III

Jill Wyvern era joven, muy hermosa, algo pecosa y obviamente muy práctica y competente. Llevaba su mono como si hubiera sido un uniforme. Como Mónica, era pequeña y un admirador suyo, de Bloomsbury, la había comparado en cierta ocasión, en un poema no publicado, con una estatuilla de Tanagra. Pero no era una comparación muy acertada, puesto que las estatuillas de Tanagra, cualesquiera que sean sus méritos, son más bien estáticas y Jill se mostraba inmensamente alerta y vivaz. Se movía con un paso elástico y en sus tiempos había sido una velocísima delantera en el campo de hockey.

—Mi preciosa Moke —dijo—, ¿de veras eres tú? Creía que estabas en Jamaica.

—He vuelto esta mañana. He recogido a Rory en Londres y hemos venido hasta aquí en coche. Rory está ahí afuera, ocupándose del equipaje.

—¡Qué morena estás!

—Esto se debe a Montego Bay. Durante tres meses he estado tostándome allí.

—Te sienta bien. Pero Bill no ha dicho nada con respecto a tu llegada. ¿No será que te presentas así, de repente?

—Sí, interrumpo mis viajes más bien de repente. Mi peculio topó con aquellos precios de Nueva York y no tardó en desinflarse. Mira, ahí está el príncipe de los mercaderes.

Rory acababa de entrar, secándose la frente.

—¿Qué has metido en tus maletas, jovencita? ¿Plomo? —Vio a Jill y se detuvo, mirándola con el entrecejo fruncido—. Hola —dijo tímidamente.

—¿Te acuerdas de Jill Wyvern, Rory?

—Sí, claro. Jill Wyvern, desde luego. Como tú tan acertadamente indicas, Jill Wyvern. ¿Le has estado explicando lo morena que te has puesto?

—Ella lo ha observado por su cuenta.

—Es que salta a la vista. Dice que es el color de moda en todas partes —comunicó confidencialmente Rory a Jill—, pero podría suscitar ciertos comentarios en un marido anticuado, ¿no crees? No obstante, supongo que en la variedad está el gusto. ¿Conque tú eres Jill Wyvern? ¡Cómo has crecido!

—¿Desde cuándo?

—Desde… desde que empezaste a crecer.

—¿Verdad que no tienes ni idea de quién soy?

—Yo no diría tanto…

—Voy a ayudarte. Estuve presente en vuestra boda.

—No pareces tan vieja.

—Tenía quince años. Me confiaron la misión de evitar que los perros se abalanzaran sobre los invitados. Llovía a cántaros, como tal vez recuerdes, y todos tenían las patas llenas de barro.

—¡Válgame Dios! Ahora te sitúo. O sea que tú eras aquella pequeñaja. Te vi saltar por allí y pensé que tenías todo el aspecto de una horrible excrecencia.

—Mi esposo tiene fama por la exquisitez de sus modales —explicó Mónica—. A menudo le apodan el Chesterfield moderno.

—Lo que me disponía a añadir —dijo Rory con dignidad— era que ha mejorado muchísimo desde entonces, lo que demuestra que nunca debemos desesperar. Pero ¿no nos hemos vuelto a ver en otra ocasión?

—Sí, un año o dos después, cuando pasabais un verano aquí. Yo acababa de ponerme de largo, y supongo que parecía una excrecencia más que nunca.

Mónica suspiró.

—¡La puesta de largo! ¡La fase de preparación para el mercado! ¡Cuántas cosas te hace evocar! Se acabaron las gafas y las prótesis dentales.

—Y empiezan aquellas otras que te ciñen o te rellenan, según lo que cada una necesite.

Ésta fue la contribución de Rory a la conversación y Mónica lo miró con austeridad.

—¿Qué sabes tú de esas cosas?

—Es que a veces me doy una vuelta por el departamento de Accesorios para Señoras —replicó Rory.

Jill se echó a reír.

—Lo que mejor recuerdo son aquellas angustiadas conferencias familiares acerca de mis manos de jugadora de hockey. Solía caminar durante horas enteras sosteniéndolas en alto.

—¿Y qué tal te fue? ¿Ha dado ya dividendos la cosa?

—¿Dividendos?

Mónica bajó la voz confidencialmente.

—Un hombre, querida. ¿Pescaste algo que valiera la pena?

—Creo que sí vale la pena. De hecho, tú no lo sabes, pero estás hablando con una persona muy encumbrada. Aquella que se encuentra ante ti es nada menos que la futura condesa de Rowcester.

Mónica lanzó un chillido de excitación.

—¿Me estás diciendo que tú y Bill os habéis prometido?

—Eso es.

—¿Desde cuándo?

—Hace unas semanas.

—Me das un alegrón. Nunca hubiera pensado que Bill tuviera tan buen sentido.

—No —admitió Rory, haciendo nuevamente gala de su tacto—. Es algo que te obliga a alzar las cejas con asombro. Que yo recuerde, Bill siempre se inclinaba más bien por los tipos voluptuosos, con buena pechuga. Más de un apasionado idilio le he visto yo con hembras que parecían un cruce entre la Reina de las Hadas de la pantomima y una campeona de lucha libre. Había una chica en el coro del Hippodrome…

Interrumpió estas reminiscencias, tan llenas de interés para una novia, a fin de lanzar un «¡Uy!». Mónica acababa de darle un disimulado puntapié en la espinilla.

—Cuéntame, querida —rogó Mónica—. ¿Cómo ocurrió? ¿Fue de repente?

—Muy de repente. Me estaba ayudando a darle a una vaca un bolo…

Rory parpadeó.

—¿Un qué?

—Un bolo. Una medicina. Se les da a las vacas. Y antes de darme cuenta de lo que ocurría, él me había cogido una mano y me estaba diciendo: «A propósito, ¿te casarás conmigo?».

—¡Cuánta elocuencia! Cuando Rory se me declaró, todo lo que dijo fue: «Oye, ¿qué?».

—Y necesité varias semanas para llegar a esto —admitió Rory. Su frente volvía a estar arrugada. Era evidente que algo lo tenía perplejo—. Ese bolo de que hablabas… No acabo de entenderlo. ¿Dices que se lo estabas dando a una vaca?

—A una vaca enferma.

—¿Una vaca enferma? Pues éste es el punto que me está intrigando. ¿Y por qué les dabas bolos a las vacas enfermas?

—Es mi trabajo. Soy la veterinaria local.

—¿Cómo? ¿Quieres decir que eres una veterinaria con todo lo que eso supone?

—Precisamente. Diplomada. Hoy en día, todos somos trabajadores.

Rory asintió con pleno convencimiento.

—Es la pura verdad —dijo—. También yo soy una pieza en el mecanismo del trabajo.

—Rory está empleado en Harrige’s —explicó Mónica.

—¿Sí?

—Dependiente en el departamento de Mangueras, Segadoras de Césped y Bañeras para Pájaros —enunció Rory—. Pero eso es meramente temporal. Circula con intensidad el rumor de que se avecina una promoción de cara a Cristalería, Artículos de Regalo y Porcelanas. Y de allí al departamento de Ropa Interior Femenina sólo hay un paso.

—¡Mi héroe! —Mónica lo besó con afecto—. Apuesto a que todos se pondrán verdes de envidia.

Esta sugerencia escandalizó a Rory.

—¡Cielo santo, eso sí que no! Se apresurarán a estrecharme la mano y a darme unas palmadas en la espalda. Nuestro esprit de corps es maravilloso. En Harrige’s, es uno para todos y todos para uno.

Mónica se volvió hacia Jill.

—¿Y no le importa a tu padre que rondes por estos campos dándoles bolos a las vacas? El padre de Jill —explicó Mónica a Rory— es el jefe de la policía del condado.

—Un buen oficio, también —comentó Rory.

—Yo hubiera pensado que se opondría…

—Oh, no. Todos trabajamos en alguna cosa. Excepto mi hermano Eustace. Éste ganó una quiniela en Littlewood el año pasado, y se ha convertido en un señoritingo. Lleno de remilgos con el resto de la familia. Él se mueve en un plano diferente.

—Maldito esnob —rezongó Rory—. Odio las distinciones de clase.

Se disponía a seguir hablando, ya que el tema era uno de aquellos respecto de los cuales mantenía sólidas opiniones, pero en aquel momento sonó el timbre del teléfono y miró a su alrededor, sobresaltado.

—¡Por todos los santos! ¡No me digas que nuestro amigo ha pagado la factura del teléfono! —gritó, asombrado.

Mónica descolgó el auricular.

—¿Sí?… Sí, aquí es Rowcester Abbey… No, lord Rowcester no se encuentra en casa en este momento. Soy su hermana, lady Carmoyle. ¿La matrícula de su coche? Ahora me entero de que tiene un coche. —Se volvió hacia Jill—. ¿No sabes por casualidad el número de matrícula del coche de Bill?

—No. ¿Por qué lo preguntan?

—¿Por qué lo pregunta? —dijo Mónica por teléfono. Esperó un momento y después colgó—. El tipo ese ha cortado la comunicación.

—¿Quién era?

—No lo ha dicho. Tan sólo una voz en el vacío.

—¿No crees que Bill haya podido sufrir un accidente?

—Cielo santo, no —repuso Rory—. Es demasiado buen conductor. Probablemente habrá tenido que pararse en algún sitio para comprar gasolina y necesitan su matrícula para sus cuentas. Pero siempre disgusta que la gente no dé sus nombres por teléfono. En nuestros almacenes había un fulano —el segundo de a bordo en Mermeladas, Salsas y Carnes en Conserva— al que llamó una noche una Voz Misteriosa que no quiso dar su nombre, y para abreviar la historia…

Mónica se ocupó de ello.

—Resérvala para después de cenar, mi rey de los narradores —dijo—. Si es que hay cena… —añadió con un tono de duda.

—Ya lo creo que habrá cena —aseguró Jill— y probablemente se os hará la boca agua con ella. Bill encontró una cocinera muy buena.

Mónica la miró sorprendida.

—¿Una cocinera? ¿En estos tiempos? No lo creo. Es como si me dijeras que encontró una camarera.

—Así es. Se llama Ellen.

—Ya basta, criatura. Estás diciendo disparates. Nadie tiene ya camarera.

—Bill sí. Y un jardinero. Y un mayordomo. Un mayordomo maravilloso llamado Jeeves. Y está pensando en conseguir un chico que limpie los cuchillos y los zapatos.

—¡El cielo me valga! Esto parece la vida doméstica del Aga Khan. —Mónica frunció el ceño, pensativa, y preguntó—: ¿Jeeves? ¿Por qué parece como si ese nombre me recordase algo?

Rory aportó una cierta iluminación.

—Bertie Wooster. Tiene un criado llamado Jeeves. Se trata probablemente de un hermano o una tía, o algo por el estilo.

—No —dijo Jill—. Es el mismo. Bill lo tiene en arriendo.

—Pero ¿cómo diablos se las arregla Bertie sin él?

—Creo que el señor Wooster se encuentra de viaje en alguna parte. Lo cierto es que Jeeves apareció un día y dijo que deseaba ofrecer sus servicios, por lo que Bill, como es lógico, se apresuró a quedarse con él. Es un perfecto tesoro. Dice Bill que es un «ser entrañable», cualquiera que pueda ser el significado de ello.

Mónica seguía desconcertada.

—Pero ¿y el aspecto financiero? ¿Paga a esa gente, o se limita a dedicarles de vez en cuando una sonrisa simpática?

—Claro que les paga. Y espléndidamente. Cada sábado por la mañana les arroja bolsas de oro.

—¿Y de dónde procede el dinero?

—Él lo gana.

—No digas tonterías. Bill no se ha ganado ni un céntimo desde que le daban dos peniques cada vez que tomaba su aceite de ricino. ¿Cómo va a ganar algo?

—Está haciendo no sé qué trabajo para el Consejo Agrícola.

—Con eso no se amasa ninguna fortuna.

—Por lo que parece, Bill sí. Supongo que es tan, tan bueno en su trabajo que le pagan más que a los demás. Pero en realidad no sé lo que hace. Sólo le veo salir en su coche. Supongo que debe de tratarse de alguna tarea de inspección. Verificar todos aquellos cuestionarios. No es muy ducho en cuestión de números, y por tanto siempre se lleva a Jeeves con él.

—Pues eso es maravilloso —dijo Mónica—. Yo temía que pudiera haber empezado a apostar de nuevo en las carreras de caballos. En otro tiempo, solía preocuparme mucho verle ir de una carrera a otra con un sombrero de copa gris en cuyo interior llevaba los bocadillos.

—Oh, no, ahora no puede ser nada de eso. Me prometió solemnemente no apostar nunca más por un caballo.

—Muy sensato —comentó Rory—. A mí no me importa una apuesta de vez en cuando, desde luego. En Harrige’s siempre organizamos una, con un solo ganador, en las grandes carreras. Con un máximo de cinco chelines, pues los jefazos ponen mala cara si corre más dinero.

Jill se acercó al ventanal.

—No puedo entretenerme más hablando —dijo—. Tengo trabajo. He venido a echarle un vistazo al terrier irlandés de Bill. Tiene fiebre.

—Dale un bolo.

—Le estoy administrando un nuevo tratamiento americano. Padece sarna. Hasta luego.

Jill salió para cumplir su obra de misericordia y Rory se volvió hacia Mónica. Su acostumbrada estolidez había desaparecido. Se mostraba alerta y avizor, como Sherlock Holmes siguiendo una pista.

—¡Moke!

—¿Qué hay?

—¿Qué te parece esto a ti, muchacha?

—¿El qué?

—Esta súbita riqueza de Bill. Aquí está ocurriendo algo extraño. De haberse tratado tan sólo de un simple mayordomo, la cosa hubiera resultado comprensible. Un empleado disfrazado, hubiéramos dicho. Pero ¿cómo explicar lo de la camarera y la cocinera y el coche y, por Júpiter, el hecho de que haya pagado la cuenta de su teléfono?

—Entiendo lo que quieres decir. Es extraño.

—Algo más que extraño. Consideremos los hechos. La última vez que yo estuve en Rowcester Abbey, Bill se encontraba en el estado normal de miseria propio del actual inglés de clase alta, robándole la leche al gato y buscando colillas en las aceras. Llego ahora, ¿y qué encuentro? Mayordomos en todos los rincones, camareras hasta allí donde alcanza la vista, cocineras que se apiñan en la cocina, terriers irlandeses en todas partes, y comentarios sensacionalistas acerca de muchachos para limpiar los cuchillos y los zapatos. Es… ¿cuál es la palabra?

—No lo sé.

—Sí que lo sabes. Empieza por «in».

—¿Influyente? ¿Inspirador? ¿Infrarrojo?

—Inexplicable. Eso es lo que es. En conjunto, es totalmente inexplicable. Hay que descartar toda esa historia de trabajos para el Consejo Agrícola como puras zarandajas. Uno no se saca una tajada tan estupenda a partir del sueldo de un Consejo Agrícola. —Rory hizo una pausa y caviló unos momentos—. Me pregunto si nuestro amigo no habrá estado haciendo de ladrón de guante blanco.

—No seas idiota.

—Pues ya sabes que hay quien lo hace. Raffles, por si no lo recuerdas. Él lo era, y bien que se ganó la vida. ¿Y no podría ser que le estuviera haciendo chantaje a alguien?

—Vamos, Rory…

—Tengo entendido que resulta muy provechoso. Te buscas un pajarraco con una buena cartera y averiguas sus secretos vergonzosos, y entonces le mandas una carta y le dices que lo sabes todo y que te deje diez mil libras en billetes de pequeña denominación junto al segundo mojón de la carretera de Londres. Y cuando has gastado el dinero, le sacas otras diez mil. Se monta todo en poco tiempo, y explicaría sin lugar a dudas todos esos mayordomos, camareras y demás.

—Si quisieras decir menos sandeces y subir al piso más maletas, el mundo sería un lugar mejor.

Rory reflexionó al respecto y supo interpretar las palabras de ella.

—¿Quieres que suba las maletas?

—Exacto.

—Pues será en seguida. El lema de Harrige’s es «Servicio». Volvió a sonar el teléfono y Rory contestó.

—¿Sí? —Experimentó un violento sobresalto—. ¿Quién? ¡Dios mío! Está bien. Ahora no está en casa, pero se lo diré apenaste vea. —Colgó. Había una expresión muy seria en su rostro—. Moke —dijo—, tal vez me creerás en otra ocasión y te abstendrás de remilgos y chanzas cuando yo presente mis teorías. Era la policía.

—¿La policía?

—Quieren hablar con Bill.

—¿De qué?

—No lo han dicho. Claro, y no me extraña, ya que no pueden hacerlo. La Ley de Secretos Oficiales y todas esas cosas. Pero le están acorralando, muchacha, le están acorralando.

—Probablemente todo lo que quieren de él es que entregue los premios en la fiesta deportiva de la policía, o algo por el estilo.

—Lo dudo —dijo Rory—. Sin embargo, aférrate a ese pensamiento si te hace más feliz. ¿Subir las maletas, decías? Lo haré al instante. Ven y aliéntame con palabras y gesto.