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La señora Spottsworth había abandonado la capilla en ruinas. Tras unos veinticinco minutos de vigilancia, se había cansado de esperar que lady Agatha se manifestara. Como muchas mujeres muy ricas, tendía a mostrarse impaciente y a exigir servicios rápidos. Cuando deseaba espectros, quería que se los sirvieran en el acto. Al volver al jardín, había encontrado un banco rústico y se había sentado en él para fumar un cigarrillo y disfrutar de la belleza de la noche.
Era una de aquellas noches espléndidas que se dan de vez en cuando en un junio inglés, mitigando los rigores del verano isleño y obligando a los fabricantes de impermeables y paraguas a preguntarse, intranquilos, si se equivocaron al suponer que Inglaterra era un paraíso terrenal para los hombres de su profesión.
Una luna de plata cabalgaba en el cielo y desde el oeste soplaba una leve brisa que traía consigo el conmovedor aroma del ganado y de las plantas de tabaco. Tímidas criaturas nocturnas merodeaban entre las matas a su lado y, para completar las cosas, en algún lugar del bosque, más allá del río, un ruiseñor había empezado a cantar con todo el potente celo del pájaro consciente de haber sido objeto de la alabanza del poeta Keats y, sólo un par de noches antes, haber ocupado un lugar estelar en el programa de la BBC.
Era una noche hecha para la aventura romántica y la señora Spottsworth la reconoció como tal. Aunque en sus días de vers libre en Greenwich Village había tratado casi exclusivamente temas de austeridad e incluso pobreza, ya entonces había sido en el fondo de su corazón una sentimental. Por su propio albedrío, ella habría producido un material rico en lunas, junios, amores, tórtolas, deseos y besos. Pero lo que ocurría era que los directores de las revistas de poesía parecían tener preferencia por desvanes poblados por las ratas, olores de col en la cocina y desesperación general, y una chica bien tenía que comer.
Poseedora ahora de una solidez financiera que podía envidiarle cualquier mujer en América, y libre de la necesidad de doblegarse ante los gustos de los directores de revistas, se sentía capaz de reunir los restos de su personalidad romántica y, sentada en el banco rústico, contemplando la luna y escuchando al ruiseñor, un estilista como el difunto Gustave Flaubert, incansable en su búsqueda del mot juste, no hubiera titubeado en calificar su talante como blandamente sentimental.
Y a esta nota sentimental había contribuido ampliamente la conversación del capitán Biggar a lo largo de la cena. Hemos dado ya alguna indicación acerca de su tendencia, al decir que versó libremente sobre jefes caníbales y cazadores de cabezas lanzadores de dardos, y que pasó de cazadores de cabezas a cocodrilos, y su efecto sobre la señora Spottsworth había sido muy similar al de las reminiscencias de Otelo acerca de Desdémona. En resumen, mucho antes de haber comido la última fresa y de haber consumido la postrera nuez, estaba ya convencida de que aquel era el compañero para ella y resuelta a no regatear esfuerzos en cuanto a llevar adelante la cosa. En la cuestión de casarse otra vez, tanto A. B. Spottsworth como Clifton Bessemer le habían dado luz verde, y por consiguiente no había ningún obstáculo en su camino.
Sin embargo, parecía como si hubiese uno en el camino que conducía al banco rústico, pues en aquel momento flotó hasta ella, a través de la noche silente, el ruido de un hombre fuerte al tropezar con una maceta. Fue seguido por unas cuantas observaciones contundentes en swahili, y el capitán Biggar apareció, cojeando y frotándose la espinilla.
La señora Spottsworth fue toda ella femenina conmiseración.
—¡Vaya! ¿Se ha hecho daño, capitán?
—Un mero arañazo, estimada señora —le aseguró él.
Habló con tono retador y sólo alguien como un Sherlock Holmes o un Monsieur Poirot hubiera podido adivinar que, al oír el sonido de la voz de ella, su alma había pegado un doble salto mortal, dejándole un temblor casi tan intenso como el de Bill Rowcester.
Concluida su conversación telefónica, el Cazador Blanco había decidido prudentemente evitar el salón y encaminarse directamente hacia los grandes espacios abiertos, donde pudiera estar solo. Había razonado que unirse a las damas equivalía a someterse a la atroz tortura de tener que sentarse y contemplar a la mujer a la que adoraba, proceso que no haría sino destacar el hecho de cuán inalcanzable era ella. Reconoció en su propia persona la desventajosa posición de la mariposa nocturna que en el célebre poema de Shelley se deja atraer por una estrella, y le pareció que la acción más inteligente que podía emprender una mariposa nocturna consistía en minimizar el ansia esquivando la proximidad del objeto de su adoración. Era —pensó— lo que Shelley hubiera aconsejado.
Y aquí estaba ahora, solo con ella en la noche, una noche completa con claro de luna, ruiseñores, brisas suaves y los aromas del ganado y la planta del tabaco.
Fue un tenso y nervioso capitán Biggar, un capitán Biggar que se decía a sí mismo que debía ser fuerte, quien aceptó la invitación para reunirse con ella en el banco rústico. Las voces de Tubby Frobisher y del Subahdar parecían resonar en sus oídos. «Barbilla levantada, muchacho», decía Tubby junto a su oído derecho. «Recuerda el código», decía el Subahdar en su oído izquierdo.
Se preparó para el inminente téte-á-téte.
La señora Spottsworth, conversadora por naturaleza, comenzó diciendo que hacía una noche hermosa, a lo cual el capitán replicó: «Es el no va más». «La luna», dijo la señora Spottsworth, señalándola y añadiendo que siempre había pensado que una noche con luna llena era mucho más agradable que la noche en que no había luna llena. «Ya lo creo», asintió el capitán. Y seguidamente, tras haber especulado la señora Spottsworth acerca de la posibilidad de que la brisa les estuviera susurrando nanas a las flores dormidas, y haber lamentado el capitán su incapacidad para informarla sobre este punto, ya que él era forastero en aquellos parajes, reinó el silencio.
Fue roto por la señora Spottsworth, al soltar un gritito de disgusto.
—¡Vaya!
—¿Qué ocurre?
—Se me ha caído un colgante. El cierre está tan flojo… El capitán Biggar supo comprender su emoción.
—Malo —comentó—. Debe de estar en el suelo, en alguna parte. Echaré un vistazo.
—Se lo agradeceré. No es una pieza valiosa (no creo que costara más de diez mil dólares), pero tiene un interés sentimental. Me lo regalo uno de mis maridos, nunca recuerdo cuál. Oh, ¿lo ha encontrado? Muchísimas gracias. ¿Quiere ponérmelo?
Al hacerlo, los dedos, así como los músculos de la espalda y el estómago del capitán, temblaron. Es casi imposible colocar un colgante en el cuello de su propietaria sin tocar ese cuello en algún que otro lugar y él tocó el de su interlocutora en varios. Y cada vez que lo hacía, parecía como si algo le atravesara a semejanza de un cuchillo. Era como si la luna, el ruiseñor, la brisa, el ganado y las plantas de tabaco le pidieran que cubriera de ardientes besos el cuello de ella.
Sólo Tubby Frobisher y el Subahdar le contuvieron, formando un sólido bloque opositor.
—¡Siempre recto, muchacho! —dijo Tubby Frobisher.
—Recuerda que eres un hombre blanco —dijo el Subahdar. Apretó los puños y fue él mismo otra vez.
—Debe de ser agradable —comentó, recuperando su arrogancia— tener tanto dinero como para creer que diez mil dólares no son nada sobre lo cual merezca la pena hablar.
La señora Spottsworth se sintió como la actriz a la que ceden la palabra.
—¿Usted cree que las mujeres ricas son felices, capitán Biggar?
El capitán repuso que todas aquellas a las que él había conocido —y en su cargo de Cazador Blanco había conocido a no pocas de ellas— le habían parecido más que satisfechas.
—Llevaban puesta la máscara.
—¿Cómo?
—Sonreían para ocultar el dolor latente en sus corazones —explicó la señora Spottsworth.
El capitán explicó que recordaba a una de ellas, una rubia alta y llamada Fish, bailando el cancán una noche sólo con su ropa interior, y la señora Spottsworth dijo que, sin la menor duda, ella sólo trataba de mostrarle al mundo una fachada valerosa.
—Las mujeres ricas están tan solas, capitán Biggar…
—¿Usted está sola?
—Muy, pero que muy sola.
—Oh, ah —dijo el capitán.
No fue lo que él hubiera deseado decir. Él hubiera preferido exponer su alma en un torrente de palabras apasionadas, pero ¿qué podía hacer, con Tubby Frobisher y el Subahdar vigilando todos sus movimientos?
La mujer que ha asegurado a un hombre a la luz de la luna, con ruiseñores cantando desesperadamente en segundo término, que se siente muy, pero que muy sola, y que ha recibido como respuesta un «Oh, ah», difícilmente puede ser criticada por sentir un momentáneo desaliento. La señora Spottsworth había tenido un gran perro de caza de temperamento letárgico, al que sólo se le podía inducir a efectuar su salida nocturna mediante una serie de rápidos puntapiés. Ahora, ella comenzaba a sentir lo mismo que había sentido cuando su pie chocaba con la parte posterior de aquel lánguido animal. La misma y deprimente sensación de tratar en vano de mover una masa inmóvil. Amaba al Cazador Blanco. Le admiraba. Pero cuando una se disponía a prender en él la chispa de la pasión, se encontraba con una dura tarea entre manos. Y en un momento de amargura se dijo que había conocido ostras en su cascarón que contenían en su interior algo más del divino fuego.
No obstante, perseveró.
—Es extraño que nos hayamos encontrado de nuevo así —dijo suavemente.
—Muy extraño.
—Nos separaba más de medio mundo, y coincidimos en una posada inglesa.
—Es toda una coincidencia.
—Una coincidencia, no. Estaba predestinado. ¿Quiere que le diga lo que le llevó a usted a aquella posada?
—Quería una cerveza.
—El hado —dijo la señora Spottsworth—. El destino. ¿Cómo dice?
—Sólo decía que, a propósito de ello, no hay cerveza como la cerveza inglesa.
—El mismo Hado, el mismo Destino —continuó la señora Spottsworth, que en otros momentos hubiera combatido enérgicamente esta aseveración, pues juzgaba la cerveza inglesa como imbebible— que nos reunió en Kenia. ¿Recuerda el día en que nos conocimos en Kenia?
El capitán Biggar se retorció. Era como preguntarle a Juana de Arco si por casualidad recordaba el día en que tuvo aquella visión celestial.
—¿Qué os parece esto, muchachos? —inquirió silenciosamente, mirando implorante de derecha a izquierda—. ¿No podríais aflojar un poco?
Pero Tubby Frobisher y el Subahdar denegaron con la cabeza.
—El código, amigo —dijo Tubby Frobisher.
—Has de seguir el juego, chico —dijo el Subahdar.
—¿Lo recuerda? —insistió la señora Spottsworth.
—Ya lo creo —contestó el capitán Biggar.
—Yo tuve la extraña sensación, cuando le vi aquel día, de que nos habíamos conocido en alguna existencia anterior.
—Algo improbable, ¿no le parece? La señora Spottsworth cerró los ojos.
—Me pareció vernos a los dos en una oscura edad prehistórica, íbamos vestidos con pieles. Usted me golpeó en la cabeza con su garrote y me arrastró por los pelos hasta su cueva.
—¡Oh, no, a fe mía que yo no haría una cosa como ésa!
La señora Spottsworth abrió los ojos y, dándoles su máxima abertura, permitió que explorasen los de él como si fuesen reflectores.
—Lo hizo porque me amaba —dijo, en un suave murmullo vibrante—. Y yo…
Se interrumpió. Una silueta alta y esbelta se acababa de perfilar contra el cielo y una voz, en la que tal vez había un rastro de nerviosismo, decía: «Hola, hola, hola, hola…».
—Te he estado buscando en todas partes, Rosie —dijo Bill—. Al descubrir que no estabas en la capilla en ruinas… ¡Ah, hola, capitán!
—Hola —repuso el capitán sombríamente, y se alejó.
Perdido entre las sombras, unos pasos más allá en el camino, se detuvo y se enjugó las gotas de sudor que se habían formado en su frente.
Respiraba pesadamente, como un búfalo en la época de celo. La cosa había estado muy cerca, pero que muy cerca de producirse. De haberse retrasado esa interrupción tan sólo otro minuto, sabía que habría pecado contra el código y dado el paso irrevocable que hubiera hecho de su nombre una mofa y una palabra a evitar en el Club Anglo-Malayo de Kuala Lumpur. Un muerto de hambre con unas pocas libras en su cuenta bancaria había propuesto matrimonio a una mujer poseedora de millones.
Con el transcurrir del tiempo, se había sentido cada vez más inseguro sobre sus pies, cada vez más sordos sus oídos ante las advertencias que le murmuraban Tubby Frobisher y el Subahdar. Habría podido resistir los ojos de ella, y lo mismo cabía decir de su voz y de la piel que tanto le había agradado tocar. Pero al tratarse de ojos, voz, piel, luz de la luna, suaves brisas del oeste y ruiseñores, la mezcla era demasiado rica.
Sí, pensó mientras se encontraba allí, agitado como un mar de decorado teatral, se había salvado, y cualquiera hubiera supuesto que su emoción predominante había de ser una ferviente gratitud al Hado o al Destino por su rápida acción, pero curiosamente no era así. El primer espasmo de alivio se había extinguido con rapidez, para ser seguido por una creciente sensación de náusea. Y lo que causaba esta náusea era el hecho de que, por encontrarse todavía relativamente cerca del banco rústico, podía oír lo que estaba diciendo Bill. Y Bill, después de sentarse junto a la señora Spottsworth, había empezado a arrullar.
Demasiado poco es lo que se ha dicho en esta crónica acerca de las habilidades del noveno conde Rowcester en este sentido. Cuando le oímos prometer a su hermana Mónica que se pondría en contacto con la señora Spottsworth y que la arrullaría como una tórtola, probablemente formamos en nuestras mentes la imagen de una de aquellas tórtolas más bien corrientes cuyo arrullo, aunque adecuado, en realidad no vale gran cosa. Mejor hubiéramos hecho imaginando algo más bien semejante a una tórtola de calidad estelar, a la que pudiéramos denominar la Tórtola Suprema. Joven limitado en varios aspectos, cuando se hallaba en forma, mediada la temporada, Bill Rowcester podía alcanzar grandes alturas en lo referente al arrullo y dejar a su audiencia, por poco impresionable que fuera ésta, literalmente boquiabierta.
Estas alturas las tocaba ahora, puesto que el pensamiento de que esa mujer tuviera el poder de quitarle de las manos aquella carga inútil y onerosa, estabilizando con ello su posición y permitiéndole liquidar honorablemente las obligaciones del Honrado Patch Perkins, le prestaba una elocuencia que no había conseguido desde las fiestas de mayo en Cambridge. Las palabras dulces brotaron de sus labios como si fueran un sirope.
Al capitán Biggar no le agradaban los siropes y tampoco le gustaba pensar que la mujer a la que él amaba se viera sometida a tanta zalamería. Por unos momentos acarició la idea de plantarse allí y romper la columna vertebral de Bill por tres lugares, pero una vez más sus aspiraciones se vieron bloqueadas por el código. Había comido la carne de Bill y bebido los vinos de Bill —ambas cosas excelentes, en especial el pato asado— y eso hacía que aquel fulano se pudiera considerar inmune a todo ataque. Pues cuando un fulano ha aceptado la hospitalidad de otro fulano, un fulano no puede romperle el espinazo a ese fulano, por más que el fulano lo tenga merecido. El código es rígido en este punto.
Goza de la libertad, sin embargo, de clasificar mentalmente al fulano en cuestión como un vil cazador de fortunas, hijo de lo que ustedes quieran, y así clasificó el capitán Biggar a Bill mientras se encaminaba de nuevo hacia la casa. Y así fue, sustancialmente, como lo describió ante Jill cuando, al atravesar la puerta-ventana, encontró a la joven cruzando la sala de estar, camino de ir a depositar sus cosas en su dormitorio.
—¡Cielos! —exclamó Jill, intrigada por su aspecto—. Parece usted muy disgustado, capitán Biggar. ¿Qué ocurre? ¿Acaso le ha mordido un cocodrilo?
Antes de proceder a una explicación, el capitán quiso aclarar este punto.
—No hay cocodrilos en Inglaterra —dijo—. Excepto, claro está, en los zoos. No, lo que ocurre es que algo me ha revuelto el interior hasta lo más profundo de las entrañas.
—¿Un wombat?
De nuevo el capitán se vio obligado a corregir el malentendido de ella, no sin pensar que se trataba de una chica extrañamente ignorante.
—Tampoco hay wombats en Inglaterra. Lo que me ha revuelto el interior hasta lo más profundo de mis entrañas ha sido escuchar a un aristócrata inglés, un vil cazador de fortunas, ejecutando su número —explicó con amargura—. Lord Rowcester se hace llamar él, pero yo le llamo lord Gigoló.
Jill experimentó tan fuerte sobresalto que dejó caer su maletín.
—Permítame —dijo el capitán, apresurándose a recogerlo.
—No lo entiendo —dijo Jill—. ¿Insinúa que lord Rowcester…? Una de las reglas del código es la de que un hombre blanco debe resguardar a las mujeres, y especialmente a las muchachas jóvenes e inocentes, de las facetas desagradables de la vida, pero el capitán Biggar estaba demasiado acalorado para pensar ahora en eso. Parecíase a Otelo, no sólo en su afición a las vastas cavidades y los despoblados desiertos, sino también por su tendencia, en momentos de tensión, a dejarse invadir por una extrema perplejidad.
—Le estaba diciendo palabras amorosas a la señora Spottsworth, a la luz de la luna —explicó sucintamente.
—¿Cómo?
—Yo mismo le he oído. La estaba arrullando como una tórtola. Va detrás de su dinero, claro. Esos aristócratas decadentes de nuestro país son todos ellos lo mismo. Basta con que una mujer se dé a conocer como una viuda rica en cualquier lugar de Inglaterra, y salen todos los duques, condes y vizcondes, aullando como lobos. Ratas, los llamaríamos en Kuala Lumpur. Debería oír a Tubby Frobisher hablar de ellos en el club. Recuerdo que un día les decía a Doc y a Squiffy (si no recuerdo mal, el Subahdar no estaba presente, tal vez estuviera de viaje): «Doc», dijo…
Probablemente iba a ser una historia extraordinariamente buena, pero el capitán Biggar no la continuó porque vio que su audiencia se batía en retirada. Jill había dado una brusca media vuelta y atravesaba la puerta. Observó que llevaba gacha la cabeza y pensó que ello era muy adecuado después de una revelación de aquel calibre. Cualquier buena chica había de sentirse anonadada por tan asombroso exposé de las debilidades morales de la aristocracia británica.
Sentóse y tomó el diario vespertino, pero lo arrojó lejos de sí, reprimiendo una exclamación, cuando las palabras Madre de Whistler bailaron ante sus ojos desde la primera página. No deseaba que le recordaran a Madre de Whistler. Pensaba sombríamente en el Honrado Patch Perkins y se preguntaba con anhelo si el Destino (o el Hado) volvería alguna vez a juntar sus caminos, cuando Jeeves entró flotando, y simultáneamente Rory hizo lo mismo desde la biblioteca.
—Ah, Jeeves —dijo Rory—, ¿quiere traerme un botellón de una bebida potente? Estoy sediento.
Con un respetuoso movimiento de la cabeza, Jeeves indicó la bandeja de la que era portador, cargada con todo lo debido, y Rory le acompañó hasta la mesa, relamiéndose los labios.
—¿Algo para usted, capitán? —preguntó.
—Whisky, si me hace el favor —respondió el capitán Biggar, que, después de aquella odisea en el jardín bañado por la luz de la luna, necesitaba un tonificante.
—¿Whisky? Muy bien. ¿Y para usted, señora Spottsworth? —dijo Rory, al aparecer esta dama en la puerta-ventana, acompañada por Bill.
—Nada, muchas gracias, sir Roderick. En una noche como ésta, me basta la luz de la luna. La luz de la luna y tu maravilloso jardín, Billiken.
—Yo le contaré algo acerca de ese jardín —dijo Rory—. En los meses de verano…
Se interrumpió al aparecer Mónica en la puerta de la biblioteca, y la visión de ella no sólo atajó sus observaciones sobre el jardín, sino que además le recordó el ruego de ésta en el sentido de que alabara el dichoso lugar ante la Spottsworth. Y al mirar a su alrededor en busca de algo que pudiera ser alabado en el dichoso lugar, sus ojos se posaron en el arca de novia colocada en la esquina y recordó los comentarios laudatorios que en el pasado había oído acerca de ella. Parecióle que podía constituir un buen point d’appui.
—Sí —prosiguió—, el jardín es fantástico, y además no se puede olvidar que Rowcester Abbey, aunque un tanto deteriorada y a punto de reventar por las costuras, contiene más de un objet d’art calculado para que el conocedor pegue un brinco y diga: «¿Qué es esto?». Échele un vistazo a esa arca de novia, señora Spottsworth.
—La admiré apenas entré aquí. Es preciosa.
—Sí, es bonita, ¿verdad? —dijo Mónica, dirigiendo a su esposo una mirada de aprobación conyugal. No era frecuente que Rory diera tales muestras de casi humana inteligencia—. Duveen solía rogar que se le permitiera comprarla, pero esto es, desde luego, una herencia inalienable y no es posible venderla.
—Va con la casa —añadió Rory.
—Está llena de maravillosas ropas antiguas.
—Que también van con la casa —dijo Rory, en lo cual probablemente erraba pero seguía mostrando su celo.
—¿Le gustaría verlas? —preguntó Mónica, avanzando la mano hacia la tapa.
Bill profirió un grito de agonía.
—¡No están aquí!
—Claro que están. Siempre han estado. Y sé que a Rosalinda le encantará verlas.
—¡Ya lo creo!
—Hay una historia muy romántica relacionada con este mueble, Rosalinda. El lord Rowcester de aquella época (hace siglos) no permitía que su hija se casara con el hombre al que ella amaba, un famoso explorador y descubridor.
—Al viejo le caían mal los descubridores —explicó Rory—. Temía que llegaran a descubrir América. Ja, ja, ja, ja, ja. Oh, usted perdone.
—El enamorado envió su arca a la chica, llena de valiosos bordados que él se había traído de sus viajes a Oriente, y su padre no dejaba que se la quedase. Dijo incluso al enamorado que se la llevara. Así lo hizo el joven, y dentro del arca estaba, desde luego, su novia. Sabiendo lo que iba a ocurrir, se había escondido en ella.
»Y la parte divertida de la historia es que el viejo siguió al chico hasta las puertas de la casa, gritando: "¡Saca de aquí ese maldito trasto!".
La señora Spottsworth se manifestó encantada.
—Es una historia deliciosa. Ábrela, Mónica.
—En seguida. No está cerrada.
Bill se hundió en su butaca, anonadado.
—¡Jeeves!
—¿Milord?
—¡Brandy!
—Muy bien, milord.
—¡Por todos los cielos! —exclamó Mónica.
Contemplaba con los ojos desorbitados una americana a cuadros, de dibujo chillón, y una corbata tan carmesí y tan llena de herraduras azules que Rory meneó la cabeza con aire de censura.
—Por favor, Bill, supongo que no irás a decirme que te paseas por ahí con una chaqueta como ésta… Tendrías todo el aspecto de un corredor de apuestas dado a la fuga. ¿Y la corbata? ¡La corbata! ¡Válgame el cielo! Vale la pena que pases por Harrige’s y veas al encargado de nuestro departamento de artículos para caballeros. Hay venta de oportunidades.
El capitán Biggar dio un paso adelante. Había en su rostro ceñudo una expresión tensa, dura incluso.
—Déjenme que vea esto. —Alzó la americana, palpó un bolsillo y extrajo un parche negro—. ¡Ajá! —exclamó con una voz pletórica de significados.
Rory escuchaba junto a la puerta de la biblioteca.
—Un momento —dijo—. Alguien habla en francés. Debe de ser Boussac. No quiero perderme a Boussac. Ven, Moke. Esta chica —explicó Rory, rodeándole un hombro con un brazo afectuoso— habla el francés por los codos. ¿Viene usted, señora Spottsworth? Dan la cena del Derby por televisión.
—Tal vez más tarde —contestó la señora Spottsworth—. He dejado a Pomona en el jardín y es posible que se sienta muy sola.
—¿Y usted, capitán?
El capitán Biggar denegó con la cabeza. Su rostro estaba más ceñudo que nunca.
—Antes quiero cambiar unas palabras con lord Rowcester. ¿Podrá concederme unos minutos, lord Rowcester?
—Pues claro —respondió Bill con voz débil.
Jeeves volvió con el brandy, y Bill se lanzó hacia él como Madre de Whistler hacia el último poste.