaster tuvimos tanta suerte que amasamos una suma no inferior a cuatrocientas veinte libras, y movidos por el optimismo nos trasladamos entonces a Epsom para asistir al Oaks. Pero el desastre acechaba allí a su señoría. Utilizar la metáfora de que cambió el signo de la marea sería inadecuado. Lo que se abatió sobre su señoría no fue tanto una marea como un maremoto. El capitán Biggar, señorita. Ganó un doblete a expensas de su señoría: cinco libras por Lucy Glitters a cien contra seis, con la ganancia de jugar por Madre de Whistler, al tenor de la cotización de ésta.
—¿Y cuál era esa cotización? —preguntó Jill con voz débil.
—Lamento profundamente decirle, señorita, que era de treinta y tres a uno. Y, puesto que imprudentemente se había negado a rehusar esta apuesta, el cataclismo resultante dejó a su señoría en la infortunada posición de deberle al capitán Biggar algo más de tres mil libras, sin ningún activo que le permitiera hacer honor a sus obligaciones.
—¡Cielos!
—Sí, señorita. Su señoría se vio obligado a efectuar una partida un tanto apresurada desde el hipódromo, seguido por el capitán Biggar, que le apostrofaba a gritos, pero después de conseguir deshacernos de su perseguidor, a unos quince kilómetros de la Abadía, quisimos esperar que el episodio hubiese concluido y que para el capitán Biggar su señoría se mantuviera meramente como una figura vaga e inidentificable, con un mostacho bien poblado. Pero no sería así, señorita. El capitán siguió a su señoría hasta aquí, penetró en su incógnito y exigió el pago inmediato de la deuda.
—Pero Bill no tenía dinero…
—Precisamente, señorita, y su señoría no dejó de subrayar este punto. Y fue entonces cuando el capitán Biggar propuso que su señoría se asegurase la posesión del colgante de la señora Spottsworth, afirmando, al topar con un nolle prosequi por parte de su señoría, que el objeto en cuestión había sido entregado por él a dicha dama unos años antes, cosa que le autorizaba moralmente a tomarlo prestado. Al reflexionar al respecto, esa historia parece un tanto endeble, pero fue narrada con tanta riqueza de detalles corroborativos que en aquellos momentos nos convenció, y su señoría, que había jurado que nunca consentiría, acabó por consentir. ¿Me explico con claridad, señorita?
—Con toda claridad. ¿No le importa que mi cabeza dé vueltas?
—En absoluto, señorita. Surgió entonces la cuestión de cómo se efectuaría la operación, y finalmente se dispuso que yo haría salir a la señora Spottsworth de su habitación, con el pretexto de que se había visto a lady Agatha en la capilla en ruinas, y que durante su ausencia su señoría entraría y obtendría la joya. Este ardid tuvo éxito. El colgante fue debidamente entregado al capitán Biggar, que se lo ha llevado a Londres con el propósito de empeñarlo e invertir lo cobrado en el caballo irlandés Ballymore, sobre cuyas posibilidades él se muestra extremadamente seguro. Y con respecto al pijama malva de su señoría, al que usted ha aludido con tono despectivo hace poco, espero convencer a su señoría de que un azul tranquilo o un verde pistacho…
Pero a Jill no le interesaban los pijamas de Rowcester ni las medidas que se estuvieran tomando para corregir los excesos en el color malva. Estaba aporreando la puerta de la biblioteca.
—¡Bill! ¡Bill! —gritó como una mujer privada hasta entonces de su enamorado, y Bill, al oír aquella voz, salió con la prontitud de un tapón descorchado por Jeeves—. ¡Oh, Bill! —exclamó Jill, lanzándose a sus brazos—. ¡Jeeves me lo ha contado todo!
Sobre la cabeza que descansaba en su pecho, Bill dirigió una ansiosa mirada a Jeeves.
—Cuando dice todo, ¿quiere decir todo?
—Sí, milord. Lo juzgué aconsejable.
—Sé todo lo del Honrado Patch Perkins y tu bigote, y lo del capitán Biggar y Madre de Whistler, y la señora Spottsworth y el colgante —dijo Jill, acurrucándose entre los brazos de él.
Le parecía tan extraño a Bill que una chica que supiera todo aquello se acurrucara entre sus brazos, que se vio obligado a soltarla por un momento, dar unos pasos y tomar un sorbo de champán.
—¿Y afirmas de veras —dijo, volviendo y abrazando de nuevo a la joven— que no retrocedes ante mí, horrorizada?
—Claro que no retrocedo ante ti, horrorizada. ¿Acaso doy esa impresión?
—Pues no —contestó Bill, tras haber considerado este punto. Besó los labios de ella, su frente, sus orejas y el punto más alto de su cabeza—. Pero lo malo es que bien podrías retroceder ante mí, horrorizada, puesto que no sé cómo diablos llegaremos a casarnos. No tengo ni un clavo y, como sea, debo conseguir una pequeña fortuna para pagarle su colgante a la señora Spottsworth. Noblesse oblige, si entiendes lo que quiero decir. Por lo tanto, si no le vendo la casa…
—Claro que le venderás la casa.
—¿Sí? Pues no lo sé… aunque desde luego lo intentaré. ¿Y dónde diablos se ha metido ella? Estaba aquí cuando hace un rato he entrado en la biblioteca. Me gustaría que se dejara ver. Me he atiborrado de textos de Country Life, y si no se deja ver pronto se me evaporarán.
—Perdone, milord —dijo Jeeves, que durante esta última conversación se había retirado discretamente junto a la ventana—. La señora Spottsworth y la señora de la casa cruzan en estos momentos el césped.
Se hizo a un lado con un gesto cortés y entró la señora Spottsworth, seguida por Mónica.
—¡Jill! —exclamó Mónica, deteniéndose asombrada—. ¡Válgame el cielo!
—Sí, todo va bien —explicó Jill—. Se ha producido un cambio en la situación. Sigue el noviazgo.
—Oye, me alegro mucho. Le he estado enseñando el lugar a Rosalinda…
—… con sus avenidas de robles históricos, sus risueños arroyos en los que pululan truchas y tencas, sus vistas soberbias con floridos arbustos… ¿Qué te parece? —dijo Bill.
La señora Spottsworth unió sus manos y cerró extáticamente los ojos.
—¡Es maravilloso, maravilloso! —aseguró—. No comprendo cómo puedes haber decidido separarte de él, Billiken.
Bill estuvo a punto de atragantarse con la saliva.
—¿Voy a separarme de él?
—Sin la menor duda —contestó enfáticamente la señora Spottsworth—, si a mí se me concede voz y voto en ello. Ésta es la casa de mis sueños. ¿Cuánto quieres por ella, llaves en mano?
—Me has dejado sin habla.
—Es mi manera de ser. Nunca he podido soportar los tanteos. Si quiero una cosa, lo digo y extiendo un cheque. Te diré lo que haremos ahora. ¿Qué te parece si te pago un anticipo de dos mil libras y más tarde decidimos el precio de compra?
—¿No puede ser de tres mil?
—Claro que sí. —La señora Spottsworth desenroscó el capuchón de su pluma estilográfica y acto seguido hizo una pausa—. Un detalle, sin embargo, antes de que firme en la línea de puntos. Aquí no habrá humedad, ¿verdad?
—¿Humedad? —dijo Mónica—. Pues claro que no.
—¿Estás segura?
—Esto es más seco que un hueso.
—Perfecto. Es que la humedad es mortal para mí. Fibrositis y ciática.
Rory atravesó entonces la puerta-ventana del jardín, cargado de rosas.
—Un ramillete para ti, Moke, querida, con el cariño de R. Carmoyle —dijo, depositando las flores en las manos de Mónica—. Oye, Bill, está empezando a llover.
—Y qué.
—¿Y qué? —repitió Rory, sorprendido—. Mi querido amigo, ya sabes lo que ocurre en esta casa cuando llueve. Agua a través del tejado, agua a través de las paredes, agua en todas partes… Me disponía a sugerir, meramente en un espíritu de amable boy scout, la conveniencia de poner unos cubos debajo de la claraboya del piso alto. Ésta es una casa muy húmeda —explicó, dirigiéndose a la señora Spottsworth en un tono confidencial—. Muy cerca del río, como usted sabe. A menudo digo que, en tanto que en los meses de verano el río se encuentra en el fondo del jardín, en los meses invernales el jardín está en el fondo del…
—Perdone, señora —dijo la camarera Ellen, apareciendo en el umbral—. ¿Podría hablar con la señora Spottsworth, señora?
La señora Spottsworth, que había estado mirando, estupefacta, a Rory, se volvió, pluma en mano.
—¿Qué hay?
—Señora —dijo Ellen—, le han afanado su colgante.
Nunca había sido una muchacha capaz de dar una noticia con precauciones.