9


El día, doscientos años antes, que la división de exploración del TEC abrió un agujero de gusano sobre Illuminatus, la visión que se materializó conmocionó a todo el Centro de Operaciones, que se quedó callado. Creyeron que se habían tropezado con lo último en civilizaciones de alta tecnología, una civilización que había urbanizado cada kilómetro cuadrado de tierra. Justo al otro lado del agujero de gusano, el planeta flotaba en la negrura del espacio, con el lado oscuro hacia ellos. Por lo general, difícil de ver en tal posición. Los sensores electrónicos, con su multitud de espectros incursivos, podían identificarlo con facilidad, pero el ojo humano, que observaba a través del cristal endurecido del centro de control, tras la cámara vacía de confinamiento y protegido una vez más por el campo de fuerza que cubría el agujero de gusano, siempre tenía problemas para distinguir un círculo de oscuridad en medio del espacio interplanetario. Esa vez fue diferente.

El planeta resplandecía con un dúctil color azul marino de costa a costa, rielando con suavidad en largas ondulaciones cuando unas nubes finas pasaban flotando sobre él. Solo las montañas y los casquetes polares carecían de luz.

El director de operaciones tendió una antena de comunicaciones a través del agujero de gusano e intentó enviar una señal a los habitantes de la ciudad planetaria. Por extraño que fuera, las bandas electromagnéticas permanecieron en silencio aparte de los gorjeos de las armonías de la ionosfera al recibir el chaparrón del viento solar.

Después comenzaron a acumularse los resultados de los sensores que les proporcionaron un análisis provisional. La luz no tenía un origen técnico, era puramente biológica.


Cada vez que Adam Elvin visitaba Illuminatus se le olvidaba meter en la maleta camisas de lino de manga corta decentes. Era su vieja mentalidad de chico de ciudad, jamás esperaba un clima tan húmedo en una zona urbana. Nadie construía ciudades en medio de la selva. No era civilizado. Ni viable comercialmente hablando. Salvo allí.

Al salir del vestíbulo con aire acondicionado del hotel Conomela volvió a recordar, muy a su pesar, lo mal que había elegido su equipaje. El calor y la humedad de la calle ya alcanzaban los niveles de sauna pese a que lo protegía del sol directo el dosel con forma de media luna de color escarlata vivo del hotel. La fibra semiorgánica del traje blanco de Adam adquirió un tono plateado cuando luchó por repeler el calor. Adam se abanicó la cara con su jipijapa auténtico. Un portero uniformado le hizo un gesto a un taxi Lincoln granate que se detuvo y abrió la puerta con un chasquido.

— Señor Duanro —la mano blanca y enguantada se tocó la punta de la gorra con gesto respetuoso.

— Gracias. —Adam se apresuró a entrar en el interior seco y fresco y por una vez no se paró a plantearse que todos los hombres eran iguales, que era una indignidad forzada por el mercado lo que obligaba al portero a ser tan servil. En esos momentos, cualquiera cuyo trabajo fuera acelerar su paso a un entorno más fresco y cómodo a él le parecía bien.

Le dio a la matriz de conducción su destino y el Lincoln se metió con gesto agresivo entre el tráfico. La calle estaba atestada de vehículos, la mitad de ellos furgonetas y camiones haciendo su ruta de repartos y aparcados en el bordillo, de modo que los coléricos coches, motos y autobuses tenían que apretarse en los pocos carriles restantes. Su taxi fue avanzando a treinta kilómetros por hora, con el claxon sonando cada treinta segundos para advertir a los peatones, patinadores eléctricos y ciclistas que pasaban esquivándolo. Siempre era igual en Tridelta: veinticuatro millones de personas metidas en un trozo de tierra de apenas cuarenta y cinco kilómetros de anchura generaban una presión importante en el tráfico.

Había una red de monorraíles, tendida como una pulcra telaraña entre los edificios de la ciudad que incluso atravesaba la base de los rascacielos más grandes, pero había sido diseñada cien años antes, cuando Tridelta tenía la cuarta parte de población. El abarrotamiento de los vagones alcanzaba niveles peligrosos para la salud. Solo lo usaban los pobres y los turistas. El ayuntamiento cobraba dos mil libras de Illuminatus al año por cada permiso de circulación para disuadir a los ciudadanos de que usaran el coche. Emitía tres millones de permisos al año.

Siete kilómetros y veintitrés minutos después de salir del hotel, el taxi aparcó junto a la torre Anau, un rascacielos cilindrico de doscientos cincuenta pisos. Sus amplias ventanas de color plateado metálico estaban dispuestas en una ligera pauta escalonada, parecía que la piel de la torre se retorciera alrededor de la estructura como la espiral de un sacacorchos.

Adam cogió el ascensor exprés hasta el piso ciento cincuenta, el punto de atraque de las aeronaves y luego hizo el trasbordo a un ascensor local para subir hasta el uno siete ocho. Las oficinas del Agente estaban en el lado oriental de la torre, tres modestas habitaciones decoradas con bloques fríos de granito negro. La recepcionista era un ensayo en intimidación visual. Su sencillo traje de color gris carbón se tensaba a su alrededor e ilustraba los refuerzos que había recibido, con varias costuras de músculo envolviendo su estructura original. Adam sospechaba que toda una serie de armas conectadas a su cuerpo acechaban entre las dudosas células musculares adicionales y la forzada capa epidérmica. El cuello de la mujer era un cono liso de carne que se fundía directamente con las mejillas. No tenía barbilla, solo unos labios tan espeluznantes como atractivos a los que les había aplicado una capa de brillo de color rojo cereza. Labios que se animaron con una sonrisa cuando Adam le mostró a la matriz del escritorio su identidad de Silas Duanro.

— Puede entrar cuando quiera, señor Duanro —trinó con una voz dulce y aguda—. Le está esperando.

El Agente lo recibió con una sonrisa desde detrás de su escritorio de granito. Era un hombre alto que se mantenía delgado gastando un montón de energía nerviosa. Tenía una nariz picuda que le llegaba casi al labio superior. Por alguna razón no se había modificado los folículos del cráneo y las entradas solo quedaban disimuladas en parte por un corte de pelo al cero.

— ¿Señor Silas Duanro? Hmm. —Sonrió ante su propia muestra de humor—. Puede usted utilizar el mismo nombre conmigo, sabe. Después de tantos años, ¿qué nos queda si no es la confianza?

— Desde luego. —Adam llevaba varios años sin visitar Tridelta, pero el Agente siempre se las arreglaba para reconocerlo. La última vez tenía un aspecto muy diferente, más viejo y gordito. En esos momentos se había modificado la cara para que presentara el aspecto de un hombre de cuarenta años con las mejillas redondeadas, los ojos verdes y una espesa mata de cabello rojizo. Tenía la piel gruesa y un tanto marcada, su cuerpo empezaba a protestar al fin por tantos perfilamientos celulares hechos a toda prisa, baratos y poco profesionales. Tenía que aplicarse crema hidratante cada mañana y cada noche, y, con todo, tenía la sensación de estar estirando una cicatriz cada vez que hablaba. En los últimos tiempos siempre tenía las mejillas frías porque los capilares estaban en muy mal estado por culpa de los constantes reajustes. La cantidad de perfilamiento celular que podía soportar un hombre tenía sus límites y Adam sabía que se estaba acercando a toda prisa el momento de dejarlo.

Pero todavía no.

Convertirse en Silas Duanro también implicaba deshacerse de un montón de grasa y recibir ciertos refuerzos musculares extra. Ya hacía tiempo que no se veía tan fuerte y sano, y tenía que tomarse unas cuantas genoproteínas muy sofisticadas para mantener el corazón y otros órganos al nivel que necesitaba para mantener todo aquel músculo añadido. También había tenido que corregir su cuerpo ante la aparición de la diabetes de tipo dos que había desarrollado en el último par de años. Pero cuando llegara la llamada para dar comienzo a la operación de burla del bloqueo que estaba organizando para Johansson, estaba decidido a estar preparado. No pensaba quedarse mirando desde el asiento de atrás, gritando consejos por la unisfera. Era consciente de que aquello podía ser su canto del cisne.

— ¿Una copa? —preguntó el Agente. Formaba parte del ritual.

— ¿Qué tiene?

El Agente sonrió y se acercó a la pared. Un largo bloque de granito se apartó sin ruido y reveló un mueble bar bien iluminado.

— Veamos. No nos molestaremos con los vinos de Talotee, aunque ahora mismo hacen furor. Qué le parece un impiricus-azul, una copia local, pero en mi humilde opinión, mejor que el original.

— Adelante.

El Agente sirvió con grandes alardes el espeso licor morado en un vasito frío de cristal tallado.

— Y uno para mí. —Regresó al escritorio y deslizó el vasito por la superficie hacia Adam—. Salud.

— Salud. —Adam se lo tomó de un solo trago. Una sensación como de una llama fría le quemó el esófago—. Ahh, tío —gruñó. Tenía lágrimas en los ojos—. No está nada mal. —Tenía la voz tomada, como si le hubiera dado la gripe.

— Sabía que le gustaría. Usted tiene clase, cosa de la que por desgracia carecen la mayoría de mis clientes. Yo trato con muchos gángsteres: armas más grandes y virus más desagradables es lo único que conocen. Pero usted: me sentí muy orgulloso al ver los nombres que se dieron en el tribunal después del ataque contra el Segunda Oportunidad y sabiendo que yo le había proporcionado la mayor parte. Eso sí que fue una operación con auténtico estilo, llevada a cabo con brío. Se montan tan pocas de esas estos días...

— Pero la nave sobrevivió.

— Cielos, sí. Pero haber soñado ese sueño es haber sobrevolado las montañas, haber alcanzado las alturas salvo en obra.

— ¿Keats?

— Manby. Bueno, ¿qué puedo hacer por usted? —preguntó el Agente.

— Necesito cierto ayuda para un nuevo proyecto que estoy organizando.

— Por supuesto.

— Sobre todo tropas de choque. —Adam le dijo a su mayordomo electrónico que trasfiriera el archivo de la lista a la matriz del escritorio del Agente.

— ¿Nada de especialistas técnicos? Es una pena. Desde luego que veré lo que puedo hacer para encontrar a las personas requeridas. Debería decirle que la mitad de mi lista B está en estos momentos sirviendo con la Marina tras las líneas enemigas. Y tampoco los sacaron a todos de la suspensión, muchos de ellos se presentaron voluntarios. Es la clase de trabajo que apela a sus instintos más básicos. Volverán cubiertos de gloria y medallas, decididos a convertirse en ciudadanos íntegros, y después, en un par de años, vendrán a aporrear mi puerta. Entre tanto, me avergüenza el escaso inventario que puedo ofrecer. ¿Hay algún modo de que pueda retrasar su proyecto?

— No de forma indefinida, no. Si es una cuestión de dinero...

El Agente pareció escandalizado de verdad.

— Dios bendito, no. Lo más probable es que termine renunciando a mi comisión por usted. Valoro mucho los desafíos con los que me ha honrado a lo largo de los años y además me proporciona una cantidad de contratos que agradezco mucho. Confío en poder estar a la altura de las circunstancias una vez más. El orgullo profesional y esas cosas.

— Ya veo. —Adam esbozó su mejor sonrisa falsa y sintió que su maltratada piel facial se distendía. Siempre era cuestión de dinero con el Agente, los delincuentes eran los peores capitalistas de todos—. Ofreceré la habitual prima de renacimiento en caso de pérdida corporal prematura.

— Está bien saberlo. Ahora mismo las clínicas de la Federación están a rebosar de solicitudes de renacimientos enviadas por las familias de las víctimas de pérdidas corporales de los 23 Perdidos. Los muy cerdos están cobrando unos honorarios exorbitantes. Me temo que es la ley de la oferta y la demanda.

— Después de la revolución los pondremos contra un paredón y les pegaremos dos tiros, ¿eh?

— Desde luego. Será un placer proporcionarle los pelotones de fusilamiento sin cargo alguno. Hasta entonces...

— Hasta entonces complete mi lista y envíeme la factura. En el archivo está el código de una dirección de un solo uso.

— ¿Tenía algún plazo en mente?

— Tiene una semana. —A Adam no le importaba que aquello lo pusiera en una posición de desventaja—. Le pagaré una prima muy generosa en el momento de la entrega.

El Agente alzó las cejas.

— Siempre agradezco los incentivos. Sin embargo, dado el estado de la Federación en estos momentos, eso quizá sea un poco difícil.

— Una semana.

— Ya veo que no va a ceder. Muy bien, tener aspiraciones nobles es ya su propia recompensa. No le decepcionaré. —Se inclinó hacia delante de repente y le tendió la mano.

Adam se la estrechó intentando que no se le notara la mueca de asco.

— Excelente. —El Agente regresó al mueble bar abierto y sirvió otros dos vasitos de impiricus-azul. Agitó una mano y diez altas losas de granito giraron noventa grados y revelaron un ventanal—. Aquí estamos más seguros que la mayoría, sabe —dijo—. Una ciudad rica es fácil de defender. Y el ayuntamiento ha gastado una gran cantidad de dinero para reforzar nuestros campos de fuerza, además de contar con los escudos de la Marina. Con todo, las dudas me corroen el alma. Soy afortunado al vivir entre una belleza que solo Dios y la naturaleza son capaces de crear.

— ¿Qué dudas? —preguntó Adam. Miraba más allá del Agente, a la extraordinaria vista que se veía por la ventana. Tridelta brillaba con luz trémula bajo el sol de media tarde, una isla plana ganada al mar que antes era la zona de pleamar donde se fusionaban tres ríos: el Logrosan, el Dongara y el alto Monkira, cada uno de ellos grande por derecho propio, que se unían para convertirse en el impresionante torrente de agua que era el bajo Monkira, que fluía hasta el océano situado a cuatrocientos cincuenta kilómetros de distancia.

Antes de que los humanos llegaran a Illuminatus, aquel delta triple era un pantano arenoso que se inundaba cinco o seis veces al año, siempre que subían los ríos; sus torrentes arramblaban con cualquier tipo de vegetación que hubiera echado raíces después del último diluvio entre las dunas bajas y saturadas. Dado que el Consejo de la Federación había impuesto una orden absoluta de conservación de los bosques y selvas de Illuminatus, lo que evitaba cualquier forma de desmonte, ese era el único trozo de tierra, aparte de las montañas, que no tenía árboles. El TEC construyó un espolón de tres kilómetros de anchura en el centro y edificó su estación planetaria entre el calor y la humedad tropicales. A medida que fueron llegando los equipos de construcción y las compañías de viajes empezaron a hacer fuertes inversiones, se fueron levantando muros adicionales. Unas bombas enormes drenaron y estabilizaron la arena pantanosa, se extrajo suelo nuevo de los ríos o bien se importó por tren para elevar el nivel del suelo de la isla artificial.

Los cimientos se hundieron en las profundidades y se montaron bloques de grandes alturas. A partir de entonces, Tridelta había ido floreciendo de un modo impresionante, primero hacia fuera y después, al consumirse los límites del pantano, hacia arriba.

Por donde quiera que Adam mirara, veía rascacielos: torres de cemento, metal, compuesto y cristal que producían un paisaje gótico de pináculos afilados que se alzaban sobre la conurbación más oscura de edificios bajos. La mayor parte tenían un kilómetro de altura, con los rascacielos más recientes alzándose incluso más por el aire lleno de bruma. La torre Kinoki, de momento solo una inmensa y esbelta pirámide de andamios en la orilla oriental del Lagrosan, iba a superar los tres kilómetros. Casi todos los rascacielos tenían una aeronave amarrada a ellos, los más altos tenían varias en diferentes niveles. Las naves eran todas grandes, de más de doscientos metros de largo con plataformas de observación que recorrían toda la parte inferior. Ninguna de ellas volaba durante el día, se limitaban a aguardar en el extremo de sus soportes de amarre, meciéndose con suavidad entre las ráfagas brumosas que cruzaban la ciudad como un torbellino.

La altura del despacho del Agente les permitía ver el paisaje del otro lado de los revueltos ríos que rodeaban la ciudad. Montañas onduladas cubiertas con el follaje ininterrumpido de color magenta y negro azulado de la selva que se extendían hasta el horizonte. Unas brumas finas, blancas como cisnes, inundaban los valles que había entre ellas, reflejando la inmensa red de afluentes que yacían bajo el sólido dosel.

Constelaciones de nubes más oscuras pasaban a toda velocidad sobre las cimas de las montañas liberando su lluvia en estallidos torrenciales. Era la vista por la que pagaban una fortuna los ricos que ocupaban los áticos más altos. Incluso durante el día era impresionante.

— Yo trato con el bajo vientre de la civilización —dijo el Agente con tristeza, sin dejar de darle la espalda a Adam para poder mirar por la ventana—. Contemplo mi ciudad todos los días y veo lo alto que podemos llegar, es inspirador; y, sin embargo, en esta habitación también soy testigo de lo bajo que podemos caer como especie. Nunca me implico de forma personal, ya me comprende, me limito a sobrevivir disponiendo los detalles. Con eso vivo la vida que quiero tener. Disfruto de la sensación constante que es la gemela del peligro. Hay dinero, mujeres, la emoción de poder involucrarme a un nivel de política y enemistad corporativa que el ciudadano normal ni siquiera sabe que existe. Y sin embargo, aquí está usted, independiente y al margen de todo esto, planeando algún acto violento en nombre de los Guardianes del Ser. Me pregunto si por una vez debería implicarme de forma más personal.

— Si quiere mi consejo, no lo haga. Existe la posibilidad de que no vuelva ninguno de nosotros.

— Habla usted con franqueza. Pero mi dilema es el siguiente, usted ya atacó en cierta ocasión a la Marina y aquí estamos, aguardando con desesperación el regreso de las naves estelares. ¿Sabía que se ha aconsejado a los Gobiernos que pongan sus sistemas de defensa en alerta de grado dos? El grado uno es cuando se las activa. Y la Marina no quiere decir si ha conseguido algo.

— No lo sabrán hasta que regresen las naves.

— Eso no es cierto y usted lo sabe. Si el ataque contra la Puerta del Infierno hubiera triunfado, todos los agujeros de gusano alienígenas abiertos en el espacio de la Federación se habrían cerrado. Pero no lo han hecho. En su lugar hemos recibido la advertencia confidencial de que nos preparemos. Y ahora aparece usted y quiere contar con tropas en menos de una semana. Tengo que preguntarme si es una simple coincidencia. Hago muchas cosas por dinero, pero traicionar a mi especie no es una de ellas.

— No es ninguna traición, más bien lo contrario.

— Su ideología afirma que nos están manipulando unos alienígenas. ¿Es eso cierto?

A Adam le sorprendió bastante ver que estaba sudando a pesar del discreto sistema de aire acondicionado. Jamás se había planteado que el Agente pudiera ser un problema, y mucho menos a nivel moral. Por una vez no tenía ningún plan de huida de emergencia. Qué estúpido.

— Así es, pero no es mi ideología. Yo no soy un Guardián. Trabajo como agente para ellos de vez en cuando. Y la Marina no existía cuando se atacó al Segunda Oportunidad. Píenselo así, si se hubiera podido destruir esa nave, no habría habido ningún vuelo que provocase el derrumbamiento de la barrera.

El Agente le dio la espalda a la ventana y le tendió un vasito.

— Si no hubiera sido entonces, habría sido más tarde. —Volvió a sonreír—. ¿Tengo entonces su palabra?

— Estamos del mismo lado.

— Por tales nuevas lloran hombres adultos.

Adam cogió el vaso y se tomó la mitad del licor. Estaba seguro de que en esa ocasión le quemó más todavía.

— ¿Es que acepta la palabra de alguien?

— Me enorgullezco de ser un anacronismo. ¿Sorprendido? Sé lo que piensa de mí. Piense en esto como un justo castigo.

— Salud. —Adam se terminó la copa.

— ¿Nos abandona ya? Creo de veras que esta ciudad está a salvo de cualquier ataque. Nuestra industria armamentística es pequeña en comparación con las de los 15 grandes pero somos muy sofisticados.

— ¿Una única fortaleza que resiste ante las hordas bárbaras? No creo que eso sea para mí. Pruebe a entrar un día en los archivos del asedio de Leningrado y pregúntese quién ganó en realidad.

— ¿Quiere desaparecer entre una llamarada de gloria?

— No. De hecho, eso es lo que estamos intentando evitar.

— Bravo. Y, por cierto, una de las razones principales por las que acepto su palabra es porque sé a quién representa. Lo que me preocupa es que estos días hay unas personas muy extrañas recorriendo las calles más oscuras de Tridelta.

— ¿No me diga?

— Ah, la burla; la superioridad moral de los idiotas de todas partes. Somos un microcosmos de la Federación, señor Duanro. Mírenos y se verá a sí mismo.

— De acuerdo, voy a picar. ¿Qué personas extrañas?

— De eso se trata; a pesar de todos mis esfuerzos, que, y permítame pecar de inmodesto por un momento, no son nada desdeñables, soy incapaz de descubrir su filiación. Desde luego, no pertenecen a ningún movimiento aislacionista, ni a ningún sindicato del crimen que yo pueda determinar. Sin embargo, tienen dinero, mucho dinero, suficiente para obtener un trato exclusivo en varias de nuestras clínicas más subrepticias. Durante los últimos meses, muchos de mis clientes han sido sacados de las listas de espera para que los cómplices de estas nuevas personas puedan conectarse armamento y recibir otros servicios. Tomados como grupo, son una fuerza considerable.

— Gracias por la advertencia.

El Agente levantó su vaso a modo de brindis y se lo terminó de un trago.

Adam se levantó para irse. No pudo evitar echar una última mirada por la ventana.

El Agente tenía razón al hablar de Tridelta, se podía decir que era la ciudad más étnicamente cosmopolita de toda la Federación. Por eso su Gobierno era tan díscolo, radical e independiente. El desdén por las leyes de la Federación y el odio a las «interferencias» del Senado encabezaban siempre la agenda de cualquier político del Ayuntamiento. Convertía el traslado de ciertos servicios y laboratorios de investigación a Illuminatus en una maniobra muy atractiva para las compañías que podían aprovechar sus leyes más liberales. Su economía crecía tan rápido como su población, un ambiente en el que los sindicatos locales del crimen prosperaban sin problemas. La consternación que reinaba en el Senado ante semejante y floreciente «central del crimen» era otra causa del antagonismo. Había culminado setenta años antes en una campaña local a favor del aislamiento. Pero aunque no tenían en gran consideración las leyes de la Federación, la población de Tridelta sí que sentía mucho respeto por su dinero. Illuminatus continuó integrado en el sistema.

— Tiene usted muy buenos contactos con la clase política de aquí —dijo Adam—. Me pregunto si podría pedirle un favor.

— Me interesaría mucho oírlo.

— En la Federación se han puesto en marcha muchos proyectos de construcción de botes salvavidas.

— Sí, vi el programa de Miguel Ángel de la semana pasada. Esa joven reportera hizo un trabajo excelente. Para mí siempre es un placer ver a los miembros de una dinastía retorcerse en público.

— Si se entera de que hay alguna compañía de Illuminatus proporcionándoles a los Sheldon componentes para un bote salvavidas, me gustaría mucho saberlo.

— Desde luego, ese es un favor que será un placer hacerle. Haré alguna indagación por usted.

— Gracias. Un placer, como siempre.


Adam no llevaba en el hotel Conomela ni media hora cuando lo llamó Jenny McNowak.

— Pensé que querrías saberlo —le dijo—. Acabamos de llegar a la estación del TEC de Tridelta.

— ¿Qué estáis haciendo aquí?

— Seguir a Bernadette Halgarth. Cogió el expreso directo en EdenBurg. Estamos en los escalones de la entrada de la calle Dalston viendo cómo se va su taxi. Kanton está intentando piratear la matriz para ver en qué hotel se ha registrado.

— De acuerdo. ¿Y qué está haciendo aquí Bernadette?

— ¿Quién sabe? Tenía la agenda completa para el resto de la semana: almuerzos, fiestas, espectáculos, reuniones de comités, la historia de siempre. No había nada programado en Illuminatus. Y, Adam, no le dijo a nadie que venía. Lo dejó todo y se subió al tren. Ahora mismo se supone que tenía que estar tomando cócteles con todo un montón de famosillos menores de unas cuantas dinastías en la Galería Metropolitana de Rialto.

— Bien, no la perdáis y avisadme de lo que ocurra.

— Haremos lo que podamos, pero solo somos nosotros dos. ¿Alguna posibilidad de contar con refuerzos? No va a ser fácil vigilarla en una ciudad como esta.

— Haré lo que pueda; ahora mismo andamos bastante escasos de personal. Pero Jenny, reconocimiento solo, ¿entendido? No quiero que os metáis en ningún incidente. Observad e informad.

— Lo sé. Ah, Kanton dice que el taxi se dirige hacia el Octavius, en la avenida del muelle del Bajo Monkira.

El mayordomo electrónico de Adam sacó de la ciberesfera la guía local del Octavius.

Era un hotel de tres estrellas de tamaño medio y ciento cincuenta años de antigüedad.

No era el tipo de lugar en el que alguien como Bernadette se alojaría en circunstancias normales.

— Muy interesante, sin duda —dijo—. Haré todo lo que pueda para conseguiros un poco de ayuda. Entretanto, no os registréis bajo ninguna circunstancia en el Octavius, no sabemos qué hay ahí y acabo de enterarme de que hay unas cuantas personas con armamento conectado en esta ciudad que no pertenecen a ningún sindicato local.

— Haremos lo que podamos —dijo Jenny. Y cerró la llamada.

Adam cerró los ojos e intentó pensar si podría sacar a alguien de las demás operaciones que estaba dirigiendo. No había sido ninguna excusa cuando había dicho que andaban escasos de personal. Al final llamó a Kieran McSobel y le dijo que fuera él a Illuminatus con Jamas McPeierls y Rosamund McKratz, que cogieran el siguiente expreso y fueran a dar apoyo a Jenny y Kanton. Después, llamó a Bradley.

— Me alegro de que nuestra pequeña inversión en Bernadette parezca estar dando resultados —dijo Bradley—. No había muchas probabilidades.

— Pronto lo sabremos con certeza. No habría dejado EdenBurg de ese modo a menos que fuera algo urgente.

— Sin duda. Y el momento creo que es significativo. Da la sensación de que el asalto de la Marina contra la Puerta del Infierno ha tropezado con ciertas dificultades. Los programas de noticias de la unisfera están empezando a preguntar si los agujeros de gusano de los primos que llevan a los 23 Perdidos se han cerrado.

— Si así hubiera sido, la Marina nos lo diría; y si no lo dijeran ellos, Doi querría anunciárselo al Senado.

— El tiempo no está de nuestra parte, Adam. Solo faltan dos días para que las naves estelares estén, en teoría, al alcance de los sistemas de la Federación. Si la noticia es tan mala como todo el mundo está empezando a predecir, muy pronto puede que tengamos encima nuestra única oportunidad.

— ¿Crees que el aviador estelar se va a ir?

— Si no hemos conseguido destruir la Puerta del Infierno, no cabe duda de que los primos tomarán medidas para anexionarse más planetas de la Federación. La humanidad se defenderá con todas sus fuerzas. Después de eso, la guerra no terminará hasta que uno de los dos quede borrado de la existencia y el otro en muy malas condiciones. Ese es el objetivo del aviador estelar. Una vez que esos últimos acontecimientos hayan comenzado, el resultado final es inevitable. El aviador no tiene razón para permanecer en medio de una zona de guerra. Ya hemos construido armas de un enorme poder destructivo con los misiles relativistas Douvoir; y esas son las únicas sobre las que ha informado la Marina. Habrá otras en proyecto, siempre las hay.

— Espera un momento, ¿estás diciendo que habrá guerra pase lo que pase? ¿Creí que con eliminar y exponer al aviador estelar se ponía fin a todo esto?

— Yo nunca prometí eso, Adam. No tenía ni idea de que los primos serían tan intransigentes, tan brutales. No veo forma de detenerlos.

Adam se quedó mirando por la ventana del hotel la ciudad donde comenzaba a caer la tarde. Un hermoso sol de color dorado y rosa comenzaba a rozar ya el borde de los edificios oscuros, enviando sus últimos rayos naranja entre las capas de bruma y nubes para acariciar los tejados y los rascacielos. Lo que Johansson acababa de decirle lo golpeó como una carga paralizadora policial especialmente volátil, una carga que acababa con toda la energía de sus miembros y no le dejaba más que un agudizado cosquilleo.

— Entonces... ¿para qué cojones estamos haciendo esto?

— Justicia, Adam. El aviador estelar arruinó un mundo que en otro tiempo estaba lleno de vida y potencial. Tierra Lejana quedó reducida a un desierto por culpa de una mega llamarada para que él pudiera llamar al otro lado de las estrellas. Y además nos ha llevado al borde de la ruina. ¿No creerás que podemos permitirle que se vaya en libertad? Tú, más que nadie, Adam, posees un auténtico sentido de la justicia.

— No. —Adam gruñó y se sentó con pesadez al borde de la cama, solo conseguía tomar aire a bocanadas agotadoras. Durante solo un instante creyó haber sufrido algún tipo de apoplejía, su cuerpo era incapaz de responder mientras veía el tren de pasajeros desviado cruzando a toda velocidad la estación de Abadan para intentar recuperar el tiempo que había perdido en StLincoln. No tenía que estar en esa vía, no a esa hora. La explosión... —Eso no es justicia. Sin una ratificación, la muerte no es más que asesinato.

— ¿Le explicaste eso a Kazimir? ¿Aprecian tu noble racionalismo elitista las aldeas de los Guardianes que sufren ahora mismo ataques constantes en Tierra Lejana?

— ¿Las aldeas? —Adam frunció el ceño y sacudió la cabeza para volver a centrar el mundo en el que vivía.

— Los mercenarios del Instituto están atacando todas las aldeas de los clanes que pueden encontrar. No atacan los fuertes de la frontera, ni los que disponen de armas y guerreros. Atacan a nuestros granjeros y pastores. A nuestras madres y sus hijos. El aviador estelar ha lanzado sus gánsteres uniformados contra nuestros débiles y ancianos con la esperanza de que acudamos en su ayuda. Va a regresar, Adam, va a volver a Tierra Lejana. Sus esclavos le están preparando el camino.

— ¿Qué es lo que pondrá fin a la guerra? Tiene que haber algo.

— Si no me crees a mí, llama a Stig. Todavía aguanta en Ciudad Armstrong mientras tiran bombas incendiarias y los francotiradores atacan sin que nadie los vea. Pero hazlo rápido. El Instituto está ofreciéndole ayuda al gobernador para restaurar el «orden civil». Pronto controlarán la salida y nos quedaremos fuera.

— No estoy seguro de poder seguir.

— Mi pobre Adam. Siempre creyendo que eres el más valiente, que el bien triunfará al final. No siempre es así. El universo no se construyó a base de integridad. Frente a la debilidad, la fuerza siempre puede triunfar y triunfa. Lo único que puedes hacer es elegir quién debe empuñar esa fuerza. Nosotros o el aviador estelar. No te rindas ahora, Adam. Ya has llegado hasta aquí.

— Mierda. —Se secó el sudor frío de la frente y se quedó mirando la humedad que le empapaba la mano, sorprendido de verla. Debería haber sabido que no hay ninguna respuesta clara. Y quizá lo supiera y solo seguí adelante porque era lo único que me quedaba.

— Adam —dijo Bradley con firmeza—. Sin esto ya no queda esperanza posible. Al planeta debe permitírsele vengarse.

— De acuerdo. —Adam se levantó y miró desde su altura la ciudad oscurecida—. De acuerdo, maldita sea.

— Prepara el tren para que atraviese el bloqueo. Va a ser extraordinario, Adam. Este viaje será de los que hagan leyenda.

Después de terminar la llamada, Adam no se movió, siguió mirando por la ventana hasta que la noche reclamó Tridelta por completo y pudo contemplar la selva en toda su gloria por última vez.

— Leyenda, y una mierda —se rió. Su voz estaba a punto de quebrarse, pero ya le daba igual. Le dijo a la doncella robot que preparara su equipaje y pidió un taxi para que lo llevara a la estación del TEC. Su mayordomo electrónico reservó un billete en el siguiente tren a Kyushu.


Los subtenientes Gwyneth Russell y Jim Nwan salieron del taxi detrás de Tarlo y entraron en la comisaría de Puerto Norte. Todos habían dejado sus uniformes en la oficina de París, en Tridelta llamarían demasiado la atención. Tarlo vestía una sudadera de color azul pálido de mangas cortas y raídas y unos vaqueros viejos, además de unas zapatillas deportivas y un collar de cuentas de cuero. Gwyneth le envidió el atavío durante el breve trayecto que los separaba del vestíbulo de la comisaría; tanto su formal traje de chaqueta de color crema como la blusa gris estaban húmedos para cuando llegó al aire acondicionado del interior y eso que el sol ya estaba ocultándose tras el horizonte.

El detective sargento Marhol y el detective en prácticas Lucius Lee los esperaban junto al mostrador de trámites.

— Menudo suplicio —le dijo Jim a Lucius cuando los cinco cogieron el ascensor al piso quince, donde los detectives tenían sus oficinas.

— Ya le dije que la vigilancia le serviría para coger experiencia. —Marhol lanzó una carcajada cruel y le dio a Lucius una fuerte palmada en la espalda. Le sobraba peso y la barriga le caía por encima del cinturón. Vestía ropa cara.

Una breve expresión de desdén cruzó la cara del detective en prácticas cuando se cayó hacia delante por la palmada.

— Ese tío era muy bueno —dijo—. Llamé a Mercedes para hablar del FX 3000p, se negaron a creer que alguien pudiera descifrar su sistema de seguridad tan rápido. Dijeron que el propietario tenía que estar intentando estafar a la compañía de seguros.

— ¿Llamaste a Ford para hablar sobre la seguridad de la batería del Feisha? —Marhol volvió a reírse.

Gwyneth supo que se iba a cansar de aquella risa muy pronto.

Los detectives de la comisaría compartían despachos idénticos dispuestos alrededor de un pasillo central, como cajas de cristal colocadas en hilera. Era el final del turno de día y todo el mundo iba poniendo punto final a sus tareas. Unos cuantos detectives se habían rezagado en el pasillo para echarle un vistazo a los peces gordos del equipo de la Marina cuando pasaron a una de las salas de reuniones seguras que había al otro extremo. Un par de personas saludaron a Lucius «el del susto en el coche» con sonrisas y bromas. El joven detective en prácticas lo soportó con una sonrisa tensa.

— Bueno, y con exactitud, ¿qué es lo que tiene para nosotros? —preguntó Tarlo una vez que se acomodaron en la sala de reuniones. Las persianas de las altas ventanas estaban cerradas y protegidas, cosa que a Gwyneth le molestó; jamás había visto la noche en Illuminatus.

— El roba-Mercedes, encaja con su hombre a la perfección —dijo Marhol.

Un portal holográfico proyectó una imagen del hombre en el aparcamiento subterráneo. Estaba tomada de los implantes de retina de Lucius y mostraba a Beard al aproximarse al Ford Feisha. Varias comparaciones de archivos surgieron a su lado.

— Parece él —admitió Gwyneth.

— ¿Alguien por aquí capaz de semejante hazaña? —preguntó Tarlo.

— Uno o dos —dijo Marhol—. Quizá. Como dice Lucius, el Mercedes sería bastante difícil de abrir.

— Ninguno de los mecánicos locales encaja con el perfil físico —dijo Lucius—. Es su hombre, de eso no cabe duda.

— Gracias. De ahora en adelante este es un caso prioritario de la Marina. —Tarlo le dio a la matriz de la sala de reuniones los datos que tenían de la camioneta de Beard—. Por favor, carga esto en las matrices de gestión de tráfico de la ciudad. Quiero que cualquier vehículo de estas carreteras que se parezca a este, por poco que sea, sea detenido y registrado por los agentes de tráfico.

Uau, eso son muchas horas extra —dijo Marhol con una sonrisita engreída—. ¿Y las va a pagar la Marina?

Tarlo esbozó una gran sonrisa.

— La Marina meterá a cualquiera que la joda con esto en suspensión durante cien años. ¿Quiere volver a hacerse el listo conmigo o prefiere sobrevivir a las próximas veinticuatro horas?

— Eh, que le follen, pez gordo. Nosotros les resolvimos este caso, lo menos que pueden hacer es mostrar un poco de gratitud.

— Es que estoy mostrando un poquito de gratitud. Hace semanas que les pasamos la alerta para encontrar a Robin Beard, ¿y ustedes envían a un novato a realizar una vigilancia que encajaba a la perfección con el perfil de sus operaciones? Y por cierto, me gusta su traje. Le ha costado una pasta, ¿no? ¿Le han hecho alguna inspección de Hacienda en los últimos tiempos? Puede ser un coñazo cuando el Tesoro Central saca su archivo. Le pasó a un viejo amigo mío, pasó años así cuando esos programas contables empezaron a mirar hasta el último detalle de sus archivos financieros. Tuvo que hacerse un rejuvenecimiento antes de tiempo por culpa del estrés.

— ¿Cree que con amenazarme va a conseguir que se hagan las cosas por aquí?

— No le estoy amenazando, colega, estoy pidiendo su cooperación. Hasta ahora se lo he pedido por favor.

— ¿Y qué es lo que pide, con exactitud? —preguntó Lucius.

— Ese informante suyo, quiero hablar con él, ahora.

— Resulta que no trabaja de nueve a cinco, sabe —dijo Marhol—. Se tarda un tiempo en montar una reunión.

— Antes sí —dijo Gwyneth—. Hoy es todo mucho más rápido. O bien le ponemos a su dirección de la unisfera un parche de ubicación y enviamos un equipo armado de arresto a donde quiera que suene el pitido o asaltamos su casa con más potencia de fuego todavía, o bien nos encontramos en el bar de su elección.

— Podemos detener a todos los Halcones Stu que podamos encontrar —sugirió Jim Nwan—. Meterlos en interrogatorios neurológicos, quizá una lectura de memoria, y extraer el paradero de Beard de ese modo.

Tarlo asintió con gesto elogioso.

— Eso me gusta. Tiene muchas probabilidades de éxito.

— No puede llevarse a toda una puta banda —protestó Marhol.

— ¿Y por qué no? —inquirió Tarlo con tono ingenuo.

— Porque todas las demás bandas de la ciudad le declararían la guerra a la policía —dijo Lucius—. Ahora mismo, con todo el mundo sulfurado por culpa de las naves de la Marina y la Puerta del Infierno, lo único que nos faltaba era tener más disturbios.

Gwyneth se encogió de hombros.

— Ese no es problema nuestro.

— Está bien, está bien —dijo Marhol de mala gana—. A mi hombre le gusta tomarse una copa en el bar Illucid, en la Puerta Norte.

— Gracias. —Tarlo se levantó—. Vamos, quiero hablar con Robin Beard en menos de veinticuatro horas.


Mellanie había alquilado un apartamento diminuto en un bloque monolítico de cuarenta pisos de la Avenida Real, a menos de un kilómetro de la orilla del Logrosan.

Era mucho más oscuro que el que había dejado en Venice Beach, la única ventana que tenía le daba la espalda al río y miraba a la ciudad, pero el aire acondicionado funcionaba, con lo que para ella, el trato estaba cerrado. En Tridelta la humedad era increíble.

El sol empezó a ponerse y ella hizo que la pantalla de la pared accediera al programa de Miguel Ángel mientras ella se preparaba para la gran velada. El periodista tenía a los senadores Valetta Halgarth y Oliver Tam en el estudio y les preguntaba lo que había pasado con el ataque a la Puerta del Infierno. Aunque estaba acostumbrada a tratar con la actitud esquiva de los políticos profesionales, a Mellanie le impresionó la cantidad y variedad de modos que emplearon los senadores para no responder a la pregunta.

Se duchó para deshacerse de la sensación pegajosa que tenía después de un día entero paseando por las calles de Tridelta. Una vez seca, se puso un sencillo sujetador de algodón blanco y sobre él un microjersey sin mangas de lana blanca y plumosa sobre un tejido suelto de telaraña que apenas era más grande que el sujetador, así podría alardear de las líneas enjutas de sus músculos abdominales y del rubí que se había puesto en el ombligo. Se metió en una minifalda con un contoneo, y nada de medias, se había pasado media hora masajeándose las piernas con aceite para darle a su piel un lustre llamativo. Ninguna de las prendas era de marca, ni siquiera eran copias de nada que estuviera de moda; que era más o menos lo único que vendían las tiendas de Tridelta en su voraz búsqueda del tatuaje de crédito del turista. Lo único que había comprado en la ciudad eran unos collares largos de fantasía, unas cuentas de madera y conchas cristalinas de color lavanda ahumado que se enroscó alrededor del cuello.

— ¿Por qué prohibiría la Marina que se diera información sobre el ataque a la Puerta del Infierno? —preguntó Miguel Ángel con tono razonable—. Estoy seguro de que los alienígenas primos saben si los hemos atacado o no. Supongo que la única conclusión lógica es que nuestras naves han fracasado y que el Ejecutivo está intentando evitar el pánico.

Mellanie se giró un poco para ver la respuesta.

— La capacidad de nuestro servicio de inteligencia debe permanecer velada por razones obvias —respondió Oliver Tam sin alterarse—. Estoy seguro de que tenemos la capacidad necesaria para ver si los agujeros de gusano que tienen en los 23 Perdidos están abiertos o no. Si es así, eso nos proporciona una ventaja militar clara. No se puede esperar que la Marina exponga nuestros activos solo para hacer feliz a la prensa. Todos lo sabremos sin ningún tipo de dudas en cuanto las naves estelares estén dentro del alcance de nuestras comunicaciones. ¿Es posible, Miguel Ángel, que usted sencillamente no soporte no saber? ¿Acaso la prensa se ha hecho tan arrogante que supone que todos los secretos han de ser violados para satisfacer sus índices de audiencia, da igual lo que nos cueste como especie?

¿Eso era una broma? —preguntó Miguel Ángel, parecía muy ofendido por el insulto. La ira en alguien tan grande y poderoso imponía bastante. Oliver Tam hizo lo que pudo por no mostrar miedo.

Mellanie sonrió ante las ridiculas poses que se daban en el estudio y se miró en el espejo. Tenía el pelo de color negro azabache y repleto de cortas ondas que hacían que se le rizara alrededor de la cabeza. Se lo sujetó a ambos lados con unas bandas baratas de tela amarilla y naranja. Después de pensarlo un poco, se aplicó la barra de labios morada más oscura que encontró. Gracias a una genoproteína dermatológica, tenía la cara cubierta de pecas, le daban un aspecto tan cursi que estuvo a punto de vomitar. Pero en lugar de eso se rodeó la cabeza con los brazos y se lanzó un gran beso.

El personaje perfecto.

La cara del espejo no tenía nada que ver con Mellanie Rescorai, as del periodismo de investigación de los mejores programas de noticias de la unisfera, la cara que conocía toda la galaxia civilizada. Aquella era una adolescente en su primera vida, ingenua, lozana e impaciente por formar parte del emocionante mundo de las fiestas, pero sin saber muy bien cómo. Habría voluntarios de sobra para enseñárselo. A los hombres les gustaba esa juventud inquisitiva, y cuanto más mayores y ajados fueran, más les gustaba. Mellanie lo había sabido incluso antes de que apareciera Morty en su vida.


El aire del exterior era notablemente más fresco cuando Mellanie dejó el bloque de apartamentos, con una modesta brisa que llegaba del agua. Tenía un efecto narcótico sobre los atareados peatones, que compartían el mismo brío animado cuando comenzaron a buscar entre lo que tenían que ofrecer los bares y los clubes. Mellanie se dirigió al oeste por la amplia avenida, en dirección al río. No podía evitar la sonrisa de felicidad que asomaba a su rostro. Las calles de esa orilla estaban resueltas a imitar con una audacia fotónica bastante chillona la elegancia que residía más allá del agua. Por encima del cemento amalgamado con enzimas, los primeros diez metros de los edificios estaban encerrados en un neón resplandeciente e intenso, en hologramas chispeantes y en el calor firme de la iluminación polifotónica. Más arriba, las normas de la ciudad no permitían ningún tipo de contaminación lumínica. Al mirar directamente hacia arriba, Mellanie tuvo una visión siniestra, era como si a la calle le hubieran puesto un techo negro y sigiloso. Las estrellas más brillantes parpadeaban justo encima, cuando no las ocultaban los restos de las nubes del día, pero las elevadas paredes de los rascacielos que componían la red urbana eran invisibles, a sus ventanas de cristal se les impedía transmitir cualquier tipo de luz del interior que estropeara la vista de los demás.

Mellanie solo podía ver una tacha, la bien iluminada plataforma de observación de la aeronave cuando soltó amarras del muelle de su rascacielos. Se inclinó hacia arriba para deslizarse por el aire limpio, por encima de las torres de Tridelta, y poner rumbo al otro lado del río para dar comienzo a su vuelo nocturno sobre la selva.

Mellanie llegó a la intersección y bajó al muelle alto del sur del Logrosan, donde atracaban los transbordadores. La última y corta avenida que llevaba a la orilla se iba abriendo poco a poco y sus edificios se iban reduciendo en tamaño. Había un gran flujo de personas que se dirigían hacia los transbordadores, paseando con aire afanoso en medio de un ambiente de carnaval. Mellanie comenzó a ralentizar el paso cuando vio lo que tenía delante. Casi todos los turistas de la multitud que disfrutaban de su primera noche en el planeta se habían detenido para mirar.

Delante de ella, el Logrosan medía más de un kilómetro de anchura y era una lámina de ondas negras que borboteaban con un poder silencioso mientras se precipitaba por el borde de la ciudad. Al otro lado, la selva envolvía las montañas onduladas. Cada árbol resplandecía con un esplendor opalescente.

Al contrario que las plantas terrestres, que competían para producir flores más grandes y coloridas que atrajera a los insectos, la vegetación de Illuminatus había desarrollado la bioluminiscencia para disputarse la atención de los insectos locales. Las hojas oscuras que se habían pasado el día empapándose de luz comenzaban a irradiar esa energía con un fulgor manso y suave. Con cada árbol de la selva envuelto en su propio nimbo frío de iridiscencia, la selva brillaba lo suficiente como para competir con la luz adormilada del sol del amanecer.

Una hechizada Mellanie se apresuró a llegar al muelle con su larga fila de malecones ladeados. Su transbordador era el Halcón Dorado, una nave grande y vieja de casco de metal que cruzaba el agua resoplando cada hora, día y noche. A bordo, se peleó con los otros doscientos cincuenta pasajeros para conseguir un sitio cerca de la proa cuando el barco se dirigió al muelle Transversal. Tres inmensas aeronaves más pasaron sobre su cabeza durante el corto viaje. Mellanie los saludó como una tonta, riéndose de ella misma al hacerlo.

Mientras miraba la selva resplandeciente que tenía delante, se permitió relajarse.

Se había pasado las últimas cuarenta y ocho horas en un estado constante de nervios mientras realizaba el reconocimiento de la clínica Azafrán. Miguel Ángel tenía razón, era muy discreta. Por la mañana se movió entre las terrazas de los cafés de la calle Allwyn sin perder nunca de vista la torre Greenford. Era un cono de un kilómetro de altura de acero bruñido y cristal morado que albergaba tiendas, fábricas, hoteles, bares, balnearios y apartamentos. El último piso era un amarradero para una aeronave, y tenía a uno de los grandes y oscuros ovoides flotando con aire pasivo en el extremo del soporte. Apartada de la calle, en su propia plaza, la base de la torre Greenford estaba hecha de altos ventanales arqueados que llegaban hasta el quinto piso. Cada uno daba entrada a una sección diferente. Dado su propósito, tampoco podía recorrerlos todos intentando averiguar cuál pertenecía a la clínica. Así que se tomó varios tés de hierbas y aguas minerales bajo los toldos de los cafés mientras sus programas e implantes se iban infiltrando poco a poco en la red interna de la torre Greenford.

Con sus programas extrayendo datos de las matrices de gestión de cada piso, no tardó en encontrar la clínica Azafrán, que se extendía a lo largo de siete pisos, comenzando por el treinta y ocho. Cuando le llegó la información, echó la cabeza hacia atrás para ver las ventanas y su visión virtual realzó los cristales vacíos con un fino reborde de neón verde. Era imposible acercarse más, visual o electrónicamente. El acceso a las matrices de la clínica estaba bien protegido. Mellanie no tenía la habilidad necesaria para piratearlas.

Una revisión de los planos estructurales certificados de la Torre le mostraron que la clínica tenía su propio garaje en el tercer nivel de los quince del gran aparcamiento subterráneo. También se podía entrar a través de uno de los altos arcos de la parte occidental, que llevaba a un vestíbulo privado y un ascensor.

Mellanie se trasladó a un bar que había en un callejón que daba justo a la calle Allwyn y que le proporcionaba una vista limitada de la entrada. Allí fue donde encontró el único punto débil de la protección electrónica de la clínica: los programas de seguridad de la Torre identificaban y daban paso a todo el personal autorizado que atravesaba la puerta exterior que llevaba al vestíbulo de la clínica Azafrán antes de que llegaran a los modernos sistemas de seguridad interna de la clínica.

Mellanie se acomodó en la silla y se pidió otra taza de chocolate caliente. Había varias fuentes grandes que jugueteaban en la plaza Greenford; al caer, los chorros de espuma de vez en cuando chocaban con la pequeña puerta de la clínica, pero aparte de eso tenía una visión clara de todos los que iban y venían. Cada vez que se abría la puerta, sus implantes grababan la imagen de la persona que la atravesaba y la catalogaba con la información y el nombre que extraía de la matriz de seguridad de la Torre. Tres horas después, ladeó la cabeza cuando una figura voluminosa salió al sol de últimas horas de la tarde. Por irónico que fuera, era el tiempo que había pasado con Alessandra Baron lo que le había enseñado a comprender mejor a las personas; había aprendido a reconocerlo que eran con solo un vistazo. Estereotipos al instante, era la explicación fácil que le había dado Miguel Ángel, pero Mellanie supo por instinto que aquel era el que estaba buscando. Cuando los datos de la matriz de seguridad rodaron por su visión virtual identificando al hombre como un tal Kaspar Murdo y confirmando algunas de las cosas que ella ya había adivinado, Mellanie ya estaba de pie y había dejado un par de billetes de diez libras de Illuminatus en la mesa para pagar las bebidas. Empezó a seguir a Kaspar Murdo por la calle al tiempo que, de camino, desataba una serie de programas de monitorización en las matrices públicas que lo rodeaban.


La multitud era más numerosa en el muelle Transversal del Sur, que no era más que una amplia franja de cemento amalgamado por enzimas que separaba el río de la selva y que se extendía a lo largo de cuarenta y cinco kilómetros. En la sección central, enfrente de Tridelta, ochenta muelles de piedra y cemento se introducían en el agua como púas un poco sesgadas para proporcionarles cierta protección contra la corriente a los barcos que había amarrados a sus orillas. Mellanie paseó sin prisas por la amplia avenida de la parte superior en busca del muelle en el que estaba amarrado el Isla de Chipre. A su izquierda, la silueta de Tridelta era una delgada franja de luz chillona justo encima del río, coronada por torres negras que se recortaban con un perfil marcado sobre el lustre de la selva del otro lado de la ciudad.

A su derecha, los árboles se alzaban sobre la pasarela, arrojando un resplandor pálido y cambiante sobre los rostros llenos de admiración de los turistas que buscaban sus malecones.

El Isla de Chipre era uno más de una docena de barcos que hacían cruceros nocturnos y que estaban atados al malecón: más largo y esbelto que los transbordadores que salían de la ciudad para abrirse paso por el río, tenía una cubierta abierta arriba con un bar en el centro. En el interior, las dos cubiertas superiores de pasajeros tenían unos mamparos transparentes de modo que los clientes del casino y del restaurante seguían teniendo una vista excelente de la selva; solo la tercera cubierta, donde se había instalado el escenario, tenía un casco normal. Mellanie pasó por la corta plancha entre una pandilla de discotequeros apenas algo más mayores que ella.

Varios de los muchachos le lanzaron sonrisas alentadoras de las que Mellanie tuvo que hacer caso omiso. Era una pena, todos aquellos chavales tenían un aspecto magnífico y todos habían puesto mucho cuidado a la hora de elegir la ropa y el estilo que mejor les iba.

Confirmó su entrada con el sobrecargo al subir a bordo. Este le lanzó a su aspecto una mirada experta y rápida.

— ¿Estás segura de que quieres estar aquí? —le preguntó con una sonrisa un tanto preocupada—. Las cosas se alborotan un poco según va transcurriendo la noche. Puede resultar molesto si no estás acostumbrada. El Galápagos te aceptará la entrada si quieres, pertenece a la misma compañía y suelen salir con un grupo de pasajeros bastante más agradable.

— No me pasará nada —dijo practicando una risita tonta y aguda. En el fondo estaba encantada con la reacción del hombre.

— De acuerdo entonces. —Y le dio paso con un gesto.

La primera copa era gratis. Pidió una cerveza ligera importada de Munich y se acercó entre apretones a la barandilla de la cubierta superior.

El Isla de Chipre zarpó veinte minutos más tarde. A sotavento del muelle, sus motores lo empujaron contra la rápida corriente y produjeron un balanceo bastante pronunciado. El viaje mejoró un poco tres kilómetros río arriba, cuando se metieron por uno de los cientos de afluentes que alimentaban el Logrosan. Una ovación recorrió el barco cuando las aguas se calmaron y Tridelta se desvaneció tras una curva. El ruido del motor se desvaneció convertido en un discreto murmullo.

Al otro lado del pequeño afluente, los árboles crecían cerca del agua con su maraña de raíces expuestas e hinchadas conteniendo el suelo desmigajado de la orilla. A pesar de la luz que parpadeaba en cada hoja, entre los árboles reinaba la oscuridad, proporcionándole a la selva un aura misteriosa. En la tierra no se movía nada, en Illuminatus nunca había evolucionado nada más grande que sus insectos.

— Cualquiera diría que esto está lleno de silfen.

Mellanie se volvió y vio a su lado a uno de los chavales del grupo de la pasarela.

— ¿Ah, sí?

— Es un sitio muy propio de ellos. Soy Dorian, por cierto.

Mellanie dudó.

— Saskia. —Era bastante guapo, alto y con un ligero legado oriental en sus rasgos.

Unos tatuajes CO pequeños y rojos le rodeaban el cuello, dragones y serpientes que se perseguían entre sí. En su cabello oscuro se habían entrelazado unas fibras semiorgánicas que emitían gotas de luz que parpadeaban entre sus pulcros rizos romanos.

— ¿Te apetece otra cerveza, Saskia?

Los implantes de la joven registraron una transmisión que había dirigido el muchacho al nodo de la ciberesfera del barco. En circunstancias normales no le molestaría, un chico que alardeaba de su ligue delante de los amigotes que se habían quedado en la ciudad. Pero la transmisión estaba muy cifrada.

— Ahora mismo no, gracias.

El muchacho intentó disimular la expresión herida.

— Claro. Voy a estar por aquí toda la noche.

— Lo recordaré.


El mensaje que había enviado la inquietaba. Todavía no tenía habilidad suficiente para descifrarlo con sus implantes y no llevaba una matriz de mano para trabajar en ello. Durante un momento se planteó la idea de hacer un escáner a fondo solo para ver qué clase de implantes llevaba aquel chico. Por supuesto, si había algún sistema serio conectado, el tal Dorian detectaría el escáner.

¿Y por qué iba a tener nada conectado? Cielos. Estoy empezando a ponerme paranoica. ¿Entonces por qué no le hago el escáner?

Dorian había vuelto al bar y sonreía con su grupo de amigos. Seguramente se estarían metiendo con él por las calabazas que había recibido.

El afluente se fue estrechando y bifurcando varias veces por ambos lados. Los árboles comenzaron a arquearse sobre el agua, los más altos se tocaban sobre la corriente y sus ramas comenzaban a entrelazarse. El Isla de Chipre continuó navegando por un túnel de esplendor coronal.

Mellanie bajó a la cubierta del restaurante y se sirvió algo en el bufé. La luz era tenue en el interior, lo que permitía que los comensales contemplaran la selva. Su entrada no le daba derecho a disfrutar de una mesa junto a las paredes transparentes así que regresó con su plato a la cubierta superior, se sentó en un banco enfrente del bar y contempló el intrincado encaje de ramas que se alzaban sobre el río. Algunos de los árboles tenían una luminiscencia que rayaba en lo ultravioleta, lo que hacía brillar su camiseta blanca.

Se quedó mirando la lana durante un minuto sin ver en realidad lo que miraba.

— Oh, a la mierda —murmuró. Su mano virtual de color morado y platino tocó el icono de la IS.

— Hola, Mellanie.

— Hay alguien a bordo que me preocupa. Necesito que descifres un mensaje.

— Muy bien.

Esperaba tener que convencer a la IS así que el asentimiento la cogió por sorpresa.

Después abrió el archivo en cuestión.

— En una traducción aproximada, el chico dijo: «Identidad confirmada. Es ella».

— ¡Oh, Dios! —jadeó. ¡Los gorilas de Alessandra me han alcanzado! Miró a su alrededor con un leve ataque de pánico, pero no se veía a Dorian por ninguna parte de la cubierta superior.

— ¿Tienes algún arma contigo? —preguntó la IS.

— No. ¿Qué hay de tus implantes? ¿Hay algo que pueda usar para defenderme de él?

— No con cierta seguridad. Quizá pueda cargar programas de caos en los sistemas que tenga conectados, suponiendo que tenga alguno. ¿Quieres que alerte a la policía de Tridelta? Pueden traerte un helicóptero en cuestión de minutos.

Mellanie levantó la cabeza y miró el arco radiante de luz bajo el que navegaban.

— ¿Cómo bajarían hasta nosotros?

Su enlace con la unisfera se desconectó.

¡Maldita sea! Ahora no. Envió un paquete de escrutinio a la matriz de a bordo más cercana para ver cuál era el problema. Las rutinas de gestión de la red informaron que el nodo ya no recibía energía, había sufrido algún daño físico.

«Nuestro nodo de la ciberesfera está sufriendo un daño temporal», envió la matriz del puente por una emisión general, «por favor, no se alarmen. Pronto se establecerá una nueva conexión. Entretanto, a la dirección de la compañía le gustaría disculparse por cualquier molestia que se pueda producir».

Mellanie empezó a temblar cuando el texto fue bajando por su visión virtual.

— Vuelve conmigo —le susurró a la noche fluorescente—. Vamos, en Randtown conseguiste pasar. —Una horrible voz interior le decía que Randtown jamás había estado tan aislada de la ciberesfera planetaria, tenía líneas terrestres, una red.

Aquello era un barco solitario en medio de una selva, en un planeta que solo tenía una ciudad.

Apretó los puños y los apoyó en las piernas para obligarse a dejar de temblar.

¡Piensa! No puedo vencerlo yo sola. Esperar a la policía no era una opción seria. Ni siquiera sabía si la IS los había llamado. Se llevó la mano inmóvil a la cara y le lanzó a su brazo una mirada curiosa. Sigue aquí dentro.

Un rápido examen de su entorno con los implantes reveló que una de las matrices del barco estaba instalada detrás de la barra. Mellanie se acercó corriendo y se agachó debajo del mostrador.

— Eh —le dijo uno de los camareros—. No puede entrar aquí detrás.

La joven le lanzó una sonrisa distraída mientras pasaba las manos por los estantes.

Los dedos revolvieron y encontraron la matriz metida detrás de las cajas de aperitivos; era pequeña y la utilizaban para manejar las finanzas del bar, pero tenía un punto-i.

Apretó la palma de la mano contra él.

— Es solo un segundo —le dijo al camarero—. Después podemos enrollarnos.

El chico se quedó con la boca abierta. No sabía si la chica estaba de broma o no.

Las manos virtuales de Mellanie activaron una serie de implantes y metieron el código. La subrutina IS se descomprimió, fluyó por el punto-i y penetró en la diminuta red del barco.

— Capacidad de procesamiento disponible por debajo del punto óptimo —dijo la subrutina IS—. Estoy operando en modo resumido. ¿Por qué estoy aquí?

— Me sigue un asesino. Es probable que tenga armas conectadas. —Mellanie se levantó y miró a su alrededor otra vez, casi esperaba ver a Dorian yendo a por ella. El camarero se acercó un poco más.

— ¿Hablas en serio? —preguntó con un murmullo bajo.

— Coño, sí, pero más tarde. —Mellanie salió de espaldas del bar y le guiñó un ojo—. Ya te llamaré.

— Sugerimos que llames a la policía —dijo la subrutina IS.

Torció la boca con un gruñido de frustración.

— No puedo. Por eso te he descomprimido. Necesito ayuda.

— ¿Tienes algún arma?

— No. Averigua si hay alguna a bordo.

— No hay ningún arma registrada en el manifiesto del barco.

— ¿Puedes infiltrar algún programa de caos en el armamento que lleva conectado el asesino?

— No existe ningún archivo de caos en mi directorio.

— Mierda. ¿Qué hago?

— Sugerimos que abandones el barco.

Mellanie se lo planteó por un momento. El afluente no era ningún problema, podía nadar hasta la orilla o coger un bote salvavidas. Pero entonces estaría sola en la selva. A kilómetros de cualquier parte. Y quizá no estuviera tan sola en la selva.

Si saltaba por la borda, la gente la vería. El capitán pararía. Dorian iría tras ella entre los árboles.

— Piensa en otra cosa —le ordenó.

— Revisión activada. La capacidad de procesamiento disponible no puede realizar comparación de opciones de huida a un nivel óptimo.

Mellanie estaba perdiendo a toda prisa su fe en la subrutina IS. Eso no iba a ser como en Ciudad Armstrong, donde flotaba a su alrededor como un ángel guardián. Necesito un arma, algo que me dé alguna oportunidad. Recuperó la misma calma que había sentido cuando se había enfrentado a Jaycee, una calma que bloqueó todo lo demás que la rodeaba. De hecho, había un lugar a bordo que quizá tuviera algo que pudiera utilizar. Solo tenía que llegar hasta allí. Solo Dios sabía dónde estaría acechando Dorian. No cabía duda de que estaba por encima de los matones callejeros que habían enviado tras Paul Cramley. Lo cual era una especie de cumplido.

Mellanie se acercó con calma a las escaleras que llevaban a la cubierta inferior. No se le ocurrirá dispararme en público, ¿verdad? Pero no había forma de saberlo. Kazimir McFoster estaba en pleno L. A. Galáctico, por el amor de Dios.

— ¿Detectas alguna comunicación local cifrada? —le preguntó a la subrutina IS.

— No. El capitán ha ordenado una valoración de la red de a bordo para ver por qué las funciones del barco se han puesto en modo de emergencia por defecto. Los programas de diagnóstico están interfiriendo con mis rutinas de comparación de opciones.

— Quizá pueda conseguir un arma. Incorpora esa posibilidad a tu revisión.

— ¿Qué clase de arma?

— No lo sé. Nada muy potente.

— Acatando orden.

— Y no dejes de vigilar por si hay tráfico cifrado. Quiero saber dónde está.

El restaurante estaba atestado de pasajeros que cenaban, largas colas que serpenteaban por todo el espacio que salía del bufé. Con todos los implantes de sensores activos, Mellanie no pudo detectar ninguna de las signaturas de potencia que indicaban sistemas electrónicos conectados y activos. Bajó por las escaleras hasta la cubierta del casino. Allí solo había unos cuantos jugadores devotos, la mayor parte de las mesas estaban desiertas, que no era lo que ella quería. Una ráfaga de aire cálido subió por las escaleras, venía de la tercera cubierta. Mellanie bajó corriendo al club.

— Dame un plano de la cubierta —le dijo a la subrutina IS—. ¿Hay alguna ruta de escape? ¿Puedo llegar a los botes salvavidas?

— Cancelando análisis comparativo de opciones de huida.

Mellanie apretó los dientes de pura cólera. Después, el esquema del barco apareció en su visión virtual.

— Hay acceso a los botes salvavidas en todas las cubiertas —dijo la subrutina IS.

— ¿Puedo lanzar uno sin que la tripulación del puente lo sepa?

— Puedo bloquear la alerta de lanzamiento.

— Genial.

— Reanudando análisis comparativo de opciones de huida.

Al final de las escaleras un cartel holográfico destelló como una luz estroboscópica defectuosa para decirle que el grupo de danza hermafrodita Muerte Por Orgía daría comienzo a su primera actuación en veinte minutos. Eso sí que era lo que estaba buscando. Una música rock aplastante la atravesó con violencia en cuanto pasó por la entrada protegida, una música lo bastante alta como para que le vibraran los huesos. El club estaba a rebosar de gente y la luz era absurdamente tenue. Las chispas holográficas revoloteaban por el aire como cometas pervertidos, proporcionando los únicos destellos de iluminación al girar alrededor de los ciudadanos que se retorcían en la diminuta pista de baile. Mellanie tuvo que poner sus implantes de retina al máximo para ver por dónde iba.

El club cobró vida con un resplandor gris verdoso. Abundaban los atavíos fetichistas.

Los trajes semiorgánicos ofrecían a la vista genitales extrañamente modificados cuando empezó a deslizarse entre aquel zoológico de tipos raros. Los miembros adicionales parecían estar de moda y varios tenían manos del tamaño de las de un recién nacido injertadas alrededor de la zona de la entrepierna. El perfilamiento celular especializado había producido un montón de animalismos; brazos peludos que toqueteaban filas de tetas, orejas puntiagudas que se crispaban cuando las lamían lenguas serpentinas, sonrisas lujuriosas que revelaban colmillos afilados.

Con su ropa blanca e infantil, Mellanie se sentía como una especie de virgen de camino al altar de sacrificios. Y todo el mundo la miraba como si pensase lo mismo.

Sus implantes captaban un montón de fuentes de energía dentro del club. La mayor parte eran demasiado pequeñas, pilas para juguetes pervertidos. Mellanie necesitaba encontrar a la auténtica multitud sadomaso si quería tener alguna posibilidad.

Multitud que se encontraba junto a la barra, un grupo de grandes cuerpos ataviados con correas negras, cadenas brillantes y capuchas. Kaspar Murdo también estaba allí, de pie en uno de los extremos, vestido con unas túnicas de la Inquisición española y unas cadenas de hierro oxidado alrededor del cuello, balanceando una amplia variedad de instrumentos medievales.

Mellanie detectó la fuente de energía más grande del club y su visión virtual fijó la posición entre unos corchetes azules, por suerte al otro lado de donde se encontraba Murdo. Era una picana, uno de los muchos objetos que colgaban del grueso cinturón de cuero de una felina bastante estrafalaria. Su cabeza tenía un pelo negro y lustroso que le llegaba hasta las cejas de donde le sobresalía la nariz modificada y húmeda, de un color marrón rojizo; junto a los orificios de la nariz alargados habían enraizado unos bigotes largos. Vestía un traje de cuero negro, apretado y sin mangas que realzaba los brazos y las piernas peludas. Una larga cola se balanceaba de un lado a otro mientras hablaba con otras dos gatas con modificaciones más comedidas y un esclavo jovencito con una toga y una cadena bastante suelta que lucía un gesto de preocupación en la cara.

Mellanie se acercó a empujones a la felina.

— Necesito que me prestes tu picana —gritó por encima del martilleo de la música rock.

La felina aulló a un volumen que se elevó sin esfuerzo por encima de la música.

Levantó un brazo y extendió los dedos de la zarpa delante de la cara de Mellanie. Las garras de ónice pulido que habían sustituido a las puntas de los dedos salieron con un chasquido, con las puntas a un centímetro escaso de los ojos de Mellanie.

— La gatita dice que me chupes la arena, zorrita mía.

Sus compañeras maullaron de risa.

Alguien con unos sistemas electrónicos formidables conectados al cuerpo, y activados todos ellos, entró por la puerta segura del club.

— No tengo tiempo —dijo Mellanie. Se quedó inmóvil. Unas motas plateadas le aparecieron en los brazos y la cara, como si estuviera sudando mercurio. Los brotes se extendieron a toda prisa y le oscurecieron la piel. Los programas informáticos brotaron de su cuerpo y se hicieron con el control del circuito orgánico que regía las adaptaciones de la felina.

La felina dio un salto cuando su propia cola se alzó serpenteando y le envolvió el cuello. Después apretó un poco. Las garras se retrajeron.

— Me llevo la picana —anunció Mellanie y se la quitó del cinturón.

La felina sonrió, excitada.

— Sí, mi ama, seré una buena gatita para vos. —Sacó la lengua, un cordón largo y obscenamente flexible de carne húmeda—. Volved pronto.

Mellanie se abrió camino a empujones entre la multitud de cuerpos, creando una oleada de conmoción. Tras ella, Dorian captó el movimiento y empezó a sortear el bullicio.

— ¿Puedes quitar los controles de seguridad de la picana? —le preguntó Mellanie a la subrutina IS—. Tiene mucha potencia. Si pudiera utilizarla con un solo estallido, tendría que ser letal.

— Cancelando análisis comparativo de opciones de huida. Revisando sistemas de la picana.

Mellanie alcanzó la puerta protegida que había junto al escenario.

— Ábrela —ordenó.

La puerta se deslizó hacia un lado. El pasillo que había detrás estaba flanqueado por pequeñas cabinas privadas. Mellanie oyó gemidos, algunos de placer, otros de dolor.

Un látigo restalló con estrépito. Alguien gritó. Se oían gruñidos.

— Sistemas de seguridad de la picana desviados. índice de descarga de la batería fijado en modo ilimitado.

Mellanie miró a su alrededor con frenesí cuando la puerta se cerró tras ella. La mayor parte de las cabinas estaban ocupadas. Solo había una escotilla de evacuación de emergencia al otro lado.

— ¿Cómo puedo golpearlo con ella? Jamás me dejará acercarme.

— Ejecutando análisis comparativo de opciones de asalto eléctrico a distancia.

— Oh, mierda. —Mellanie salió disparada hacia la escotilla de escape.


Dorian se cargó el circuito de la cerradura de la puerta con una simple ráfaga del máser que llevaba incrustado en la muñeca. Un pequeño círculo del duro compuesto ardió sin llama y se ampolló. Empujó con ganas, aplicando toda la fuerza de su musculatura potenciada. Se oyó un crujido que se perdió entre la música estridente. La puerta se abrió de golpe y Dorian atravesó la pantalla protectora y entró en el silencio relativo del pasillo. Los escáneres de sus sensores se vieron sometidos de inmediato a un aluvión de interferencias. Varias voces gañían y gruñían tras las puertas cerradas que había a ambos lados. En el otro extremo, Mellanie había abierto la escotilla de escape.

La joven se dio la vuelta de repente. La mitad de su piel era plateada, los implantes y los tatuajes CO dirigían las interferencias directamente hacia él. Dorian examinó lo que pudo de su oponente con interés. Ella estaba haciendo lo mismo con él. Con más eficacia, ya lo sabía, pero él ya veía todo lo que necesitaba.

— No tienes armas —dijo—. Qué curioso.

— Tengo un recado para Alexandra.

Dorian dio un paso adelante.

— ¿Qué?

Los implantes de Mellanie transmitieron una señal cifrada a la pequeña matriz del pasillo. El sistema de aspersores se disparó sobre Dorian, empezó a caer agua y sonó la alarma de incendios.

Dorian le lanzó una mirada de lástima cuando el diluvio le empapó la camisa y los pantalones.

— Eso no lo oye nadie.

Más allá de la ducha, Mellanie sonrió. La picana que había tirada en el suelo, junto a los pies de Dorian, se descargó. El agua permitió que toda la carga de su corriente se estrellara contra el joven, cuyo cuerpo sufrió una convulsión y el vapor se escapó con un siseo de su ropa y su pelo. Arqueó la espalda y gritó durante un instante cuando se le saltaron los ojos y le sobresalió la lengua. Las fibras ópticas entrelazadas en su cabello se fundieron. Le aparecieron unas líneas negras en la piel al quemarse los circuitos orgánicos que emitieron finos jirones de humo que se mezclaron con el vapor y el agua. La carne se quebró como un volcán donde llevaba implantadas las baterías de las armas. La sangre y las entrañas salpicaron las paredes.

Hicieron falta unos cinco segundos para que la batería de la picana se agotase. Cuando le falló la corriente, el cadáver estremecido de Dorian se estrelló contra el suelo. La subrutina ts desconectó los aspersores del pasillo.

Mellanie se acercó y miró el cuerpo que humeaba con suavidad. Las piernas sufrieron un par de espasmos.

— Ya se lo daré yo —dijo.


Kaspar Murdo estaba disfrutando de la noche. Había una buena multitud en el club del Isla de Chipre. Él conocía a muchos de los asistentes y había varias novatas prometedoras. Todo el mundo decía que Muerte por Orgía eran la caña. Estaba deseando verlos actuar.

Y entonces esa visión con una camiseta corta, blanca y algodonosa y una minifalda se acercó a la barra a solo un par de metros de él y pidió una cerveza. Una chica en su primera vida, por lo que veía. Parecía un poco temblorosa, como si le asustara lo que estaba viendo e intentara no demostrarlo. Lo que significaba que sentía curiosidad y que aquello no la repelía al instante. Era una vulnerabilidad que él sabía bien cómo aprovechar. Iría alentándola al principio, atrayéndola, tranquilizándola, hasta que confiara en él. Y una vez establecida la confianza, podría empezar a adiestrarla.

Era un hombre grande, su tamaño le permitió abrirse camino con facilidad entre los impacientes animalistas autoritarios y los tipos raros que se estaban reuniendo como nubes de tormenta alrededor de su inconsciente presa. Derrotó con la mirada a cualquiera que pensara plantear alguna objeción y respondió con un gruñido cuando le ladró un cánido.

— A esta invito yo —le dijo a la joven cuando esta le tendió un billete de una libra al camarero—. Insisto. Lo que significa que no hay discusión posible.

La chica asintió con un gesto nervioso de gratitud y le echó un vistazo a los instrumentos que llevaba al final de la cadena.

— Gracias.

— Kaspar —dijo él.

— Saskia.

Le sonrió a la joven con expresión cordial, paternal incluso, y levantó una de las cadenas para alardear del tosco aparato de hierro y cuero que había al final.

— Una locura, ¿no crees? —le preguntó de un modo que la invitaba a compartir el chiste.

La chica sonrió avergonzada y la velada de Kaspar se convirtió en la mejor que había tenido en mucho, mucho tiempo.


Era casi medianoche, hora local, cuando el expreso de París entró en la estación del TEC de Tridelta. En el fondo, Renne estaba encantada porque eso significaba que podría echarle un vistazo a la selva.

— Consíguenos un hotel ribereño, tan cerca del Octavius como puedas —le dijo a Vic Russell.

— Desde luego —le contestó el otro con entusiasmo.

— El más cercano y el más barato, Vic.

— Ya, ya.

— ¿No vamos directamente a ver al equipo de los Halgarth? —preguntó Matthew Oldfield.

— Pueden encargarse del resto del turno de esta noche —dijo Renne—. Warren me avisará si hay algún cambio de estatus.

— De acuerdo.

— Danos la oportunidad de instalarnos antes de ver qué está tramando Bernadette. ¿No quieres ver la selva?

— Coño, sí.

— Pues entonces. —Renne le dijo a su mayordomo electrónico que llamara a Tarlo—. ¿Dónde estás? —preguntó cuando su compañero aceptó la llamada.

— De vigilancia en un garaje de la calle Uraltic. Un informador de la policía que entrevistamos antes dijo que Beard estaría aquí esta noche.

— Espero que lleves calcetines de goma. Esas baterías de coche tienen un montón de corriente.

— Muy graciosa. ¿Qué quieres?

— Estoy en la estación del TEC.

— ¿En Tridelta?

— Sí.

— ¿Por qué? ¿Es que te ha enviado Hogan como equipo de apoyo?

— No. Estoy siguiendo a Bernadette Halgarth, la madre de Isabella.

— ¿Que estás haciendo qué?

— No te preocupes, tengo a Vic y a Matthew conmigo.

— ¿Lo sabe Hogan? Por el amor de Dios, Renne, creí que te habías olvidado de todo ese asunto de Isabella.

— Y lo había hecho. Pero Christabel Halgarth puso a Bernadette y a Victor bajo vigilancia para hacerme un favor. Ni siquiera tuve que pedírselo. Los dos han estado recibiendo y enviando mensajes cifrados, nada demasiado sospechoso, pero hoy Bernadette lo ha dejado todo y se ha venido aquí. La seguridad de los Halgarth la tiene bajo vigilancia en el hotel Octavius, que una vez más, es una elección extraña para una celebridad como Bernadette. Vamos a reunimos con ellos por la mañana. —Después esperó la respuesta de Tarlo.

— Tengo un hotel —dijo Vic muy contento—. Pero no es muy barato, lo siento. —Matthew y él compartieron una sonrisa.

Renne agitó una mano para pedir silencio. Su visión virtual le mostró que el enlace seguía activo.

— ¿Tarlo?

— Sí, hola, lo siento. ¿Necesitas ayuda?

— Todavía no, pero si hace falta, ya te llamo. Y te digo lo mismo.

— Claro. Gracias. Bueno, buena suerte.

— Sí, tú también —le dijo Renne.


— Paula, está empezando a surgir una situación interesante.

— ¿Qué pasa, Hoshe?

— Estoy con Nadine y Jacob en Illuminatus, dirigiendo la vigilancia electrónica de Tarlo, que va tras Beard. Y Gus e Isaiah acaban de reunirse con nosotros, están monitorizando a Renne.

— ¿Así que ambos objetivos están en Illuminatus?

— Sí. Renne llegó hace veinte minutos, siguiendo a Bernadette Halgarth. En cuanto Renne llegó aquí, llamó a Tarlo y cinco minutos después, Tarlo llamó a Bernadette. Era un mensaje cifrado y desviado a través de una dirección de un solo uso, pero por una vez hemos tenido suerte. Infiltramos unos programas de escrutinio en el nodo del hotel de Bernadette en cuanto Warren me dijo que estaba aquí. No hemos conseguido descifrarlo todavía, pero el mensaje que Tarlo envió es el que recibió ella. Parece que Tarlo le estaba advirtiendo que está bajo observación. No hay ninguna otra razón.

— Tarlo. Maldita sea.

— Lo siento, Paula.

— No es culpa suya. Sabía que tenía que ser uno de ellos.

— ¿Qué quiere hacer?

— Mantenerlo vigilado a él y a Bernadette. Me reuniré con ustedes dentro de un par de horas.

— ¿Vas a decírselo a Renne?

— Es posible. Nuestra prioridad tiene que ser poner a Tarlo bajo custodia policial. Pero no quiero asustar a Bernadette hasta que se haya puesto en contacto con quien haya ido a ver. Esta es nuestra primera oportunidad real de introducirnos en la red de agentes del aviador estelar. Saber elegir el momento va a ser esencial.

— Tarlo va a tener armamento conectado. Y es probable que Bernadette también.

— Desde luego. No se preocupe, mi equipo irá armado.


La habitación no era nada del otro mundo, un simple cubo de paredes grises y una moqueta gastada. Las dos bandas polifotónicas del techo la hacían más brillante de lo necesario. Una única rejilla de aire acondicionado instalada muy por encima de la puerta de malmetal siseaba con discreción. No había ningún sensor a la vista, pero tenía que haberlos por alguna parte.

Robin Beard estaba sentado en una silla barata de plástico con los pies puestos encima de una mesa que estaba atornillada al suelo. No parecía preocuparle mucho que le hubieran arrestado. Claro que, pensó Lucius, había estado bajo custodia tantas veces que ya conocía la rutina. No digas nada y espera al abogado.

Lucius siguió a Tarlo al interior de la sala de interrogatorios. El surfero rubio le lanzó a Beard una sonrisa cordial.

— Usted no es abogado —dijo Beard.

— Muy listo —dijo Tarlo—. Me gusta. Eso nos va a ser muy útil a los dos.

— Tíos, lo vais a pasar mal —dijo Beard—. Yo iba caminando por un garaje y me arrestasteis sin una buena razón y haciendo uso de una fuerza indebida. Ni siquiera me leísteis mis derechos.

— Eso es porque no tienes ninguno —dijo Tarlo.

Beard sonrió.

— Siéntate —dijo Tarlo.

La sonrisa cambió en la cara de Beard.

— Estoy...

El puño de Tarlo cogió velocidad y se estrelló contra la nariz de aquel hombre pequeño. Se oyó el crujido de un hueso roto cuando la silla se inclinó hacia atrás y tiró a su ocupante al suelo con los miembros enredados. La cabeza chocó contra una profunda grieta al caer.

— ¡Joder, por Dios! —gimió Beard. Se sujetó la nariz con una mano y se le escapó un buen chorro de sangre entre los dedos; con la otra mano se tanteó la parte posterior del cráneo. Tenía los ojos llenos de agua.

Lucius había dado medio paso hacia delante, pero después se detuvo, sin saber muy bien qué hacer. Le echó un vistazo a la esquina del techo donde estaba escondido uno de los sensores visuales. No lo llamaba nadie.

Tarlo sonrió cuando se agachó junto al mecánico.

— Duele la hostia, ¿verdad? Yo me he roto la nariz un par de veces con una tabla, asi que sé de lo que hablo.

Beard miró desesperado a Lucius.

— Usted lo ha visto. Usted es mi testigo.

Lucius consiguió apartar la vista. Tarlo le había dicho que no dijera nada, pero eso no era lo que se esperaba.

— No hemos podido hacernos con un poli bueno para la rutina de siempre —dijo Tarlo—. Están todos en la calle, ayudando a los ciudadanos decentes en estos tiempos turbulentos. Así que vamos a tener que apañarnos con el poli malo y el poli peor. ¿Y sabes qué? Los tíos de la oficina están haciendo una porra para ver cuánto tiempo aguantas la paliza antes de derrumbarte. Yo aposté cincuenta pavos a que aguantabas diez minutos, pero voy a ser legal contigo, tío. Ni siquiera voy a esperar tanto. —Sacó un fino parche médico inyector de un bolsillo—. En la calle llaman a esto de muchas formas. ¿Has oído hablar alguna vez de un golpe duro? ¿No? ¿Y de un ampdolor?

Beard sacudió la cabeza y le lanzó a Tarlo una mirada asustada.

»El caso es que esto es como lo contrario de un anestésico —dijo Tarlo—. Hace que el dolor vaya empeorando poco a poco. Y empeora de verdad, y mucho. A ver, que he visto a personas chillando de puro dolor por una simple uña arrancada cuando tropiezan con esto. Así que ya te imaginarás lo que va a hacerte esa nariz, sobre todo cuando Lucius empiece a aporrearla.

— ¿Qué cojones quieres? —gritó Beard. Tenía los ojos muy abiertos y miraba como un loco el parche inyector.

— No somos de la policía —dijo Tarlo—. Somos de la Marina. Así que a nosotros no nos van a pedir cuentas por muy mal que se te pongan las cosas a ti, da igual los derechos que te pisemos. Aquí no va a entrar ningún abogado a la carga para salvarte. ¿Lo entiendes?

Beard tragó saliva y asintió.

— Harás lo que yo te diga. ¿Y ahora quieres que te ponga una dosis peligrosa de esto? ¿Así es como te hago cooperar?

Beard sacudió la cabeza. La sangre le chorreaba por la mugrienta camisa y caía al suelo.

— No, señor.

— Eh. —Tarlo se dio la vuelta y le sonrió a Lucius—. Hace mucho tiempo que no me llaman señor. ¿Qué te parece? Este hombre sabe lo que es el respeto. Me gusta.

— Se volvió de nuevo hacia Beard—. ¿Entonces te lo inyecto?

— No. No, señor. Cooperaré.

— Buen chico. —Tarlo le tendió la mano. Beard le lanzó una mirada desconfiada, pero al final permitió que Tarlo lo ayudara a levantarse—. Tú le presentaste a un amigo tuyo, Dan Cufflin, a un agente que proporciona personas para actividades ilegales —dijo Tarlo—. ¿No es así?

Beard frunció el ceño e intentó concentrarse.

— Sí, me acuerdo de Dan.

— ¿Cómo se llamaba el agente?

— No lo sé. Es solo el Agente.

— ¿Dónde está?

— Aquí, en Illuminatus, creo. Aquí es donde solemos vernos.

— ¿Dónde?

— No lo sé. Solo lo he visto dos veces y fue en sitios diferentes, bares. Por lo general utilizamos la unisfera.

— Pues hoy vas a volver a verlo, en persona, en Illuminatus. Arréglalo. Ya.


Jenny McNowak se había registrado junto con Kanton en el hotel Grialgol Intersolar, en la avenida del muelle del bajo Monldra, enfrente del Octavius y dos manzanas más abajo. Después de eso, no había mucho más que pudiera hacer aparte de cargar programas de escrutinio en las matrices que había dentro y alrededor del Octavius. La matriz del registro era fácil de piratear, lo que les había proporcionado el número de la habitación de Bernadette, 2317, así como una lista de los demás huéspedes, que contrastaron con su base de datos.

Después de eso, se las habían arreglado para subir al tejado del Grialgol y colocar un sensor que podía enfocar la ventana del piso veintitrés de Bernadette.

Para entonces ya había oscurecido y no había nada más que pudieran hacer salvo esperar.

Kieran McSobel llegó un par de horas más tarde, trayendo con él a Jamas McPeierls y a Rosamund McKratz. Había suficiente espacio para todos. Jenny había reservado una suite en el Grialgol. Después de varias semanas en los alojamientos más tirados de Rialto y los largos periodos de tiempo metidos en coches baratos de alquiler, la suite con su mobiliario de lujo, sobre todo en el baño, era un interludio agradable. A Jenny le producía una gran satisfacción estar en una habitación más cara que la de Bernadette, a la que había llegado a envidiar y despreciar por la ostentación con la que vivía en EdenBurg. Y además estaba deseando probar el menú del servicio de habitaciones del Grialgol.

— No hay mucho que contar —dijo Jenny cuando los recién llegados empezaron a instalar una serie de matrices especializadas que habían traído con ellos en el salón octogonal principal de la suite. Kanton y ella habían llegado con casi nada, salvo las mochilas estándar de operaciones de campo. Bernadette había cogido a todo el mundo por sorpresa cuando había dejado EdenBurg.

Jamas estableció un sello electrónico alrededor del perímetro del salón y después conectó un tintineante por si había algún insecto modificado espiando la habitación.

— Estamos limpios —anunció.

— No ha recibido ninguna visita —dijo Jenny—. Y que nosotros sepamos, no le han llevado nada a su habitación.

— ¿Qué hay de las imágenes? —preguntó Kieran mientras señalaba con la cabeza la diminuta pantalla de la matriz de mano que mostraba el picadillo gris y granulado que era lo que llegaba del sensor del tejado.

— Ha dejado la ventana protegida —dijo Kanton—. Es un modelo estándar que tiene ya veinte años, pero lo bastante eficaz como para no dejar pasar ningún escáner pasivo.

— ¿Así que ni siquiera sabemos si está ahí dentro o no? —dijo Kieran.

— Hemos accedido a los sensores civiles que rodean el hotel —dijo Jenny, a la defensiva—. Nadie con su perfil visual ha dejado el edificio, nuestros programas de reconocimiento de características lo habrían captado.

— Comprendido. —El Guardián se volvió hacia Jamas y Rosamund—. Esa es vuestra primera prioridad, intentar establecer si sigue ahí dentro.

— Estamos en ello —le aseguró Rosamund desde un cómodo sillón de cuero. Sus ojos parpadearon y casi se cerraron cuando los datos comenzaron a llenar su visión virtual. Pequeños bloques de datos holográficos surgieron de varias matrices que tenía repartidas a su alrededor. Sus manos y sus dedos se crisparon con movimientos mínimos cuando empezó a manipular programas e infiltrarlos en los sistemas de Octavius.

— Nuestra base de datos no marcó a ninguno de los otros residentes —dijo Jenny—. No conocemos ninguno de los otros nombres.

— Quizá deberíamos intentar realizar una comparativa, a ver si alguno encaja con el perfil de Isabella.

— Buena idea. Tenemos varias horas de imágenes de las cámaras civiles. No debería llevar mucho tiempo...

— Aquí hay alguien más —anunció Rosamund.

— ¿Qué quieres decir? —preguntó Kieran. Una pistola de iones apareció en su mano.

— En las matrices del Octavius —dijo Rosamund—. He encontrado un segundo juego de programas de escrutinio. Alguien más está vigilando la habitación 2317.

— Jamas —dijo Kieran con firmeza— revisa las matrices de este hotel, averigua si nos están vigilando. —Abrió la base de una gran maleta que reveló una colección impresionante de armas. Jenny eligió un rifle de impulsos gamma mientras que Kanton cogió un lanzagranadas automático de plasma. Los tres se movieron con agilidad para cubrir a Rosamund y Jamas.

— Rosamund —dijo Kieran—, ¿puedes ver a dónde están enviando la información los otros programas? ¿Y han observado tu presencia?

— Ponte uno de esos trajes de campo de fuerza —le dijo Jenny a Kanton.

— No hay ningún programa anómalo en las matrices de este piso —dijo Jamas—. Empiezo a sacar el escáner.

— ¿Qué hay de emisiones de sistemas que no estén en la red?

— Nada detectable. Pero si es la Marina, no vamos a poder ver la clase de sistemas que usan contra nosotros. Por la unisfera corren rumores de que han modificado un insecto que es inmune al tintineante.

Kanton se metió en uno de los trajes esqueleto con campo de fuerza y se lo puso por fuera de la ropa. Las gruesas bandas se ajustaron para lograr una cobertura equilibrada del cuerpo entero y después una fina capa de aire resplandeció a su alrededor cuando se conectó el campo de fuerza. Asintió y Jenny sacó otro traje de la maleta; se movían en silencio, como si el ruido pudiera desencadenar un ataque por parte de un equipo armado de la Marina.

— ¿Kieran? —susurró.

— Todavía no. —Le hizo un gesto para que se echara hacia atrás y enfundó su pistola de iones—. Kanton, abre la puerta. —La cerradura se desconectó y Kieran salió al pasillo sujetando una vara de sensores en una mano con gesto despreocupado.

Jenny tuvo que esperar con impaciencia febril mientras él comprobaba el espacio.

El joven regresó en menos de un minuto.

— Algunas de las habitaciones ocupadas tienen conectado el sello electrónico integral —dijo y levantó la pequeña vara de sensores—. No sé qué había dentro, por lo menos no sin activar ninguna alarma. En cualquier caso, si tienen algún dispositivo de campo, no será en este piso.

Jenny dejó escapar un poco de aire. Kieran ya estaba lanzándole al techo una mirada suspicaz.

— Nos vamos —dijo—. A pie. Jenny, elige un hotel al azar. Estableceremos un perímetro de seguridad antes de instalarnos.

— De acuerdo —dijo Jenny. Volvió a meter el rifle en la maleta y le pidió a su mayordomo electrónico una lista de hoteles en un radio de cinco manzanas.

Kieran se estaba quitando la camisa y los pantalones.

— Desde este momento estamos en alerta máxima. Quiero a todo el mundo con trajes con campo de fuerza debajo de la ropa. Rosamund, ¿cómo te va?

— Creo que nuestros programas podrían estar comprometidos. Si yo puedo exponer sus programas, no cabe duda de que ellos pueden hacer lo mismo con los nuestros.

— ¿Podrías decir dónde tienen su base los otros vigilantes?

— No, han empleado desvíos muy sofisticados.

— ¿Qué hay de Bernadette? ¿Está ahí dentro?

— Su habitación está consumiendo energía para las luces, el aire acondicionado y el baño. El uso de electricidad ha fluctuado desde que se registró, que siempre es un buen indicador de ocupación. La cerradura de la puerta tampoco se ha utilizado desde que se registró. Es lo mejor que puedo hacer.

— Bien. Jamas y tú turnaros para poneros los trajes y después nos largamos de aquí. Jenny, ¿alguna idea de quiénes podrían ser nuestros rivales?

— Aparte de la Marina, no. Pero ¿por qué iba a seguir la Marina a Bernadette?

— No lo sé. —Kieran no parecía muy convencido mientras se abotonaba la camisa por encima de las bandas oscuras que le enjaulaban el pecho—. A Mellanie Rescorai le advirtieron sobre Isabella y sus padres. Quizá sea un equipo de un programa de noticias.

— O nos ha visto el equipo de seguridad de los Halgarth —dijo Jamas mientras se ponía el traje con el campo de fuerza—. Seamos realistas, estamos operando en su territorio.

— Si están vigilando a Bernadette, eso significa que se oponen al aviador estelar —dijo Jenny.

Kieran le dio el último traje con campo de fuerza a Rosamund y cerró la maleta de golpe.

— No apuestes la vida por eso.


Era ya de madrugada, hora de Illuminatus. Gwyneth Russell, que ni siquiera se había acostumbrado todavía del todo al horario de París, estaba completamente despierta y relajándose en el yacusi del hotel Almada, en una bañera con burbujas de espuma flotando con suavidad a su alrededor. Acababa de recibir una llamada de Vic, que estaba alojado en un hotel a poco más de cuatro kilómetros de distancia.

Habían hablado de pasar quizá un par de horas juntos, pero no iba a poder ser. Los dos estaban de guardia y podrían llamarlos en cualquier momento. La mayor parte de su charla se había centrado en el hecho de haber coincidido en Illuminatus. A Vic no le parecía que fuese una coincidencia, aunque a ninguno de los dos se le ocurría qué relación podía haber entre el Agente y Bernadette Halgarth. Gwyneth había sugerido que quizá fuera Isabella la que tenía la relación y Bernadette solo estaba allí para verla. Por supuesto eso no explicaba que estaba haciendo Isabella con el Agente.

Gwyneth suspiró y se examinó las manos. Llevaba tanto tiempo a remojo que se le estaba empezando a arrugar la piel. Debería intentar descansar un poco y prepararse para el día siguiente. Por una vez le parecía que el caso iba progresando bien. Beard había quedado en encontrarse con el Agente la noche siguiente. Incluso admiraba el modo en que Tarlo lo había embaucado para que cooperara; que aquel surfero californiano pudiera llegar a golpear a alguien de verdad había sido una pequeña sorpresa, pero no cabía duda de que había dado resultado. Estaban tan cerca de descifrar por fin todo el caso de los Guardianes. En la oficina se estaba convirtiendo a toda prisa en un mantra: tenían tanta información que solo necesitaban ese «único golpe de suerte» que había eludido a Paula Myo durante ciento treinta años. Alzó los labios con una sonrisa maliciosa, resultaba que el golpe en cuestión se lo acababa de llevar la nariz de Beard.

Su mayordomo electrónico le dijo que Paula Myo la estaba llamando. Gwyneth lanzó un gruñido de sorpresa y le dijo que aceptara la llamada.

— Gwyneth, ¿podría por favor hacer acuse de recibo de mi certificado de autoridad?

El icono de un archivo con el sello de la Seguridad del Senado se abrió de repente en la visión virtual de Gwyneth. Estiró la mano virtual con los colores de la antigua bandera nacional galesa y lo tocó. Era incapaz de entender qué estaba haciendo Paula. Se abrió el archivo que contenía la autorización verificada de la Seguridad del Senado.

— Está comprobado —dijo Gwyneth—. ¿Qué es lo que ocurre?

— La estoy reasignando de forma oficial a mi equipo de interceptación —dijo Paula—. Desde este mismo momento.

Gwyneth se incorporó de inmediato y salpicó de agua el borde de la gran bañera.

— ¿Qué equipo de interceptación?

— La Seguridad del Senado lleva un tiempo vigilando a Tarlo. Acaba de advertir a Bernadette Halgarth que el equipo de Renne la está observando.

— ¿Que ha hecho qué?

— Es un traidor, Gwyneth.

— No, no puede serlo.

— Me temo que no puedo discutir esto con usted. Vamos a arrestar a Tarlo.

— ¿Está usted aquí? —Gwyneth salió de la bañera resbalando y cogió la toalla.

— Sí, y necesito su ayuda. ¿Hay alguien con él en su habitación?

— No, creo que no. Se supone que estamos todos descansando. Beard está bajo custodia en la comisaría y no tenemos que arrestar al Agente hasta esta noche.

— Muy bien. Sugiero que se ponga su traje con campo de fuerza. No lo active. Él está en la habitación de al lado y es probable que lo perciba si lo enciende.

— Tiene que estar de broma.

— No. Una vez que se lo haya puesto, llámelo por favor. No sospechará de usted y nos permitirá verificar la posición del sujeto. La llamada quizá también nos proporcione una pequeña distracción.

— Oh, Dios. —Volvió corriendo a la habitación donde había dejado la maleta encima de la cama. El traje esqueleto con campo de fuerza era una maraña incómoda de bandas que no era fácil poner alrededor de un cuerpo húmedo y desnudo—. No puede ser Tarlo, gracias a él estamos muy cerca de los Guardianes.

— Sé que es difícil, Gwyneth. Pero confíe en mí unos minutos más. Si hubiera sido otro, cualquiera, quizá hubiera dudado y a la mierda con la Seguridad del Senado. Pero no cuando se trataba de Paula Myo.

— De acuerdo —dijo Gwyneth. Las bandas del esqueleto le irritaban la piel, pero estaban todas en posición y conectadas en modo de espera. Prefería no pensar en la pinta que tenía. Seguro que habría tenido tiempo de ponerse ropa interior, ¿no?—. Ya tengo el traje puesto.

— Deje este canal abierto y haga la llamada.

— ¿Sobre qué?

— Lo que sea, solo tiene que durar unos segundos.

Gwyneth cogió aire para calmarse. Estiró la mano virtual y sacó el icono de Tarlo de la red.

— Hola, jefe. Solo quería saludarlo antes de irme a la cama. ¿Algo nuevo?

Hubo una larga pausa.

— ¿Por qué llevas el traje con el campo de fuerza? —preguntó Tarlo.

Gwyneth giró la cabeza de golpe para quedarse mirando la pared que había entre las dos habitaciones.

— ¡Mierda! —Su mano virtual golpeó el icono de activación del traje cuando se lanzó al suelo.

El centro de la pared explotó en un estallido de plasma blanco cegador. Largas llamas de iones abrasaron toda la habitación. Una de ellas lamió a Gwyneth. Su campo de fuerza no estaba establecido del todo y destelló con un tono morado a su alrededor permitiendo que una ráfaga debilitada de átomos activados le barriera la piel desnuda.

La joven chilló de dolor y se sacudió de un lado a otro mientras el campo de fuerza se estabilizaba y desviaba el resto de la explosión. Las llamas estallaron entre los muebles y la moqueta.

La habitación vibró al ritmo del rugido bajo de los disparos de otras armas. Una luz cegadora destelló por la pared destrozada. Gwyneth se dio la vuelta, las lágrimas le empañaban los ojos. Se arriesgó a echarle un vistazo a un lado del tórax, donde había penetrado el chorro de iones. Tenía la carne ennegrecida con grietas rojas abiertas de las que brotaba sangre y otros fluidos. Era una agonía tan intensa que, de hecho, estaba entumecida. Sabía que iba a vomitar. Se activaron los aspersores y lo rociaron todo con una espuma azul glutinosa, las boquillas buscaron de forma automática los puntos más calientes y dirigieron la espuma hacia las peores llamas. El vapor y el humo revolvieron el aire y oscurecieron la habitación.

Resonaron más explosiones. Una, de hecho, produjo un terremoto en el suelo que la hizo dar una vuelta. El techo se inclinó y lo que quedaba de la pared en ruinas se derrumbó del todo. Gwyneth intentó levantarse, pero por alguna razón los miembros no le respondían. Lo único que podía hacer era darse la vuelta y agazaparse. En algún sitio aullaba una alarma.

Tres figuras con trajes blindados se materializaron entre el espeso humo. Dos de ellas la apuntaron con unas armas gruesas y achaparradas.

— No se mueva, señora.

Gwyneth estuvo a punto de lanzar una carcajada.

El tercero la rodeó con cautela y extendió una mano plana hacia la puerta del baño.

Se produjo un golpe seco y ahogado y una onda de presión volvió a tirar a Gwyneth boca abajo. La joven gimió al sentir el nuevo estallido de dolor en el costado. La puerta del baño había desaparecido junto con buena parte del marco.

— Despejado —dijo la figura del traje blindado.

— ¿Vio hacia dónde fue?

Gwyneth parpadeó confundida. Una galaxia de luces de colores que no llegaban a formar parte de ese universo destellaban llamándola entre la neblina.

— ¡Gwyneth! Soy Paula. ¿Lo ha visto? ¿Pasó por su habitación?

— Yo... No. —Apretó los dientes e hizo un esfuerzo por concentrarse— No, solo la granada de plasma. No pasó por aquí.

— Muy bien, aguante. Tenemos un equipo médico preparado. Estarán pronto con usted.

— Oh, no se preocupe por mí, estoy bien —dijo la joven, y se desmayó.


El sol apenas se había alzado lo suficiente para iluminar con una luz pálida las largas calles rectas de Tridelta cuando el taxi de Alic Hogan aparcó junto al cordón que se había establecido alrededor del hotel Almada. Salió del vehículo con el teniente John King y se quedó mirando la escena con una creciente sensación de abatimiento. Alic no era un hombre religioso, ni siquiera supersticioso, pero algunos días daba la impresión de que alguien había maldecido la oficina de París.

Cinco grandes gabarras antiincendios se habían detenido junto al moderno edificio de cemento y cristal del hotel. Varios robots bomberos habían trepado por las paredes hasta el quinto piso arrastrando las mangueras tras ellos. Estaban arracimados alrededor de una serie de agujeros que se habían abierto en el pulcro mosaico de ventanas y paneles de cemento. Hogan reconoció en ellos los estallidos de varias armas. Los bordes se habían fundido y un poco de hollín marcaba el muro superior, lo que significaba que el plasma había golpeado de modo horizontal. La cantidad de escombros que cubría la calle solo lo confirmaba. El agua y la espuma inhibidora azul manchaban toda la pared por debajo de los agujeros y se derramaban por la acera para meterse en las alcantarillas. Había un par de cráteres poco profundos en la calle, donde habían golpeado las granadas de plasma, y unos cuantos hoyos más pequeños, resultado de las pulsaciones de iones.

Fuera de la zona donde las gabarras y el personal del departamento de bomberos ataviados con campos de fuerza estaban supervisando la operación antiincendios, la policía había establecido un cordón que imponían con agentes armados y robots patrulleros. Varios grupos de coches patrulla bloqueaban la calle a una manzana de distancia del hotel, sus luces estroboscópicas azules y rojas brillaban con fuerza bajo el amanecer plomizo. Había varios vehículos más parados en la carretera, coches y unas cuantas furgonetas de reparto matutino detenidas allí donde las matrices de gestión del tráfico urbano habían impuesto las órdenes de detención de emergencia.

Los huéspedes del hotel, un par de cientos de personas, se agrupaban en un extremo del edificio, con pijamas, batas, o incluso algo menos. Muchos de ellos iban descalzos.

Los agentes de policía se movían entre ellos, escuchando las preguntas y protestas.

Había niños llorando.

Un par de ambulancias y un autobús del mando médico habían aparcado detrás de las gabarras antiincendios.

— Dios bendito —murmuró Alic.

— Estaba decidido a no dejarse atrapar, ¿verdad? —dijo John King.

— Cierto. —En lo único que podía pensar Alic era en lo que diría el almirante.

La primera persona a la que vio Alic cuando un agente de policía los llevó a la recepción fue a Paula Myo. Apretó la mandíbula cuando la tuvo delante. La investigadora llevaba una armadura completa de asalto y sujetaba el casco debajo del brazo. Incluso con aquel voluminoso traje oscuro conseguía parecer arreglada, con el pelo apartado de la cara gracias a una diadema azul. Varios miembros de su equipo de la Seguridad del Senado habían tomado posiciones en la recepción, también ataviados con armaduras, con los campos de fuerza activados y los rifles preparados.

Un par de enfermeros estaban trabajando con Gwyneth, que estaba echada en una camilla de emergencia con una bata verde de médico a su alrededor. Vic le sujetaba la mano y el rostro de gigante estaba pálido de preocupación y cólera. Renne también estaba allí, junto con Jim Nwan, los dos a cierta distancia de la camilla pero asomados para poder ver a su colega caída. El capitán de la comisaría estaba hablando en voz baja con Paula mientras un sargento detective llamado Marhol rondaba a su lado.

Alic cogió aire y se acercó a la camilla.

— ¿Cómo está? —le preguntó al enfermero con más graduación.

— Quemaduras graves en el costado, donde la golpeó el plasma. Habrá que hacer alguna regeneración, pero no son heridas graves. Hemos limpiado la herida y la hemos sellado con piel curativa.

— ¿Entonces se va a poner bien?

— Unos cuantos días en el hospital y después quince días de recuperación. Ha tenido suerte.

— Estupendo. —Se inclinó sobre la camilla e intentó no mirar las manchas y las motas de carne chamuscada.

— Hola, jefe —dijo Gwyneth. Estaba muy pálida y la frente le brillaba de sudor.

— ¿Qué hay? Cuando vuelva, lo primero que voy a hacer es enviarla a un curso de perfeccionamiento para que aprenda a agacharse más rápido.

— Me parece bien. —La sonrisa soñadora de la joven era gracias sobre todo a los calmantes.

— Vaya con ella al hospital —le dijo Alic a Vic—. Tómese el tiempo que quiera.

— Pienso volver de inmediato —dijo Vic—. Quiero estar en el equipo de arresto cuando rastreemos a ese pedazo de mierda.

— De acuerdo. —Alic no pensaba discutir en público, pero no tenía la menor intención de permitir que Vic tomara parte en el caso. En ese instante su única prioridad era quitar al gigante de en medio.

Al fin se volvió hacia Paula y sonrió como un fiscal.

— ¿Tendría la amabilidad de informarme ahora, por favor?

— Desde luego. —La detective le dio las gracias al capitán de la comisaría, que se alejó con Marhol. En el grupo ya solo quedaba el equipo de la oficina de París. —Tarlo es un traidor —dijo con tono rotundo.

— Espero que pueda demostrarlo.

Paula miró con intención la zona de recepción y a través de las enormes puertas de cristal, la escena que reinaba fuera. Alic se ruborizó un poco pero no cedió.

— He estado tendiéndoles trampas tanto a Tarlo como a Renne —dijo Paula.

— ¿A mí? —gañó Renne.

— Por supuesto —respondió Paula con cortesía—. Nuestra vigilancia era tanto visual como electrónica. En cuanto se informó a Tarlo que Renne estaba vigilando a Bernadette Halgarth, este la llamó. Nosotros interceptamos esa llamada. Cuando nos dispusimos a arrestarlo, el sujeto se defendió y consiguió eludirnos. El armamento que lleva conectado no está registrado. La próxima vez tendremos preparado un escuadrón de arresto mejor preparado.

Alic ya sabía la respuesta, pero tenía que preguntarlo de todos modos, solo para que constase.

— ¿Para quién cree usted que ha estado trabajando Tarlo?

— Para el aviador estelar.

— Maldita sea. El almirante no acepta la existencia del aviador estelar.

— No se preocupe —dijo Paula con un tono más comprensivo de lo que Alic se esperaba—. Tendrá que reconocer que Tarlo era un traidor. Su conducta no ha quedado comprometida, Hogan, Tarlo lleva más de dos décadas en la oficina de París. Ahora mismo su prioridad es dar comienzo a una revisión de sus casos para ver cuáles han quedado comprometidos.

— Ya veo. —Alic prefería no pensar en todo el trabajo que iba a suponer eso, ni de dónde iba a sacar los recursos. Habría que implicar a otra oficina de Inteligencia Naval y revisarían la actuación de todo el personal de París, incluyéndolo a él—. ¿Por qué vigilaban a Bernadette? —le preguntó a Renne—. Creí que habíamos acordado que ese aspecto del caso estaba cerrado.

— Christabel Halgarth la colocó a ella y a Victor bajo observación para hacerme un favor a mí —dijo Paula antes de que Renne pudiera contestar. A juzgar por la expresión de Renne, eso no lo sabía.

— ¿Así que Bernadette está trabajando para el aviador estelar? —dijo Alic.

— Eso parece. En cuyo caso debemos suponer que Victor también es uno de sus agentes. He informado a Christabel sobre este incidente. Cerrará la red sobre Victor si es que no se ha ocultado ya.

— ¿E Isabella? —preguntó Renne.

— Su implicación es incluso más probable —dijo Paula—. Tuvo usted muy buen criterio al realizar esa investigación. Yo diría que el escopetazo sobre Doi fue desinformación propagada por el aviador estelar con la intención de desacreditar a los Guardianes.

— De acuerdo —dijo Alic. En ese momento solo quería subrayar la chapuza de arresto. Al menos eso era responsabilidad de Paula—. ¿Cuál es su recomendación? ¿Qué hacemos ahora?

— Es obvio que mi principal prioridad es poner a Tarlo bajo custodia. Los agentes de seguridad del TEC de la estación de Tridelta revisarán por nosotros a cada pasajero. Ya he desplegado allí un escuadrón armado. Aparte de eso, hay que mantener abiertos los casos en curso.

— ¿Va a arrestar a Bernadette? —preguntó Jim Nwan.

— Sí —dijo Paula—. Pero es una cuestión de encontrar el momento apropiado.

— Ahora que sabemos que los agentes del aviador estelar tienen armas conectadas, solo tenemos que conseguir mucha más potencia de fuego, ¿no? —dijo John King.

— Ya tengo de camino más escuadrones de combate de la Seguridad del Senado —dijo Paula—. Pero ahora mismo, Bernadette es la única agente del aviador estelar cuyo paradero conocemos con seguridad. No se le debe permitir escapar.

— ¿Cuánto tiempo falta para que lleguen sus refuerzos? —preguntó Alic.

— Quince minutos.

— Muy bien, entonces vamos.

Paula se cambió el casco al otro brazo.

— No. Sabe que hemos descubierto su tapadera, también sabe que la estamos observando y que tenemos escuadrones armados en Tridelta.

— ¿Y?

— ¿Por qué no intentó pasar inadvertida y escapar en cuanto Tarlo quedó al descubierto?

Alic se encorvó y se secó la frente con el dorso de la mano.

— Está esperando algo.

— Exacto.

— Pero cuanto más tiempo espere, mejor podremos rodearla. Tiene que saberlo.

— Sí. Así que no sé para qué es, pero tiene que ser muy importante para el aviador estelar. Bernadette intentará huir de nuestra vigilancia, ya sea por la fuerza o sin que nadie la vea. Tenemos que dejar que piense que lo ha conseguido, de ese modo nos llevará a lo que sea para lo que está aquí.

— Puede contar con los recursos que necesite de la oficina de París —dijo Alic.

— Me gustaría mantener al equipo de Renne en su caso para mantener la continuidad —dijo Paula—. ¿Puede darme a alguien para sustituir a Vic?

— Claro. —Hogan se volvió hacia John King—. Ese es usted.

— Sí, señor.

— Muy útil —dijo Paula—. Tenemos el equipo de París, el servicio de seguridad de los Halgarth y la Seguridad del Senado. Si puede eludirnos a los tres, con franqueza, es que merecemos perderla.

— ¿Qué hay de la reunión con el Agente? —preguntó Jim Nwan—. Está todo preparado y a punto.

— Ese es nuestro segundo objetivo —dijo Paula—. El Agente es lo que llevamos esperando mucho tiempo para avanzar. Puede llevarnos directamente a los Guardianes. La reunión de esta noche debe seguir adelante tal y como estaba planeado. No puedo subrayar lo suficiente lo importante que es ponerlo bajo custodia.

— Yo me haré cargo de esa operación —dijo Alic. Era la clase de interceptación legítima que formaba parte de la agenda del almirante. Y un éxito quedaría bien en el curriculum de quienquiera que estuviese al mando de la operación. Quizá incluso mitigara un poco los efectos de aquel maldito desastre.

— Bien. Debe entender que Tarlo también estará allí si no lo hemos cogido antes.

— ¿Está segura?

— Quien consiga al Agente tendrá acceso a información crítica sobre los Guardianes y sus operaciones. El aviador estelar lo necesita tanto como nosotros, han sido su único enemigo durante más de un siglo.

— Entonces... ¿todavía estamos intentando acabar con los Guardianes? —preguntó Renne.

Alic jamás había visto una expresión tan desazonada en la cara de Paula, ni siquiera el día en que la despidió el almirante.

— Hay muchos factores políticos implicados —dijo Paula poco a poco—. Solo puedo decir que mis aliados tendrán que considerar nuestro próximo movimiento con mucho cuidado después de que hayamos aprehendido al Agente y hayamos revisado lo que sabe.

— De acuerdo —dijo Alic con viveza—. Todos sabemos lo que hay que hacer. Mande a buscar a la oficina el equipo que necesite, sobre todo trajes con campo de fuerza, dado lo que sabemos sobre la capacidad de Tarlo. Paula, ¿podemos hablar un momento, por favor?

Los dos se alejaron de los otros.

— Ya sabe que no puedo permitirme no definirme en lo que respecta a los Guardianes —dijo Alic—. Cuando aprehendamos al Agente, se debe actuar sobre cualquier información que tenga de un modo positivo. Siguen clasificados como grupo terrorista número uno.

— Lo entiendo. Tarlo dará que pensar al almirante. No es estúpido. Si la información es útil, mis aliados podrán darle la vuelta a la política de la Federación.

Alic silbó con aire elogioso.

— Menudos aliados tiene usted. Que tenga buena suerte el resto del día.

— Y usted también. Mi consejo sería que reforzara la vigilancia sobre Beard. Es la única ruta conocida que lleva al Agente. Si Tarlo quiere evitar una confrontación esta noche, ese sería el método más obvio.

— De acuerdo entonces. —Alic asintió y se dirigió hacia los inquietos detectives.


Mellanie se pasó la mañana echada en la cama individual de la pequeña habitación, con las largas cortinas echadas mientras accedía a todas las noticias de Tridelta. Todos los programas mostraban el altercado de la noche anterior en el hotel Almada. El nivel de violencia había sorprendido a los reporteros y la policía no resultaba muy útil con sus sosas declaraciones. Ninguno mencionaba ningún cuerpo que se hubiera encontrado metido en el pasaje de escape de los botes salvavidas de la cubierta inferior del Isla de Chipre.

La joven no lo entendía, pero poco a poco se fue permitiendo relajarse. Después de un rato, apagó las noticias y llamó a Dudley.

— Hola, cariño mío —dijo el científico—. ¿Vas a volver ya?

— Hoy no.

— ¿Cuándo? Te echo de menos. Te necesito.

La familiaridad de aquella necesidad constante era una sensación tranquilizadora. El estúpido de Dudley, tan joven y tan viejo a la vez. Una constante universal.

— Pronto. Quizá mañana.

— Eso espero. He trabajado mucho en el viaje.

— ¿Qué viaje?

— Al asteroide.

— Ah, ya. —A Mellanie se le había olvidado—. ¿Cómo va?

— Muy bien. Estoy muy ocupado calculando posibles órbitas de transferencia Hohmann. Al llegar tiene que quedarnos combustible suficiente para explorar la órbita del gigante de gas por dentro y por fuera de los anillos. Aunque supongo que el asteroide y su habitat emitirán una cantidad de infrarrojos significativa. No debería ser muy difícil de ubicar.

— Buen trabajo, Dudley. Le echaré un vistazo a todo cuando vuelva.

— Te deseo tanto.

— Dudley. Siempre puedes acceder otra vez a Seducción Asesina.

— No. Lo odio. ¡Lo odio! Es otra persona la que tiene relaciones contigo. No puedo sentir eso otra vez. Para mí es horrible. Nunca deberías haberlo hecho.

— De acuerdo, Dudley. Pero solo quiero saber si estás bien.

— ¿Por qué no iba a estarlo?

— Me pareció que alguien podía estar siguiéndome. Pero tampoco te asustes, no estaba segura. ¿Has visto a alguien rondando por el apartamento últimamente? —Mellanie estaba segura de que la gente de Alexandra habría captado su presencia en la Tierra, sin duda la habían seguido al salir de los estudios de Miguel Ángel. Así que seguro que sabían dónde estaba Dudley. Era probable que se concentraran en él como forma de volver a contactar con ella.

— No. ¿Quieres que vaya fuera y lo compruebe?

— No, Dudley, no pasa nada. Estoy cansada y no estaba segura.

— Está bien. ¿Y qué vas a hacer hoy? ¿Ya has encontrado a esos abogados?

— Todavía no. Pero tengo un trabajo que debería acercarme bastante a ellos.

— ¿Qué clase de trabajo?

— Soy limpiadora de la clínica, en periodo de aprendizaje.

La imagen del rostro demasiado cordial de Kaspar Murdo llenó su mente, lo vio convertido en su protector y mentor en el club de la cubierta inferior del barco. Toda aquella palabrería fácil, la sonrisa empalagosa. La profunda y significativa conversación que le había sonsacado cuando regresaron a la cubierta superior una vez que el Isla de Chipre regresó a puerto ya de madrugada; había escuchado con gesto comprensivo las ambiciones de Saskia y había admirado el hecho de que la joven se hubiera ido de casa para volar sola. Era bueno en lo suyo, comprendió Mellanie; muchas jóvenes picarían el anzuelo de aquel gurú preocupado.

Cuando el Isla de Chile giró de nuevo por el Logrosan, Murdo le había dicho que vería lo que podía hacer para encontrarle un trabajo y se ofreció a alquilarle la habitación que tenía libre. Su último inquilino «acababa de irse» y era muy barata.

Mellanie había aceptado después de un alarde bastante convincente de incertidumbre.

La gente de Alessandra vigilaría su apartamento de la Avenida Real cuando se dieran cuenta de que Dorian no iba a volver para informarlos. Eran una complicación que no le hacía ninguna falta.

El apartamento de planta abierta que tenía Murdo en el bloque de apartamentos del puerto deportivo Barbican era sorprendentemente grande, y las paredes curvas externas hechas de ladrillos de cristal lo convertían en un sitio espacioso y bien iluminado. El mobiliario de estilo escandinavo era antiguo, pero de gran calidad y todas las habitaciones estaban impecables. Había dos dormitorios y otra habitación que estaba cerrada con llave y protegida por un generador comercial de sellos electrónicos.

Murdo se había comportado como un auténtico caballero y le había dado un gran albornoz para que pudiera utilizar el baño. Y resultó que también tenía otra ropa, una sudadera y unos vaqueros casi de su talla y que ella podía usar hasta que pasara a recoger sus cosas. Después le dio las buenas noches cuando se fue a la cama. Su turno no empezaba hasta las seis de la tarde.

Mellanie había tomado una ducha, sus tatuajes CO detectaron sensores por todo el cubículo recubierto de azulejos de piedra caliza. Estaban conectados, permitiéndole a Murdo examinar cada milímetro de su cuerpo desnudo en el santuario de su propio dormitorio. Cuando regresó a su habitación, después de la ducha, se encontró con que en el techo había incrustado un aro de holocámaras de alta calidad. No cabía duda de que a Murdo le gustaba vigilar a sus posesiones.

— ¿Pero cómo demonios has conseguido ese trabajo? —preguntó Dudley.

Mellanie sonrió en la oscuridad y se preguntó qué pensaría Murdo de eso.

— He hecho amistad con el conserje —dijo.


Seguir a Bernadette Halgarth era una auténtica pesadilla. Jenny McNowak recordaba las peores sesiones de entrenamiento a las que la había sometido Adam, a ella y a los otros Guardianes; tenían que vigilar al objetivo que les habían asignado por ciudades atestadas y paisajes desolados en una docena de mundos diferentes, y todo el mundo se turnaba para ser el objetivo para que todos pudieran conocer los procedimientos de primera mano. Pues aquello era una merienda en el parque comparado con lo que estaban haciendo.

Lo primero en lo que estuvieron de acuerdo Kieran y ella era que Bernadette sabía que la estaban siguiendo. Cuando por fin salió del Octavius después de las diez de esa mañana, se lanzó directamente a hacer una serie de maniobras clásicas de evasión. Los únicos edificios en los que entraba eran centros comerciales atestados de gente con varias salidas, o rascacielos que tenían inmensos niveles subterráneos que conectaban con estructuras vecinas con una distribución igual de compleja. Cuando caminaba por la calle, los nodos de la ciberesfera y las matrices civiles sufrían ataques de caos cibernético que afectaban a cualquier sistema al que estuvieran accediendo en ese momento. Cogía taxis para recorrer una manzana y luego cambiaba cuando las matrices locales de gestión del tráfico se bloqueaban bajo otro ataque de caos. El monorraíl era uno de sus favoritos, esperaba hasta el último segundo, cuando las puertas ya se cerraban, para saltar a bordo.

Y por tanto ellos tenían que quedarse cerca, cosa que no podían permitirse porque eso significaba quedar a la vista del equipo de la Marina, más grande y mejor equipado. Dos veces Jenny estuvo segura de haber visto unos pequeños aerorrobots en posición, a varios cientos de metros por encima de una calle llena de gente. Si ella los había visto un par de veces, tenía que haber desplegado un escuadrón entero de aquellos trastos para patrullar el cielo por encima de las calles de la ciudad. Lo que le permitía a la Marina guardar las distancias mientras que su equipo tenía que comerse los espacios cada vez que Bernadette salía a la calle. Otra maniobra que los dejaba vulnerables y a merced de la Marina.

— Jamás habían utilizado a tanta gente —dijo Kieran mientras paseaban por el borde del parque Haben. Bernadette estaba caminando por el amplio espacio abierto de césped, lejos de los senderos. Había una estación de monorraíl en medio, que estaban seguros que iba a utilizar. Jamas merodeaba por la entrada, preparado para lanzarse al andén por delante de ella si a la señora se le ocurría dar la vuelta.

— No es habitual que tengan a alguien en tierra cuando tienen aerorrobots cubriendo la zona —dijo Kieran.

— Tampoco van a mandar aerorrobots a un edificio tras ella.

— No, pero por el modo en que se están desplegando, es casi como si quisieran que los vieran.

Jenny había marcado de forma provisional a un par de miembros del equipo de la Marina, que estaban holgazaneando también en la periferia del parque.

— Esto está empezando a ser ridículo —dijo—. Nos van a ver ellos incluso si no nos ve ella. No podemos continuar siguiéndola así todo el día. Como mínimo, sus escrutinios van a terminar captando nuestro tráfico cifrado. Estamos adiestrados para evitar equipos de observación, no para serlo.

— Tienes razón —le dijo él cuando Jamas pasó junto a una mujer que sospechaban que pertenecía a la Marina—. Que todo el mundo se retire. Vamos a cambiar de táctica.

— ¿Qué estás haciendo? —preguntó Jenny.

— Voy a vigilar a los vigilantes. Es la alternativa más lógica.

Jenny contuvo cualquier tipo de crítica. Era una decisión arriesgada, pero continuar así no era una opción. Observó que Bernadette cambiaba de dirección a toda prisa y subía corriendo las escaleras mecánicas hacia el andén elevado. Era una estación de cruce con cuatro direcciones posibles que podían tomar los trenes del monorraíl. La mujer que creían que podía pertenecer a la Marina estaban en las segundas escaleras mecánicas de la estación.

— Rosamund, Jamas, nosotros nos ponemos con este. —Kieran les envió el archivo visual de un hombre que estaba paseando unos cien metros por delante de ellos—. Lleva quince minutos formando parte del equipo de la Marina. Lo van a sustituir dentro de un momento.

Mantener al operativo de la Marina vigilado era bastante más fácil que vigilar a Bernadette. Kieran tenía razón, lo estaban sustituyendo y estaba claro que no tenía ni idea de que lo estaban observando. Después de que Bernadette se deslizara por el monorraíl, el hombre cambió de dirección y cogió un taxi. Los Guardianes lo siguieron en tres taxis diferentes que se abrieron paso entre los atascos matutinos de Tridelta.

La Marina estaba utilizando la comisaría del puerto Dongara como cuartel general.

Rondar junto al edificio de la policía añadía cierto riesgo a la operación del equipo de los Guardianes, pero el puerto tenía una buena cantidad de bares y restaurantes junto a los muelles. Se turnaron para sentarse en las mesas de las terrazas y examinar la comisaría con los implantes de retina.

A media tarde, Jenny llamó a Adam.

— Adivina quién acaba de entrar con el coche en el garaje de la comisaría

— Dime —dijo Adam.

— Paula Myo.

— ¿Sí? Entre eso y el fiasco del hotel Almada, casi siento haberme ido.

— Pero esto tiene que ser importante, ¿no? La Marina está persiguiendo a una agente del aviador estelar. Tienen que saber que existe.

— Paula pertenece a la Seguridad del Senado, no a la Marina, pero sí, los cuadros superiores de la clase política de la Federación ya tienen que ser conscientes al menos de esa posibilidad. Informaré a Bradley.

— ¿Qué quieres que hagamos?

— Permanecer cerca del equipo de la Marina sin comprometeros y observad todo lo que podáis. Es obvio que ya no hay forma de que podáis entrar en la red de agentes del aviador estelar a través de Bernadette, pero me gustaría saber qué está haciendo en Illuminatus. Sospecho que este planeta es donde se están conectando las armas un montón de agentes del aviador estelar, bien saben los dioses que nosotros lo utilizamos con harta frecuencia. Si Myo desenmascara una de sus células, solo puede ser una ventaja para nosotros.

— Muy bien, los seguimos si podemos. Kieran nos ha alquilado unos cuantos coches.

— Buena suerte con ese tráfico.

El sol estaba empezando a hundirse bajo el horizonte cuando ocho grandes coches salieron del garaje de la comisaría y se trasladaron en un convoy rápido. No llevaban las sirenas ni las luces conectadas, pero era obvio que las matrices de gestión del tráfico urbano estaban quitándoles los coches y camiones de en medio.

Jenny se tomó el último trago de su té con hielo.

— Vamonos —les dijo a los otros.


Volvía a hacer una noche cálida, aunque el sol parecía llevarse la humedad con él al desaparecer. Mellanie viajó con Murdo en el monorraíl hasta una estación que estaba a solo media manzana de la torre Greenford. Los bares y los clubes de la calle Allwyn comenzaban a abrir sus puertas para la clientela nocturna aunque todavía no tenían muchos parroquianos. Hasta el tráfico parecía más ligero de lo habitual.

Murdo la guió por la plaza del Greenford, donde las fuentes lanzaban sus chorros al cielo oscurecido. Muy por encima de ellos, la aeronave amarrada a la cima de la torre se estaba preparando para despegar, las luces de la plataforma de observación brillaban con fuerza mientras los robots de servicio y los camareros preparaban las mesas para la cena digna de varias estrellas Michelin que se serviría mientras se remontaban sobre la selva.

La puerta privada de la clínica Azafrán se abrió en cuanto Murdo puso la mano en el sensor. Dentro había un vestíbulo pequeño y estrecho con un único ascensor.

Mellanie empezó a activar varios implantes mientras subían al piso treinta y ocho, permitiéndole revisar el entorno electrónico por el que se estaba moviendo.

El ascensor tenía varios sistemas, ninguno de los cuales era muy reciente o elaborado, que databan de la última renovación de la red de la torre hecha quince años antes. Sobre ella, Mellanie podía captar el sofisticado y potente escudo electrónico de la clínica. Desactivó todos los implantes y tatuajes CO salvo los más básicos, los sistemas de la IS eran muy difíciles de detectar cuando estaban inertes, o eso le había prometido.

El ascensor atravesó el escudo electrónico. Se detuvo y las puertas se abrieron. De repente, Mellanie se encontró en el centro de un escáner de profundidad. Fuera había un pasillo desnudo, con cañerías recorriendo las paredes y bandas polifotónicas brillantes en el techo. Había un par de guardias humanos aburridos, ambos armados, sentados ante un escritorio junto a las puertas del ascensor.

— ¿Quién es esta? —preguntó uno con aspereza señalando a Mellanie con la cabeza.

Tampoco se molestó en levantarse. El escáner de profundidad seguramente no había revelado nada sobre ella.

— Una nueva, está en prácticas —dijo Murdo—. Ya la he acreditado en personal esta tarde.

El guardia gruñó.

— ¿Tú eres Saskia?

— Sí —contestó con tono nervioso.

— Vale. —Empujó una matriz de mano por el escritorio—. Pon la palma de la mano ahí. Necesitamos un estudio biométrico. Todavía no estás acreditada para los niveles médicos, ¿entendido? No sales de este piso.

— Sí.

— Si intentas subir ahí, te pegamos un tiro. No hablas de nada de lo que veas aquí con nadie de fuera. Si lo haces, te pegamos un tiro. No metes nada en la clínica aparte de tu persona y la ropa que lleves puesta. Se te entregará un uniforme. Si metes algo, un sensor por ejemplo, te pegamos un tiro.

Mellanie asintió con aire nervioso. Los guardias se sonrieron.

— No hagas caso de tanta chorrada, es patético —dijo Murdo—. Estos dos gilipollas serían incapaces de darle a un rascacielos a veinte pasos.

El guardia le hizo un gesto obsceno con la mano.

Murdo le contestó con un corte de mangas mientras se alejaba con Mellanie por el pasillo. La guió hasta unos vestuarios donde se estaban cambiando tres enfermeras que comenzaban el turno y que dejaron de hablar al ver a Murdo, una de ellas frunció el ceño.

— La mayor parte del personal utiliza este sitio para cambiarse —dijo Murdo—. Salvo los médicos y los directivos, que no llevan uniforme. —Pasó junto a una fila de taquillas—. Esta es la tuya. Pon el pulgar en el escáner para abrirla. Esos imbéciles del mostrador ya deberían haber actualizado la red a estas alturas.

Mellanie apretó el pequeño escáner con el pulgar y la taquilla se abrió. Estaba vacía.

— Pensaba que me iban a dar un uniforme.

— Solicitaré uno en suministros. Espera un momento. —Se alejó por la esquina de la fila.

Mellanie le echó un buen vistazo al vestuario mientras Murdo se cambiaba y empezó a activar los implantes de uno en uno. No había ningún sensor activo, solo un par de cámaras que vigilaban desde el techo. Metió un programa de escrutinio en la matriz del vestuario y examinó con cautela la estructura de la red interna de la clínica.

Había una cantidad impresionante de sistemas de seguridad y programas, sobre todo en los pisos superiores. Todos estaban protegidos por barreras cifradas que ella no tenía la habilidad necesaria para burlar. Sin embargo, era fácil acceder a la matriz de recepción con su conexión abierta a la ciberesfera de Illuminatus. Su mayordomo electrónico se introdujo a lomos de una transferencia financiera troyana y comenzó a buscar en los archivos de ingresos cinco días antes y después de la fecha en que, según Miguel Ángel, habían llegado los abogados.

Las tres enfermeras se fueron. Mellanie le pidió al programa de escrutinio que siguiera su progreso y grabara lo que pudiera de los protocolos de seguridad que cumplían al subir.

— Eh, Saskia, ven aquí, tengo tu uniforme —dijo Murdo—. Sabía que tenía uno de sobra por alguna parte.

A Mellanie le intrigó que el otro hubiera esperado hasta que las enfermeras se hubiera ido. Levantó la mano con la palma estirada hacia las puertas de las taquillas mientras recorría toda la fila. Su examen básico reveló unos objetos muy interesantes guardados dentro.

Murdo se había puesto un mono de color rojo oscuro con su nombre en el bolsillo del pecho.

— Ponte esto —le dijo. Sostenía con una mano una pequeña prenda de una tela brillante y negra, mientras que en la otra tenía un delantal blanco lleno de volantes.

El típico disfraz de criada, comprendió Mellanie. Estuvo a punto de echarse a reír. Murdo no era solo un estereotipo, era un auténtico tópico.

— He ubicado tres posibles ingresos compatibles con los parámetros de la búsqueda —dijo su mayordomo electrónico. Los archivos aparecieron en su visión virtual. No había referencia alguna a la naturaleza de los tratamientos que estaban recibiendo, solo al coste, que le sorprendió. Pero, por cuestiones de contabilidad, cada archivo incluía la habitación que les habían asignado.

— Vamos, cariño, esto es lo que se ponen todas las empleadas de limpieza en prácticas —dijo Murdo con tono razonable.

Mellanie activó una segunda remesa de tatuajes CO y luego infiltró una orden de restricción en la matriz de la habitación para evitar que alguien utilizara la función de comunicación.

Hmm. Me parece que no.

Hizo chasquear los dedos. Una de las taquillas junto a las que acababa de pasar se abrió con un ruido seco.


La estación del funicular panorámico se encontraba en el extremo oriental del muelle Transversal del Norte. Alic, Lucius Lee y Marhol escoltaron a Robin Beard por el vestíbulo donde se compraban los billetes y subieron al andén de embarque. No lo tocaron en ningún momento ni dijeron una sola palabra, pero Robin siempre se encontraba en el centro del pequeño triángulo que formaban. Si el Agente era tan bueno como afirmaba Beard, tendría observadores entre la multitud que se dirigía al restaurante de las Copas.

El andén se elevaba varios metros sobre la cima del muelle Transversal del Norte, una simple malla de metal con unos cables por encima que se apoyaba en un árbol enorme cuyas ramas se curvaban sobre sus cabezas. Alic podía mirar hacia atrás y ver la ciudad de Tridelta resplandeciendo a unos tres kilómetros, al otro lado del río. El Dongara y el Alto Monkira se unían allí produciendo una corriente de agua rápida y turbulenta que no tardaría en fundirse con el Logrosan en aquel torbellino espumeante del borde oriental de la ciudad que era el bajo Monkira. Los transbordadores seguían abriéndose camino por el agua, llevando el rebaño diario de clientes a los cruceros nocturnos que había amarrados a los embarcaderos. Había varias aeronaves por el cielo, deslizándose entre los jirones de nubes bajas.

Un funicular salió deslizándose de la selva radiante e hizo una pequeña pausa en la plataforma de desembarco de enfrente, donde una pareja de empleados se bajaron de un salto. Después desapareció en la sala de máquinas que se cernía sobre la estación antes de reaparecer momentos más tarde y detenerse delante del pequeño grupo de pasajeros. Cuando se abrió la puerta se meció en el cable de carbono con un lento movimiento pendular. Después, los auxiliares acompañaron a todo el mundo al interior.

Había asientos para diez personas distribuidos en círculo alrededor de la viga central de carga. Alic cogió el que estaba más cerca de la puerta. Beard se sentó a su lado.

Cuando se llenaron los diez asientos, el auxiliar cerró la puerta y levantó los pulgares. Las ruedas del mecanismo superior se aferraron al cable con un gruñido estrepitoso y el vagón se lanzó hacia la selva con una sacudida.

Había habido muchas protestas entre los grupos ecologistas del planeta cuando los gestores del funicular comenzaron a solicitar los permisos. Lo cierto era que la nointerferencia en las selvas formaba parte de la constitución de Illuminatus y por mucho que doblegaran otras reglas a su antojo, los ciudadanos de Tridelta respetaban su entorno único. Era muy difícil cultivar una planta de Illuminatus en cualquier otro lugar debido a las complejas bacterias terrestres que necesitaban los árboles para crecer. Los entusiastas de la botánica podían adquirir árboles jóvenes en macetas, pero siempre en vitrinas selladas, nadie iba a reproducir aquellos bosques en otros mundos.

Así que los ecologistas no querían que las grandes maquinarias de construcción se dedicaran a talar árboles para levantar los postes del funicular y a serrar ramas para darle a los vagones paso libre entre el desarrollado follaje.

Después de una década de batallas legales, los gestores consiguieron los permisos después de entregar una valoración de impacto medioambiental que demostraba que los daños serían mínimos. Lo que los ecologistas aceptaron de mala gana una vez que se levantó el funicular y se puso en marcha fue que el daño medioambiental, de hecho, se reducía. Las personas que antes se alejaban de forma ilícita del muelle Transversal y se metían en la selva, donde rompían pequeñas ramas y pisoteaban los nuevos esquejes para disfrutar de una experiencia pura, habían decidido tomar el funicular. Era barato y les permitía acercarse mucho más al paisaje y de una forma bastante más cómoda. La selva que había junto a los muelles Transversales del Norte y del Sur comenzó a espesarse una vez más tras un siglo de daños y abusos.

No había cristales en las ventanas del funicular. Alic podía ver las hojas relucientes que pasaban casi rozándolo a menos de un metro de distancia. Hizo todo lo que pudo por no quedarse mirando el panorama con la boca abierta y se aseguró de comprobar que Beard seguía allí cada treinta segundos. También recibía actualizaciones del equipo policial que se había quedado en el muelle Transversal del Norte y que le informaba de todas las personas que se subían al funicular tras ellos.

Ninguna encajaba con la descripción que había hecho Beard del Agente. Alic había visto la ruta del funicular por la selva esa misma tarde, cuando tanto él como el resto del equipo habían subido a las Copas para tantear el terreno y determinar las posiciones. Jim Nwan encabezaba el equipo de arresto de cinco personas que esperaba en el restaurante, todos ellos agentes de la Marina con trajes blindados completos. Incluso si el Agente llevaba consigo guardaespaldas con armamento conectado, no había forma de que pudiera enfrentarse a semejante potencia de fuego. Y tampoco tenía ningún sitio al que huir. El trayecto del funicular panorámico medía diez kilómetros.

Les llevó veinticinco minutos llegar a las Copas. Su vagón se detuvo junto a un andén que era idéntico al que habían dejado en el muelle Transversal del Norte y los sonrientes pasajeros salieron en tropel. El restaurante y el bar estaban construidos con madera importada, vigas grandes y sólidas de roble traídas de los bosques europeos y clavadas unas a otras para formar una larga balsa a cuatro metros del suelo. No había techo, todo el mundo se sentaba justo debajo del dosel de la selva. En un lado estaba el bar, mientras que la otra mitad la ocupaba el restaurante donde las mesas se reservaban con semanas de antelación.

Como habían acordado, Beard se acercó a una mesa vacía del bar y le pidió una cerveza a la camarera. Alic, Lucius y Marhol se sentaron en los taburetes del pequeño mostrador que rodeaba uno de los amplios troncos. Marhol pidió la cerveza importada más cara que tenían. Alic hizo caso omiso del zafio detective y tomó un agua mineral. Después llamó a Paula.

— Estamos dentro. Beard está esperando al contacto. Los helicópteros de la policía están preparados para sacarnos en cuanto hayamos hecho el arresto. Tengo a Vic con ellos, no le hizo gracia, pero le dejé claro que la única alternativa era regresar a París.

— Bien. Parece que está organizado. Bernadette acaba de entrar en la torre Greenford. Dentro hay una clínica muy cara llamada Azafrán que, entre otras cosas, proporciona conexiones de armamentos y modificaciones del ADN básico. Así que a menos que vaya a tomar el vuelo de la aeronave, creemos que ese quizá sea su destino, es de suponer que para cambiar su identidad o bien para encontrarse con alguien que se ha sometido al tratamiento.

— ¿Sabe que todavía la siguen? —preguntó Alic.

— No creo. Nos retiramos a las tres de la tarde y hacemos la observación a larga distancia. Que ella sepa, nos ha perdido.

— De acuerdo. La llamaré en cuanto tengamos al Agente.

— ¿Pero qué pasa? —preguntó Marhol. Las conversaciones del bar se estaban deteniendo a toda velocidad. La gente tenía una expresión sorprendida en la cara.

El mayordomo electrónico de Alic lo alertó de un avance de noticias de urgencia.

El policía ni siquiera tuvo que acceder a él. El barman había sintonizado el portal que había tras el mostrador con una conexión directa con el programa de Alessandra Baron. Wilson Kime se encontraba en un podio haciendo una declaración ante el cuerpo de prensa del Pentágono II.

— La flota de naves estelares de clase Moscú que se envió a atacar el agujero de gusano conocido con el nombre de la Puerta del Infierno ha regresado ya y está al alcance de los sistemas de comunicación de la Federación. Lamento decir que el ataque no ha tenido éxito. Nuestros misiles no consiguieron golpear sus objetivos. La Puerta del Infierno continúa intacta y totalmente funcional, al igual que los agujeros de gusano auxiliares que la conectan con los 23 Perdidos.

— Oh, mierda —gruñó Marhol.

— Los primos han desarrollado un método para desviar nuestros misiles relativistas Douvoir mientras todavía están en vuelo —dijo Wilson—. Debo hacer hincapié en que este revés no es en absoluto crítico para nuestra campaña, la Marina conserva la capacidad de enfrentarse a cualquier nueva agresión de los primos.

— Chorradas.

Alic pensaba que ojalá no compartiera la opinión de Marhol.

— Señor —dijo Lucius en voz baja—. ¿Es él?


El Agente cruzó el bar cuando todo el mundo estaba mirando las noticias. Vestía un traje de cuero fino con una superficie que rielaba como el crudo bajo la luz suave de los árboles. La chica que llevaba del brazo lucía un pequeño conjunto de color crema con un reborde de borlas, era alta y musculosa como un corredor de maratón.

— Robin —dijo el Agente con tono cordial—. Me alegro de verte otra vez.

Beard se dio la vuelta y le dio la espalda a la imagen proyectada del almirante. Su rostro se suavizó con un expresión triste.

— Lo siento —fue todo lo que dijo.

La boca del Agente se tensó con un gesto de desaprobación aristocrático. Se activó su campo de fuerza, que distorsionó las ondas oscuras que fluían sobre la tela de su traje. La chica extendió los dos brazos y unas pequeñas toberas achaparradas se deslizaron por la piel de las muñecas. Unos tatuajes CO azules y verdes se encendieron en la cara y el cuello de la mujer y enviaron finas líneas resplandecientes que serpentearon bajo la tela del vestido. Empezó a girar poco a poco, cubriendo a todos los clientes. Los que tenía más cerca ahogaron un grito y se apretaron contra las sillas.

— Adelante —le ordenó Alic al equipo de arresto. Su campo de fuerza también se había activado y lo había rodeado con un nimbo de suaves centelleos.

— ¿Quiere que bajemos, jefe? —preguntó Vic.

— Esperad.

La chica giró en redondo, rápido, muy rápido, y los dos brazos apuntaron a Alic. La piel de sus antebrazos comenzó a ondularse dibujando extraños patrones. Los clientes que había sentados en las mesas que quedaban entre los dos se levantaron de un salto y se quitaron de en medio, creando así un amplio corredor vacío.

— Apártense —les murmuró Alic a los agentes de policía. En un par de segundos estaba solo en el bar. El almirante Kime continuó hablando tras él, comedidamente y con la voz convertida en un zumbido monótono.

»No hay forma de salir —le dijo Alic al Agente—. Vamos a calmarnos todos. Desactive sus armas. Su guardaespaldas puede irse. Usted se viene con nosotros.

— ¿Se supone que eso era un incentivo? —preguntó el Agente. Parecía intrigado de verdad.

— Puedo atravesar su protección con limpieza —dijo la chica—. Después de todo, solo es uno de los trajes que da el Gobierno, frágil como el pis. —La joven sonrió y mostró una larga hilera de colmillos plateados.

— A mí me parece razonable —dijo el Agente.

Jim Nwan aterrizó en el suelo de madera del bar con un golpe seco y sonoro. Vestía la armadura completa y llevaba una carabina de plasma. El objetivo del láser salpicó la frente del Agente con un pequeño punto rojo. La sonrisa cortés de este se desvaneció. Dos miembros más del equipo de arresto saltaron al bar desde las posiciones que habían ocupado en la selva. Sus armas apuntaban a la chica.

En una mesa que había a unos metros del tembloroso Beard se levantaron tres hombres envueltos en campos de fuerza y apuntaron al equipo de arresto con las armas que llevaban conectadas al cuerpo. Los últimos dos miembros del equipo de arresto llegaron al bar. Y un bebedor solitario más se giró en su taburete para apuntar a los detectives, que habían conectado sus campos de fuerza. El resto del bar se quedó en absoluto silencio mientras las finas hebras de color rubí de los láseres se iban entrecruzando. Los clientes se agazapaban en sus sillas con expresiones aterradas en la cara y las parejas se aferraban entre sí.

— Creo que esto es lo que antes llamaban un empate mexicano —dijo el Agente—. Y ahora, ¿por qué no nos vamos todos y reflexionamos sobre lo que ha estado diciendo el almirante? Ahora mismo hay temas más importantes que tratar, ¿no les parece?

— No —dijo Alic. No podía evitar que se le tensaran los músculos. Jamás había conocido pavor semejante; durante el combate, el miedo a que te dispararan duraba segundos como mucho. Aquello se estaba prolongando y él no veía forma de ponerle fin con limpieza. El cabrón del Agente se negaba a entrar en razón. Lo único que se le ocurría era cuánto tiempo había pasado desde que había depositado sus recuerdos en un depósito de seguridad; si alguien abría fuego allí, era imposible que su célula de memoria sobreviviese. Aún así, echarse atrás no era una opción.

— Jefe, tenemos la potencia de fuego necesaria para respaldarlo —dijo Vic—. Podemos estar ahí en un par de minutos.

— No. No podéis disparar mientras estemos en las Copas, habría una masacre.

— Entonces déjenos salir para ayudarlo.

— ¡Esperad!

La sonrisa del Agente era constante.

— Como se disparen armas tan potentes, puede esperar una media de un ochenta por ciento de bajas entre los civiles —dijo—. ¿Está dispuesto a aceptar esa responsabilidad?

— No puede irse —dijo Alic—. Solo está el funicular y lo controlamos nosotros.

— No me joda, tío —gritó un hombre—. Tenga un poco de sentido común. Hará que nos maten a todos.

— Ya lo tengo —gruñó Alic.

— Tengo muchas formas de salir —dijo el Agente—. Voy a empezar a alejarme de usted. Si intenta detenerme, será responsable de la matanza consiguiente. Piense en eso, funcionario.

Durante apenas un instante, Alic se planteó la posibilidad de llamar a Paula para preguntarle qué diablos debería hacer. ¡No! A ella no.

— ¿Jefe? —preguntó Jim—. ¿Qué hacemos?

— Muévase y el primer disparo lo haré yo mismo —dijo Alic.

— Bueno, si no viera el pánico en sus ojos, quizá... —El Agente frunció el ceño y levantó la cabeza.

Alic oyó un rugido bajo que estaba aumentando a toda prisa de volumen. Los pocos implantes de sensores que tenía no podían detectar el origen.

— ¿Jim? ¿Puedes ver qué es eso?

— Tres grandes fuentes de energía, justo encima de nosotros.

Alic se arriesgó a mirar el techo fosforescente de hojas palpitantes.

— ¿Helicópteros? Vic, ¿eres tú?

— No, jefe —respondió Vic.

— Descienden demasiado rápido —dijo Jim—. Eso no son helicópteros.

— Vic, venid aquí ahora mismo —ordenó Alic.

— De camino.

Un rayo de plasma cayó sobre las Copas y atravesó el frágil dosel de ramas y hojas para estrellarse contra la plataforma de madera, justo entre Alic y el Agente. Las tablas de roble detonaron al instante produciendo una nube letal de metralla de astillas del tamaño de una mano. El campo de fuerza de Alic destelló con un color violeta brillante cuando las dagas ardientes lo apalearon, el choque lo arrastró hasta el bar. Las llamas dibujaron un torbellino por la sala y arrastraron espirales de humo negro a su paso.

El suelo se inclinó hacia abajo con tal ángulo que Alic tuvo que tantear como un loco y consiguió sujetarse con algunos dedos al mostrador.

Tanto el equipo de arresto como la guardaespaldas del Agente respondieron al fuego de los intrusos, en medio del cielo nocturno. Los clientes del bar estaban chillando, la mitad por la conmoción, la otra mitad por las heridas recibidas cuando las guadañas de madera se clavaron en la carne desprotegida. Más rayos de plasma golpearon la balsa de madera, partiéndola en secciones desiguales. Las explosiones lanzaron personas y mobiliario por los aires. Las hojas y las ramas empezaron a arder haciendo caer humo sobre todos, como una fuente.

Alic vio al Agente caído de espaldas, el suelo continuaba inclinándose con un violento crujido, abriendo un amplio abismo entre ellos. Las llamas lamían los bordes.

El Agente miró hacia abajo y calculó el coste de un salto al suelo oscuro.

— Ni se le ocurra —gritó Alic. Y lo apuntó con su pistola de iones.

El Agente se echó a reír. Un par de puntos láser rojos juguetearon entre los ojos de Alic.

— Mátalo —chilló el Agente.

Dos disparos de plasma aporrearon el campo de fuerza de Alic. Una tormenta de vapor abrasador blanco y morado lo desgarró. Unas sobrecargas diminutas y localizadas permitieron que unos zarcillos calientes de electrones le excavaran la ropa y la piel. Las rápidas punzadas de dolor fueron increíbles, haciendo que se retorciera con desesperación. Se soltó del mostrador y desfalleció sobre el suelo peligrosamente inclinado. A su alrededor brotaron más rugidos cuando el equipo de arresto respondió al fuego de los guardaespaldas.

Alic se dio cuenta de que estaba inclinado sobre la base de uno de los taburetes del bar. Sus implantes de retina filtraron la luz deslumbradora y le mostraron al Agente sujetándose con fuerza a su propio trozo de suelo mientras se retorcía para mirar sobre él y detrás.

Tres figuras con trajes blindados desgarraron el infierno que se había desatado sobre el destrozado restaurante. Llevaban mochilas a chorro cuyos tubos de escape chirriaban con la energía de un arma sónica. Dos aterrizaron a ambos lados del Agente. Unos rayos de plasma e iones los golpearon a la vez y enviaron serpentinas incandescentes que golpearon como látigos las mesas y las sillas destrozadas. En los puntos de contacto estalló el humo y los chorros de llamas. Varios de aquellos látigos de llamas barrieron el campo de fuerza del Agente, que se volvió de un denso color morado. Una de las figuras blindadas se agachó y pegó una membrana de volcado en la espalda del Agente. Este intentó incorporarse de un tirón pero una bota blindada se le clavó en los hombros y volvió a derribarlo. Una mancha oscura se estaba extendiendo por su campo de fuerza a medida que la membrana de volcado se agrandaba.

— Jim, ¿puedes detenerlos? —quiso saber Alic. Su mayordomo electrónico estaba imprimiendo una lista de fallos en implantes y tatuajes CO en su visión virtual, todo con el texto verde del modo por defecto.

— ¿Detener qué?

Alic disparó su pistola de iones contra el traje blindado que estaba sobre el Agente. Ni siquiera forzó su campo de fuerza.

— ¿Dónde estás?

— En el suelo.

Alic disparó otra vez, en esa ocasión apuntó a la madera sobre la que se encontraba la figura blindada. Las tablas se partieron y el del traje cayó por el agujero con los brazos al aire.

— Hay uno al mismo nivel que tú, acaba con él —dijo Alic. El traje que quedaba estaba apuntando a Alic con un Ianzagranadas—. Mike, Yan, Nyree, ¿tiene alguno una línea de tiro limpia contra el traje que está con el Agente?

— Lo tengo —respondió Yan.

Una explosión lanzó a Alic dando volteretas por el suelo inclinado hasta que chocó de cabeza contra la barra del bar. El campo de fuerza solo absorbió parte del impacto. El policía se atragantó de dolor. Los restos ardientes de las Copas rotaron a su alrededor. La gente saltaba de las secciones restantes del suelo al espacio oscuro que había más allá; estaban ardiendo y arrastraban llamas por la noche mientras las chispas naranjas se iban apagando tras ellos. Los gritos perforaban el aire, superados una y otra vez por el disparo de otro rifle o la detonación de otra granada de plasma. Uno de los grandes árboles alrededor del que se habían construido las Copas estaban empezando a inclinarse, un movimiento pesado que se estaba acelerando.

El campo de fuerza del Agente parpadeó y se apagó. Las llamas le abrasaron el impecable traje de cuero. El hombre chilló cuando le empezó a crepitar la piel. La figura blindada que se alzaba sobre él levantó un brazo. Alic vio una cuchilla armónica que resplandecía en medio de aquel incendio chillón.

— ¡Yan! —exclamó Alic—. Otra vez.

La hoja armónica bajó de golpe. Una descarga de rayos de plasma golpearon a la figura blindada justo cuando decapitaba al Agente. Alic chilló horrorizado cuando la cabeza del Agente rebotó por las tablas combadas del suelo, la sangre brotaba del cuello cortado y el corto cabello ardía y humeaba. Jamás iba a poder olvidar la expresión sobresaltada que se fijó en la cara del Agente cuando su cabeza fue rebotando hacia la caída.

Los disparos de la carabina habían lanzado de lado al atacante blindado, que perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, tambaleándose sobre el suelo inclinado. Los rizos retorcidos de energía que envolvían el traje tocaron tierra a través de las vigas de roble fracturadas. La ventisca de rayos en miniatura cambió de repente de rumbo y se lanzó hacia arriba cuando el inmenso peso del árbol medio derruido cayó con un crujido. El del traje, el suelo y el cadáver del Agente se desvanecieron bajo un torbellino de llamas que destrozó lo que quedaba del bar. Alic sintió que las tablas cedían al fin y lo enviaban dando bandazos por el aire, agitando los brazos y las piernas como un loco. Chocó con fuerza contra el suelo y el campo de fuerza se infló a su alrededor como una almohada irregular. Absorbió parte del impacto pero sintió que se le partían varias costillas. No pudo evitar las arcadas. La cabeza del Agente rebotó sobre el suelo húmedo a su lado, con la piel chamuscada y desprendiéndose del hueso ennegrecido. A pesar de todo el dolor y las náuseas, sabía que tenía que cogerla. Aquel objeto asqueroso estaba acurrucado en el hueco de su brazo cuando apareció delante de él uno de los trajes blindados.

— ¿Jim?

— Me temo que no, jefe. —La voz de Tarlo bramó entre el caos. Una carabina de plasma descendió y el cañón se detuvo a cinco centímetros de la cara de Alic.

— Que te follen, traidor —gruñó.

Una granada estalló justo al lado de los dos, lanzándolos por el aire entre una nube de tierra y fragmentos de árbol. Alic se estrelló contra el tronco de un árbol a dos metros del suelo y cayó como una piedra. Su campo de fuerza estaba parpadeando a su alrededor a punto ya de averiarse, permitiendo que el aire sobrecalentado se deslizara de una forma harto dolorosa por la piel herida; el texto virtual verde se convirtió en unos garabatos horizontales aleatorios que contrastaban con aquel infierno naranja. A través de una bruma de dolor, vio el bulto negro y humeante que era la cabeza del agente, seguía rodando por el suelo lleno de vapor, alejándose de él.

Tarlo caminaba hacia ella. Alic intentó levantarse. Tenía el lado izquierdo entumecido por completo.

— ¡Yan! ¡Jim! ¡Que alguien me ayude!

Tarlo recogió la cabeza. La mochila a chorro de su traje escupió dos lanzas de llama azul casi invisible y el antiguo policía se alzó en medio del incendio cegador que estaba consumiendo el dosel de la selva. Una cascada de enormes chispas azules y blancas cayeron en picado tras él.

— Vic, dispárale, derríbalo ya, no dejes que se la lleve, su célula de memoria está ahí dentro. Vic, es Tarlo. ¿Vic? —Su voz se redujo a un gimoteo. Rodó de espaldas y apuntó con la pistola de iones al penacho de chispas que iba cayendo por donde se había desvanecido Tarlo, preparado para disparar. Pero solo quedaba su mano vacía, con la piel desgarrada y sangrando y dos dedos doblados hacia atrás allí donde se le habían roto los nudillos—. Te encontraré —les dijo con voz ronca a la multitud de llamas mientras lo golpeaba el calor—. Te encontraré, cabrón.


Mellanie ya había subido al tercer piso de la clínica Azafrán cuando se dio cuenta de que pasaba algo. Los programas de escrutinio que había infiltrado con tanto cuidado en las matrices de los dos pisos que había dejado atrás ya no respondían. De hecho, toda la red de esos dos pisos estaba a oscuras en esos momentos.

Se detuvo y revisó la diminuta cantidad de datos a los que podía acceder. Hasta ese momento solo se había infiltrado en tres matrices en ese piso y sus programas no le decían nada. Por lo menos no había sido la red de la clínica la que había hecho saltar alguna alarma, lo que era muy extraño. Los programas de gestión tenían que haber notado la caída. Tampoco era que pudiera preguntarles.

De momento solo había pasado junto a un par de miembros del personal que tenían el turno de noche, técnicos absortos en su conversación. No le habían prestado ninguna atención. El uniforme de enfermera que se había puesto era como llevar un traje invisible. No había nadie más en el pasillo; lo comprobó de nuevo sin saber muy bien qué hacer a continuación. Una de las habitaciones que buscaba estaba justo al final del pasillo, a menos de treinta metros de distancia.

Varias secciones de la red de ese piso empezaron a caer.

— Maldita sea —siseó.

Debía de estar infiltrándose alguien más en el sistema electrónico de la clínica y se les daba mucho mejor que a ella. Estaban cerrando todo aquel sitio procesador por procesador.

Había una escalera a su espalda, a tres metros. Mellanie le lanzó a la suite Nicolás del otro extremo una última mirada de añoranza. Estaba tan cerca... uno de los abogados estaba al otro lado de esa puerta. Pero bien podía ser el último juego de matones de Alessandra los que estuvieran arrastrándose por la clínica. Y si supieran que estaba allí, se lo habrían dicho a los abogados.

¿Pero por qué iba a tener que arrastrarse alguien que trabaj a para Alessandra? Están todos del mismo lado.

Mellanie volvió corriendo a la puerta de las escaleras y empujó la barra que la abría.

No saltó ninguna alarma, todo el circuito que la rodeaba estaba muerto. La puerta giró y reveló una inmensa fuente de energía electromagnética en las escaleras. Mellanie dejó escapar un grito ahogado y sobresaltado cuando una figura con traje blindado la apuntó a la frente con un arma.

— No se mueva —le dijo en voz baja, la voz era masculina—. No grite ni intente alertar a nadie de que estamos aquí.

Mellanie se sacó de la manga unas cuantas lágrimas, tampoco le costó mucho.

— Por favor, no dispare. —Le estaban temblando las piernas. Una segunda figura blindada se deslizó alrededor de la primera, seguida de inmediato por cinco más.

Si los manda Alessandra, la tía no está corriendo ningún riesgo.

— Dése la vuelta —dijo el hombre del traje blindado—. Ponga las manos a la espalda y cruce las muñecas.

Los trajes blindados se estaban moviendo por el pasillo. Mellanie no tenía ni idea de que unos trajes tan grandes y pesados pudieran moverse con tanto sigilo. Después, un fino cordel de plástico se tensó alrededor de sus muñecas.

— ¡Ay!

— Cállese o usaré un bloqueador nervioso.

No estaba muy segura de que sus implantes pudieran desviar aquello. Y además tendría que activarlos antes, e incluso si acertaba con la secuencia, ¿después qué?

— Lo siento —susurró.

— Ahí dentro. —La empujaron hacia la escalera.

— ¿Nombre?

— Eh... Lalage Veré, soy enfermera de la unidad de dermatología. —Sintió que le apretaban algo contra la mano.

— El nombre está en el archivo, pero no encaja con la biométrica de la clínica.

— No podría —dijo una voz de mujer.

Mellanie sabía a quién pertenecía esa voz. Dejó escapar un largo suspiro de alivio, pero no pudo evitar hacer una mueca. Un guantelete duro cayó sobre su hombro y le dio la vuelta. Había unas diez personas más en el rellano, todas con trajes blindados, una de ellas notablemente más baja que el resto.

— Buenas noches, Mellanie —dijo el traje pequeño.

— Oh, buenas noches, investigadora Myo. Qué casualidad verla aquí. —Solo eran bravatas. La joven estaba intentando no enfurruñarse por lo rápido que Paula la había reconocido a pesar del pelo moreno y las pecas.

— Encontramos abajo al conserje jefe —dijo Paula—. Estaba atado a un banco del vestuario; tampoco es que hubiera ninguna necesidad, tiene tal cantidad de narcóticos en sangre que no sabe en qué universo está.

— ¿De veras? ¿Y dejan que personas así trabajen aquí? Me asombra.

— A mí me interesa más saber por qué está aquí, Mellanie.

— El periodismo empezaba a ser una vida de locos. Me apetecía un cambio de profesión.

— Mellanie, esta noche hay vidas en juego. Muchas vidas. Se lo preguntaré una vez más, ¿por qué está aquí?

Mellanie suspiró. Tampoco tenía otra salida.

— He rastreado a los abogados. ¿De acuerdo? No es ningún delito. Los delincuentes son ellos y las dos sabemos lo que hicieron.

— ¿Se refiere a Seaton, Daltra y Pomanskie?

— Sí.

— ¿Están aquí?

— Pues sí. Acabo de decírselo.

— ¿Cuándo llegaron?

— ¿Es que usted no lo sabía? —dijo Mellanie con tono engreído—. Llevan aquí recibiendo tratamiento más o menos desde que se fugaron de Nueva York.

— ¿Qué clase de tratamientos? ¿Han recibido conexiones de armas?

— No estoy segura, me ha interrumpido usted. Eso nuevo del ADN, supongo. No era barato, fuera lo que fuera.

— ¿En qué habitaciones están?

— Uno está en la suite Nicolás, en este piso; los otros dos comparten la suite Fenay, en el quinto piso.

— Bien, gracias, a partir de ahora ya nos hacemos cargo nosotros, Mellanie.

— ¡Qué! Pero no puede...

— Grogan, llévesela a Renne.

Unos guanteletes la cogieron por la parte de arriba del brazo, los dedos de metal se cerraron de forma dolorosa.

— ¡Eh, tú! Oiga, los encontré yo, al menos podría dejar que cubriera el arresto para mi reportaje.

— No se lo aconsejaría. Esto no es un entorno muy seguro.

— No me iba mal hasta que usted entró como un elefante en una cacharrería.

— Se detuvo un momento, si Myo no sabía que los abogados estaban en la clínica, ¿qué...?

Grogan la empujó hacia las escaleras. El del traje era demasiado fuerte para que ella pudiera resistirse.

— Tiene que darme algo, Myo.

— Ya hablaremos más tarde. Largo y tendido.

A Mellanie no le gustó cómo sonó eso.


— Actualización táctica —informó Paula a los equipos de arresto—. Ahora tenemos tres hostiles confirmados más en el lugar además de Bernadette. Posibles ubicaciones: uno en la suite Nicolás, dos en la Fenay. Tengan cuidado, podría haber más, parece que es aquí donde los agentes del aviador estelar reciben sus conexiones de armas.

El mapa de su visión virtual desplegó las posiciones de los trajes blindados. Adaptó de inmediato los lugares de interceptación y asignó tres miembros a cada abogado.

— Hoshe, ¿podría revisar las matrices que hemos secuestrado? Me gustaría confirmar lo que nos ha dicho Mellanie.

— Estamos trabajando en ello. No sabía que esa chica fuera tan buena.

— Mellanie está empezando a interesarme mucho. Pero primero tendremos que ocuparnos de la clínica.

— Red del tercer piso, cerrada —dijo Hoshe—. Estamos estableciendo nuestros programas en el cuarto y el quinto, preparándonos para insertarlos en el sexto.

— Está bien. —Paula examinó el mapa—. Warren, salga al cuarto piso.

— Recibido.

— Renne, cuando Mellanie llegue a su equipo, quiero que la mantenga bajo custodia, pero separada del resto del personal de la clínica. No la deje llamar a nadie. Es importante.

— Comprendido.

— ¿Qué hay del perímetro?

— Sólido y aguantando. Da la sensación de que la mitad de la policía de la ciudad está aquí.

— Maldita sea, eso es lo que me preocupa. Aquí arriba alguien se va a dar cuenta de lo que estamos haciendo.

— Confirmados tres ingresos que encajan con los abogados —dijo Hoshe—. Mellanie estaba diciendo la verdad.

— Nos han descubierto —exclamó Warren Halgarth—. Cuatro miembros del personal y un cliente acaban de aparecer delante de nosotros. No podemos contenerlos a todos.

Paula lanzó una maldición, aunque habían llegado mucho más lejos con su oscura incursión de lo que esperaba.

— Atención todo el mundo, alerta máxima. Saben que estamos aquí. Equipos de arresto, muévanse de inmediato. Y encuéntrenme a Bernadette. —Se hizo a un lado y permitió que el resto del equipo del tercer piso saliera de la escalera y se desplegara.

— Mierda —exclamó Warren—. El cliente tiene armas conectadas. Nos desafía.

— ¿Es uno de los abogados? —El mapa de Paula se estaba actualizando. Había equipos desplegándose por cada piso. Matthew Oldfield encabezaba a cinco agentes que se dirigían a la suite Fenay mientras John King se acercaba a la Nicolás. Apenas habían llevado un tercio del personal de la clínica abajo, con el equipo de Renne, donde estarían a salvo.

Paula oyó el rumor sordo de una explosión. Pequeñas motas de polvo se soltaron de las cañerías que recorrían la escalera de cemento. Se produjeron más explosiones.

Se oyeron gritos. Hoshe utilizó infiltraciones más agresivas y se hizo con el control absoluto de la red de la clínica.

Paula sacó sus carabinas de plasma y salió al pasillo. Había gente abriendo puertas, asomándose, chillando. Otras puertas se cerraban de golpe. Los trajes blindados las abrieron de nuevo a patadas y sacaron de un tirón al aterrorizado personal y a los clientes. John King y sus dos compañeros reventaron la puerta de la suite Nicolás. Salió volando un rayo de plasma. Los gritos del pasillo alcanzaron un crescendo.

— Desactiven sus armas y salgan —bramó el altavoz del traje de John.

Hubo una gran explosión dentro de la surte Nicolás. Los escombros y el humo salieron como una nube al pasillo.

»Ha abierto un agujero en el suelo —exclamó John—. Ha saltado al segundo nivel.

— Recibido —exclamó Marina—. Nos desplegamos.

El equipo de John entró a la carga en la suite. Paula estaba guiando a los otros miembros del equipo del tercer piso por el pasillo, entre la miasma casi llevaban en brazos al personal y a los clientes.

— No pierdan de vista a ninguno de ellos —les advertía—. El departamento médico forense debe acreditarlos primero.

— Visual de Bernadette —exclamó Warren—. Entablamos combate.

Paula se dio la vuelta y se lanzó corriendo hacia la escalera. Otra explosión cortó las luces. Estaba viendo la clínica a través del microrradar y los infrarrojos. Se activaron los aspersores y la alarma antiincendios empezó a chillar. El techo se combó justo delante de ella, largas grietas que se multiplicaban por las paredes a ambos lados.

— No se va a rendir —dijo Warren—. Se le ha unido otro hostil. Ambos con armas conectadas.

— ¿Puede incapacitarla? —preguntó Paula.

— Imposible.

Paula llegó a la escalera cuando una andanada de explosiones reverberó por el hueco de cemento. Se conectaron las luces de emergencia, unos intensos haces amarillos a través de la niebla gris y el humo denso que bajaba como un torbellino por el amplio hueco. Un largo convoy de figuras ataviadas con trajes blindados escoltaba a los acobardados prisioneros escaleras abajo. Paula se abrió camino entre ellos.

— Entablado combate con dos hostiles —dijo Matthew—. Estaban en la suite Fenay.

— Captúrelos vivos si puede —dijo Paula.

— Haré lo que pueda.

— Tengo algunos escombros por aquí —dijo Renne—. Está cayendo cristal por toda la plaza.

— ¿Algún cuerpo? —preguntó Paula—. Si sus campos de fuerza son lo bastante buenos, quizá intenten escapar saltando.

— Ninguno todavía.

— Vigile por si acaso.

Las explosiones y el ruido de los rayos de plasma habían terminado para cuando Paula salió a toda velocidad al cuarto piso de la clínica. Ya no quedaban pasillos ni elegantes salas de tratamiento, la mitad de las paredes habían desaparecido y el nivel entero había quedado abierto. Había restos por todas partes, algunos humeantes, el resto saturados de agua y espuma azul supresora. La mayor parte del techo también había caído y expuesto las vigas estructurales principales de la torre Greenford. Por fortuna, parecían estar intactas. El agua manaba de varias gruesas cañerías y formaba grandes charcos sucios por el suelo. Todos los cristales de las ventanas habían reventado.

Había varios cuerpos tirados entre la destrucción.

— Esto es un infierno —exclamó Paula.

— Lo siento —dijo Warren—. Tuvimos que eliminarlos.

— Está bien. ¿Dónde están los cadáveres? Tenemos que confirmar el ADN.

— Por aquí. —El agente trepó entre los montones de escombros y rodeó con ella el núcleo de la Torre. Había varios trajes blindados muy ocupados sacando supervivientes heridos.

— Creemos que son estos dos.

Dentro del casco, Paula arrugó la nariz al verlos. Los dos cuerpos habían sufrido quemaduras graves y luego los habían aplastado unas vigas de acero y secciones de cemento. Un agua mugrienta lamía las extremidades chamuscadas. Varios restos de ropa los envolvían, jirones de tela ennegrecida. Paula reconoció un fragmento de los pantalones de color azul oscuro que llevaba Bernadette mientras la habían perseguido por todo Tridelta durante la mayor parte del día. Tenía varias partes del cuerpo intactas, que se correspondían con las bandas de un esqueleto implantado con campo de fuerza. Los brazos tenían las perforaciones que Paula sabía que procedían de las baterías internas al prenderse, como las que se utilizaban para dar potencia a unas armas. Sacó un pequeño lector de ADN y tocó con la achaparrada punta de muestras un segmento intacto de piel.

— Es ella —dijo cuando los datos cruzaron su visión virtual.

El otro cadáver era un poco más grande. Seguramente varón. Paula lo examinó. El daño en los miembros lo había causado una fuerza externa. No cabía duda de que no estaba usando un campo de fuerza. Las capas exteriores quemadas no le servían de nada a su lector de ADN. Tuvo que apretar la mandíbula y meter la punta achaparrada a través del daño para poder llegar a los órganos internos.

— No parece que tuviera armas conectadas.

Entonces notó los jirones de la ropa que llevaba, la tela era del mismo color rojo oscuro que el uniforme de la clínica Azafrán. El ADN no estaba registrado en la base de datos de la Seguridad del Senado. Le dijo a su mayordomo electrónico que accediera a los archivos civiles y policiales de Tridelta.

— ¿Está seguro de que este es el segundo? —preguntó.

— La verdad es que no —dijo Warren—. Esta es la ubicación de donde procedía toda la resistencia.

— ¿Pero está seguro de que les disparaban dos personas?

— Eso está confirmado.

— John, ¿tiene a su objetivo?

— Sí. El ADN es muy extraño, tiene variantes por todo el cuerpo, pero algunos encajan con el perfil de Daltra.

— Gracias. Matthew, ¿qué hay de usted?

— Dos hostiles eliminados. Una identificación positiva; Pomanskie. Estamos intentando rescatar el otro cuerpo. No queda mucho intacto.

Paula se quedó mirando el cadáver sin identificar.

— Bernadette iba a ponerse en contacto con cuatro hostiles. ¿Así que quién era este? —Empezó a volverse en círculo pero se detuvo casi de inmediato. Había una grieta ancha en el núcleo de la Torre, a cinco metros de distancia. Dos pájaros oculares salieron volando de la jaula de su traje y bajaron disparados por la brecha oscura—. Maldita sea, eso es el hueco de un ascensor. —Los sensores de los pájaros oculares le mostraban que el hueco subía otros sesenta pisos y tenía todas las puertas cerradas.

Veinte pisos más abajo, el ascensor le bloqueaba la visión. Paula mandó al fondo a los dos pájaros oculares. Habían arrancado la escotilla de la parte superior del ascensor.

Los pájaros oculares se abrieron paso entre el metal combado y entraron en el ascensor. Había un agujero en el fondo que revelaba el resto del hueco que llevaba a los subsótanos de la torre Greenford.

— Atención todo el mundo. Tenemos un fallo de seguridad. Una persona, quizá más. Margen de tiempo, un máximo de siete minutos. Suficiente para salir. Renne, endurezca el perímetro.


Renne se había puesto furiosa cuando la habían puesto a cargo del perímetro. Después de todo lo que había pasado la oficina de París en los últimos tiempos, ella quería meterse en un traje blindado y repartir unas cuantas hostias. Pero su misión no era solo levantar barricadas y actuar como enlace con la policía local. Había que examinar y confirmar la identidad de todos los que bajaban de la clínica. Muchos de ellos serían criminales de algún tipo, dada la clase de clínica que era, lo que significaba que había bastantes probabilidades de que tuvieran armas conectadas. Paula no dejaba de hacer hincapié en cómo debía mantenerse el perímetro. Era un placer volver a trabajar otra vez con la jefa. Pero Renne pensaba que ojalá estuviera en la vanguardia de la operación. Tampoco sabía muy bien si le habían dado el perímetro a causa de las anteriores sospechas de Paula. La había conmocionado el hecho de haberse encontrado en el primer puesto en la lista de sospechosos. Pero así era la jefa, lógica hasta el último momento. Y todavía no se había recuperado del golpe de descubrir la traición de Tarlo. Hacía casi quince años que se conocían.

Las cámaras de detención que habían instalado en el subsótano estaban empezando a llenarse con las personas de la clínica Azafrán. Los combates habían terminado y ya no caían más escombros a la plaza, aunque el agua seguía chorreando por la fachada de la torre Greenford a través de las ventanas reventadas.

Renne recorrió el borde de las barricadas policiales con la cabeza levantada, mirando al cielo. Los pisos de la clínica eran fáciles de distinguir. Sin los cristales, las ventanas destrozadas resplandecían con un tono ámbar duro que contrastaba con el resto del bulto negro de la Torre. La única iluminación que había por encima de los diez metros en toda la ciudad.

Los agentes de policía y los robots patrulleros vigilaban las barricadas, manteniendo apartados a los ciudadanos curiosos. A Renne le satisfizo ver lo vigilantes que se mostraban a pesar de las noticias que habían llegado de las naves estelares.

— Por aquí abajo no hay nadie, jefa —le dijo a Paula—. ¿Quiere que los equipos de la policía empiecen a barrer los pisos inferiores?

— Todavía no. Hoshe está cerrando todos los pisos. Vamos a tener que sellar la Torre entera y escanear a todo el mundo según vayan saliendo.

— Una noche larga.

— Eso parece.

— ¿Ha oído que han vuelto las naves estelares? El ataque fue un fracaso.

— Eso no suena bien.

— ¿Y el aviador estelar formó parte de eso?

— No lo sé. Tendré que preguntarle al almirante Kime.

— ¿Conoce al almirante?

— Sí.

Renne sabía que no debería sorprenderse. Pero si la jefa conocía a Kime, ¿cómo era que Columbia la había despedido? ¿O no lo había hecho? ¿Había sido un montaje para hacer que el traidor o la traidora bajara la guardia? Con la jefa cualquier cosa era posible. Jamás dejaba escapar a un sospechoso.

Renne se dio la vuelta para volver a entrar en la torre Greenford, donde Hoshe había instalado el puesto de mando de la operación. Alguien que se alejaba de la multitud que había tras las barricadas le llamó la atención. Frunció el ceño. Una chica con una melena rubia bajaba de la acera y cruzaba hacia la calle Allwyn. No fue el pelo lo que hizo que Renne la siguiera con la vista, era la forma de andar. La chica casi se pavoneaba, andaba con la cabeza muy alta, sin apenas molestarse en comprobar si el tráfico se había detenido a su paso. Esa arrogancia solo podía pertenecer a un mocoso dinástico o al retoño de algún grande dueño de un fideicomiso sustancioso. Esa arrogancia integral que Isabella Halgarth poseía en abundancia.

Renne saltó por encima de la barricada y se abrió camino entre la hilera de espectadores, después se encontró en la acera vacía, tras ellos. La chica se alejaba por el otro lado de la calle. Tenía la altura adecuada y su ropa era deportiva pero costosa, un jersey rojo y una falda ceñida corta de color amatista con unos finos broches de metal; también llevaba unas botas largas y negras.

— Puede que necesite algún refuerzo por aquí.

— ¿Qué tiene? —preguntó Hoshe.

— No estoy segura. Creo que acabo de ver a Isabella Halgarth.

— ¿Dónde?

— Calle Allwyn, cerca de la esquina con la avenida Lanvia.

— Espere, por favor, estoy entrando en los sensores civiles.

Renne le echó un ojo al tráfico y salió a toda prisa a la calzada. Varios cláxones le pitaron con furia cuando frenaron unos coches. Un ciclista le gritó unas cuantas obscenidades cuando pasó a su lado tambaleándose.

— Se está metiendo en un taxi. —La chica se desvaneció en un vehículo azul y verde y la puerta se cerró.

— ¿Número? —quiso saber Hoshe.

— No puedo verlo, maldita sea. El logotipo es una trompeta naranja, está en las puertas. —Renne le hizo una seña a un taxi—. Se dirige al oeste. —El Puma Ables de color granate rojizo paró a su lado—. Solo vaya hacia el oeste —le dijo a la matriz de conducción.

— De acuerdo, estoy filtrando las matrices de control de tráfico en busca de una coincidencia —dijo Hoshe—. Los taxis Murray tienen ese logotipo de la trompeta.

— Renne, necesita refuerzos —dijo Paula—. No se acerque a ella. Es extremadamente peligrosa.

— No me acercaré. —La detective activó su traje esqueleto con campo de fuerza—. Solo voy a observar.

— De acuerdo, tengo un coche con un equipo policial —dijo Hoshe—. En estos momentos deja el garaje de Greenfield.

Renne se apretó contra el parabrisas delantero del taxi, sus implantes de retina buscaban entre el tráfico que tenía delante el Ables azul y verde. Sus tatuajes CO informaron de un sofisticado escáner que la bañaba entera y señalaron de inmediato la fuente. Renne se dio la vuelta a toda prisa y vio a Isabella Halgarth de pie, en la acera, mirándola directamente. La chica tenía el brazo derecho levantado y apuntaba al taxi.

— Oh, mierda. —Renne cerró los ojos.

El máser golpeó las baterías del taxi, que explotó con furia suficiente como para levantar al coche medio desintegrado a tres metros del suelo. El campo de fuerza de Renne quedó sobrecargado durante el primer segundo, pero lo cierto fue que le proporcionó una protección inicial suficiente como para que cuando los enfermeros comenzaran a recoger las secciones de su cuerpo que habían quedado esparcidas por un amplio radio, encontraran intacta su célula de memoria. Después del procedimiento de renacimiento, Renne podría recordar su muerte.