11
— ¡Mark!
— ¿Eh? —Mark abrió los ojos de golpe. No estaba durmiendo en el trabajo. De eso nada. Solo estaba descansando en silencio mientras el robot ingeniero ejecutaba su nuevo ciclo de programas. Parpadeó para centrar un poco los ojos y se concentró en el empalme entre el generador del campo de fuerza y su módulo de alineamiento de la fase secundaria. Los brazos mecánicos del robot se habían retirado después de establecer un sello—. Sí, tiene buena pinta. Haz la prueba de potencia.
— De acuerdo, activando el circuito principal —dijo Thame. Era el oficial técnico de la Caribdis, otro Sheldon, nieto de Nigel de novena generación. A Mark siempre le había costado descifrar la jerarquía que empleaban los Sheldon. Básicamente, cuanto menor fuera el número de parentesco, más importante eras. O creías que eras. Aunque Mark tenía que admitir que todos los implicados en el proyecto de los botes salvavidas eran muy competentes. Lo que lo irritaba era ese pequeño toque de superioridad que les salía cuando decían cómo se llamaban.
Se activó una serie de luces LED incrustadas en la carcasa del módulo, destellaron unas detrás de otras antes de estabilizarse con una luz permanente. Los esquemas correspondientes se deslizaron por la visión virtual de Mark, junto con unos iconos verdes.
— De acuerdo, estamos operativos —dijo. Un bostezo lo hizo detenerse un momento y después confirmó la nueva secuencia del robot ingeniero, la quinta que probaban, como válida para la IR de la zona de montaje.
A pesar de todos los recelos, el trasplante de la zona de montaje de fragatas al Buscador había funcionado. Encerrado dentro de aquel laberinto mecánico, trabajando sin parar, ni siquiera había sido consciente del vuelo. En ese momento se encontraban estacionados en el cinturón de cometas del sistema de Wessex, esperando a que Mark y su equipo completaran la Caribdis. Ninguno de ellos había dormido en las últimas veinticuatro horas y la mayor parte había trabajado un turno completo antes de eso.
El robot ingeniero salió del generador. Mark se dejó flotar tras él, con cuidado de no tropezar con las vigas y los puntales. Sabía que estaba empezando a cometer errores, el rostro magullado solo era un recordatorio más. Un simple choque contra un cruce de soportes que no debería haber ocurrido. Que no habría ocurrido si no estuviera tan agotado.
— ¿Qué es lo siguiente?
— Acoplamiento térmico al iniciador de seguridad del pliegue cuántico, a babor.
— Voy para allá. —Mark no tenía ni idea de qué era el iniciador, ni lo que hacía.
Y, con franqueza, tampoco le importaba. Él se concentraba en conectar los puñeteros componentes a sus servicios de alimentación y apoyo. En su visión virtual apareció un esquema que le mostró la ubicación del iniciador. Empezó a arrastrarse por el casco. Ya se habían colocado dos tercios de la cubierta invisible activa alrededor de la fragata; incluso en su estatus pasivo era de un color negro siniestro, un estanque de negrura en lugar de una simple superficie antirreflectante. Las brechas que todavía no se habían llenado permitían el acceso a los sistemas que todavía no estaban operativos y que necesitaban supervisión humana. Los robots y los brazos manipuladores se apiñaban sobre ellas, junto con técnicos del equipo de Mark. La tripulación de la Caribdis, Otis, Thame y Luke, se había instalado de forma permanente en la cabina de la fragata para hacer los diagnósticos de los sistemas desde allí.
Mientras se aupaba por el casco pasó junto a los científicos especializados en armamentos. No pudo evitar mirarlos, once personas de aspecto normal que flotaban alrededor del misil con cascos y monos de caída libre almohadillados. Tanto en la plataforma de montaje como en el pueblo se habían corrido discretos rumores sobre lo que armaría las fragatas. Superarmas capaces de proteger a la flota de cualquier amenaza. Mark no les había prestado mucha atención, ni siquiera con Liz ávida de información cada noche. Desde la partida del Buscador, su equipo no había hablado de mucho más. Cada vez que uno de ellos pasaba a su lado de camino a otra tarea, intercambiaban unas cuantas palabras; para su propia sorpresa, Mark incluso se había unido a las especulaciones, trasmitiendo lo que había oído a su vez.
La zona de montaje no tenía un mecanismo para cargar los misiles en la fragata. Se suponía que eso se hacía en otra instalación. Así que los científicos habían tenido que improvisar. El misil iba sujeto a un brazo manipulador de tamaño medio que se iba introduciendo muy poco a poco en la cámara del arsenal. Parecía bastante normal, un cilindro de acero plateado y liso de cinco metros de longitud, con un grueso abombamiento central. El respeto y los nervios de los científicos al manipularlo era lo que ponía los pelos de punta. Mark ya no creía los rumores sobre simples aplastaplanetas y balas de quarks pervertidos; fuera lo que fuera lo que habían construido, era increíblemente letal. Solo había que mirarlos a la cara para saberlo.
Esa cabeza nuclear iba a hacer posible el genocidio. En Elan, al huir de los alienígenas, Mark habría estado encantado de apretar el botón. Pero ya no estaba tan seguro. Era de ese tipo de cosas en las que las personas como él nunca, jamás, se involucraban.
Llegó a la sección abierta del casco que le indicaba su esquema, desde la que un intersticio de acceso llevaba a las entrañas más profundas de la fragata. El iniciador se encontraba a medio camino de la estrecha brecha, una esfera dorada con unos peculiares triángulos verdes que sobresalían de ella. La envolvía un nido de filamentos conductores termales desconectados, con las etiquetas del fabricante todavía puestas.
— De acuerdo —le dijo a Thame—. Ya estoy aquí. ¿Qué han intentado los robots hasta ahora?
La nave estelar de Oscar, la Dublín, orbitaba a mil kilómetros del mundo finlandés Hanko cuando se lanzó la alerta. Hasta el momento había sido un turno deprimente, cinco personas que tenían que pasar diez días apretados en una única cabina circular.
En teoría, la cabina no estaba del todo mal, tenía sus buenos ocho metros de anchura, con tres metros entre los mamparos planos. Pero cuando le quitabas los dormitorios separados y la risible instalación sanitaria azulejada, el volumen que quedaba disponible se reducía de forma considerable. En gravedad cero ese espacio era un poco menos estrecho, pero eso era algo relativo. Los cinco sillones de vuelo estaban alineados junto al mamparo trasero y eran unos estantes voluminosos y almohadillados que contaban con cojinetes-i protegidos de plástico corrugado, tubos de gestión de desechos humanos incorporados y dispensadores de comida líquida. Una vez que te atabas a él, y mientras intentabas no clavarle los codos y las rodillas a la persona que tenías al lado, el sillón se retraía con limpieza hacia la sección de operaciones. Oscar decía que era igual que echarse sobre la lengua de un dinosaurio cuando la iba a meter en la boca.
Una vez instalado en la sección de operaciones, tenías medio metro entre la nariz y el panel curvo de controles de color negro mate, con sus portales de alta resolución que llenaban el espacio vacío de proyecciones de la pantalla táctica y esquemas del estatus de la nave. El primer oficial de Oscar, el capitán de corbeta Hywel, afirmaba que los ataúdes eran mucho menos claustrofóbicos, aunque bien era cierto que no tenían tantos colores.
Con Hywel ocupando el sillón que había a la izquierda de Oscar, donde monitorizaba la información de los sensores, quedaban otros tres sillones para Teague, el oficial de comunicaciones, Dervla, que poco antes había conseguido la cualificación necesaria para convertirse en técnica de motores VSL, y Reuben, al que habían trasladado de forma temporal del proyecto Seattle y que estaba a cargo de las armas.
Dervla estaba en la zona de dormitorios y Hywel estaba en la cabina principal, comiendo su almuerzo de mejunje de carne a la stroganoff pasado por el microondas, cuando los iconos rojos destellaron en la visión virtual de Oscar. Las estaciones de detección de Hanko y las que había en la órbita superior habían detectado setenta y dos agujeros de gusano que se abrían y formaban una esfera suelta a una distancia de tres UA de la estrella.
Una oleada de adrenalina acabó de inmediato con el letargo de Oscar y su pequeña depresión.
— ¿Qué coño están haciendo ahí fuera? —quiso saber. Los datos que llegaban de la Base Uno por el enlace seguro, a través de la unisfera de Hanko, mostraban que varios mundos de la Federación comenzaban a sufrir un patrón de invasión parecida—. Dervla, Hywel, meteros aquí ahora mismo.
— Están entrando varias naves —dijo Teague—. Dios, son rápidos. Los agujeros de gusano no están cambiando de ubicación como la última vez.
— Bien. —Oscar observó los gráficos que se desplegaban a su alrededor y después se concentró en un agujero de gusano. Las naves primas estaban entrando pegadas unas a otras. Diez durante el primer minuto. Era una cantidad que se repetía en cada una de las otras setenta y una aberturas.
— Naves identificadas como caza espacial del tipo tres —dijo Teague—. Están acelerando a ocho ges, pauta de dispersión amplia. Maldita sea, no vamos a interceptar esos agujeros de gusano sin nuestros misiles Douvoir.
— Muy listo —murmuró Oscar. Observó el gráfico que le mostraba los misiles Douvoir saliendo de un salto de los diez puestos de defensa orbitales de Hanko, líneas de neón verde que despegaban en línea recta del planeta, alineadas con los agujeros de gusano primos. Iban a necesitar sus buenos ocho minutos para alcanzar sus objetivos.
— Se limitarán a cambiar de ubicación justo antes del impacto. ¡Maldita sea!
Sus manos virtuales se precipitaban sobre iconos y activadores de control de velocidad, sincronizándose con Reuben para preparar a la Dublín para el combate.
— ¿Cuál es el estatus del planeta?
— Los campos de fuerza de la ciudad se están activando —dijo Teague—. Los aerorrobots de combate están despegando. Tenemos el mando de los puestos de defensa de la órbita.
— Para lo que nos va a servir —gruñó Oscar.
— Los Douvoir pueden derribar las naves —dijo Reuben—. No saben esquivar.
— Comprueba la dispersión —le dijo Oscar—. Un misil Douvoir por nave no nos sirve de nada. Este despliegue está diseñado para inundar el sistema con sus naves y no tenemos ni de lejos la capacidad necesaria para ponerlos fuera de combate. Los Douvoir se diseñaron para atacar blancos estratégicos.
— Las defensas planetarias pueden enfrentarse a cualquier hostil que se aproxime.
— No a una armada. Pueden enviar diez mil naves por hora contra nosotros.
— No podemos evacuar —dijo Hywel—. Otra vez no. Tiene que haber un modo de contenerlos.
Oscar no dijo nada. No se le ocurría ningún modo de repeler aquel volumen de naves primas. La Dublín seguramente podría derribar unas cien, pero ya había muchas más en el sistema. Cuando pidió la visión general de la Marina, vio que eran cuarenta y ocho los mundos de la Federación que estaban siendo atacados. Los primos estaban utilizando la misma estrategia de inyección de largo alcance en todos ellos.
Cuando los misiles Douvoir lanzados desde los puestos de defensa de Hanko se acercaron a los agujeros de gusano primos, estos comenzaron a cambiar de ubicación.
— ¿Enviamos a los Douvoir a perseguir a los agujeros de gusano? —preguntó Reuben—. ¿O vamos a derribar algunas naves?
Cuando Oscar comprobó el despliegue táctico, vio que ya había más de dos mil naves primas dentro del sistema.
— Sigue hostigando a los agujeros de gusano por ahora. El mando de la flota nos avisará si quiere que cambiemos de táctica.
— Capitán —dijo Hywel—. Más agujeros de gusano.
— ¿Dónde?
— Nuestro hisradar está captando una aparición... a cuatrocientos ochenta mil kilómetros de la corona de la estrella.
— ¿Dónde? —Oscar pensó que había oído mal.
— Justo encima del Sol.
Oscar se centró la pantalla táctica que se estaba reconfigurando para mostrarle la última novedad. Pues sí, un agujero de gusano se había abierto cerca de la estrella de clase G de Hanko. Mientras él miraba, las naves comenzaron a atravesarlo.
— Dispárale un par de Douvoir —ordenó, aunque sabía que no tenía sentido, a los Duvoir les llevaría un par de minutos alcanzar el nuevo punto de invasión—. ¿Qué diablos están haciendo ahí?
— No lo sé —dijo Hywel.
El nivel de tensión en el despacho de Wilson era de hecho más alto que el alcanzado durante la primera invasión prima. Solo habían pasado cinco minutos y Wilson ya se estaba planteando hacer sus ejercicios de respiración profunda.
Desde la primera invasión, todos los 15 grandes, así como los mundos más desarrollados, habían estado fabricando en serie componentes para los misiles. El coste había sido extraordinario, tanto como toda la flota de clase Moscú. Hasta Dimitri se había mostrado satisfecho con el nivel de protección con el que habían rodeado a los planetas de la Federación durante las últimas semanas. Pero parecía que habían vuelto a subestimar a los primos.
A los Duvoir les estaba llevando demasiado tiempo alcanzar los agujeros de gusano.
El Mando de la Flota, que operaba desde un centro situado varios pisos por debajo de su despacho, en el Pentágono II, estaba trabajando sobre los posibles escenarios que podían utilizar los primos para atacar los planetas, oleadas en masa o un único bombardeo relámpago. Con las naves todavía entrando a raudales, preferían reservarse el juicio, pero, en cualquier caso, lo que podían repeler las defensas planetarias tenía serios límites, incluso con la ayuda de las naves de la Marina.
El tema de la evacuación ya se había planteado varias veces. Wilson odiaba tener que sugerírselo a los gobiernos planetarios y al TEC, pero era lo bastante fatalista como para ver el cariz que estaba tomando la invasión.
Físicamente hablando, Anna se había reunido con Wilson, por supuesto, además de Rafael. Dimitri también se encontraba preparado para lo que fuera en el Pentágono II y se había repantigado en uno de los sillones, observando las motas holográficas de luz que giraban a su alrededor. Hasta el momento no había dicho mucho, pero de vez en cuando se ponía en contacto con su equipo de SanPetersburgo para comentar las pautas del ataque. Del proyecto Seattle, Tunde Sutton y Natasha Kersley estaban presentes a través de un enlace ultraseguro. Las imágenes holográficas de la presidenta Doi y de Nigel Sheldon también se habían materializado a ambos lados de Wilson.
Hasta el momento la presidenta tampoco había dicho mucho mientras que la expresión preocupada de Nigel era casi acusatoria.
— Cuarenta y ocho puntos de ataque confirmados —dijo Anna—. Están todos en la fase dos salvo por Omoloy, Vyborg, Ilichio y Lowick.
— Más o menos la distribución que esperábamos —dijo Dimitri. Pero no insistió.
Había sido su equipo el que había contribuido de forma determinante a decidir la distribución de las defensas planetarias y a asignar las naves estelares que las complementarían, las elecciones hasta el momento habían sido de una precisión notable. Solo nueve de los mundos atacados carecían de cobertura de naves.
Wilson se tomó un momento para estudiar la pantalla estratégica. Los proyectores del despacho mostraban el espacio de la Federación como una esfera irregular de poco más de doscientos años luz de diámetro con unos límites muy erráticos. La invasión prima era una mancha semiesférica de color escarlata centrada alrededor de los 23 Perdidos e introduciéndose casi noventa años luz hacia el interior.
— Están intentando hacerse con Wessex otra vez —dijo Nigel.
— ¿Puedes utilizar los agujeros de gusano del TEC para desviarlos? —preguntó Rafael.
— Voy a ver —dijo Nigel y su imagen se congeló.
Cuando Wilson centró su atención en Wessex, la imagen se expandió y le mostró a la Tokio sobre aquel mundo perteneciente a los 15 grandes y varios misiles Douvoir persiguiendo a los agujeros de gusano primos sin llegar a atraparlos jamás. Ya había más de cuatro mil naves en el sistema. Al menos se encontrarían con una resistencia formidable. Las instalaciones industriales que orbitaban alrededor de Wessex estaban todas bien protegidas con campos de fuerza, sistemas láser atómicos y sus propios misiles de interceptación de corto alcance. Varios campos de fuerza multicapa cubrían Narrabri. Grandes aerorrobots patrullaban a gran altitud. Tenía más puestos de defensa en órbita que cualquier otro planeta.
— ¿Cuándo van a usar los sancionadores cuánticos? —preguntó la presidenta con aire malhumorado.
— Cuando la situación táctica lo permita —le dijo Wilson—. Están diseñados para ser utilizados contra objetivos primarios, o naves en grupos concentrados. Ninguno de los cuales tenemos en este momento. Las naves primas vuelan todas unas lejos de otras. Al final se reagruparán, cuando se acerquen a nuestros planetas.
— ¿Quiere decir que son inútiles?
— Dadas las circunstancias, su eficacia es limitada —dijo Natasha.
— Que alguien me diga cuándo podremos utilizarlos de forma efectiva.
— Cuando las naves empiecen a congregarse otra vez, entonces podremos desplegarlos con cierto éxito —dijo Dimitri.
Doi le lanzó una mirada brutal.
— Me gustaría hacer hincapié en que incluso programados con un radio de mínimo efecto, no deberíamos activar un sancionador cuántico a menos de un millón de kilómetros de cualquier mundo habitado —dijo Natasha Kersley—. Es la distancia de seguridad mínima absoluta. Incluso si solo tiene la masa de una única nave prima con la que trabajar, la emisión de radiaciones sería muy perjudicial para la biosfera. Son armas catastróficas, señora presidenta. No se diseñaron para utilizarlas en combates aéreos.
— ¿Cree que no deberíamos habérselas distribuido a las naves de la Marina para esto? —preguntó Doi.
— Yo las diseñé y doy asesoramiento sobre su uso —dijo la física—. En último caso, las situaciones en las que se despliegan son una decisión política.
— Gracias, Natasha —dijo Wilson antes de que la discusión y las recriminaciones se les fueran de las manos.
— Más agujeros de gusano —dijo Anna—. Se están abriendo agujeros de gusano primos cerca de las estrellas de los planetas que están invadiendo. Maldita sea, están saliendo cerca, más o menos a medio millón de kilómetros de la corona. Hasta el momento han aparecido diecisiete.
— ¿Sobre las estrellas? —preguntó Tunde frunciendo el ceño—. No lo entiendo. ¿Qué está saliendo por ellos? —Las leves ondas de color que lo rodeaban se volvieron a distribuir a toda prisa y desplegaron los resultados de los hisradares de las naves estelares que examinaban la nueva situación.
— Un montón de naves —dijo Anna—. Todo el mundo está lanzando misiles Douvoir, los agujeros de gusano se cerrarán en unos minutos.
— Se trasladarán —dijo Dimitri—. Se trasladarán en unos minutos.
Tunde y Natasha intercambiaron unas palabras.
— No me gusta la posición —dijo Tunde—. Es constante, mira. Todos los agujeros de gusano se están abriendo sobre el ecuador de la estrella y están justo en línea con el planeta habitable del sistema. En otras palabras, es la parte más cercana al planeta que tiene la estrella, —¿Lo que significa? —preguntó Rafael.
— No lo sé, pero no puede ser una coincidencia. Almirante, necesitamos saber lo que se está enviando por esos agujeros.
— ¿Podría ser algo parecido a un sancionador cuántico? —preguntó Wilson. La pregunta generó unos momentos de absoluto silencio en el despacho. Wilson le echó un vistazo a la imagen congelada de Nigel, el jefe de la dinastía seguía ocupándose de Wessex. Wilson se preguntó qué demonios estaba haciendo allí que fuese más importante que eso.
— No puedo responder a eso —dijo Tunde—. Es obvio que es una posibilidad.
— ¿Qué podría hacerle un sancionador cuántico a una estrella?
Los físicos se miraron entre sí, ninguno estaba dispuesto a tomar la iniciativa.
— Provocaría una gran alteración en la fotosfera —dijo Tunde—. Podría tener incluso algún impacto sobre la zona de convección. Pero el daño global sería mínimo.
— La emisión de radiaciones no sería mínima —dijo Natasha—. Y sería peligrosísima.
— No se puede decir que sea un uso eficaz de un sancionador cuántico.
— ¿Qué otra cosa podría ser? —Wilson intentó mantener la voz firme y tranquila.
Tunde levantó las manos en un torpe gesto de duda.
— Tenemos bombas nucleares con función de desviación de la energía —dijo Natasha a toda prisa—. Como las tienen los primos. Esto bien podría ser una aplicación a gran escala de ese proceso, impulsado por la propia estrella.
— Esos planetas están a una UA de sus primarias —protestó Rafael—. Más en algunos casos. ¿Y me están diciendo que podría ser un arma de haces?
— Querían alternativas —dijo Natasha en tono acusador.
— Nuestra red de detectores ya ha encontrado treinta y ocho agujeros de gusano cerca de las estrellas de los objetivos —dijo Anna.
El dedo virtual de Wilson se estiró hacia el icono de la Tokio. Se detuvo. Se odiaba, se odiaba con todas sus fuerzas por hacer lo que iba hacer. Pero en aquel ataque todo era fundamental y todas y cada una de las medidas que tomara ese día podían decidir el destino de la Federación. Tenía que tener información en la que pudiera confiar de forma implícita. Lo que significaba que la fuente debía ser alguien en quien supiera que podía confiar. Tocó el icono de la Dublín.
— ¿Oscar?
— Hola, almirante.
— Necesitamos saber lo que está atravesando ese agujero de gusano que hay cerca de la estrella.
— El hisradar está captando resultados consistentes con naves primas de clase cuatro y clase siete. Hemos lanzado un par de misiles Douvoir para cerrarlo.
— Lo sé, pero necesitamos confirmación. Haz una pasada. Quédate en el hiperespacio pero consigúenos una imagen de alta definición de lo que están tramando esos cabrones.
— ¿Quieres que dejemos la órbita de Hanko?
— Sí, las defensas planetarias pueden asegurarse de que no se abra ningún agujero de gusano cerca. Si cambia el patrón de la invasión, puedes regresar de inmediato.
— Recibido, dejamos ya la órbita.
— Boongate informa que hay un agujero de gusano cerca de su estrella —dijo Anna—. Con eso hemos completado las cuarenta y ocho estrellas. Sea lo que sea lo que están haciendo, se lo están haciendo a cada uno de los sistemas estelares que están invadiendo. Los están atravesando gran número de naves.
— Las naves primas deben de tener unos campos de fuerza francamente buenos para operar a esa distancia de una estrella —dijo Rafael—. Están muy cerca, hostia.
— ¿La clase Moscú puede volar tan cerca? —preguntó Wilson. Había dado por supuesto de forma automática que la Dublín tendría serios problemas si se encontrara en el espacio real a solo medio millón de kilómetros de una estrella de clase G.
— Sí —dijo Tunde—. Pero yo no recomendaría prolongar el tiempo de combate en semejante entorno, el nivel de estrés sobre el campo de fuerza provocaría sin duda una sobrecarga.
— Y lo mismo para las naves primas, entonces —dijo Rafael.
— Sin duda.
— ¿Pero qué están tramando? —susurró Wilson. Sus manos virtuales redistribuyeron los iconos de las imágenes y la pantalla táctica del despacho se encogió un poco para dar cabida al resultado del hisradar de la Dublín. A cuatrocientos ochenta mil kilómetros sobre la estrella de Hanko, el agujero de gusano primo se mantenía estable. Más de cincuenta naves lo habían atravesado ya. El par de misiles Douvoir que había lanzado Oscar se acercaban a toda prisa. A diez segundos del impacto, el agujero se cerró.
— Se está abriendo otra vez —dijo Tunde examinando la proyección—. A veinte millones de kilómetros de distancia.
— Los misiles Douvoir están fijando la mira —dijo Anna—. Todavía no ha salido nada por ahí.
El resultado del hisradar de la Dublín mostraba sesenta y tres naves primas que aceleraban con fuerza desde el punto por el que habían salido. Cada una de ellas estaba disparando una serie de misiles de alta aceleración. El creciente globo de armamento ya medía cinco mil kilómetros de diámetro. Las explosiones nucleares empezaron a parpadear por la periferia. La imagen del hisradar se desintegró de inmediato en un granulado irregular.
— ¿Qué está pasando? —preguntó Wilson.
— Interferencias —le informó Oscar—. Las bombas nucleares están extrayendo de algún modo impulsos de energía exótica. Nos está jodiendo el hisradar.
— Esa desde luego es una función de desviación de energía que nosotros no tenemos —dijo Tunde—. Una inversión directa a un estado exótico. ¿Natasha?
— Bueno, es obvio que es posible —dijo Natasha. Parecía más intrigada que alarmada—. No entiendo cómo aguanta el mecanismo en esas condiciones.
— No se trata de eso —dijo Dimitri.
— ¿Y de qué se trata? —preguntó Natasha con tono frío y cortés.
— Están haciendo muchos esfuerzos para ocultarnos lo que hay sobre esas estrellas. —Señaló la imagen de la Dublín, que mostraba la inmensa curvatura de la estrella. La uniformidad de la imagen quedaba interrumpida por un trozo resplandeciente de partículas plateadas y amarillas que oscurecían la mitad de la superficie—. Este es el único punto ciego de los sensores en el sistema estelar. Está pasando algo detrás de esa interferencia, algo que está claro que consideran importantísimo para su ataque.
— Los primos están generando interferencias idénticas en los otros sistemas —dijo Anna—. Es una pauta constante.
— Oscar —dijo Wilson—. Tenemos que saber lo que están tapando. —Esperaba que la tensión no se le notara en la voz. Pero si los primos tenían de verdad algo parecido o incluso superior a los sancionadores cuánticos, la guerra ya se había acabado. Buena parte de su familia se iría en los botes salvavidas que ya estaban en las últimas fases de montaje sobre los Vada. Si tienen tiempo para llegara ellos. El supuso que estaría relativamente seguro en el Ángel Supremo, aunque solo Dios sabría a dónde volaría la nave.
— Recibido —dijo Oscar—. Los sensores normales no sirven de nada tan cerca de la estrella. Vamos a acercarnos más.
— Buena suerte —le dijo Wilson.
El primer temblor cogió a Oscar por sorpresa y el corazón respondió dándole un vuelco.
— ¿Qué coño fue eso?
Todos los demás estaban levantando las cabezas de los sillones de vuelo para mirar por la cabina. En busca de qué, Oscar ni se lo imaginaba. ¿Una grieta en el casco que estuviera dejando entrar el viento solar? Mierda. Él siempre había sabido y aceptado que cualquier ataque lo bastante potente como para tener un impacto físico sobre la nave, la destruiría, sin más. Otra sacudida recorrió el navio, más fuerte en esa ocasión..., pero todos seguían vivos e indemnes.
— Que alguien me diga algo.
— Creo que los estallidos de energía exótica de sus bombas de desviación de energía acaban de golpear nuestro agujero de gusano —dijo Dervla—. Por lo menos estoy viendo un montón de fluctuaciones inusuales alrededor de nuestro frente de ondas dinámico de compresión.
— Ah, genial —dijo Oscar—. Una nueva amenaza. ¿Puede hacernos mucho daño?
— No estoy segura —dijo la técnica—. En el adiestramiento nunca cubrimos nada parecido. No creo que pueda romper nuestros límites.
Un estremecimiento hizo que Oscar tensara el cuerpo entero cuando las correas del sillón vibraron contra él. Era como bajar por unos rápidos con una lancha. El holograma trepidó cuando intentó centrar los ojos en él. Cambió a su visión virtual en busca de información primaria. Justo a tiempo. La siguiente vibración le sacudió el cuerpo entero. Se oyeron varias maldiciones murmuradas por todo el estrecho segmento de operaciones.
— Diez segundos para que llegue la formación de misiles —dijo Hywel.
Oscar consultó la red de navegación. Estaban volando hacia una estrella a casi el cuadruplo de la velocidad de la luz. Quería decirle algo a Dervla para que se asegurara de que iban en el rumbo correcto, pero hostigar a la gente en los momentos menos apropiados no era lo que hacía un buen capitán. Así que le confió su vida a su compañera.
Esta estaba llevando a la Dublín en una larga curva hacia el sur solar de la incursión de los primos, pasando junto a ellos para alcanzar una altitud de cuatrocientos mil kilómetros por encima de la estrella. Las turbulencias comenzaron a reducirse cuando dejaron atrás el paraguas explosivo.
La IR activó varios programas de filtrado y la imagen del hisradar empezó a definirse mejor. Los impulsos de energía exótica se desplegaban como frentes de ondas circulares y negras que se desvanecían al expandirse.
— Las naves siguen ahí dentro —dijo Hywel—. Y están disparando misiles a un ritmo increíble incluso para los estándares primos. Eh. Espera... —La imagen cambió de forma drástica cuando le pidió a la IR que cambiara el foco central ciento ochenta grados—. ¿Qué es eso?
En medio de la proyección, un único punto solitario se precipitaba de cabeza hacia la estrella.
Oscar leyó las cifras correspondientes.
— Dios bendito, es una aceleración de cien ges.
— Dos minutos para que alcance la corona —dijo Hywel—. ¿Qué es eso?
— No lo sé, pero no me gusta nada. Wilson, ¿estáis recibiendo los datos de nuestro hisradar?
— Sí —fue la respuesta—. ¿Podéis alcanzarlo con un misil Douvoir?
— No tan cerca de una masa solar —dijo Reuben—. La curvatura de gravedad es demasiado fuerte.
— Tiene razón —dijo Dervla—. A nuestro generador de agujeros de gusano ya le está costando mantener la integridad de los límites estando tan cerca. Hay un montón de distorsión gravitatónica.
— Oscar, tenemos que saber qué va a hacer ese mecanismo —dijo Wilson—. ¿Quieres salir de la VSL y observar con los sensores normales, por favor?
Oscar oyó por lo menos dos inspiraciones bruscas dentro de la sección de operaciones.
— Recibido, preparados para observación de todos los sensores.
— ¿Tenemos un campo de fuerza tan bueno? —murmuró Hywel.
— Puede soportar esta proximidad —dijo Teague—. Pero tenemos que evitar entrar en combate con las naves primas.
— Intentaré recordarlo —dijo Oscar con tono seco—. Bien, Dervla, sácanos del agujero de gusano. Hywel, examen de todos los sensores en cuanto estemos en el espacio real.
— Sí, señor.
Oscar no pudo evitarlo, su cuerpo se preparó cuando el motor VSL abrió el agujero de gusano y la Dublín se deslizó al espacio real. No ocurrió nada. Ninguna luz blanca cegadora ni un calor intolerable que atravesara la cabina entera. Maldita sea, estoy muy nervioso. Parpadeó y empezó a estudiar las imágenes de los sensores.
Los sensores virtuales le mostraron un universo de dos mitades. Una blanca y otra negra. Por un instante volvió a encontrarse sobre la barrera de Dyson Alfa, en el Segunda Oportunidad, donde el espacio estaba dividido en dos secciones distintas. Pero en esa ocasión no había nada pasivo en aquella superficie blanca y pura que tenían a cuatrocientos mil kilómetros de distancia. La corona de la estrella estaba en constante y turbulento movimiento con ondas y oleadas que irradiaban una galera de partículas; unas prominencias fantasmales danzaban sobre el gas hirviente, flexionándose y retorciéndose en el intenso campo magnético. El espacio que había sobre ellas estaba salpicado de gráficos de neón que marcaban las naves primas y los misiles.
— Nos han visto —dijo Hywel—. La trayectoria de varios misiles está cambiando de rumbo. Aceleran a veinte ges.
— ¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Oscar.
— Cinco minutos hasta que alcancen la distancia nominal de combate.
— De acuerdo. ¿Qué hay del mecanismo que han disparado contra la estrella?
Las imágenes se expandieron cuando Hywel rastreó el mecanismo con todos los sensores que pudo. Seguía acelerando hacia la corona a cien ges. Dejaba a su paso un largo rastro de plasma arremolinado de miles de kilómetros. Las ondas de choque se iban alejando del campo de fuerza protector, creando círculos violetas que desgarraba de inmediato el enfurecido viento solar.
— Ese sí que es un campo de fuerza muy potente —dijo Teague—. No estoy seguro de que nosotros pudiéramos soportar ese tipo de entorno. Tuvo que construirse específicamente para este vuelo.
— ¿Y qué clase de mecanismo mandas al interior de una estrella? —preguntó Hywel con la voz crispada.
— Nada bueno —dijo Reuben—. Me da igual lo bueno que sea su campo de fuerza, no sobrevivirá mucho tiempo más. La densidad de la corona está aumentando, y esa velocidad generará impactos que podrían perforar cualquier cosa.
— Pero no hay ningún tipo de... —empezó a decir Hywel—. Eh, el motor de fusión se ha desactivado.
Oscar observó la mota oscura que perforaba el plasma a altísimas velocidades. Se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento.
— ¿Y si es un sancionador cuántico? —preguntó.
— Entonces seguramente estamos muertos —dijo Reuben—. Pero incluso si su campo de fuerza aguanta hasta que esté al alcance de la cromosfera, el efecto de la explosión será mínimo en lo que a Hanko se refiere. Si los tienes, úsalos directamente contra el planeta. No la jodas soltándolos a una UA de distancia.
Oscar esperó hasta que el artefacto se precipitó hacia abajo. Se preguntó si tenía tiempo de actualizar su depósito de seguridad. Seguramente no. Lo había hecho esa mañana y decidió que, de todos modos, era muy probable que no quisiera recordar esos momentos en la Dublín. Aunque... ¿debería dejarle a su futura encarnación un mensaje del presente diciendo que no quería recordar? Qué idea más estúpida.
— Allá vamos —dijo Hywel sin extenderse.
A Oscar le sorprendió ver que era el escáner de la signatura cuántica lo que estaba cambiando. Era como si del artefacto se desplegaran unos pétalos, unos óvalos gigantescos de miles de kilómetros de campos cuánticos alterados que se sobreponían y retorcían. Después empezaron a rotar.
— El efecto magnético está aumentando —advirtió Hywel.
Las inmensas líneas de flujo de la estrella se estaban curvando alrededor de las efímeras alas cuánticas. Las siguió el plasma, arrastrado a un remolino alargado que se curvaba alrededor del rastro rígido del artefacto.
— ¿Qué coño es eso? —preguntó Dervla con tono inquieto pero sin alzar la voz.
— ¿Wilson? —preguntó Oscar—. ¿Hay alguien en el proyecto Seattle que tenga alguna opinión? —El efecto cuántico que irradiaba del artefacto era ya de cuatro mil quinientos kilómetros de diámetro. Comenzó a acelerar. El nudo que estaba provocando en la corona era visible para los sensores ópticos de la Dublín a pesar de los pesados filtros.
— Todavía no —respondió Wilson.
— Capitán —lo llamó Reuben—. Los misiles primos se están acercando. Si tenemos que desviar algún tipo de ataque energético del artefacto además de enfrentarnos a los primos, vamos a meternos en un lío muy serio.
— Lanza una salva de antimisiles —le ordenó Oscar—. Tenemos que quedarnos aquí e informar de esto. —Sabía que era vital.
— Un minuto para que choque contra la corona superior —dijo Hywel—. Está teniendo un impacto tremendo sobre el viento solar.
— ¿Estás seguro de que no puede sobrevivir al impacto?
— No lo sé. Ha cambiado mucho, las fluctuaciones cuánticas del núcleo se han alterado de forma significativa. Ya no estoy seguro de lo que es.
— ¿Qué quieres decir?
— Puede que ya no cuente como materia. Esa distorsión es muy extraña. Parece estar incorporando el campo de fuerza, y esa signatura cuántica... Jamás he visto nada parecido.
Cuando Oscar consultó la proyección de los sensores, las alas rotativas del artefacto ya medían casi siete mil kilómetros de anchura. La pantalla de la sección de operaciones las superponía sobre la corona como elipses negras. El plasma se retorcía a su alrededor, arrojando densos vórtices que saltaban al espacio y se disipaban al elevarse.
La magnitud del efecto era desconcertante.
— Si no es materia, entonces, ¿qué es?
— Una especie de nexo de energía. Creo, no estoy seguro. Está teniendo un efecto muy poco habitual en las propiedades de la masa del entorno.
El artefacto primo giró y se precipitó hacia la corona. Era como observar un cometa golpeando la atmósfera de un planeta congruente con la vida humana. La capa exterior de la estrella, que estaba a un millón de grados, se rompió en un penacho coronado que se alzó más que cualquiera de las prominencias. Unas cataratas de tamaño de continentes se volvieron a curvar hacia abajo solo para que las combara el flujo magnético retorcido. Un penacho secundario se alzó dentro del núcleo del primero, la materia de la cromosfera más fría luchaba por escapar de la asombrosa deformidad producida por el choque del artefacto.
— ¡La hostia! —gruñó Oscar.
— Bueno, ¿y de qué les ha servido eso? —se quejó Dervla.
— Ese efecto cuántico sigue siendo funcional y está creciendo —informó Hywel—. El artefacto está agitando la corona, es probable que también la fotosfera. Es lo bastante grande.
— Mantiene la herida abierta —murmuró Oscar. La mancha de la superficie de la estrella era aparente en casi todo el espectro: cuántico, magnético, visual—. Radiación —dijo con aspereza—. Hywel, ¿cómo es la emisión de radiaciones?
— Aumenta y rápido. Cristo, capitán, tenemos que movernos, estamos justo encima de ella.
— Apoyo la moción —dijo Reuben—. Un minuto para entrar en combate con misiles.
— Dervla, llévanos a un cuarto de millón de kilómetros, subimos y salimos.
— Sí, señor.
La Dublín entró en VSL durante treinta segundos. Un periodo de tiempo consumido sobre todo por Dervla para confirmar su posición relativa antes de salir otra vez del agujero de gusano.
Cuando los sensores de la nave se alinearon con la zona de impacto, la turbulencia de la corona era un cono apretado que escupía serpentinas por la cresta abierta. La vieron crecer.
— El artefacto sigue activo ahí dentro —dijo Hywel—. Las fluctuaciones cuánticas se están registrando al mismo nivel que antes. La actividad magnética está aumentando, ese maldito trasto está apretando las líneas de flujo como un torniquete.
— Oscar —lo llamó Wilson—. Tunde y Natasha creen que estamos viendo una bomba de llamarada en pleno funcionamiento.
— ¿Una qué? —preguntó su amigo, sobresaltado—. ¿Te refieres a algo como lo que usaron en Tierra Lejana?
— Podría ser. —La voz de Wilson no había perdido la serenidad—. La alteración de la corona está produciendo una descarga de partículas enorme, y sigue incrementándose. La radiación va a saturar Hanko y no tenemos ni idea del tiempo que durará. La llamarada de Tierra Lejana duró más de una semana. Oscar, la biosfera no sobrevivirá a eso.
— ¡Oh, mierda! —A pesar de la catástrofe a la que se enfrentaba el planeta que se suponía que tenía que defender, Oscar estaba intentando pensar en cómo los primos habían conseguido tener una bomba de llamarada. De algún modo, el aviador estelar debía de haberles dado la información para construir una. ¿Qué estaba transmitiendo esa antena del Segunda Oportunidad?
— Van a esterilizar cada uno de los nuevos sistemas estelares que están invadiendo —dijo Wilson—. Nos veremos obligados a evacuar cuarenta y ocho mundos.
— Y eso solo hasta hoy —gruñó Reuben.
— ¿Qué hacemos? —preguntó Oscar—. ¿Creen Tunde y Natasha que un sancionador cuántico podría funcionar contra una bomba de llamarada?
— No lo sabemos. Pero vamos a tener que averiguarlo. Queremos que acerques la Dublín a la estrella todo lo que puedas y que le dispares un sancionador cuántico a la llamarada. Dispáralo con un radio de máximo efecto.
— Comprendido.
— Almirante, si utiliza un sancionador cuántico contra una estrella a ese nivel, solo estará incrementando la cantidad de energía que está extrayendo —dijo Reuben—. Hará que la avalancha de energía sea todavía peor.
— Lo entendemos, Reuben —dijo Natasha—. Pero incluso con un radio de efecto máximo, la conversión de masa en energía de un sancionador cuántico es muy breve y si pone fuera de combate la bomba de llamarada, entonces solo la mitad del planeta quedará sometido a la radiación. No tenemos alternativa. Tenemos que rezar para que funcione.
— Recibido.
— De acuerdo —dijo Oscar—. Reuben, arma un sancionador cuántico y prográmalo con un radio de efecto máximo. Estoy cargando mi código de autorización. ¿Hywel?
— Introducido —dijo su primer oficial.
La visión virtual de Oscar le mostró un sancionador cuántico que estaba activo.
— Gracias. Dervla, acércanos todo lo que puedas. No tenemos mucho tiempo.
— Sí, señor.
— Podemos sobrevivir durante cinco segundos a cien mil kilómetros —dijo Teague.
— Entonces esa es la distancia. Vamos, chicos.
— Mark, necesitamos de verdad que se integren esos reguladores de desvío de flujo. —Thame estaba intentando mantener la voz firme y tranquila, pero la tensión que se filtraba era demasiada: era el graznido de un hombre que había sobrevivido las últimas cuarenta y ocho horas sin dormir y consumiendo demasiada cafeína. Un hombre que empezaba a desesperarse. No lejos del Buscador, se concentraban las naves de guerra primas. Una bomba de llamarada estaba descendiendo por la estrella de Wessex. El comienzo del fin de la raza humana se estaba produciendo justo allí fuera.
Sin presiones.
Mark no se molestó en contestar. No se atrevía a concentrarse en nada que no fuera su trabajo. La mitad de su visión eran manchas de color rojo sangre. Le temblaban las manos. Tampoco era que los temblores fueran obvios, llevaba un traje espacial con gruesos guanteletes coronados por trozos micosensibles. La zona de montaje de la fragata estaba en el vacío. Preparada para irse, para enviar a la nave al espacio donde se podría unir a la batalla. Salvo que los reguladores seguían sin funcionar como debían. Mark, de hecho, estaba trabajando en el tubo de alimentación del armazón que había junto a una de las nueve unidades. Todos los cables de alta capacidad estaban conectados al tubo de alimentación y en ese momento estaba abriéndose camino por el registro del programa de gestión. Unas líneas de un texto de un leve color esmeralda que se alzaban más que un rascacielos fluyeron por su visión virtual. Mark alternó y modificó las líneas según fueron pasando. Ya trabajaba por instinto, en su cabeza vibraban los recuerdos de los sistemas de suministro de energía que había manejado en el pasado, sencillos ajustes y parches que tenía almacenados en viejos archivos implantados y que introdujo en las nuevas instrucciones al tiempo que reformateaba y moldeaba los programas para convertirlos en algo que tenía la sensación de que podría funcionar.
— Siento preguntarlo, Mark, ¿pero puedes darnos alguna idea del tiempo que vas a tardar? —preguntó Nigel Sheldon. Su voz era mucho más controlada que la de Thame, pero había una necesidad auténtica ardiendo en ella.
— Lo estoy intentando —gimió Mark—. ¡Lo estoy intentando! —Se le empañó la visión del todo cuando se le llenaron los ojos de lágrimas. Parpadeó para apartarlas.
Las últimas líneas verdes luminosas cruzaban su visión virtual. Introdujo un parche que había escrito para monitorizar las directivas de seguridad anticiclo de retroalimentadón en los recolectores automáticos del valle de Ulon. Todavía podía oler el aire húmedo, el aroma dulce de las viñas cuando le dijo al programa que se ejecutase.
Algo cambió de rojo a verde.
— ¡Funciona! —chilló Thame—. Secuencia de iniciación de potencia conectada. Mark, lo has conseguido, joder.
Delante del visor de Mark, las luces rojas de la caja del tubo de alimentación se estaban poniendo verdes. Una sacudida de alivio le recorrió el cuerpo entero. Su mayordomo electrónico desvió copias del programa a todos los tubos de alimentación de los reguladores de la fragata.
— Un trabajo fantástico. —Dutton-Smith le dio una palmada a Mark en el hombro—. Vamos.
Mark no se movió. No podía. Sus músculos estaban agotados. Se encogía y adoptaba una posición fetal.
— Muy bien, Mark —dijo Dutton-Smith con tono amable. Tiró de su jefe para sacarlo de aquel espacio diminuto. Acababan de salir cuando un pesado brazo manipulador colocó la sección del casco en su sitio. La IR de la zona de montaje estaba fijando ocho secciones idénticas encima de los otros reguladores de flujo de la fragata.
Dutton-Smith se aferró a la rejilla cuando esta se fue retrayendo poco a poco y apartándose de la Caribdis; mientras tanto, sujetaba la forma inerte de Mark y la apartaba de los puentes umbilicales que se iban encogiendo. La fragata se deslizó a su lado con un rápido movimiento que la sacó al espacio abierto. No había gases de escape ni toscos cohetes que escupieran llamas por unas toberas con forma de campana, la Caribdis se movía por manipulación gravoespacial directa. Su masa negra y perfecta tapó unas cuantas estrellas borrosas. Después se desvaneció.
La respuesta de la clase de la Marina humana al comienzo de la segunda incursión encajaba con las predicciones de MontañadelaLuzdelaMañana. Sus misiles y armas de haces eran más que adecuados para proteger los planetas de los sistemas estelares si hubiera vuelto a abrir los agujeros de gusano en una órbita próxima. Pero en lugar de eso, lo que hizo fue enviar sus flotas de naves a los sistemas estelares a una distancia muy superior de los mundos colonizados por los humanos. Estos lanzaron sus misiles superluminales de inmediato, pero el tiempo de vuelo le permitía a MontañadelaLuzdelaMañana introducir cientos de naves antes de que hubiera algún peligro de interceptación. Cuando los misiles se acercaban, cambiaba las ubicaciones de los agujeros de gusano y enviaba más naves.
Con la dispersión de la flota procediendo según lo planeado, MontañadelaLuzdelaMañana comenzó la fase dos.
Se abrieron agujeros de gusano lo más cerca posible de las estrellas de cada nuevo sistema en el que entraba. Unos fuertes haces de luz atravesaron los agujeros e iluminaron los asteroides y el equipo que orbitaba alrededor del agujero de gusano interestelar del puesto avanzado. Por allí se despacharon naves hacia el peligroso entorno, formando un perímetro de protección. Como había predicho, los humanos no habían pensado en ubicar ningún tipo de defensa alrededor de sus estrellas.
MontañadelaLuzdelaMañana comenzó a disparar su máquina de perforación de la corona contra las cuarenta y ocho estrellas nuevas. Las naves de cobertura comenzaron su estrategia de interferencias.
Solo en una estrella, Hanko, despacharon los humanos una nave estelar para que investigara. MontañadelaLuzdelaMañana ya no podía hacer nada más, salvo observar y esperar. Las máquinas de perforación de la corona eran los aparatos más automatizados que había construido jamás. Jamás podría colocar un agrupamiento de inmotiles en uno de aquellos pequeños navios, así que tenía que confiar en la electrónica, lo que era un punto de preocupación.
Varios inmotiles rivales habían desarrollado sus propias versiones de la técnica de perforación de la corona durante los siglos previos a la aparición de la barrera que los encerró. Ninguno pudo probarla jamás, para hacerlo habría que matar a toda la vida prima en su mundo natal. Durante más de mil años fue una simple teoría, hasta que terminó el encarcelamiento.
Cuando acabó con los otros grupos de inmotiles, a MontañadelaLuzdelaMañana le sorprendió ver que varios habían llegado a construir y mantener máquinas de perforación de la corona. Una investigación de sus menguantes pensamientos le mostró que a sus rivales les preocupaba su dominio y creían que las máquinas eran el último elemento disuasorio. Una vez abiertos los agujeros de gusano a otros sistemas estelares, MontañadelaLuzdelaMañana había dado comienzo a un amplio proyecto de investigación, disparando los diferentes tipos de máquinas de perforación de la corona que tenía a su disposición y observando los resultados para luego utilizarlos para refinar su diseño. Fue gratificante descubrir que su propio diseño estaba entre los mejores.
En ese momento observaba las perforaciones que daban comienzo y evolucionaban para convertirse en erupciones solares que expulsaban inmensas nubes de radiaciones de partículas que pronto envolverían los mundos de la Federación. Toda la vida no prima que moraba en los planetas enfermaría y moriría. Era la solución más sencilla y eficaz a los problemas a los que se enfrentaba. MontañadelaLuzdelaMañana había sufrido varios reveses inesperados cuando había comenzado a sembrar sus cultivos en los 23 Mundos Nuevos. Con frecuencia veía germinar las semillas y solo para que los jóvenes brotes sufrieran algún mal desconocido y se marchitaran. La enfermedad difería en cada planeta y con frecuencia variaba de continente a continente.
Por extraño que pareciera, fueron los datos que extrajo de las fuentes humanas lo que le proporcionó la razón. Las bacterias del suelo eran diferentes en todas partes, pero todas eran no primas. Algo en lo que no había caído, pero que era obvio si miraba las cosas en retrospectiva. Además, había una miríada de esporas y virus, microorganismos e insectos que consumían o chocaban con las plantas primas. Los humanos se enfrentaban a ese problema con cultivos terrestres modificados genéticamente que podían crecer en los mundos que acababan de adquirir. Modificaban las plantas que producían su simbiosis alimenticia y las convertían en versiones no terrestres; los cultivos parecían iguales pero las funciones bioquímicas celulares eran un tanto diferentes. Ya no había nada que hicieran los humanos que pudiera sorprender a MontañadelaLuzdelaMañana, pero el primo era incapaz de comprender cómo podían traicionar su legado biológico de una forma tan despreocupada. ¿Es que la integridad de su evolución no significaba nada para ellos? Al parecer no.
La nave humana de Hanko se había alejado de la creciente llamarada, pero después había vuelto y había salido tan cerca de la estrella que a MontañadelaLuzdelaMañana le costaba rastrearla. Uno de los sensores de una de sus naves de cobertura detectó una pulsación de energía electromagnética que podría haber sido la nave estelar disparando algo con un motor de fusión. Después, la nave volvió a alejarse de un salto. MontañadelaLuzdelaMañana esperó para ver qué ocurría. No podía imaginarse un arma capaz de destruir una máquina de perforación de la corona.
Después de que la radiación de la llamarada hubiera limpiado cada uno de los nuevos cuarenta y ocho planetas y hubiera acabado con la vida alienígena antagonista, MontañadelaLuzdelaMañana introduciría la vida prima en todos ellos. Sería el verdadero comienzo de la primoformación de la galaxia. Con sus alimentos muertos y podridos, los humanos se verían obligados a abandonar sus mundos y dejarían su valioso equipamiento industrial tras ellos. Si acaso decidiesen quedarse y luchar por la posesión de sus planetas muertos, las flotas estaban preparadas para abrumar sus defensas sin correr ningún riesgo. Era un método económico de realizar las incursiones. MontañadelaLuzdelaMañana había invertido una cantidad extraordinaria de recursos en reconstruir y rescatar lo que podía de las ruinas del conflicto en los 23 Mundos Nuevos, así como para contrarrestar el sabotaje de la guerrilla. El equipamiento humano y su tecnología eran muy útiles, pero estaba pagando un precio muy alto por adquirirlos. Y esa segunda incursión incluía el mundo de los 15 grandes, Wessex, con sus extensas instalaciones industriales. Esa vez a MontañadelaLuzdelaMañana no lo harían retroceder.
La violencia de la explosión fue extraordinaria. MontañadelaLuzdelaMañana creyó que los sensores de sus naves estaban fallando todos de forma simultánea. La superficie del sol de Hanko palpitó. Un cráter titánico se abombó hacia abajo y se introdujo en la fotosfera, anulando la llamarada que todavía se alzaba. Desde el centro, una esfera gigantesca de plasma saltó hacia arriba, como si la estrella estuviera dando a luz a un recién nacido de su propia clase. La intensa radiación del centro de la explosión atravesó con limpieza los campos de fuerza de todas las naves que había enviado MontañadelaLuzdelaMañana para proporcionar cobertura y las volatilizó al instante.
Por un momento, MontañadelaLuzdelaMañana no tuvo forma de saber lo que estaba pasando en la estrella de Hanko. Cuando volvió a abrir el agujero de gusano a cinco millones de kilómetros de distancia e introdujo con cautela unos sensores, vio que el muro del cráter de la fotosfera se derrumbaba y enviaba una onda circular que atravesaba disparada toda la superficie de la estrella. La esfera de plasma se había separado de la corona y se había precipitado hacia el espacio a una velocidad casi relativista antes de expandirse deprisa. MontañadelaLuzdelaMañana ya no podía detectar la llamarada entre la conflagración que bramaba dentro de la corona. Ni tampoco había indicación alguna del efecto cuántico que producía su máquina.
MontañadelaLuzdelaMañana se quedó conmocionado por la magnitud del acontecimiento. No tenía ni idea que los humanos tuvieran un arma tan potente a su disposición. Eran mucho más peligrosos de lo que jamás había sospechado. Por primera vez desde que había bajado la barrera, comenzó a cuestionarse la conveniencia de sus acciones.
— Funciona —dijo Tunde con una sonrisa cauta en la cara—. La llamarada se ha extinguido.
— Perdido bajo una descarga de radiación mucho mayor —dijo Rafael.
En el despacho todo el mundo tenía los ojos clavados en las imágenes de los sensores que proporcionaba la Dublín, que en ese momento se encontraba a diez millones de kilómetros de la estrella de Hanko. Wilson observó las olas perezosas que se extendían por la corona, provocadas por la detonación del sancionador cuántico; después registró el tamaño y se dio cuenta que de perezosas no tenían nada. Las prominencias de la estrella se estaban retorciendo de forma frenética a medida que oscilaba el campo magnético. Dos millones de kilómetros sobre la depresión que comenzaba a disiparse, la esfera de plasma había alcanzado el mismo diámetro que Saturno y comenzaba a enfriarse a toda prisa. Su cohesión se estaba rompiendo, lo que le permitía arrojar ríos efímeros de iones decrecientes tan brillantes como la cola de un cometa. La emisión de radiación intensa que brotaba del centro de la explosión también se estaba reduciendo. Incluso a una distancia de diez millones de kilómetros, al campo de fuerza de la Dublín le costaba mucho mantener la cohesión bajo el impacto.
— Pero mucho más corta —respondió Tunde de inmediato—. Y la ley del cuadrado inverso aquí funciona a nuestro favor. Después de todo, Hanko está a una UA de distancia.
— No había alternativa —dijo Natasha—. De este modo, el planeta tiene una oportunidad, puede que su biología sobreviva a nivel global.
— Lo sé —dijo Rafael con tono lúgubre—. Lo siento, quería una solución que fuera menos dañina para nosotros.
— Pero es que es una solución —dijo Wilson—. Y la única que tenemos. Anna, quiero que las naves lancen sancionadores cuánticos contra todas las llamaradas. Que las apaguen.
— Sí, señor. Hay nueve sistemas estelares de los cuarenta y ocho que no tienen cobertura de naves estelares. —Parecía disgustarle tener que recordarle aquello.
— Maldita sea. Envía naves de donde puedas.
— El mando de la flota está calculando ya las trayectorias de vuelo más rápidas.
La pantalla táctica del despacho mostró las naves que entraban en VSL para abandonar sus órbitas planetarias. Wilson se permitió creer que todas llegarían a tiempo, que los daños por las radiaciones de las llamaradas serían mínimos. Sabía que, incluso en ese caso, incluso si sobrevivía la mayor parte de la biosfera de cada mundo, sus habitantes querrían irse. La gente estaría aterrorizada. Y con razón. Habría una oleada de refugiados inundando el otro extremo de la Federación. Los gobiernos planetarios serían incapaces de enfrentarse al problema; todavía existían inmensos problemas para albergar y mantener a los refugiados de los 23 Perdidos.
— ¿Podemos cerrar la red del TEC? —le preguntó a la presidenta. Nigel Sheldon seguía sin volver. Su imagen inmóvil acechaba en el despacho como un fantasma que presidiera las medidas. Wilson estaba empezando a preguntarse si el jefe de la dinastía habría echado a correr rumbo a su bote salvavidas.
— ¿Disculpe? —preguntó Doi.
— Tenemos que impedir cualquier tipo de huida en masa de los mundos atacados provocada por el pánico. El resto de la Federación no podrá ocuparse de la población desplazada de cuarenta y ocho planetas. Dudo que ni siquiera el TEC pueda transportar a tanta gente.
— Si se quedan, sufrirán enfermedades producidas por la radiación. No puede obligarles a soportar eso y desde luego yo no pienso imponerlo.
— A ninguno de los que estén dentro de un campo de fuerza les pasará nada.
— ¿Y qué hay de las personas que están fuera?
— Estamos recibiendo informes que indican que se han cerrado las estaciones del TEC de la mayor parte de los mundos atacados —dijo Rafael.
— ¿Qué?
— Parece que Wessex ha interrumpido todos sus enlaces con la fase dos.
Tanto Wilson como Doi se volvieron hacia la imagen de Nigel Sheldon. Wilson intentó enviar un mensaje a la dirección privada de nivel dos de la unisfera del jefe de la dinastía, mensaje que fue rechazado.
— Maldita sea. ¿Qué estás haciendo?
— Utilizar los agujeros de gusano del TEC para interferir con los agujeros primos, supongo —dijo Rafael.
— ¿Tenemos alguna información sobre eso? —le preguntó Wilson a Anna.
— Almirante —dijo Dimitri—. Con todo respeto, ahora mismo eso no es relevante. Tiene que concentrarse en la Puerta del Infierno y en cómo puede desactivarla. Mientras los primos conserven la capacidad de abrir agujeros de gusano hacia el espacio de la Federación, pueden dejar caer bombas de llamaradas, una detrás de otra, en cualquiera de nuestras estrellas. Acabamos de demostrarles que poseemos armas capaces de acabar con un mundo y tenemos pruebas suficientes de que están llevando a cabo un pogrom contra nosotros. Su represalia será rápida y letal. Debe detenerlos. La próxima hora decidirá si habrá siquiera una Federación por la que la gente pueda moverse.
Wilson asintió poco a poco al tiempo que comenzaba sus ejercicios de respiración reactiva. Sentía que le temblaban las manos en medio de aquel silencio antinatural.
Los refugiados habían sido la clásica distracción por desplazamiento. Lo cierto era que no quería tomar la siguiente ronda de decisiones. Es pedirle demasiado a una sola persona. No estoy preparado. Se le escapó una pequeña carcajada desdeñosa que atrajo miradas extrañadas. ¿Y se puede saber cuánto tiempo lleva prepararse? He tenido trescientos años, maldita sea.
— Anna, diles a la Cairo y a la Bagdad que vuelen directamente a la Puerta del Infierno. Deben usar sancionadores cuánticos contra las instalaciones primas que encuentre allí. Quiero que se rompan esos campos de fuerza y que se destruyan los generadores de la salida.
— Sí, señor. —La oficial comenzó a transmitir las instrucciones al mando de la flota.
Wilson estudió la pantalla táctica. Una vez hecho, una vez que se había comprometido y aceptado la responsabilidad, las decisiones y las órdenes eran en realidad bastante lógicas y sencillas. Su corazón volvía a latir con normalidad dentro de su pecho.
— ¿Cuánto tiempo? —preguntó Doi.
— Les llevará tres días llegar allí, lo que quizá sea demasiado tiempo; claro que, quizá no. Y si no pueden acercarse a la Puerta del Infierno pueden darle una paliza de la hostia a esa estrella con los sancionadores cuánticos. Lo que debería provocar bastantes daños entre los primos estacionados allí.
— Entiendo —dijo Doi. Parecía derrotada, como si se hubiera acabado todo.
Wilson no quería mirarla. Si los primos empezaban a lanzar bombas de llamarada contra otras estrellas, la Federación ya se podía dar por muerta. Tenían tres días para poner en práctica esa medida. Les he dado tres días.
La pantalla táctica le mostraba los sancionadores cuánticos que detonaban para extinguir las bombas de llamarada que ya estaban activas. Las llamaradas y las explosiones combinadas estaban lanzando torrentes letales de radiación hacia los indefensos planetas de la Federación.
— Hay que advertir a las autoridades planetarias —dijo Wilson con tono cansado—. Que le digan a la gente que se ponga a cubierto.
— Ya lo están haciendo —dijo Rafael—. Wilson, lo siento, pero había que hacerlo.
— Sí. —Respiró hondo y revisó la pantalla táctica que le mostraba la radiación que brotaba de las explosiones de los sancionadores cuánticos y que en último caso provocaría la muerte de millones de personas. Por orden suya.
— Un mal día —murmuró Nigel Sheldon—. Y todavía va a empeorar más.
Su mentalidad expandida se deslizó por las matrices que gobernaban los generadores de agujeros de gusano de Wessex. El tráfico de entrada y salida de la estación ya se había cerrado tras su anterior orden, dejando los agujeros de gusano vacíos. Desconectó ocho de ellos de sus salidas remotas y volvió a meter los puntos de salida en el sistema de Wessex. Los sensores que había sobre aquel miembro de los 15 grandes ubicaron los agujeros de gusano primos. Ya habían entrado más de tres mil naves. Los primos también habían disparado una bomba de llamarada contra la estrella local. La Tokio había lanzado un sancionador cuántico para derribarla.
— Vamos a perder toda la puñetera cosecha del planeta —gruñó Alan Hutchinson—. Los campos de fuerza protegerán Narrabri, pero los continentes están totalmente expuestos.
— Lo sé.
El sancionador cuántico detonó.
— La hostia bendita —escupió Alan Hutchinson. Los sensores revelaron todos los daños que las armas primas y humanas le habían infligido a la atormentada estrella—. Eso ha más que cuadruplicado la emisión de radiaciones. Lo único que tienen que hacer es seguir disparándonos bombas de llamaradas. Es casi peor el remedio que la enfermedad.
— Aguanta un poco, Alan. Quizá pueda detener todo esto. —Nigel estaba rastreando el vuelo de la Caribdis a través de un canal TD direccional creado por el motor de la nave. La fragata se estaba acercando a toda prisa a uno de los agujeros de gusano primos y no había ni una sola señal de ella en ningún hisradar del sistema. Así que esperemos que los primos tampoco puedan verla.
— ¿Estás preparado? —le preguntó a Otis.
— Sí, papá.
— Allá vamos. —Nigel envió una serie de instrucciones a los agujeros de gusano que gestionaba. En esa ocasión no necesitó la ayuda de la IS. El TEC había optimizado las IR de Wessex para manipular los agujeros de gusano con extremos abiertos de un modo más agresivo.
MontañadelaLuzdelaMañana observó a las naves humanas que lanzaban sus superbombas a las estrellas donde él había plantado las máquinas destinadas a perforar la corona. En todos los casos, la gigantesca explosión eliminó sus máquinas. No se esperaba semejante represalia. Si tenían ese tipo de armas, ¿por qué no las habían usado contra el puesto avanzado o su mundo natal? No sería la ética lo que se lo impediría, ¿verdad?
Uno de los agujeros de gusano que tenía en el sistema de Wessex se vio sometido de repente a unas interferencias exóticas cuando ocho agujeros de gusano humanos lo cruzaron de un lado a otro. MontañadelaLuzdelaMañana ya se lo esperaba; desvió la energía de los extractores de flujo magnético de reserva para ayudar a estabilizar su agujero de gusano. Después de analizar la naturaleza del ataque que habían utilizado los humanos la última vez, se creía capaz de contrarrestarlos de forma eficaz. Desde luego, se había preocupado de modificar los mecanismos del generador para que fueran menos susceptibles a las sobrecargas de inestabilidad. Miles de agrupamientos de inmotiles centraron su atención en el agujero de gusano, preparados para contrarrestar cualquier pauta de interferencia que se infligiera en el tejido exótico.
No hubo ninguna. Aquello era diferente. Los agujeros de gusano humanos se estaban fundiendo de algún modo con el primo y su aportación de energía contribuía a mantener la fisura por el espacio-tiempo. Por un momento, MontañadelaLuzdelaMañana fue incapaz de entenderlo. Después se dio cuenta de que no podía cerrar el agujero de gusano.
Los humanos estaban inyectando tanta energía en él que estaban estabilizando el tejido y también estaban bloqueando el punto de salida, que no podía moverse del sistema de Wessex. Era un agujero que se abría directamente a su puesto avanzado y que él no controlaba.
MontañadelaLuzdelaMañana intentó introducir inestabilidades, inducir resonancias, modificar las frecuencias de energía. Los humanos lo contrarrestaron todo con facilidad. Los sensores ubicaron un misil relativista que se precipitaba hacia el punto de salida del agujero de gusano. MontañadelaLuzdelaMañana reforzó el campo de fuerza que cubría el punto de salida y empezó sacar de allí las naves que acababan de entrar, agrupándolas en una formación defensiva. Se reforzaron también los campos de fuerza dentro de la zona del puesto avanzado. Se había preparado para una explosión relativista como la de la última vez en caso de que los humanos consiguieran organizar un ataque.
El daño debería ser mínimo.
Una nave estelar se materializó dentro del campo de fuerza que cubría el punto de salida del agujero de gusano. Era difícil de detectar, el casco era totalmente negro y absorbía toda la radiación electromagnética. MontañadelaLuzdelaMañana solo supo que estaba allí porque eclipsó en parte las estelas de los motores de sus propias naves.
No se había producido ningún aviso de su presencia, ninguna onda de distorsión cuántica superluminal, que era la signatura de las naves humanas y sus misiles.
Habían construido algo nuevo.
La nave entró a toda velocidad en el punto de salida del agujero de gusano.
MontañadelaLuzdelaMañana activó todas las fuentes de energía disponibles que tenía en el generador en un último y frenético intento de desestabilizar el agujero de gusano. No ocurrió nada, el tejido del agujero de gusano permaneció constante, los humanos contrarrestaron todas las subidas de tensión. MontañadelaLuzdelaMañana reunió a sus naves alrededor del generador, preparadas para disparar. Los sensores también estaban alineados en un intento de enterarse de algo de la naturaleza del nuevo motor.
La nave humana salió del agujero de gusano. Las naves de MontañadelaLuzdelaMañana dispararon contra el intruso todas las armas de haces que tenían. La nave se desvaneció.
— Está entrando una segunda remesa de bombas de llamarada —informó Anna.
— Oh, Jesús —exclamó Wilson. La pantalla le mostraba que habían aparecido más de treinta nuevos artefactos que aceleraban a cien ges hacia sus nuevos objetivos—. ¿Natasha?
— Si no puedes interceptar los artefactos con los misiles Douvoir, golpéalos con sancionadores cuánticos.
— Hijo de puta. —Wilson le hizo un gesto a Anna—. De acuerdo, autorízalo; desvía todos los Duvoir que tengamos en las proximidades. Algunos de ellos tienen que ser capaces de alcanzar una bomba de llamarada.
— Sí, señor.
— Un bando se va a quedar sin superarmas antes que el otro —dijo Dimitri—. Eso decidirá quién gana hoy.
— Eso decide quien gana, punto —dijo Rafael.
— Sí, almirante.
La imagen de Nigel volvió a cobrar vida con un parpadeo.
— He hecho lo que he podido —dijo—. Deberíamos ver algún resultado en el próximo cuarto de hora.
Wilson comprobó de inmediato la sección de Wessex que aparecía en la pantalla táctica. Uno de los agujeros de gusano primos se había desvanecido. ¿Uno?
— ¿Qué has hecho?
— He enviado una nave a la Puerta del Infierno.
Wilson miró a Anna y después a Rafael, los dos parecían igual de perplejos.
— ¿Qué clase de nave? —preguntó un fascinado Dimitri.
— Una nave de guerra —dijo Nigel—. Muy bien armada.
— ¿Con qué? —preguntó Natasha.
— Sancionadores cuánticos avanzados.
— ¿Avanzados?
— Ya lo veréis. —Hizo una pausa—. Si funciona.
MontañadelaLuzdelaMañana era incapaz de detectar la nave humana por ningún sitio dentro del sistema del puesto avanzado. La mayor parte de sus sensores no habían captado nada cuando la nave había salido del agujero de gusano. Las imágenes visuales eran más fuertes e informativas y le mostraban un ovoide negro que absorbía la luz. No había signatura cuántica, nada en el detector de masas. Y lo más sorprendente y alarmante era que no se detectaba ningún agujero de gusano. No sabía qué se le había ocurrido a la clase científica humana, pero era totalmente diferente a lo que habían empleado hasta el momento.
MontañadelaLuzdelaMañana se quedó preguntándose qué haría la nave. Era obvio que era inminente algún tipo de ataque. No entendía por qué los humanos no se habían limitado a hacer detonar una superbomba en cuanto la nave había atravesado el agujero de gusano. ¿Qué podía ser más dañino que eso? No cabía duda de que habrían destruido una gran parte del equipamiento y las naves que estaban en el puesto avanzado, hasta el agujero de gusano interestelar se habría visto amenazado.
¿Por qué nunca llegaba a entender del todo a los humanos?
Los sensores de varias de las plataformas de misiles que orbitaban alrededor de la estrella captaron una fuerte fuente magnética que salía de ninguna parte a cien mil kilómetros por encima de la corona. MontañadelaLuzdelaMañana había colocado cuatro mil de esas plataformas alrededor de la estrella para proteger sus extractores de flujo magnético. Sin ellos no podía dar potencia a los generadores de los agujeros de gusano que llevaban a la Federación. Pero aquel misil no lo habían lanzado contra ninguno de los extractores de flujo magnético, se dirigía directamente a la estrella y su posición ya lo había colocado más allá de cualquier interceptación factible. Dada su ubicación y rumbo, solo había dos posibilidades, o bien los humanos habían desarrollado artefactos capaces de perforar la corona o era una de sus superbombas. No había forma de saberlo hasta el impacto.
MontañadelaLuzdelaMañana calculó el daño que les infligiría una llamarada a los extractores de flujo magnético cuando pasaran sobre ella. Con un aviso previo adecuado, el alienígena debería poder utilizar los propulsores de posición para alterar su inclinación orbital y separarlos del chorro de radiación. Los humanos tenían que saberlo. Una superbomba causaría muchos más daños, aunque hasta una explosión de esa magnitud solo podría destruir un porcentaje muy pequeño de sus extractores de flujo magnético. Quizá la nave iba a lanzar una serie de superbombas. Eso mermaría de forma grave su capacidad inmediata para seguir expandiéndose por el espacio de la Federación. Tras considerarlo desde un ángulo táctico, MontañadelaLuzdelaMañana lanzó otra remesa de sus propios artefactos perforadores de la corona contra los cuarenta y ocho sistemas que estaba invadiendo. También comenzó a revisar la ubicación de las restantes estrellas de la Federación. Era preferible una absorción gradual y medida de los planetas humanos, quería debilitarlos y utilizar su infraestructura industrial desechada, pero lo cierto era que habían comenzado a forzar las respuestas primas.
Las decenas de miles de agrupamientos que gestionaban los generadores de agujeros de gusano del puesto avanzado comenzaron a computar nuevas coordenadas de salida. Se prepararon torres con artefactos perforadores de la corona, con agrupamientos de inmotiles analizando y preparando sistemas electrónicos de guía en todos los artefactos restantes. MontañadelaLuzdelaMañana no disponía de tantos como hubiera querido. Eran muy difíciles de construir, incluso con su capacidad tecnológica y sus recursos.
Los sensores de las plataformas de misiles que orbitaban alrededor de la estrella y que estaban más cerca del misil humano captaron un repentino estallido de actividad cuántica justo cuando el proyectil alcanzó la cromosfera. Las comunicaciones se interrumpieron. La potencia de todos los extractores de flujo magnético que rodeaban la zona de impacto falló de forma simultánea, lo que obligó a MontañadelaLuzdelaMañana a activar las reservas de energía de emergencia para mantener más de ciento cincuenta agujeros de gusano en contacto con la Federación. Las plataformas más alejadas mostraron el cráter distintivo que deja el estallido de una superbomba y que comenzaba a formarse dentro de la corona. Y después ocurrió algo más. Los detectores de signaturas cuánticas recogieron una actividad que se salía de su escala. La fuerza del campo magnético de la estrella se multiplicó en varios órdenes de magnitud, produciendo una pulsación lo bastante fuerte como para darle un empujón a una quinta parte de los extractores de flujo magnético y las plataformas de misiles de MontañadelaLuzdelaMañana y sacarlas de su órbita. Mientras se alejaban tambaleándose con todos sus sistemas electrónicos quemados, MontañadelaLuzdelaMañana cambió a otras plataformas más alejadas todavía del punto de impacto del misil para intentar comprender lo que estaba pasando. Alrededor del cráter, un plano sólido de luminosidad se hinchaba y comenzaba a cruzar la cromosfera. De allí brotaba una radiación ultraintensa, una oleada lo bastante fuerte como para rebanar el campo de fuerza más sólido.
Fallaron más plataformas de misiles y extractores de flujo magnético. A MontañadelaLuzdelaMañana ya no le quedaba nada que pudiera examinar la zona de impacto directamente, las únicas plataformas que le quedaban estaban al otro lado de la estrella. Los sensores del puesto avanzado todavía mostraban la estrella como era seis minutos antes, normal y pasiva. Las reservas de energía ya eran insuficientes para proporcionar un suministro alternativo a todos los extractores de flujo magnético que había perdido. MontañadelaLuzdelaMañana se concentró en mantener dos agujeros de gusano en contacto con cada uno de los planetas capturados de la Federación.
La primera flotilla de plataformas de misiles que salieron de la sombra del estallido inicial mostraron lo que parecía la medialuna de un gigante de color blanco azulado que estaba apareciendo tras la estrella del puesto avanzado. Y fue entonces cuando MontañadelaLuzdelaMañana comprendió al fin lo que habían hecho los humanos.
La estrella se estaba convirtiendo en una nova.
Ozzie despertó cuando unos finos rayos de sol brillante se deslizaron por su cara. Se quedó inmóvil durante un rato, con los ojos cerrados y una sonrisa juguetona en la cara. Veamos. Abrió los ojos y colocó la mano delante de la cara. Su antiguo reloj le dijo que había pasado nueve horas dormido.
— ¿Ah, sí? —Su voz era un desafío alegre que le planteaba al universo.
Bajó la cremallera del saco de dormir y se estiró. Lo envolvió una ráfaga de aire fresco y estiró la mano para coger los pantalones de pana. Una vez que se abrochó el cinturón alrededor de la cintura, cogió la camisa de cuadros y esbozó una amplia sonrisa cómplice. Metió los brazos en las mangas con muchísimo cuidado. No se oyó ningún desgarro en las costuras.
— ¡Bueno, en algo progresamos! —Los dos dedos gordos del pie surgieron por los agujeros de los calcetines cuando metió los pies en las botas—. Ah, bueno, o puede que no. —Eso todavía necesitaba unos cuantos remiendos. Se palpó el bolsillo de su viejo forro polar gris, donde tenía metido el pequeño costurero con las agujas y el hilo—. Quizá mañana.
Estaba conteniendo una risita cuando apartó la cortina y salió del tosco refugio.
— Buenos días —le dijo con tono alegre a Orion, que estaba sentado al lado de la hoguera que acababa de volver a encender. Sus tazas de metal se encontraban sobre un fragmento de polipropileno que había colocado sobre las llamas, unos jirones de vapor se alzaban del agua que se calentaba dentro.
— Quedan cinco cubitos de té —dijo Orion—. Dos de chocolate. ¿Qué quieres?
— En la variedad está el gusto, tío, así que hoy nos decantamos por el té, ¿te parece?
— Vale. —Orion le lanzó a los daditos dorados de chocolate una mirada melancólica.
— Bien, gracias —dijo Ozzie. Se sentó en uno de los salientes redondeados de polipropileno de color ébano y granate e hizo una mueca al estirar la pierna.
— ¿Perdona? —dijo Orion.
— La rodilla, gracias, está mucho mejor pero voy a tener que seguir con los ejercicios para que se suelte un poco. Todavía está muy rígida después de ayer. —Le lanzó al perplejo muchacho una mirada alegre—. Te acuerdas de ayer, ¿no? El paseo hasta la aguja.
— Sí. —Orion empezaba a ponerse de mal humor, no entendía dónde estaba el chiste.
Tochee salió de la selva con el manipulador enroscado alrededor de varios recipientes que había llenado de agua.
— Muy buenos días, amigo Ozzie —dijo a través de la matriz de mano.
— Buenos días. —Ozzie cogió la taza que le ofrecía Orion sin hacer caso del ceño fruncido del chico—. ¿Has encontrado algo interesante? —le preguntó al gran alienígena.
— No he detectado ninguna actividad de circuitos eléctricos con mi equipo. —Tochee levantó un par de sensores—. La maquinaria debe de estar en las profundidades del arrecife.
— Sí, si es que hay alguna.
— Creí que habías dicho que la había —protestó Orion.
— Algo genera gravedad. Yo digo que es demasiado sofisticado para que sea una especie de máquina. Un enrejado concreto de quarks, campos cuánticos plegados, una intersección molecular gravitatónica montada a un nivel subatómico, algo parecido. ¿Quién sabe? ¿A quién le importa? No es por eso por lo que estamos aquí.
— ¿Entonces para qué estamos aquí? —preguntó Orion, exasperado.
— La comunidad silfen.
— Bueno, pues no están aquí, ¿verdad? —El muchacho dibujó un amplio círculo con el brazo para ilustrar la ausencia de los alienígenas humanoides. El té desbordó su taza.
— Todavía no. —Ozzie recogió una de las grandes frutas grises y azuladas que habían recogido y empezó a pelarla.
— ¿Qué se supone que significa eso?
— Bien, piensa en lo siguiente. Aquí nadie se cree que nos hayamos estrellado contra la isla Número Dos por accidente, ¿no? A ver, ¿qué probabilidades hay, tío? El halo de gas es grande, lo mires como lo mires. Y la vieja Exploradora, tendrás que admitir que no estamos hablando del Titanic, precisamente.
— Una colisión natural era improbable —dijo Tochee.
— Así que no estamos aquí por accidente. ¿Y qué encontramos ayer? ¿Qué hay al final del arrecife?
— Agujas —dijo Orion con tono dubitativo.
— Que todos decidimos que serían estupendas zonas de aterrizaje para los silfen voladores. —Ozzie mordió la áspera fruta y les sonrió a sus compañeros.
— ¡Ellos vendrán a nosotros! —Orion esbozó una sonrisa brillante.
— Esa es una deducción excelente, amigo Ozzie.
— Muchas gracias. —Ozzie se limpió parte del jugo de la barba—. De todos modos merece la pena intentarlo. No se me ocurre ninguna otra razón para hoy.
Un ligero gesto de duda cruzó la cara de Orion pero prefirió dejar pasar el comentario. Ozzie no sabía muy bien si el muchacho y Tochee eran reales o no. El reiniciado temporal no era algo en lo que él creyera. Había muchas formas de manipular el espacio-tiempo dentro de un agujero de gusano de modo que el tiempo pareciera fluir más rápido alrededor del observador, pero el viaje hacia atrás en el tiempo era una imposibilidad intrínseca. Así que si ese día en el arrecife era una realidad generada de forma artificial, era perfecto, lo que, como era lógico, significaba que sus compañeros reproducirían sus auténticos yos hasta el último matiz. Claro que, quizá estuvieran compartiendo el sueño, en cuyo caso, ¿por qué no recordaban los diferentes días de ayer? Aunque quizá había algún tipo de bucle temporal cerrado operando dentro del halo de gas, un microcontinuo que operaba en paralelo al universo, pero con diferentes leyes del flujo del tiempo. No sabía muy bien si algo así era posible. Una idea intrigante que podía intentar analizar, aunque hacía mucho, muchísimo tiempo que no intentaba unas matemáticas tan complicadas. Y ese día, decidió, no era el día más indicado para empezar otra vez.
Después del desayuno, se aseguró de que Orion y Tochee recogían sus pertenencias para llevárselas en la excursión por el bosque del arrecife. Sin entender si lo que estaba pasando era real o no, no podía arriesgarse a que perdieran los pocos objetos esenciales que todavía tenían si es que encontraban un sendero o terminaban en algún otro sitio. Así que la tienda, la bomba con el filtro de agua y las pocas herramientas que quedaban, todo se fue con ellos.
— ¿Deberíamos estar recogiendo fruta? —preguntó Orion mientras serpenteaban por una sección de árboles que estaban casi todos cargados de racimos parecidos a uvas de moras de color escarlata—. Por lo general recogemos fruta.
— Si quieres —dijo Ozzie. Se estaba concentrando en mantener la cabeza fuera del techo formado por las ramas más bajas mientras avanzaba a saltos. Los árboles eran grandes y viejos y producían un amplio encaje entrelazado de ramas y follaje. La luz del sol alrededor de los troncos era un suave espejeo crepuscular, complementado por el aire seco que olía un poco a especias.
Orion lanzó un victorioso alarido y de inmediato trepó al tronco más cercano. Ozzie lo vio caminando por las ramas que tenían encima al tiempo que las ramitas se partían y bajaba flotando alguna que otra hoja.
— ¿No estás utilizando tus sensores, amigo Ozzie? —preguntó Tochee.
— Tengo unos cuantos en marcha —dijo Ozzie a la defensiva. No le apetecía intentar explicarle a Tochee que en ese momento los dos quizá no fueran más que imaginaciones en el sueño de la comunidad silfen. Si no lo eran, se estaría enfrentando a una seria crisis de credibilidad—. Reservaremos los más complejos para algo interesante.
— Entiendo. Yo continuaré grabando el fondo general, puede que nos ayude a determinar...
— ¡Eh! —gañó Orion.
Ozzie no supo muy bien si al chico le dolía algo o si solo se había sobresaltado. Se oyó una ráfaga de movimiento en el techo bajo del bosque, a unos cinco metros de él.
Unas ramitas rotas y un pequeño montón de hojas bajaron a plomo. Las piernas de Orion aparecieron en la grieta. Se balancearon de un lado a otro un par de veces y después el chico se soltó y cayó sin prisas sobre la fina capa de suelo arenoso que cubría el polipropileno. Varios racimos de moras rojas cayeron con él. El chico volvió a mirar directamente hacia arriba con expresión aturdida.
— ¿Qué pasa? —Ozzie se dirigió hacia el muchacho con un salto ágil. Tochee aceleró para alcanzarlo y sus cadenas locomotoras se extendieron para mejorar la tracción.
Orion se arrastraba hacia atrás con los ojos clavados en el desgarrón que había creado. Unos fuertes rayos de sol lo atravesaban.
— Hay algo ahí arriba —jadeó el aterrado muchacho—. Algo grande, lo juro.
La parte frontal del cuerpo de Tochee se alzó del suelo cuando el alienígena alineó su ojo piramidal con la brecha.
— Yo no veo nada, amigo Orion.
— No justo ahí arriba, más hacia allí. —Orion señaló el punto.
— ¿De qué tamaño estás hablando? —preguntó Ozzie con aire nervioso. El comportamiento del chico lo estaba inquietando. ¿Era intencionado? ¿O ya habían salido de la ilusión? En cuyo caso... Deslizó la mano hacia la funda de la que colgaba su cuchillo.
— No lo sé. —Orion se puso de pie—. Era una forma que se movía, eso es todo. Una forma oscura. De mi tamaño, quizá más grande.
Tochee había empezado a deslizarse en la dirección que indicaba Orion, serpenteando un poco de un lado a otro en movimientos cortos y comedidos. Sus coloridas frondas se erguían con orgullo en su piel y se agitaban un poco con el movimiento del cuerpo.
Había algo en la resolución y seguridad del alienígena que a Ozzie le recordó a los cazadores nativos americanos. Cuando volvió a levantar la cabeza para mirar el tosco techo de ramas y hojas, no había nada que ver, solo el ocasional revoloteo de las hojas, el claroscuro moteado en su perpetuo movimiento aleatorio.
— Pero qué... —empezó a decir Orion.
Ozzie cerró una mano alrededor del dedo del muchacho, que señalaba algo, y se lo bajó.
— ¿Por qué no seguimos caminando hacia la aguja? —dijo mientras intentaba parecer despreocupado y se llevaba un dedo a los labios. A Orion casi se le saltaron los ojos de las órbitas.
Tochee se alzó entero, una acción impresionante incluso en la baja gravedad del arrecife. Los bordes frontales de sus cadenas locomotoras se encogieron formando ganchos que rodearon una rama y la sujetaron en vertical. Los manipuladores de los flancos se abalanzaron y se aplanaron en dos tentáculos que se metieron disparados entre la vegetación del bosque. Por un momento no pasó nada. Después, Tochee soltó las ramas y tiró con los tentáculos. Su cuerpo pesado cayó con suavidad. Una forma humanoide atravesó con estrépito el techo bajo del bosque.
Ozzie ya se estaba precipitando sobre él. Aterrizó justo encima de la figura que luchaba en el suelo al lado de Tochee. Los dos rodaron una y otra vez mientras Ozzie intentaba hacerle a su oponente una llave de lucha libre. No sabía a quién sujetaba, pero se retorcía como un pulpo electrocutado. Cada vez que Ozzie agarraba un miembro, lo arrancaban con una fuerza sobrehumana. Algo parecido a una gruesa capa de cuero no hacía más que golpearle la cara. Terminaron rodando contra la base de un árbol con Ozzie encima. El duro tejido oscuro volvía a abofetearle la cara así que él empezó a repartir golpes con los pies. Lo de él no eran las peleas callejeras, nunca lo habían sido, así que las punteras de sus botas solo alcanzaban el polipropileno y el rebote consiguiente significaba que sus rodillas se llevaban la peor parte.
— ¡Au! Leches, eso duele.
— Entonces deja de dar patadas, cojones, so imbécil —dijo una voz dura en un inglés con fuerte acento.
Ozzie se quedó inmóvil. Le cayó de la cara el ala correosa y se encontró mirando directamente a un silfen, cuyos estrechos ojos felinos le devolvían la mirada con impaciencia.
— ¿Eh? —soltó Ozzie.
— He dicho que te cortes un poco y dejes de montártelo como el matón del barrio.
Además se te da como el culo.
Ozzie soltó al silfen como si quemara.
— Sabes hablar.
— Sabes pensar.
La sorpresa batalló con el resentimiento.
— Lo siento, tío —dijo con tono dócil—. Nos has asustado, ya sabes, arrastrándote por ahí arriba.
Orion se había acercado a mirar con expresión asombrada. Sacó poco a poco el colgante de la camisa y parpadeó al ver la intensa luz verde. La miró y después volvió a mirar al silfen que en ese momento se ponía de pie con cierta elegancia. Se oyó un susurro cuando sacudió las alas y levantó unas nubecitas de arena polvorienta antes de volver a plegarlas para que formaran unas pulcras líneas bajo sus brazos. La cola lanzó un rápido destello parecido a un latigazo antes de acomodarse en una «U» poco pronunciada que la mantenía apartada del suelo.
Ozzie se sacudió también la ropa, un poco avergonzado.
Tochee se deslizó junto a Ozzie y Orion para mirar al silfen.
— ¿Creo que dijiste que estas criaturas no hablaban tu idioma? —dijo la voz de la matriz.
El silfen se giró para mirar a Tochee. Los implantes de Ozzie lo captaron, pero solo lo justo: los ojos del humanoide destellaron con una luz ultravioleta. Una ondulación recorrió los manipuladores de Tochee cuando comenzó a proyectar las imágenes de su discurso para responder. Los dos empezaron a aumentar la velocidad y a conversar muy deprisa. Si esto es una simulación o un sueño, ¿para qué necesita hablar con Tochee?
— No sabía que sabían hablar inglés —le susurró Orion sin aliento a Ozzie.
— Yo tampoco.
El silfen terminó de comunicarse con Tochee y se inclinó un poco al tiempo que parpadeaba. El color ultravioleta se desvaneció de sus ojos.
— ¿Quién eres? —preguntó Ozzie.
La boca circular del silfen se abrió mucho y permitió que la larga y esbelta lengua vibrara entre las filas de dientes.
— Soy aquel que baila en los interminables chorros de aire que flotan junto a las nubes blancas y rodantes que dibujan un círculo en la órbita eterna de la estrella de la vida. —Después lanzó un agudo silbido—. Pero puedes llamarme Bailarín de las Nubes. Sé que para los humanos hay que ser más rápido y superficial.
— Gracias. —Ozzie ladeó la cabeza hacia un lado—. ¿Y lo del acento alemán?
La lengua de Bailarín de las Nubes se estremeció.
— Cuestión de autoridad. Tengo la pinta de uno de vuestros legendarios demonios. Si empiezo a hablar como un hippie colgado, me encuentro con un serio problema de credibilidad, ¿no?
— Desde luego, tío. ¿Entonces estás aquí para contarme lo que quiero saber?
— No sé, Ozzie. ¿Qué quieres saber?
— ¿Quién puso las barreras alrededor del Par Dyson y por qué?
— Es una larga historia.
Ozzie señaló con un gesto de ambos brazos el bosque oscuro.
— ¿Tengo pinta de ir a alguna parte?
Regresaron por el bosque hasta un claro situado a medio kilómetro y por el que habían pasado antes. Ozzie quería un entorno un poco menos opresivo para concentrarse en los detalles. Orion estaba totalmente fascinado por un silfen con alas que sabía hablar inglés.
— ¿Dónde lo aprendiste? —preguntó el muchacho.
— Es de dominio público de donde yo vengo, chaval.
— ¿Y dónde está eso?
— Aquí. ¿Dónde coño crees que alguien de mi peso puede andar aleteando por ahí? Leches, ¿qué le pasa a vuestra especie con las neuronas? ¿Es una carencia natural o es que las mudáis al crecer?
— ¿Aquí, en el halo de gas?
— ¿Es así como lo habéis llamado?
— Sí. Estábamos en una de las islas del agua. —Orion hizo una mueca al recordarlo—. Nos caímos.
La lengua de Bailarín de las Nubes tembló cuando silbó.
No era la primera vez que Ozzie oía reírse a un silfen, y en esa ocasión le pareció algo equivalente a un bufido de desdén.
— Tenéis que poner unos cuantos carteles de advertencia, tío —dijo con aspereza.
— Os caísteis porque os precipitasteis, idiota —dijo Bailarín de las Nubes—. Deberíais tomaros vuestro tiempo, observar vuestro entorno, solucionar cualquier problema por adelantado. Eso es lo que hay que hacer.
— Chorradas. Vosotros nos metisteis aquí. Tenéis una responsabilidad.
Bailarín de las Nubes se detuvo. Las alas susurraron y la cola se agitó de un lado a otro como una serpiente.
— No, de eso nada. No somos responsables de nadie salvo de nosotros mismos. Tú decidiste recorrer nuestros senderos, Ozzie, tú decidiste dónde terminarían. Acepta la responsabilidad de tus propias acciones. No les eches la culpa a los demás o te convertirás en abogado. ¿Es eso lo que quieres?
Ozzie lo miró furioso.
— ¿Cómo íbamos a decidir nosotros a dónde nos llevan los senderos? —preguntó Orion—. ¿Cómo funcionan?
— Los senderos son antiguos, muy antiguos, y en los últimos tiempos se han alejado de nosotros. Cómo funcionen es cosa de ellos. Intentan ayudar todo lo que pueden, escuchan a los que los recorren. Al menos parte del tiempo.
— ¿Quieres decir que te dejan donde quieres ir?
— Oh, no. Pocas veces cambian, no les gusta el cambio. Lo más fácil es que permanezcan cerrados. Es triste cuando se cierran, pero siempre se están abriendo otros nuevos. Siempre hay que seguir adelante, ¿no? Eso es algo que todos tenemos en común.
— ¿Quieres decir...? —Orion le lanzó una mirada a Ozzie en busca de consuelo—. ¿Si quisiera encontrar a mi madre y a mi padre, al final me llevarían allí?
— Quizá. Es un objetivo más bien esquivo el que te has marcado, chaval.
— ¿Sabes dónde están mi madre y mi padre?
— Muy lejos de aquí, eso seguro.
— ¡Están vivos! —exclamó el incrédulo muchacho.
— Sí, sí, todavía andan por ahí.
Orion empezó a llorar, las lágrimas hadan correr la suciedad por sus mejillas.
— Amigo Orion —dijo Tochee—. Me alegro por ti. —Estiró un tentáculo y acarició el hombro de Orion. Este le dio un apretón agradecido y rápido al manipulador.
— Gran noticia, tío. La mejor. —Ozzie rodeó con un brazo el hombro del chico y lo abrazó—. Espero que tengas razón —le dijo con tono de advertencia a Bailarín de las Nubes.
El silfen se encogió de hombros y agitó las alas.
— Cuando todo esto acabe, voy a salir a buscarlos otra vez —anunció Orion—. Ahora ya sé lo que estoy haciendo. Puedo sobrevivir ahí fuera. Pero primero me haré con un equipo decente. —Después se miró los pies—. Y con botas.
— Yo te compraré las mejores —dijo Ozzie—. Te lo prometo, tío.
El claro estaba cubierto por una hierba espesa y musgosa. La luz intensa de la estrella que tenían encima brillaba sobre ellos y moteaba los bordes. Ozzie tiró la mochila al suelo, se sentó y apoyó la espalda en ella. Orion estaba demasiado emocionado para sentarse, se paseaba de un lado a otro y sonreía cada vez que miraba al inmenso cielo.
Ozzie le ofreció la cantimplora de agua a Bailarín de las Nubes.
— ¿Quieres?
— ¿Agua? Mierda no. ¿Tienes alguna bebida decente? Algo con alcohol —El silfen alado se agachó en el suelo esponjoso enfrente de Ozzie. La lengua le salía y entraba con la velocidad de un reptil.
— No me traje nada. Me pareció que tenía que estar sobrio para esto.
— Vale, tú mismo. ¿Quieres empezar lo de las veinte preguntas ahora?
— Claro. Me lo he ganado, tengo derecho.
Bailarín de las Nubes consiguió crear un bufido muy humano sin utilizar la lengua.
— ¿Pusisteis vosotros las barreras alrededor del Par Dyson? —preguntó Ozzie.
No era así como se había imaginado el final de su viaje. Había cierto ensueño que lo ponía a él en una antigua biblioteca alienígena con pinta de catedral, quizá un sitio abandonado en el que él recorría los pasillos y reactivaba ordenadores con enormes filas de luces que destellaban. Eso sí que habría estado bien, en lugar de mojarse el culo en la hierba mientras charlaba con un demonio como si fueran un par de parroquianos de cualquier bar. No, esto sí que no me lo esperaba.
— No, no fuimos nosotros —dijo Bailarín de las Nubes—. Nosotros no vamos por ahí juzgando a otras especies en ese plan. No tenemos el ego que tiene alguna gente de este universo.
Ozzie hizo caso omiso del desdén.
— ¿A qué te refieres con eso de juzgar?
— Los fabricantes de las barreras eran una raza más joven que nosotros, con un dominio de la tecnología que se acercaba a la nuestra en nuestro mejor momento. Los muy gilipollas creían que eso les daba cierta responsabilidad. En eso se parecían mucho a los humanos.
— ¿Y quiénes eran?
— Nosotros llamamos Anomina a su estrella, una versión más corta del nombre verdadero, pero precisa.
— Hablas de ellos en pasado.
— Pues sí, me alegro de que alguien esté prestando atención. Como eran entonces, ya no existen. Siempre fueron más rápidos, siempre ávidos de nuevos avances. De nuevo, como vosotros, tíos. Evolucionaron a partir de esa etapa y tomaron toda una nueva ruta que los alejó de lo puramente físico; se fundieron con sus máquinas, que a su vez trascendieron. No fue algo universal, que conste, algunos no estaban de acuerdo con la dirección que estaban tomando sus técnicos. Esos son los que todavía existen en su vieja forma física. Ahora se han calmado un tanto y rechazan su antigua cultura tecnológica y su resultado; cultivan su mundo natal original como la gente normal, disfrutan de sus hijos, y hacen caso omiso de las estrellas, aunque reciben con alegría a los visitantes del otro lado de la galaxia. Te conozco, Ozzie, veo esa ansia en ti; te caerían bien. A nosotros nos pasó.
Solo por un instante, Ozzie los vio, o al menos su planeta, el modo de llegar allí. Su mente se había adormecido en ese agradable ensueño cálido que reside entre los sueños y la vigilia. Por delante de él, una larga carretera lo llevaba por senderos resplandecientes como hebras de oro que se extendían entre las estrellas.
Un sueño dentro de un sueño.
— Una pasada —dijo satisfecho—. ¿Y para qué las barreras?
— La especie inteligente que evolucionó en Dyson Alfa codicia imperios individuales y el dominio absoluto. Piensa en ellos como unos auténticos obsesos por el poder. Unos verdaderos cabrones, al menos desde vuestra perspectiva cultural, supongo. En su estado básico, no tendrían problemas para borrar del mapa cualquier otra forma de vida de la galaxia y más allá para garantizar su propia inmortalidad.
»Cuando los anomina los encontraron, se estaban acercando a toda velocidad al nivel tecnológico que les habría permitido llevar esa inadaptada ruta concreta evolutiva por toda la galaxia a punta de pistola. Así que los anomina, siendo los liberales de gran corazón que eran, decidieron aislarlos. Temían que se cometiera un genocidio si los dyson conseguían alcanzar alguna vez otro sistema. Que tampoco era una predicción tan difícil. Y resulta que tenían razón. Las naves más lentas que la luz de los dyson consiguieron llegar a una estrella vecina mientras los anomina se afanaban en construir los generadores de la barrera. Prácticamente borraron del mapa a la especie inteligente indígena, esclavizaron a los supervivientes y absorbieron sus conocimientos; después los explotaron para promover su propia fuerza militar. Por eso se establecieron las barreras alrededor de dos sistemas.
— ¡Aja! —se rió Ozzie encantado—. Todo el mundo se preguntaba el motivo que se escondía tras las barreras. Maldita sea, tío, tienes razón, me hubiera gustado haber conocido a los anomina cuando estaban en su momento culminante. Algo parecido al viejo movimiento de Greenpeace de la Tierra, pero con dientes. Deben de haber ayudado a salvar un montón de especies. Coño, seguramente nosotros estaríamos en primera línea a estas alturas.
— ¿Así que a los dyson como que los metieron en la cárcel? —preguntó Orion.
— Eso es —dijo Bailarín en las Nubes—. Como que estaban en la cárcel. Los anomina esperaban que, ya que no se podían extender, se vieran obligados a evolucionar y alejarse de su actitud imperialista. Para vuestra información, no ha sido así.
— ¿Qué quieres decir con eso de que estaban? —preguntó Ozzie. La sensación de inquietud que acompañaba a esos recientes malos sueños suyos inundó de repente sus pensamientos conscientes. Cerró los ojos.
— Bueno, ¿adivina qué pasó cuando la nave estelar de alguien fue a meter las narices? Aquel maldito trasto estaba atestado de científicos desesperados por ver lo que había dentro. Quiero decir que a saber por qué sois tan imbéciles de considerar la curiosidad como una de vuestras mejores virtudes. ¿Habéis oído hablar alguna vez de la cautela?
— Oh, mierda. ¿Qué hicimos?
— Vuestra nave estelar interfirió con el generador de la barrera que rodeaba el mundo dyson original. La barrera cayó.
— No me lo puedo creer. Tienes que equivocarte.
— ¿Me estás llamando mentiroso? ¿Quieres discutirlo?
— Es imposible que los humanos intentaran desconectar una barrera. Sé cómo trabajan nuestros Gobiernos. Habrían tenido que cumplimentar ocho millones de formularios por triplicado y dejar que la solicitud la revisaran cien subcomités antes de que se les permitiera siquiera leer el manual de instrucciones del generador.
— Desactivaron algunas de las funciones del generador. No sé cómo, no estábamos prestando demasiada atención y nosotros no vamos por ahí zumbando por la galaxia en cohetes de lujo para averiguar ese tipo de cosas. Pero no fue un accidente, no me jodas. Esos generadores deberían haber durado tanto como las estrellas que encerraban, es probable que más.
— ¿Qué pasó después de la caída de la barrera?
— Los dyson utilizaron el conocimiento que capturaron entre vosotros para establecer agujeros de gusano propios. Veintitrés planetas de la Federación fueron invadidos en la primera fase de su expansión.
— ¡Hijo de puta! —gritó Ozzie—. Nigel, eres un gilipollas integral, serás estúpido. Ya te dije que toda esa mierda del cadete espacial iba a terminar rompiéndonos los huevos a todos. ¡Te lo dije, coño!
— ¿Invadieron Silvergalde? —preguntó Orion con temor.
— No, nuestro mundo permanece indemne.
— ¿Y el resto? —preguntó Ozzie. Sabía que iban a ser malas noticias, solo necesitaba que se lo confirmaran.
— La Federación los abandonó. Sufrieron un daño ecológico enorme y todavía tienen que soportar actos de violencia entre los humanos y los dyson.
— Maldita sea. ¿Así que los anomina tenían razón?
— Sí.
— ¿Van a ayudar?
— ¿A ayudar en qué?
— A los humanos. Dijiste que se desactivó el generador. ¿Se puede volver a poner en funcionamiento? ¿Podemos volver a meter a los dyson dentro?
— ¿Es que no has escuchado nada de lo que te he dicho, joder? Nosotros no intervenimos. Nunca lo hemos hecho y nunca lo haremos. Y para los anomina tecnológicamente avanzados ya ha pasado la época en la que interferían en los acontecimientos de otras especies. Al igual que nosotros, ahora dejan que la evolución transcurra por donde deba. Si quieres volver a arrancar el generador y encerrar a los dyson de nuevo detrás de la barrera, hazlo tú.
— ¿Quieres decir que vais a dejar que los dyson ataquen a los humanos sin más?
— Ya has visto la respuesta a eso, Ozzie. —Bailarín de las Nubes levantó los brazos un momento y dejó que la gruesa membrana de sus alas aleteara bajo la suave brisa—. Hay que lamentar la muerte de cualquier especie, pero ya hemos experimentado muchas. Yo mismo me he embarcado en peregrinaciones a la memoria de esas especies y siento un gran pesar cuando las conozco. Os recordaremos si acaso cayerais.
— Bueno, con eso ya me siento mucho mejor, coño. Gracias. Por un minuto pensé que nuestra amistad no significaba nada.
Bailarín en las Nubes retrajo los labios para exponer los tres anillos de dientes.
— Esta es una discusión a la que pusimos fin hace milenios. Vosotros dejasteis salir a los dyson. Los responsables sois vosotros. Es la macroevolución en su peor momento. Observarla siempre nos resulta doloroso.
— ¿Y qué hay de los anomina, los avanzados? ¿Puedo acudir a ellos directamente? ¿Hay algún sendero que nos pueda llevar hasta ellos?
— No hay ningún sendero, no. Podemos hablar con ellos cuando ellos quieren. Cosa que no ha ocurrido desde hace ya más de tres siglos. Pensamos que la caída de su antigua barrera quizá los incitara a hacer algo, pero no ha sido así. Ni siquiera estamos seguros de que sigan existiendo en su estado primario trascendente. Hemos conocido especies como la suya que han seguido evolucionando hasta convertirse en entidades que ya no pueden relacionarse con los que permanecemos enraizados en lo físico, así de simple.
— De acuerdo, en lugar de unos cuantos batallones silfen de tropas de asalto, ¿qué te parece darnos algo de información? —preguntó Ozzie—. ¿Hay algo, algún arma que hubierais construido en algún momento que pueda derrotara los dyson? Con los planos ya nos arreglaríamos.
— Me sorprende un poco que seas precisamente tú el que pregunte eso, Ozzie. De hecho, me ofende la implicación, que seríamos capaces de perder el tiempo en mierda como unas armas.
— ¿Ah, de veras? Me interesaría oír lo que dices si tu especie se viera amenazada por la extinción. Claro que no os iríais solos. Nosotros os ayudaríamos si nos lo pidieseis, estaríamos a vuestro lado.
— Lo sé. Os admiramos por eso, por lo que sois. No esperamos que cambiéis. ¿Acaso vosotros lo esperáis de nosotros?
— No. Solo pensé que erais diferentes, eso es todo.
— Diferentes, ¿cómo? ¿Más humanos? Construísteis leyendas a nuestro alrededor. No eran del todo correctas. Ahora es demasiado tarde para echarnos la culpa de vuestros errores.
— Que te follen.
— Pero yo soy amigo vuestro —insistió Orion y levantó el colgante—. Mira. Otros humanos también lo son. ¿Es que eso no significa nada para vosotros?
— Pues claro que sí, chaval. Si te quedas aquí, con nosotros, te mantendremos a salvo.
— Quiero que todos estemos a salvo.
— Ese es un deseo del que estar orgulloso, pero es solo un deseo. Vas a ser un ser humano magnífico cuando seas mayor. Lo mejor de la especie.
Orion balanceó el colgante delante de él y le lanzó una mirada desdichada.
— Entonces, ¿qué sentido tiene?
— La vida es lo que le da sentido. Haberse unido a otros y haberlos conocido. Te conocemos, Orion, amigo de los silfen, y eso nos alegra.
— Antes me alegraba de conoceros a vosotros.
— Ya, lo siento, chaval. Nos divertíamos jugando en esos bosques en aquel entonces, ¿verdad? Espero que algún día vuelvas a alegrarte de conocernos.
— ¿Tengo razón en lo que a vosotros respecta? —preguntó Ozzie—. ¿Hay algún equivalente de la IS en el que os descargáis todos? ¿Es eso con lo que estoy hablando en realidad?
Bailarín de las Nubes se echó a reír.
— Casi, Ozzie, casi.
— ¿Cómo sé que hablas con autoridad?
— No lo sabes. Pero te nombro amigo de los silfen, Ozzie Fernández Isaacs. —Le tendió un colgante idéntico al de Orion—. Eres libre de recorrer los senderos. Ve donde quieras con nuestra bendición. Si crees que solo soy un hijo de puta mentiroso, busca a aquellos que sabes que te dirán la verdad.
Ozzie se quedó mirando el colgante, a punto de tirárselo a la cara a Bailarín de las Nubes. Eso era lo que Orion habría hecho con toda su magnífica furia adolescente. Claro que todo aquel número lo habían organizado en honor de Ozzie, no de Orion: para decirle lo que quería saber aunque no fuera lo que quería oír. Era obvio que el colgante era la culminación de todo eso, significaba algo en algún sentido, aunque él no lo viera todavía.
— Gracias, Bailarín de las Nubes —dijo con tono solemne antes de aceptar el colgante con una pequeña inclinación.
Cuando se colgó la cadena alrededor del cuello, su visión se borró por un instante, sustituida por un destello brumoso de color esmeralda. Fue como si todos sus sentidos se forzaran al máximo. La sensación del aire soplando sobre su piel expuesta y raspándolo lo suficiente como para magullarlo; el calor del sol amenazando con chamuscarle el desgreñado cabello, el susurro de las hojas que era la cacofonía de una orquesta. Podía oler el aroma de cada mora y cada flor del arrecife combinándose como sulfuro volcánico. Y en su mente percibió los pensamientos de la Tierra Madre silfen a su alrededor: un inmenso reino de vida cuyo tamaño ya proporcionaba un consuelo absoluto a la entidad que tocaba. Un tamaño que con toda certeza la convertía en invencible. Impregnaba el halo de gas, se retorcía por los elementos físicos y biológicos como una fuerza espiritual nuclear. Las conexiones intangibles se escapaban a través de los intersticios más pequeños del espacio-tiempo que unía a los silfen allí por donde vagasen por el universo. Una familia que rebasaba cualquier sueño humano posible de conexión y amor.
Ozzie los envidió por eso. Pero a pesar de toda esa sensación de pertenencia que exudaba la Tierra Madre, era algo alienígena. Los silfen no iban a ayudar a los humanos en su lucha contra los dyson. Y no lo veían como un defecto en su carácter. En esencia, era como tenía que ser, porque así era como funcionaba el universo.
— Uau. —Ozzie se alegró de estar sentado. El impacto emocional no era tan grande como cuando había mirado en la memoria del mundo que había muerto. Con todo, era echarle un vistazo a un cielo que era dolorosamente bello a pesar de sus imperfecciones.
El momento pasó, aunque permanecería con él para siempre.
Bailarín de las Nubes lo estaba mirando, un rostro delgado y erguido, con los músculos de las mejillas salpicados por unos hoyitos, la boca extendida a medias, la lengua quieta. Una expresión que Ozzie supo con certeza que era de compasión y tristeza.
— Un día —le prometió al alienígena— forjaremos un puente que salve ese abismo que separa nuestros corazones.
— Te abrazaré ese día, amigo Ozzie. —Bailarín en las Nubes se volvió hacia Orion, que había vuelto a recuperar su habitual malhumor—. Hasta siempre, chaval. Espero que encuentres a tu madre y a tu padre.
Ozzie vio la insolencia que estaba a punto de abrirse camino por la boca del muchacho.
— Sé más generoso —le dijo al chico—. Nadie es perfecto.
— Claro —gruñó Orion con un encogimiento de hombros digno del manual del perfecto adolescente—. Bueno, gracias por decirme lo de mis padres.
— Sin problemas. —Bailarín de las Nubes se volvió hacia Tochee. Sus ojos destellaron con una luz ultravioleta. El gran alienígena respondió del mismo modo.
»Tengo que irme —dijo Bailarín de las Nubes—. Llega un viento fuerte y yo tengo que estirar las alas.
— Que te diviertas, tío —dijo Ozzie.
El silfen regresó al bosque.
Ozzie miró a Tochee, que había alineado su único ojo con el bosque por donde había desaparecido Bailarín de las Nubes.
— ¿Estás bien?
— Tenía la misma forma que vosotros. Pero era muy diferente.
— Sí. Yo estoy empezando a darme cuenta.
— Bueno, ¿y qué hacemos ahora? —preguntó Orion.
— Volver al refugio, recoger un poco de comida y remendar mis calcetines.
— ¿Por qué?
— Porque mañana salimos de aquí.
Morton estaba explorando los riscos más bajos que componían el borde oriental de las Regentes, muy por encima del Trine'ba. Volvía a lloviznar, unas gotas heladas que hacían peligrosa la hierba rayo caída que pisaba, aun con el traje blindado que llevaba y las suelas de las botas que se adaptaban al terreno. Su enjambre de robots chivatos corrían a su alrededor en un amplio perímetro, en busca de cualquier rastro de los primos. Habían visto aumentar la actividad en esa zona en los últimos días, más vuelos y varias patrullas de tropas. Ni siquiera el motil Bose estaba seguro de por qué. Allí no había nada. No se podía construir nada en los riscos puntiagudos ni en los largos taludes. Ningún cultivo crecería en aquel suelo pobre y saturado.
— No encuentro ni una mierda —dijo—. Si han plantado sensores por aquí, son demasiado avanzados para nosotros.
— Eso sí que no me lo creo —respondió Rob—. Sus sistemas electrónicos siguen en la Edad de Piedra. Yo ya estoy a punto de acabar. Nos vemos en el punto de encuentro.
— Hecho. —La visión virtual de Morton le mostró la posición del icono de Rob en los terrenos altos que había sobre el cráter de cristal fundido donde antes estaba Randtown. No lejos, de hecho, de la casa de madera donde habían encontrado al motil Bose.
El pequeño fulgor verde que indicaba la posición de la Gata regresaba de la parte posterior del valle, junto al risco de Agua Negra. MontañadelaLuzdelaMañana seguía usándolo como ruta principal de transporte hacia los valles más amplios. Los motiles estaban preparando muchos terrenos para su cultivo, arando los empapados campos humanos y los acres de hierba rayo virgen que había en las laderas. No había muchas plantas primas que crecieran en semejante clima, o eso afirmaba el motil Bose. Los campos que se habían plantado en los primeros días de la invasión habían producido unos brotes de aspecto frágil. Un gran porcentaje se había ahogado en los surcos anegados. Una plaga de hongos tal nativos de Elan se había extendido por los brotes restantes, en cuyas hojas lacias había salido una pelusa de color blanco lechoso.
Se suponía que la Gata estaba catalogando los tractores que MontañadelaLuzdelaMañana estaba utilizando para rociar las tierras recién preparadas con fungicidas. En las últimas semanas, una inmensa farmacia de productos químicos venenosos se había extendido por los terrenos con la ayuda de un ejército de maquinaria agrícola prima. Simon Rand había analizado las muestras que habían recogido y había anunciado que el fungicida sería de uso limitado contra los hongos tal. Los pesticidas tampoco tendrían demasiado efecto sobre los insectos de Elan.
— Veo unos cimientos que se están abriendo al fondo de Páramo Alto —anunció la Gata—. Por la pinta del equipo que tienen apilado ahí, yo diría que es una especie de planta química. Tiene sentido, están importando la hostia de productos químicos. Es más barato producirlos aquí mismo.
Las Garras de la Gata habían observado, a través de sensores y robots chivatos, los grandes tanques llenos de productos químicos tóxicos destinados a la agricultura que habían llegado a través de la salida que MontañadelaLuzdelaMañana había establecido en su nuevo asentamiento, a solo dos kilómetros, por la misma costa, del hoyo radiactivo que había dejado la bomba nuclear detonada por los humanos. La construcción había comenzado mientras ellos todavía estaban celebrando su éxito. Unas naves con motores de fusión habían vuelto a descender del cielo una vez más trayendo con ellas un enorme número de motiles soldado con sus bombarderos. MontañadelaLuzdelaMañana se limitó a repetir su operación de aterrizaje inicial: estableció un campamento armado, después levantó un campo de fuerza. Dentro construyó una salida de agujero de gusano, montó maquinaria industrial y trasladó grandes generadores de energía. Se abrieron carreteras entre el nuevo eje y la ruta que rodeaba el risco de Agua Negra. En menos de una semana, la operación tenía el mismo tamaño que antes pero con una diferencia: el número de tropas de la guarnición era cuatro veces mayor. Los rediles de congregación se construyeron en las aguas del Trine'ba y una sustituta de la refinería comenzó una vez más a bombear el espeso líquido negro que estaba saturado de células base. Momento en el que los primos reanudaron sus operaciones agrícolas.
Eso era lo que hacía MontañadelaLuzdelaMañana, explicó el motil Bose. Eso era lo único que hacía, expandirse.
— ¿Hasta dónde? —había preguntado Morton.
— Hasta el infinito —dijo el motil Bose—. Piensa en él como un virus inteligente. Tiene una continuidad que se remonta a sus orígenes evolutivos, es posible que incluso antes. Lo único que han hecho los primos ha sido crecer y competir unos contra otros. Él ha logrado un dominio absoluto tras erradicar al resto de su especie, aunque en realidad nunca hubo mucha diferencia entre ellos. Tú preguntas por qué lo hace, pero él ni siquiera entendería la pregunta. Es crecimiento en estado puro.
Después del hermoso éxito que supuso erradicar Randtown, la verdad había supuesto un duro golpe. Desde entonces habían realizado actos de sabotaje de bajo nivel, habían mantenido a los supervivientes con vida y se habían callado lo del motil Bose en sus informes a la Marina. Los mensajes de Mellanie seguían prometiéndoles que iba a intentar sacarlos de allí, pero hasta el momento la joven no había conseguido darles un plazo concreto. Rob empezaba a inquietarse de verdad.
— ¿Hay algún campo de fuerza alrededor de los cimientos? —le preguntó Morton a la Gata.
— No. Pero hay un montón de motiles soldado estacionados ahí abajo. Cuento dieciséis bombarderos patrullando por encima. Espera... qué raro.
— ¿Qué pasa? —preguntó Morton.
— Los bombarderos. Están quietos. Se limitan a planear.
— Yo también lo veo —dijo Rob—. Los muy cabrones se detuvieron de golpe. ¿Por qué iban a hacer eso?
Morton miró por la orilla del Trine'ba hacia el nuevo asentamiento primo. La base de nubes se desplazaba a poca altura sobre el agua, como siempre en los últimos días. Los fucilazos parpadeaban a través del bulboso vientre hacia la costa meridional invisible, con algún que otro trueno para acompañarlos que reverberaba por las montañas que rodeaban el lago. El lago en sí se moría. El fuego de los motores de fusión de la nave y la contaminación de las células base habían matado al fin aquella delicada y única ecología. Los peces muertos flotaban en la superficie, sus cuerpos medio podridos se unían para formar grandes esteras de carne gris putrefacta. Bajo ellos, el coral sin vida iba descomponiéndose poco a poco, produciendo una espuma oscura que se depositaba en la orilla y formaba dunas llenas de burbujas de gas espesas y oscuras.
Los bombarderos estaban constantemente en el aire por encima del arrasado lago, dibujando círculos alrededor de la orilla en busca de cualquier actividad hostil y manteniendo las tierras que rodeaban el campo de fuerza bajo una observación constante. MontañadelaLuzdelaMañana siempre tenía por lo menos dieciséis de patrulla en cualquier momento concreto. Esa mañana había veinte. Pero en ese momento Morton no veía moverse ni uno de ellos. Tenían los campos de fuerza activados y los tubos de escape de los motores rotaron para colocarse en posición vertical.
— Los motiles también están inmóviles —dijo Rob. Había un matiz preocupado en su voz—. Mierda, eso pone los pelos de punta. Están ahí parados, sin más. Hasta los soldados.
La mano virtual de Morton tocó un icono de comunicación.
— Simon, ¿qué está haciendo el motil Bose?
— Dudley está bien. No le pasa nada.
Morton manipuló sus iconos de comunicación para conseguir un enlace directo con el motil Bose.
— Aquí fuera está pasando algo, todos los motiles se han quedado inmóviles.
— No sé por qué. La única razón que tienen para hacer eso es que eso es lo que les han ordenado hacer.
Morton utilizó los sensores electromagnéticos de su traje para barrer las bandas que empleaba MontañadelaLuzdelaMañana. El tráfico de señales del alienígena había caído a un diez por ciento de lo normal.
— Un momento, voy a pasarte lo que está diciendo. Dime lo que puedas. —Sus manos virtuales desviaron la recepción del sensor hacia el enlace. No le gustaba exponer al motil Bose a las comunicaciones primas. Ninguno estaba seguro si MontañadelaLuzdelaMañana sería capaz de manipular al motil como si fuera una más de sus marionetas. Tampoco había ninguna forma de saber si podrían llegar a confirmar la historia que les contaba el motil Bose, aunque Morton sospechaba que era verdad. Como precaución, habían acordado que el motil se quedaría aislado de todas las comunicaciones primas. Pero esa le pareció una excepción justificable.
— Oh, Dios —dijo el motil Bose.
— ¿Qué? —preguntó la Gata.
— MontañadelaLuzdelaMañana ha lanzado otra invasión contra la Federación. Está utilizando algo llamado bombas de perforación de la corona contra nuestras estrellas. Nosotros tenemos también una superbomba que puede dejarla fuera de combate, pero eso solo hace que el vertido de radiación sea todavía peor.
— ¿Es por eso por lo que se han parado todos? ¿Se está concentrando en la invasión?
— No. Una de nuestras naves ha conseguido llegar a la estrella del puesto avanzado. Le ha disparado algo a la estrella que... Oh. La destrucción es enorme. MontañadelaLuzdelaMañana está perdiendo todos sus extractores de flujo magnético. Los agujeros de gusano se están cerrando. El que llega al asentamiento del Trine'ba ha desaparecido. Sus agrupamientos locales tienen que mantener el contacto a través de un agujero de gusano que hay en la órbita. No entiendo lo que le hicimos a la estrella del puesto avanzado. No será... Dios mío, se está convirtiendo en nova. ¡Hemos provocado una nova! No sobrevivirá nada. Solo les quedan unos minutos.
— ¡Yupiiii! ¿Lo matamos? —preguntó la Gata.
— Al puesto avanzado, sí —respondió el motil Bose—. Todos los generadores de agujeros de gusano que llevan a la Federación se van a desvanecer.
— ¿Entonces hemos ganado?
— La invasión se ha detenido. MontañadelaLuzdelaMañana sigue existiendo. Al igual que el generador del agujero de gusano interestelar. Esto no tiene buena pinta. Ahora ve a los humanos como un peligro muy real e inmediato, una amenaza a su existencia continuada.
— Pero tiene que darse cuenta que si nos ataca otra vez, podemos borrarlo del mapa por completo —dijo Rob—. No es idiota.
— No, no lo es —dio el motil Bose—. Como tampoco es razonable ni está dispuesto a negociar como lo estaría un humano en este momento. No estoy seguro de que hiciéramos lo mejor, aunque admito que no veo alternativa.
— Podemos convertir las estrellas en nova. —Había un cosquilleo de admiración en la voz de la Gata—. Es maravilloso.
— La Marina tendrá que hacérselo también a Dyson Alfa —dijo Morton—. Es la única solución que nos queda.
— ¡A por ellos, Marina! —gritó Rob.
— Aquí viene —dijo el motil Bose—. Veo crecer la luz. La radiación está alcanzando al propio puesto avanzado. MontañadelaLuzdelaMañana está retirando el agujero de gusano interestelar. Han desaparecido todos los agujeros de gusano restantes.
Morton volvió a mirar a los bombarderos que planeaban sobre el Trine'ba. Se mantenían en su posición. El tráfico de señales primas había desaparecido casi por completo.
— ¿Qué van a hacer los inmotiles que ha dejado atrás?
— No estoy seguro —dijo el motil Bose—. Todos los inmotiles vuelven a ser independientes. De momento son copias unificadas de MontañadelaLuzdelaMañana pero eso no durará mucho. Recuperarán su estado autónomo e intentarán hacerse con sus propios territorios. Los que están en tierra se aliarán con los grupos que controlan las grandes naves de aterrizaje.
— ¿Lucharán entre ellos? —preguntó Simon con tono esperanzado.
— No durante varios siglos —dijo el motil Bose—. Ocupan un montón de territorio, no hará falta que compitan hasta dentro de mucho tiempo. Pero eso es suponiendo que la Federación les permita crecer en los sistemas de los 23 Perdidos.
— Eso no va a ocurrir —dijo Morton—. Lo más probable es que nos retiren y conviertan en nova estas estrellas.
— Eso no es muy aconsejable —dijo el motil Bose—. La radiación que liberan las novas pueden esterilizar con facilidad toda la vida que hay en sistemas estelares vecinos. Se borraría del mapa toda esta sección de la Federación.
— ¿Y a quién le importa una mierda los detalles? —dijo Rob—. Podemos ganar. A los inmotiles que quedan aquí podemos eliminarlos uno por uno mientras le metemos una paliza a MontañadelaLuzdelaMañana en su propia casa.
— Los inmotiles que quedan siguen representando una fuerza formidable —dijo el motil Bose—. Tienen miles de naves y les quedan varios generadores de agujeros de gusano en los sistemas de los 23 Perdidos. Es probable que intenten trasladarse fuera del alcance humano.
— A nosotros no nos afecta nada de eso —dijo Morton—. De lo único que tenemos que preocuparnos ahora es de la reacción de los chicos del pueblo. ¿Alguna pista sobre el tema? —Mientras hablaba vio que los bombarderos volvían a moverse. Regresaban todos hacia el campo de fuerza.
— Los inmotiles locales están acordando cooperar y permanecer vinculados en un agrupamiento. Sin la ruta de suministros que los unía a Dyson Alfa, cesará toda la expansión de las operaciones existentes. Concentrarán sus recursos en reforzar su frontera contra cualquier asalto que podáis hacer vosotros y contra un posible bombardeo por parte de la Marina. Se reanudarán las comunicaciones con los otros grupos y agrupamientos de Elan para decidir qué hacer. Dependerá sobre todo de las acciones que tome la Federación contra ellos.
— No deberíamos tardar mucho en averiguarlo. La siguiente comunicación por el agujero de gusano está programada para dentro de siete horas.
— Nos llevarán a casa —afirmó Rob—. Todas estas chorradas del sabotaje no tienen sentido cuando se pueden borrar del mapa estrellas enteras. ¿Qué te parece? Volvemos a casa, libres. Y no pasamos aquí ni la mitad del tiempo con el que nos amenazaron.
— ¿Con que volvemos a casa, libres? —preguntó la Gata con dulzura—. Y, con exactitud, ¿cómo pensabas explicar por qué hemos retenido a nuestra propia versión de Dudley?
— ¡Mierda!
Morton observó que el icono azul de Rob cambiaba a ámbar al pasarse a un canal cifrado seguro.
— Morton, tienes que pensar en algún modo de arreglar esto con la Marina. Quizá podríamos dejarlo aquí y fingir que no ha pasado nada. Los supervivientes nos deben una muy grande, no se chivarán.
— Podría ser. Quiero oír lo que dice Mellanie en el próximo mensaje.
— Maldita sea —maldijo Rob—. Estás encoñado, tío. Bueno, pues puedes dejarle muy claro a esa zorra que no pienso dejar que ella y sus conspiraciones se interpongan entre mi expediente limpio y yo. Y eso también va por ti y la zorra psicópata. Cuando la Marina nos saque de aquí, quiero mi puesta en libertad, me la he ganado, joder.