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El chalet que había alquilado Mellanie era uno de los cincuenta metidos en un bosque costero a algo más de noventa minutos de Ciudad Lago Oscuro. Todos juntos formaban el complejo turístico Aldea y Parque Siempreverde, un sitio donde los padres con un presupuesto modesto podían llevar a sus hijos y dejar que durante el día se agotaran en la playa o en las atracciones del complejo. En el corazón del bosque había un gran bar y un restaurante que proporcionaban un refugio nocturno en el que podían relajarse los adultos y dos veces por semana había una función de cabaret, en vivo y en directo.

Una hora después de anochecer, el coche de alquiler dejó a Mellanie ante la entrada principal y se alejó rodando hasta el aparcamiento. No se permitía la entrada de vehículos en Siempreverde, lo que la obligaba a recorrer los senderos de guijarros que transcurrían entre los antiguos y encorvados árboles raní, con sus matas de hojas de musgo blanco y su corteza verde y esponjosa. Los senderos estaban salpicados de unas luces con forma de champiñón que proporcionaban un suave fulgor azul al propagarse por el bosque. Siempreverde había sido diseñado de forma deliberada de modo que cada cabaña quedaba completamente aislada; todo lo que se podía ver por la ventana eran árboles y el resplandor turquesa del sendero. En medio del bosque, a cierta distancia, Mellanie oyó el sonido del trío pianista cuyas dúctiles voces se abrían paso entre canciones que ya eran antiguas incluso antes de que se descubriese Oaktier.

Según iba cayendo la temperatura, una bruma fina iba saliendo poco a poco de la suave marga y girando en luminiscentes corrientes misteriosas que le rodeaban los pies, cosa que Mellanie encontró un poco desconcertante. Cuando iba allí de niña con sus padres, adoraba aquel bosque viejo y greñudo con sus gruesos troncos combados.

En aquellos tiempos le había parecido un lugar mágico, un mundo fantástico que podía explorar. Pero en esos momentos, en lo único que podía pensar era en lo que podría estar acechando entre las sombras y los claros retirados.

Había pagado en metálico por el chalet que compartían Dudley y ella. Esos días la mayor parte de los chalés estaba vacía, lo que reducía las posibilidades de que alguien la viera y la reconociera. Seguía yéndose por la mañana temprano como precaución. Y la IS le había asegurado que estaba vigilando los nodos locales de la ciberesfera en busca de cualquier actividad o mensaje cifrado que pudiera indicar una operación de vigilancia. Con todo, Mellanie se alegraría cuando se fueran. Todavía no estaba segura de lo que Baron podía hacer.

Su chalet de tres habitaciones estaba en un pequeño claro, con cinco enormes árboles raní cerniéndose sobre él. Dudley se estaba paseando con aire nervioso de un lado a otro del salón cuando entró Mellanie.

— ¿Dónde has estado? —le gritó.

— Bien, gracias, ¿y tú, cómo estás?

El científico se detuvo cuando estaba a punto de lanzarse sobre ella y en su lugar frunció el ceño con una expresión increíblemente arrogante.

— Estaba preocupado.

La joven se pasó la mano por el cabello tostado y le dedicó una sonrisa melosa.

— Lo siento. Las cosas no fueron tan bien como esperaba con Paula Myo. Resulta que ella no confía en mí y yo no confío en ella. Lo que nos jode la idea de unir fuerzas para enfrentarnos al aviador estelar. Así que me fui a California. Mi agente me había buscado unas entrevistas de trabajo. Bastante buenas, por cierto.

— Ya. —Dudley se acercó a ella y le dio un cauto abrazo. Cuando la joven no se apartó, le preguntó—: ¿Y conseguiste algo?

— De hecho, conseguí tres ofertas. Déjame quitarme esta ropa y te lo cuento.

La cara de Dudley se iluminó de inmediato.

— No, Dudley —le dijo con tono cansado—. No para acostarnos.

— Pero... pero esta noche lo haremos, ¿no? —le preguntó Bose con un quejido.

— Sí, Dudley, más tarde nos acostamos. —Mellanie le echó un vistazo al hueco de la cocina. La mañana anterior habían recogido comida y provisiones para más de una semana en un supermercado que estaba a unos veinte minutos por la autopista. De nuevo había pagado en metálico. Las bolsas seguían esperando en la encimera, intactas—. Voy a darme una ducha, después me gustaría comer algo. ¿Crees que puedes prepararme cualquier cosita?

Una vez que se hubo refrescado, se envolvió una toalla alrededor de las caderas y regresó al salón. Ya era casi rutina comprobar el efecto que tenía sobre él. Y como era lógico, Dudley apenas era capaz de quitarle los ojos de encima a su torso desnudo. Desde que habían llegado, Mellanie había estado utilizando el gimnasio un par de horas al día para mantenerse en forma. Las máquinas grababan con toda fidelidad su estado físico y siempre le daban un sobresaliente, pero no dejaba de ser tranquilizador que un hombre le confirmara el poder de su sexualidad. Aunque solo fuera Dudley.

La cena que había hecho era un desastre, lo que tenía su mérito. La comida envasada tenía un código de barras para el microondas que programaba de forma automática el reloj y la potencia del aparato cuando metías el paquete. Dudley debía de haber alterado los ajustes de forma manual. Mellanie le echó un vistazo al mejunje marrón que burbujeaba bajo el envoltorio de celofán y lo tiró a la basura. La rejilla del aire acondicionado terminaría por deshacerse del olor con el tiempo.

— ¿Y cómo te ha ido a ti el día? —preguntó mientras deslizaba dos nuevos paquetes en el interior del microondas.

— Bajé a la playa. Llegaron unas personas y montaron una barbacoa. Volví aquí y me metí en la unisfera.

— Dudley, tienes que aprender a socializar otra vez con la gente. —Lo besó mientras el microondas iba descontando el tiempo y se separó de él con una sonrisa prometedora cuando sonó el timbre del aparato. Se acomodaron en el amplio sofá y Mellanie le dijo a su mayordomo electrónico que encendiera el fuego. Unas llamas holográficas brillantes saltaron en la chimenea mientras el calefactor invisible emitía una ráfaga de aire caliente para acompañarlas, incluso añadía cierto aroma a madera quemada.

— No sé quién trabaja para el aviador estelar. Podría ser cualquiera. Y es muy probable que también nos esté buscando la Marina.

— Lo dudo.

— No lo sabes. No tienes ni idea.

Mellanie entrecerró los ojos para mirarlo. El muchacho ya se había incorporado en el sofá, a la defensiva. Y ella tampoco le ayudaba con su propia paranoia, por suave que fuera, con lo del aviador estelar y Baron.

— No, Dudley, no lo sé; pero les va a costar mucho encontrarnos. Me he asegurado de eso. —Encogió las piernas y empezó a meter los palillos en el humeante plato de sabroso arroz con pollo. Se iban por la mañana, lo que quizá fuera una buena idea.

— ¿Cuáles eran esas ofertas de trabajo? —preguntó Dudley.

— Una era un drama TSI, Cifa Tardía. Los productores estaban muy interesados en que firmara; se trata de una chica que queda con su novio en Sligo, entonces atacan los primos y ella no sabe si el chico está vivo o muerto. Ya sabes, la chica que tiene encontrar a su amor bajo la presión del ataque. —Mellanie sonrió para sí al recordar a los «coprotagonistas» que le habían presentado los productores. Uno de ellos, Ezra, era guapísimo. La idea de pasar días ensayando escenas de amor con él casi la había hecho firmar allí mismo. Antes del ataque de los primos y de descubrir la relación de Baron con el aviador estelar, no lo habría dudado un segundo.

— ¿Un TSI? —dijo Dudley, una expresión de alarma se coló entre sus rasgos—. ¡No! Por favor, Mellanie. No. Otro de esos, no. Es solo sexo. Es para lo único que te quieren. No lo hagas. Me da igual cuánto dinero te ofrezcan. No podría soportarlo.

Había veces que Mellanie odiaba lo patético que era Dudley, aunque estaba bastante segura de que se podía sacar más información útil de aquel abismal batiburrillo de pensamientos que tenía en la cabeza. Después de California, había jugueteado con la idea de no volver a Siempreverde, podía decirle a la Marina dónde estaba el cientíñco y dejar que fueran sus psicólogos los que resolvieran sus problemas. Pero teniendo en cuenta a quién quería conocer a continuación, con Dudley Bose, ese Dudley Bose, a remolque y bajo control, tenía muchas más probabilidades de triunfar.

Y en cierto sentido sí que le gustaba aquel chico. De vez en cuando. Cuando estaba tranquilo podía ser muy lúcido y hasta se podía vislumbrar el intelecto que le había permitido llevar su antigua vida académica. Una especie de anticipo de cómo podría llegar a ser. Y luego estaba Elan y todo lo que habían vivido allí juntos durante el ataque de los primos. Ese era un vínculo que no se podía tirar así como así, ni siquiera ella. Si pudiera sacarse la idea del amor de aquella cabezota...

— Lo rechacé —dijo Mellanie—. No puedo permitirme comprometer mi tiempo de ese modo en estos momentos.

— Gracias. —Dudley inclinó la cabeza para examinar el paquete rectangular de comida que tenia en las manos, casi como si fuera la primera vez que veía algo parecido—. ¿Y cuáles eran las otras?

Mellanie atrapó un gran trozo de pollo con los palillos y se lo metió en la boca.

— Reuters dijo que me contratarían como ayudante asociada. Bravoweb me ofreció un puesto de reportera en el programa de Miguel Ángel, que siempre ha sido uno de los grandes rivales de Baron. Llevan más de un siglo luchando por la audiencia.

— ¿Y qué dijiste?

— Dije que aceptaría el puesto con Miguel Ángel. Creo que le dio un subidón al ver que le quitaba a Alessandra una de sus reporteras más importantes. Me ofrecieron un puesto de enviada especial itinerante por un periodo de prueba de tres meses, y aceptaron la primera propuesta de historia que les hice.

— Bien. ¿Y cuál era?

— Un reportaje confidencial sobre personas que viven en un mundo que con toda probabilidad sufrirá la próxima oleada de la invasión de los primos. Dije que viajaría a investigar las comunidades que no tienen recursos para irse, las que tienen que quedarse aunque sospechen que les esperan tiempos muy duros. En realidad, para ellos es horrible.

— Ah. —Dudley cogió un vaso alto de agua y se quedó mirando de mal humor el hielo que se mecía encima—. ¿Y cómo nos ayuda eso a encontrar al aviador estelar?

— Sé a ciencia cierta que allí es donde podemos conocer a unos aliados realmente fuertes para luchar contra el aviador estelar, y será Bravoweb la que pague los gastos. Lo que no deja de ser muy útil porque no sale nada barato viajar hasta allí. —Mellanie esbozó una sonrisa engreída—. ¿Lo ves?

— Ya. ¿Y qué planeta es ese?

— Tierra Lejana.


Ir a la oficina cada mañana se estaba convirtiendo en una auténtica pesadez. En los viejos tiempos, cuando era la Junta Directiva, Renne iba muchas veces temprano, sobre todo cuando estaban trabajando en un caso importante. Pero había llegado a un punto en que tenía que obligarse a salir de la cama cuando sonaba el despertador. Y no iba a haber casos más importantes que aquel.

Por alguna razón, Alic Hogan siempre estaba allí antes que ella. Como solía estarlo Paula, salvo que Hogan no despertaba ningtin entusiasmo en el resto del equipo.

Tenerlo allí para que te viera Llegar era como una reprimenda automática. Renne sabía que iba a tener que hacer un esfuerzo para rebajar la irritación que despertaba en ella aquel hombre. Pero ese era el problema. Era un esfuerzo.

John King apareció a media mañana y se acercó a su mesa.

— Ese equipo técnico que metieron de contrabando y que hiciste que nos enviaran desde Boongate. Mis analistas tienen un pequeño problema con él.

— Típico, maldita sea —escupió Renne.

John le lanzó una mirada herida.

— Está bien, lo siento. Es solo que últimamente ya nadie se acerca a darme ninguna buena noticia.

— Tampoco es una mala noticia, en realidad; solo es raro.

— Adelante, pues, ¿qué tiene de extraño?

— Lo mismo que los trastos de Costa de Venecia, no entendemos para qué sirve.

— ¡Venga, John! Tenéis que tener alguna idea. Vi el manifiesto que nos mandó por fin Edmund Li. Había casi una tonelada métrica de equipamiento.

— Y buena parte era muy parecido —dijo el otro, a la defensiva—. Pero dado que no sabemos qué están construyendo, es difícil.

— Me conformo con lo que supongas. Confío en ti.

John esbozó una sonrisa avergonzada.

— De acuerdo, basándonos en esos sistemas y si tenemos en cuenta el factor de los componentes que sobrevivieron en Costa de Venecia, y suponiendo que estaban destinados para lo mismo...

— ¡John!

— Campos de fuerza. Campos de fuerza de una densidad muy alta. Pero el caso es que utilizarían una cantidad de electricidad tremenda.

— ¿Y?

John se encogió de hombros con gesto elaborado.

— ¿En Tierra Lejana? ¿De dónde la van a sacar? Lo he comprobado con el Consejo Civil de la Federación. Hay cinco centrales eléctricas civiles de tamaño medio que suministran a Ciudad Armstrong. Son turbinas de gas que se alimentan de un campo de petróleo de la zona. El proyecto de revitalización importó unas cuantas micropilas de fisión para suministrarle energía a su equipo en los primeros tiempos. El Instituto tiene tres micropilas para suministrar energía a sus instalaciones. Y eso es todo. El resto del planeta se apaña con paneles solares, turbinas de viento y unos cuantos pozos de petróleo. No tienen nada parecido a la potencia de salida que consumiría uno de esos trastos raros.

Renne se lo quedó mirando sin expresión, a la espera de alguna sugerencia. Pero no hubo ninguna.

— Entonces, ¿qué es lo que produce tanta energía?

— No tengo ni idea. No es como si hubieras podido pasar de contrabando sin que nadie lo notara un generador de fusión o de fisión, ni siquiera antes de que nos pusiéramos a inspeccionar cada envío. Y, en el plano físico, Tierra Lejana no puede conectarse con la red eléctrica de la Federación. No tiene ningún sentido.

— Muy bien, entonces. —La detective estiró la mano por instinto para coger la taza de café y solo para encontrarse con que estaba vacía—. Así que lo que tenemos es un mecanismo o mecanismos desconocidos para crear campos de fuerza que consume muchísima energía en un planeta que no tiene ninguna.

— Un bonito resumen.

— Estoy deseando ver qué le parece eso al comandante cuando se lo presentes.

Los dos miraron la puerta del despacho de Hogan.

— Ah, no, de eso nada —dijo John—. Esto es solo un apéndice técnico a tu informe.

El mayordomo informático de Renne le informó que un archivo del personal forense de King acababa de depositarse en su buzón de trabajo.

John encogió los dedos para imitar una pistola y la apuntó con ellos.

— Lo que hagas con él es cosa tuya.

— Cabrón —gruñó ella.

John le dedicó una alegre despedida con la mano y se retiró a su propio escritorio.


Vic Russell regresó de Cagayn media hora después. El subteniente apenas tuvo tiempo de besar a su mujer, Gwyneth, antes de que Renne se lo llevara a una sala de juntas para recibir el informe.

— La policía de Cagayn conocía bien a Robin Beard —le dijo Vic—. Trabaja en el negocio del motor. Es un buen mecánico, un manitas, al parecer. Lo que encaja con lo que nos contó Cufflin; se conocieron en un curso de electrónica hace unos años.

— ¿Pudiste verlo? —preguntó Renne. Vic parecía cansado. Era un hombre alto, superaba los dos metros, y era casi igual de ancho. Se pasaba los fines de semana jugando aplastantes partidos de rugbi en un club no profesional de las afueras de Leicester. Renne había pasado un sábado por allí, con Gwyneth, para apoyar a su equipo, y se había sentido intimidada por la cantidad de violencia que se veía en los partidos, por muy «buen rollo» que hubiera. Cagayn debía de haber sido un viaje agotador para que alguien tan sano como Vic pareciese acabado.

— No, me temo que no. Llegué tarde. Nuestro señor Beard es un ave más bien migratoria. Según sus declaraciones de impuestos, nunca se queda en el mismo garaje más de un par de años.

— ¿Paga impuestos?

— No con mucha frecuencia. Pero no es por eso por lo que la policía tiene un expediente tan grande sobre él. Si estás buscando un vehículo para salir pitando después de un atraco, se dice que Beard es al que necesitas para que le dé un buen repaso antes. Lo mismo si tienes un almacén lleno de coches calientes a los que hay que cambiarles la marca de fábrica; él sabe sustituir y revisar todas las etiquetas de seguridad de los fabricantes.

— Parece el tipo de persona que tendría una buena razón para conocer a nuestro esquivo objetivo.

— Pues sí. Fui a echarle un vistazo a su casa. Alquilada, por supuesto. Debimos llegar unas veinticuatro horas después de que él se largara. Su furgoneta de recuperación de vehículos, que es su propio taller mecánico móvil, no estaba; allí guarda todas sus herramientas y equipo. Al parecer, es lo único permanente que hay en su vida. Hablé con algunos de los tíos con los que trabajaba en el garaje; hay un montón de maquinaria personalizada en la parte de atrás, cosas que ha ido construyendo a lo largo de los años.

Durante un instante, Renne vio la imagen de un camión de proporciones titánicas rodando por una autopista con burbujas de campos de fuerza en lugar de ruedas y consumiendo la energía de la red de la Federación por el camino.

— Así que si encontramos la furgoneta...

— ...encontramos al tío. Sí. En circunstancias normales, la policía no tendría muchos problemas para encontrar una grúa de color naranja fosforescente de tres toneladas. Claro que, dado el campo de conocimientos que ha elegido, no es tan sencillo como lo sería con el fugitivo medio. Beard está familiarizado con todos los programas de vigilancia de tráfico de la Federación. Tendrá programas agresores para ocuparse de ellos. La policía de Calgay ha emitido un despacho a todos los oficiales para que paren y comprueben las furgonetas que encajen con esa descripción.

— A la jefa le habría encantado: auténtico trabajo policial.

Vic esbozó una gran sonrisa y reveló unos dientes que habían sido cambiados de sitio, filas torcidas provocadas por demasiados impactos en el campo de rugbi.

— Pues sí. Pero para nosotros es una especie de pesadilla.

— ¿Has alertado a la estación del TEC de Cagayn?

— Fue lo primero que hice. Comprobaron todos sus archivos anteriores; ninguna furgoneta de esas características ha dejado Cagayn durante el periodo de tiempo que estamos considerando. Así que si alguien mete una furgoneta así a bordo de un tren de vehículos, avisarán a esta oficina de inmediato.

— Bien. Gracias, Vic.


El mediodía vio la reunión diaria de los oficiales superiores en la sala de juntas tres, preparados para evaluar los progresos de la jornada. Renne se unió a Tarlo y John en la gran mesa, y puso la taza de café antes de limpiar a toda prisa el cerco que había dejado en la superficie.

— ¿Vosotros dos queréis ir a Amies para comer? —preguntó John.

— Claro —dijo Tarlo.

— No estarás todavía detrás de esa camarera, ¿verdad? —preguntó Renne con tono de desaprobación. La pelirroja con la que Tarlo se había pasado un mes coqueteando era una estudiante de arte en su primera vida que todavía no había cumplido los veinticinco. El estaba en su tercera vida. Eso no se hacía. Pero ese puñetero uniforme...

— Ah, pero ¿tienen camareras allí?

Los hombres se echaron a reír y Renne solo suspiró.

Hogan entró con paso firme y se sentó a la cabecera de la mesa. Toda su postura estaba cargada de energía, lo que producía una sonrisa agresiva.

— John, creo que tiene algo crítico para nosotros.

— Sí, señor.

Renne le lanzó una mirada curiosa, antes no había mencionado nada.

— Foster Cortese al fin ha conseguido un resultado con el programa de reconocimiento visual —dijo John. El gran portal de alta resolución que había al final de la sala de juntas se iluminó para mostrar la cara del asesino—. El TEC de Boongate ha tardado bastante en ubicar sus archivos pero todos podemos ver que no hay error posible. Pasó por la salida de Medio Camino seis meses antes del incidente de Costa de Venecia.

— ¿Nombre? —preguntó Tarlo.

— Oficialmente, Francis Rowden, hijo de un terrateniente, así fue cómo consiguió permitirse viajar a la Federación. Iba a matricularse en la Universidad de Kolhapur, en un curso de dos años sobre agricultura. Lo comprobamos, allí no hay constancia de él.

— Es un Guardián —dijo Alic muy contento.

— ¿Por qué piensa eso? —preguntó Renne.

El buen humor de Alic parpadeó un poco, pero nada podía moderar su entusiasmo. Levantó una mano y empezó a descontar.

— Muy bien. Uno, es nativo de Tierra Lejana, así que ¿a qué otra facción podría pertenecer? Dos, le han enviado a realizar misiones difíciles en su beneficio, y quiero decir difíciles de verdad. Nuestro muchacho lleva conectado armamento pesado hasta en las orejas. Es su nuevo ejecutor.

— ¿En qué les beneficiaba el golpe de Costa de Venecia? —preguntó Renne a toda prisa.

— Vahare Rigin se la estaba metiendo doblada. Tiene que ser eso. Era traficante de armas. No se puede decir que estos tíos tengan una declaración de intenciones corporativa. Vio la oportunidad de dar un cambiazo o hacer una sustitución a la baja, o quizá insistía en que le pagaran más dinero. Lo que fuera. Lo pillaron con las manos en la masa. ¿Qué van a hacer? ¿Denunciarlo? ¿Estrecharle la mano y decir lo siento? No, cierran el trato a su manera. Son terroristas, ¿recuerda? La panda más letal de psicóticos que hemos tenido jamás sueltos por la Federación. Eso es lo que hacen, matan a gente.

»Thompson Burnelli, bueno, eso es obvio. Acababa de conseguir que se aprobara una división de inspección que va a joderles todos los envíos clandestinos de armas a Tierra Lejana. Bam, fuera con él. Venganza, una advertencia a otros de que nadie está a salvo, ninguno estáis fuera de nuestro alcance. El asesinato de un senador sacudió hasta las entrañas a toda la clase política. Y luego estaba McFoster. Traicionó a los Guardianes y lo mataron por eso.

— ¿Cómo los traicionó? —preguntó Tarlo.

— Justine Burnelli —dijo Renne con voz apagada. Veía cómo funcionaba la mente de Alic Hogan y no le gustaba.

— Exacto —dijo Alic, ya lanzado—. Averiguan que McFoster visita a la senadora Burnelli, que esos dos son amantes. Y luego se encuentran con que tiene una patrulla de la Marina rodeándolo y siguiéndolo. Pensaron que estaba a punto de llevarnos hasta ellos.

— ¿Cómo lo averiguaron? —preguntó Renne.

Alic le regaló una mirada de suave desdén.

— El viaje al observatorio. Sus colegas lo estuvieron vigilando todo el tiempo, un equipo de apoyo. Y nosotros teníamos a ese gilipollas local... —Chasqueó los dedos.

— Phil Mandia —le ofreció Renne de mala gana.

— Eso, Mandia. Estaba siguiendo a McFoster en un convoy de cuatro por cuatro por las montañas. Los Guardianes nos vieron. Sumaron dos y dos. A ellos les daría igual si McFoster había informado de verdad a la senadora Burnelli de lo que estaba pasando o no. Le dijera lo que le dijera, los traicionó. Y ahí está otra vez el tal Francis Rowden, esperando en L. A. Galáctico. En la explanada correcta justo cuando llega el tren circular, sabiendo que también tiene que esquivar a nuestras patrullas. —Alic esbozó una sonrisa radiante y satisfecha.

El problema era, admitió Renne para sí, que los hechos encajaban. No solo eso, no encontraba ni un solo fallo en el razonamiento del comandante. Cierto, buena parte eran solo especulaciones, pero especulaciones lógicas; la clase de argumento que le sacaría una condena a un jurado.

También era políticamente oportuno, lo que alimentaba la inquietud de Renne. Esa misma incertidumbre pequeña y molesta que había experimentado al entrar en el loft que tenían en Daroca las chicas Halgarth. No había ninguna razón. Solo su propia e incómoda intuición. Una detective que sabía por instinto que había algo que no encajaba.

Todo lo que Alic afirmaba era posible. Sí. ¿Creíble? No.

— Voy a disfrutar con esto —dijo Alic—. Ciertas personas de la Seguridad del Senado se van a disgustar muchísimo cuando entren en el expediente de este caso ahora que lo hemos resuelto nosotros. No deja espacio para sus estúpidas teorías conspirativas.

Renne intentó atraer la atención de Tarlo. No pudo. Cosa que sospechó que era deliberada.

— Dele las gracias a Foster Cortese por mí —dijo Alic—. Ha hecho un gran trabajo. A cada uno según sus méritos.

— Lo haré —dijo John King.

Solo ejecutó un programa, pensó Renne asqueada. Sabía lo que estaba haciendo Alic, quería atraer al personal a su órbita. Fomentar el espíritu de equipo con una motivación totalmente equivocada. Terminarían dando las respuestas que requería la política, no las respuestas correctas.

¿Y por qué soy tan cínica? Esa absurda teoría sobre Francis Rowden. ¿Solo estoy celosa de no haberla elaborado yo? Es muy sencilla. ¿Por qué me parece que no es lo que ocurrió?

— Voy a necesitar otra orden de registro —dijo Tarlo.

— ¿Para qué?

— Los archivos del banco Pino Pacífico han resultado ser bastante útiles —dijo Tarlo. Solo entonces se permitió establecer contacto visual con Renne, a la que lanzó una sonrisa «ya-te-lo-dije» con toda la intención—. La compañía financiera ShawHemmings, de Tolaka, hizo una transferencia de un montón de dinero a la cuenta de Kazimir. Me gustaría saber de dónde salió.

— ¿Cuánto dinero? —preguntó Renne.

— Cien mil dólares de la Tierra.

Renne frunció los labios, impresionada.

— Ya lo tienes —dijo Alic—. Renne, ¿cómo va lo de la Sociedad Interplanetaria Lambeth?

No había ningún énfasis indebido en la pregunta, no obstante, la detective tuvo la sensación de que las expectativas eran quizá demasiado altas tras las noticias sobre Francis Rowden. Su informe iba a decepcionar. Ridículo, me estoy poniendo paranoica.

— Nada sólido todavía, me temo. Era el caso de Vic, pero lo he tenido persiguiendo a Robin Beard. Matthew ha estado sondeando la sociedad en busca de datos, pero hay muchos expedientes con los que trabajar. Las agencias de empleo que dan servicio a esa parte de Londres no tienen ningún expediente sobre la sociedad. No es un camino muy prometedor.

— Podríamos lanzar un ruego por la unisfera —sugirió Tarlo—. Ver si los noticieros querrían darnos algún tiempo. Pedir que se presente cualquier ex empleado y se ponga en contacto con nosotros.

— No —dijo Renne—. Con eso les mostraríamos a los Guardianes las cartas que tenemos.

— En eso tengo que estar de acuerdo con Renne —dijo Alic—. Los llamamientos públicos quedarán como último recurso, huelen a desesperación. Avísenme cuando los sondeos en busca de datos entren en un callejón sin salida y nos los volveremos a plantear.

— Sí, señor.

— ¿Y qué hay de Beard?

— Se ha escondido en Cagayn pero la policía de allí está en estado de alerta para buscarlo. A juzgar por sus antecedentes, es alguien que podría proporcionarnos una buena pista sobre el agente que utilizan los Guardianes.

— ¿Entiende la policía lo importante que es esto?

— Sí, señor.

— Bien, pero exíjales efectividad. No podemos dejar que se nos escape.


La división europea de la Seguridad del Senado no era nada tan imponente como las instalaciones que tenía la Inteligencia Naval en París, siempre en crecimiento. Tenía su base en Londres, en Whitehall, y ocupaba el piso superior entero de un edificio monolítico con fachada de piedra a algo menos de un kilómetro del palacio de Westminster. La división europea lo compartía con otros dos departamentos de la Federación Intersolar, el auditor regional de la NFU y la Comisión de Medioambiente, todas las cuales le proporcionaban una tapadera magnífica. No había ninguna placa en el exterior que anunciara la presencia de la Seguridad del Senado y, si se accedía a ella, la matriz de gestión del edificio no tenía conocimiento de su existencia. Se entraba por una discreta rampa subterránea situada enfrente del antiguo edificio del Foreign Office británico.

Cada mañana, el coche que tenía Paula adjudicado la recogía junto a su apartamento y la llevaba al tren lanzadera europeo que hacía el trayecto entre ambas capitales, un vehículo nuevo e impecable de nivel magnético al que le llevaba treinta y cinco minutos llegar de París a Londres utilizando la antigua ruta del túnel del canal. Una vez que llegaban a la estación de Waterloo, el coche la llevaba directamente a Whitehall y entraban en el aparcamiento blindado que había debajo del antiguo edificio. El trayecto les llevaba bastante menos de una hora.

Cuando llegó Hoshe para su primer día de trabajo, Paula estaba revisando los expedientes oficiales del caso de Francis Rowden después de que la Seguridad del Senado los sacara de la matriz de Inteligencia Naval.

— Idiota —murmuró cuando Hoshe llamó a la puerta abierta del despacho.

— ¿No soy bienvenido? —inquirió el detective.

Paula le sonrió.

— No, no es a usted. Por favor, entre. —Su despacho era mucho más grande que el que tenía en París, con un techo alto y elaboradas cornisas. Los paneles de madera se extendían hasta la mitad de las paredes, en un principio habían sido de roble dorado oscuro, pero con el tiempo se habían quedado casi negros. Los dos grandes ventanales se asomaban a los árboles que bordeaban Victoria Embankment y que llegaban al Támesis, un poco más allá. Justo al norte era visible el puente de Hungerford, con las vías del ferrocarril que cruzaban el río hasta la estación de Charing Cross.

Una de las paredes estaba completamente cubierta por una proyección holográfica, un mapa de una gran estación del TEC, con un gran edificio de una terminal en un extremo y cientos de vías serpenteando por un amplio espacio abierto en el exterior. Había varios trenes congelados en su sitio y un buen número de puntos verdes salpicaban todo el terreno, cada uno con su código de neón azul flotando encima.

— Ha caído de pie —dijo Hoshe. Le lanzó a la proyección del mapa una mirada interesada al pasar. Los zapatos se le hundieron en la gruesa moqueta de color borgoña cuando se acercó al inmenso escritorio de palisandro, una auténtica antigüedad, donde estaba sentada Paula.

— Lo sé. Se diría que era desde aquí desde donde los británicos dirigían su imperio, cuando lo tenían.

— ¿Y no lo es?

— No. Todo esto se remodeló hace ciento cincuenta años. Los diseñadores se inclinaron por lo que ellos consideraban la gran época imperial. En realidad es más joven que yo.

Hoshe se sentó en una silla con solo una pequeña mueca de dolor.

— ¿Cómo se encuentra? —preguntó Paula. Pensó que, desde luego, tenía mucho mejor aspecto que cuando lo había visto en Oaktier. Llevaba la cara bien afeitada, unas gotas de colonia, y el cabello ligeramente aceitado y sujeto con su habitual prendedor de plata. El traje también era nuevo, de un color pardo claro, una tela cara y brillante con solapas estrechas que enfatizaban una figura que era mucho más esbelta que la primera vez que ella lo había visto. Paula habría agradecido esa pérdida de peso si no hubiera sido por las mejillas chupadas que lo acompañaban.

— Más tranquilo, supongo. E Inima estaba mucho mejor esta mañana. Creo que está deseando que le den el alta.

— Me alegro. ¿Qué dijo sobre este trabajo?

— Le gustó bastante la idea de vivir en Londres. Es una cuestión de seguridad, ¿sabe? Si va a estar a salvo en alguna parte, será en este planeta. Hay suficiente riqueza y poder real concentrado aquí como para que se aseguren de que esté bien defendido.

Después de lo de Sligo, no es mala cosa. Y, por supuesto, las clínicas de aquí son las mejores de la Federación.

— ¿Ya ha encontrado piso?

— Personal me ha preseleccionado cinco para que les eche un vistazo. Iré a verlos esta noche. Hasta entonces, soy todo suyo.

— Muy bien, entonces. Lo primero que necesito es que le eche un vistazo a algo llamado la sociedad benéfica educativa Cox, fue la responsable de financiar parte de la observación original que hizo Dudley Bose del Par Dyson. Mi antiguo equipo de la Junta Directiva la investigó seis meses antes del vuelo del Segunda Oportunidad, informaron que todo era legítimo y estaba en regla. Quiero que usted repita el ejercicio, pero teniendo en cuenta que han alegado que los archivos de la Cox han sido manipulados. Después, saque esos viejos archivos de la Junta Directiva y compárelos con sus hallazgos.

— De acuerdo. ¿Quién hizo las alegaciones?

Paula sonrió.

— Mellanie Rescorai.

— ¿En serio? —Hoshe también pareció encontrarlo divertido—. Le advertí sobre ella. Lo que va...

— Siempre vuelve, exacto. He estado haciendo ciertas comprobaciones sobre la señorita Rescorai. Hay unos informes muy interesantes sobre sus actividades en Elan durante el ataque de los primos. Al parecer, tuvo un papel muy destacado en la evacuación de Randtown.

— ¿Mellanie?

— Sí. ¡Lo sé! Y su nuevo novio es Dudley Bose.

— Bueno, supongo que ha habido parejas más improbables.

— Dígame una. Se ocultan en algún lugar de Oaktier.

— ¿Necesita que le encuentren la pista?

— No. Su dirección de la unisfera está actualizada y abierta. Acaba de cambiar de corresponsalía, de Alessandra Baron a Miguel Ángel. Lo que resulta interesante. Su otra alegación fue que Baron está trabajando para el aviador estelar.

— Al parecer debería haberla reclutado a ella y no a mí.

— Me mantengo a la expectativa en lo que a ella respecta. Hay algo ahí que no termina de tener sentido. Esta no es la rubia tonta del bikini del ático de Morton. Ha cambiado. O parte de ella ha cambiado; sigue siendo muy impulsiva, pero hay algo más también. Tiene una gran confianza en sí misma.

— Todo el mundo tiene que madurar en algún momento.

— Quizá. Por ahora hacemos el trabajo básico y ya veremos lo que cae.

— De acuerdo. Bueno, ¿y qué es eso? —Hoshe señaló el mapa proyectado.

— L. A. Galáctico. Le estaba echando un vistazo al tiroteo de McFoster. La oficina de París ha conseguido encontrar un nombre para nuestro asesino: Francis Rowden. Quería ver cómo pudo eludir tanto a la Marina como a la seguridad del TEC después de matar a McFoster. La IR de la oficina me ha elaborado una simulación; cierto que los archivos no son perfectos pero la mayor parte de los tiempos y las ubicaciones han sido cruzados y comprobados.

— Ya, ¿y?

— Muy sencillo, se limitó a saltar a un tren. No hay ninguna otra solución. —Myo le lanzó al mapa luminiscente una mirada confusa—. Aunque la oportunidad que tuvo fue muy pequeña. Me sorprende que ninguna de las personas que estaban sobre el terreno lo viera.

— ¿Su agente doble?

— Es posible. —A Paula le sorprendió lo mucho que le inquietaba esa noción. Se quedó mirando el mapa con sus puntos verdes, una de las etiquetas parecía brillar más que las demás: Tarlo.


Mellanie había cogido el asiento de ventanilla cuando se subieron al tren en Ciudad Lago Oscuro. Cincuenta minutos después, vio cómo se acercaban a la única terminal de Boongate. Unas nubes gruesas y grises tronaban por el aire sobre la ciudad, bloqueando el sol y descargando una lluvia fuerte y constante impropia de finales de primavera. Añadía una capa extra de monotonía al yermo vacío de la estación.

Al mirar vio a un gran grupo de personas atestando cada centímetro cuadrado del andén hacia el que se dirigía el tren de Oaktier. Una línea de agentes de seguridad del TEC con flexoarmaduras de color azul oscuro permanecían al borde del andén, cogidos por los brazos para mantener a raya a la multitud y alejarla del tren que se acercaba. Comenzó entonces una lluvia de gritos, en cuanto la locomotora PH58 fue metiendo el morro bajo el tejado arqueado de la terminal. Cientos de brazos se agitaron por encima de los cascos bulbosos del escuadrón de seguridad. Era un recibimiento peculiar para un tren normal, como si hubiera una gran celebridad mediática a bordo.

Dudley se asomó con aire nervioso por encima del hombro de su novia.

— ¿Para qué están aquí?

— Un tren que sale —le dijo Mellanie. Quería parecer un poco más indiferente, alguien capaz de observar las absurdas payasadas de personas que jamás tendría que conocer ni con las que tendría que mezclarse, la clase de personas que vivían una vida de la que ella había escapado gracias a Morton y a la IS. Salvo que sabía que en una semana más o menos tendría que volver a esa estación, impaciente por coger un tren que saliese de allí, igual que ellos. Ella ya tenía el billete reservado, un billete de primera clase con la vuelta abierta, pero estaba empezando a preguntarse si eso iba a significar mucho cuando llegase el momento de meterse en el andén y abrirse paso a codazos hasta la puerta abierta de un vagón. No daba la sensación de que los agentes de seguridad fuesen a tomarse un momento para ayudar a unos pasajeros de primera clase.

Cuando desembarcaron solo quedaba una estrecha franja de cemento entre el tren y el equipo de seguridad, por allí tenían que bajar. A la presionada línea de figuras ataviadas con flexoarmaduras la empujaban constantemente contra ellos. Mellanie no hacía más que tropezar cuando la lanzaban una y otra vez contra el costado del tren.

Nadie advertía las miradas coléricas que lanzaba cada vez que ocurría.

Solo cuando llegaron a la explanada pudieron contar al fin con cierto espacio. Se habían erigido barreras reactivas para canalizar la densa multitud de personas desde la entrada de la estación hasta los andenes; tampoco era que las barreras pudieran mitigar el zumbido colérico de la multitud. Al ir en dirección contraria, los recién llegados tenían las estrechas rutas de salida casi solo para sí. Apenas veinte personas se habían bajado del tren de Oaktier. Sus dos maletas salieron con un chasquido de la brecha que quedaba entre el último oficial de seguridad y el tren, como si las hubieran sacado de una patada.

Dudley se detuvo.

— Quiero volver —dijo con tono dócil—. Quiero que vengas conmigo, cariño. Por favor, no hagas esto. No vayas a Tierra Lejana. Jamás volveremos a la Federación. Aterrizarán aquí también. Lo harán, lo sé. Aterrizarán aquí y me capturarán otra vez, y...

— Dudley. —Mellanie lo hizo callar poniéndole un dedo en los labios, después lo besó—. Está bien. No va a pasar nada...

— No puedes saberlo. No me trates como si fuera un niño. Lo odio.

La joven estuvo a punto de decir: «Entonces deja de actuar como un niño». Pero en lugar de eso bajó la voz.

— La IS me avisará con tiempo de sobra. —Cosa que a Mellanie no le parecía que fuera a hacer. ¿Quién sabía?

Dudley le lanzó una mirada malhumorada.

»Vamos —le dijo ella con aire animado y después lo cogió del brazo—. Vas a ver una estrella de neutrones desde primera fila. ¿Cuántos astrónomos pueden decir lo mismo, ni siquiera hoy?

Era un soborno muy pobre, pero el científico se encogió de hombros de mala gana y dejó que la joven lo llevara hacia la única puerta que salía de la explanada. Había carteles de sobra que indicaban el servicio de enlace con Tierra Lejana. Los siguieron por un claustro desierto y al final llegaron a una puerta externa que salía por una esquina de la terminal. El sonido de la multitud abatida y frustrada resonaba a su alrededor.

Fuera de la estación, la multitud debía de alcanzar las diez mil personas.

Estaban apretujadas en una gran extensión de terreno que se extendía desde la terminal de pasajeros hasta la salida de la autopista, a un kilómetro de distancia. En las vías de acceso habían abandonado coches y taxis que se habían convertido en obstáculos aislados rodeados de grupos macizos de cuerpos. Los habían abierto todos y los utilizaban para todo, desde refugios hasta parques infantiles pasando por aseos. Miles de paraguas se mecían en el horizonte, manchas de colores sucios que desviaban las oleadas de lluvia que bajaban del cielo insípido.

Los niños, vestidos con ropas impermeables, se quejaban y gimoteaban cuando los arrastraban y empujaban por todas partes. Los hombres y mujeres gritaban insultos y quejas inútiles que iban aumentando de volumen a medida que se acercaban a la entrada de la terminal.

La policía y la seguridad del TEC los tenían a todos encerrados entre dos filas de agentes y robots patrulleros. Los helicópteros sobrevolaban la multitud, produciendo torbellinos ciclónicos de agua que aumentaban la desdicha de todos los que estaban en el suelo.

Las manos virtuales de Mellanie rozaron varios iconos y empezó a escanear las escena con los ojos, con los implantes de retina en el modo de máxima resolución para enviar las imágenes directamente al estudio de Miguel Ángel, en Hollywood. Mellanie añadió unos cuantos comentarios condescendientes para acompañar al reportaje, comentarios sobre la desesperación y los restos que deja siempre la guerra. El desdén ya le salía de forma natural, la proximidad a Alessandra se había ocupado de eso.

En su visión virtual apareció un mensaje de texto. «Buen material. ¡Tan pronto! Sabía que acertaba contigo. Recuerda, ten cuidado cuando llegues allí. Un beso. M. A.» A Miguel Ángel le había sorprendido que le vendiera el viaje a Tierra Lejana durante su entrevista privada. Le pareció que la joven estaba intentando demostrar algo. Por lo general, para conseguir el contrato de prueba, las becarias solo tenían que acostarse con él, en ese aspecto, su apetito era incluso mayor que el de Alessandra. Mellanie le había sugerido el reportaje cuando terminaron de follar y ya tenía el trabajo. A Miguel Ángel lo había descolocado un poco, pero sonrió y le dijo que le gustaba su estilo.

Y el caso era que él también tenía mucho estilo. Gracias a Dudley, que era un triunfo de la cantidad sobre la calidad, a Mellanie ya casi se le había olvidado lo abrasador que podía llegar a ser el sexo. Y lo divertido que podía ser también. La joven se había reído a carcajadas un par de veces de las historias que le contaba. Y cuando lo hizo, se dio cuenta que la risa era algo que siempre le faltaba cuando estaba con Dudley, y que siempre le faltaría, pensó. La mayor parte del subsiguiente viaje en tren que la había llevado de regreso a Oaktier lo había pasado fantaseando sobre qué más tendría que hacer en la gran cama de su jefe para ganarse un contrato permanente.

— ¿Es esa la oficina? —preguntó Dudley.

— ¿Eh? —Mellanie se despertó del ensueño que había provocado el mensaje de texto. Dudley estaba señalando un pequeño grupo de edificios prefabricados con aspecto de caja que había junto a la terminal, cada uno de los cuales con letreros de turoperadores sobre la puerta—. Sí. Nosotros buscamos Aventuras en la Gran Tríada. Dijeron que habría alguien esperándonos. —Su abrigo semiorgánico había parido una capucha con la que se cubrió el pelo para protegerlo de la lluvia. Las botas que llevaba eran más prácticas que elegantes, probablemente la clase de prenda que poseería un nativo de Randtown. Para acompañarlas, había elegido unos vaqueros de color verde oliva de su propia colección y una sudadera negra de fibra de piel semiorgánica de una suavidad maravillosa contra su piel. Dudley se había puesto sus habituales pantalones sin marca reconocible y una camisa barata con su correspondiente americana. Mellanie había renunciado a intentar que se vistiera bien.

Chapotearon por los charcos que llevaban a la fila de turoperadores. Aventuras en la Gran Tríada no era difícil de encontrar, era la única oficina que tenía luz.

El subdirector adjunto de reservas, Niall Swalt, los esperaba dentro. Era un joven delgado de veintipocos años, con el pelo mal cortado, rubio y rizado; estaba sentado detrás del mostrador, absorto en un extraño concurso que se jugaba en el portal. Una música rock tronaba por la oficina desierta mientras unas figuras femeninas entraban y salían de unas tinajas llenas de un fluido oleaginoso. Cuando se abrió la puerta, el joven se puso de pie de un salto y las figuras brillantes y la música retrocedieron por el portal.

— Señorita Rescorai, encantado —Niall rodeó el mostrador, impaciente por conocerla—. Soy un gran admirador suyo. Todavía entro en Seducción Asesina una vez al mes por lo menos. —Vestía una de las viejas sudaderas de promoción de Mellanie, con un holograma de su cara en medio del pecho. La habían lavado tantas veces que la imagen parpadeaba sin parar durante el ciclo de sonrisas, soltando motas verdes y rojas de interferencias.

— Siempre es un placer conocer a un admirador. —Mellanie se obligó a esbozar una sonrisa neutral cuando el otro se apoderó de su mano. Tenía tatuajes CO en los dedos y en los brazos, tatuajes que sus propios y sofisticados implantes analizaron en un instante en cuanto hubo contacto. Las finas líneas verdes eran capaces de enviar toscos impulsos sensoriales al sistema nervioso del chico; ante Mellanie apareció por un momento como un arabesco de alambre resplandeciente cuyo enredo más denso se concentraba alrededor de la entrepierna—. Y todavía puede verla —comentó con tono seco la famosa.

— Oh, sí, es una historia fantástica. Y es todo real. —El chico sonreía con efusividad mientras la miraba; el rubor de las mejillas le hacía destacar los granos—. Usted está sensacional en ella. Tocarla es maravilloso.

— Gracias. —Mellanie no se atrevió a mirar a Dudley, que guardaba un silencio inquietante a su lado—. Es usted muy amable.

— ¿Le importa si le pregunto por lo de la noche en el pabellón de caza? ¿Ocurrió de verdad?

— Sí, sí que ocurrió, menuda noche.

El rostro de Dudley se había quedado inmóvil, con todos los músculos rígidos. Solo el color que se le extendía por las mejillas indicaba que seguía vivo.

¡Uau! —Niall lanzó un silbido de admiración—. Y la vez que Morton la llevó al restaurante de Falkirk. ¿Por qué no denunciaron a los de seguridad?

— ¿Quién habría salido ganando? Y, admitámoslo, no deberíamos habernos metido juntos en el aseo de señoras. No estuvo nada bien por nuestra parte, pero la cantante era preciosa. ¿Quién podría resistirse?

— Claro. Sí. También he notado unos cuantos errores.

— ¿De veras?

— La fiesta en el yate de Resal; cuando sube a bordo, lleva unas braguitas de seda negra, pero cuando se va son de satén dorado.

— Vaya, no me había enterado. Hablaré con los de rodaje sobre eso.

— Otro fue lo de Paula Myo. Comprobé los archivos reales del tribunal sobre el juicio; según las notas del caso de la Junta Directiva, la investigadora sí que indagó en las bandas del crimen organizado de Oaktier. Pero Seducción Asesina la mostró descartando por completo la posibilidad de que a Shaheef la matara una tercera persona.

— Estábamos subrayando ese punto. Myo no hizo un trabajo muy concienzudo.

El rostro de Mellanie se había hecho tan inflexible como el de Dudley; por primera vez, tuvo que plantearse esa respuesta automática. ¿Y si Myo había investigado bien? ¿Y si Morty...? Flexionó los hombros, molesta consigo mismo por dudar.

Envalentonado por lo fácil que era hablar con su ídolo, Niall esbozó una sonrisa tímida.

— ¿Sus pechos son de verdad tan firmes, o corrigieron el raudal táctil para que lo parecieran?

— ¡Eh! —gruñó Dudley enseñando los dientes.

Niall frunció el ceño y lo miró confuso.

Mellanie apoyó una mano en el brazo de su fiel admirador.

— Niall, nuestro tren ha llegado con retraso, nos desviaron por StLincoln antes de llegar a Wessex, así que nos preocupa un poco haber perdido el enlace.

— Oh, no —dijo Niall con fervor—. Todo está preparado para ustedes.

— Genial. Este es nuestro equipaje. —Señaló las dos maletas que habían entrado rodando tras ellos—. ¿Adonde vamos ahora?

— La empresa tiene un coche. Eh, me temo que tienen pasar por la división de inspección de mercancías de Tierra Lejana antes de pasar por el agujero de gusano. Es una cosa nueva, acaban de empezar a hacerlo. Se aseguran de que no llevan ningún arma ni cosas ilegales.

— Parece una buena idea.


El coche era una limusina Mercedes que lo único que hizo fue llevarlos a un almacén casi vacío, al otro lado del patio de la estación, a siete kilómetros y medio de distancia.

Se habían instalado varios escáneres dentro del enorme edificio, uno de ellos era un arco lo bastante grande como para que pasara un vagón entero de mercancías. Un par de policías muy aburridos revisaban las imágenes indefinidas de los cajones en un gran portal. Le ordenaron al equipaje de Mellanie que pasara por un pequeño aro con escáner.

— Había mucha gente esperando para irse fuera de la estación —le dijo Mellanie a Niall mientras pasaban sus maletas—. ¿Nos va a resultar muy difícil subirnos a un tren cuando volvamos de Tierra Lejana?

Fue como si hubiera desafiado al joven con algo personal. El muchacho se irguió y en sus rasgos se dibujó lo que él consideraba una expresión tranquilizadora.

— Aventuras en la Gran Tríada garantiza el traslado seguro de todos sus clientes a ambos lados de la salida. Nos hacemos responsables de sus vacaciones en cuanto llega a Boongate y esa responsabilidad no termina hasta que nos abandonan. El señor Spanton, el director, me dejó a cargo cuando se fue a Verona con su familia. Estaré aquí para asegurarme de que llegan a los asientos que tienen asignados.

— Gracias, Niall.

— Todo forma parte del servicio.

— ¿Y tú no quieres irte?

— A veces creo que sí. Pero esto es mi hogar, ¿a dónde iba a ir? La Federación no va a abandonarnos. Está entrando un montón de equipo nuevo de defensa. Lo sé a ciencia cierta. Trabajo aquí, en la estación. Veo cosas. Los que están ahí fuera no son más que ricos estúpidos y asustados. Yo no soy así. Yo me quedo.

— Bien hecho.

Después de la comprobación del equipaje, el Mercedes los llevó al pequeño edificio de embarque, que tenía su propio andén a un lado. Mellanie vio una locomotora eléctrica MLV22 enganchada a un único vagón que esperaba bajo el corto dosel de compuesto. Había otras tres personas en el vestuario; Trevelyan Halgarth y Ferelith Alwon, un par de físicos de camino al Instituto Maríe Celeste, y Griffith Applegate, un burócrata de la oficina del gobernador. Griffith les confesó que él era uno de los ocho miembros del personal que debían regresar para cumplir su periodo de servicio, pero él era el único que había aparecido. Trevelyan y Ferelith eran bastante agradables, aunque a Mellanie le preocupaba que ambos fueran agentes del aviador estelar y prefirió un enfoque cortés pero distante cuando intentaron hablar con ella.

El traje que Mellanie tenía que ponerse para compensar la atmósfera de Medio Camino era un mono malva y suelto con su propia red de calefacción y un aro de metal en el cuello. Su matriz se intercomunicaba con el mayordomo electrónico de Mellanie y en cuanto se colocó el aro sobre los hombros, una membrana gomosa semiorgánica salió deslizándose del interior del borde para formar un sello alrededor del cuello de la joven. Un casco redondo y transparente encajaba a la perfección en el aro y se cerraba herméticamente. Su mayordomo electrónico hizo una rápida comprobación del módulo de re-respiración y arrojó una fila de iconos verdes en su visión virtual.

Mellanie se quitó el casco otra vez y se lo puso debajo del brazo.

Niall los condujo por un pasillo hasta el tren, donde un auxiliar los esperaba junto a la puerta abierta del vagón.

— Te veré dentro de una semana o así —le dijo Mellanie. Dejó que Dudley entrara al vagón y después le dio a Niall un beso rápido y travieso en la mejilla—. Son de verdad —le susurró antes de irse a toda prisa. La última imagen que tuvo de él fue la de una sonrisa encantada y sorprendida en el rostro flaco.

El interior del vagón era parecido al resto del mobiliario de la clase estándar de la flota del TEC. Solo lo diferenciaban las puertas con cámaras estancas de ambos extremos. En cuanto los cinco pasajeros se sentaron, las puertas exteriores se cerraron, se sellaron y el tren comenzó a rodar.

La lluvia salpicó la ventanilla en cuanto dejaron atrás el andén. Nada más se movía por el patio de la estación. Hasta los grandes almacenes de carga estaban silenciosos y vacíos.

Una luz roja empezó a filtrarse por las ventanillas del vagón cuando se acercaron a la salida de Medio Camino. Después, Mellanie sintió el cosquillo de la cortina presurizada. Quizá fuera su imaginación, pero le pareció que era más fuerte de lo habitual.

En cuanto pasaron, la lluvia que había manchado todas las ventanillas del vagón se convirtió de inmediato en hielo y emitió un intenso fulgor carmesí fluorescente.

Mellanie apretó la cara contra la ventanilla con triple acristalamiento y se asomó a través de la capa de escarcha. Fuera, el paisaje era un desierto de roca desnuda manchado con un color carmín oscuro por la estrella de clase M. Un cielo de tonos rosas y coral se alzaba sobre un horizonte desigual y lejano que se convertía en un color escarlata profundo justo encima de sus cabezas. No había nubes, ni siquiera la más suave de las brumas estropeaba la uniformidad de los cielos que pendían sobre Medio Camino, la atmósfera estaba increíblemente despejada. Unos poderosos destellos blancos azulados se disparaban de forma constante, a un ritmo casi monótono que atravesaba la luz roja del sol. Poco importaba hacia donde mirara Mellanie, no veía ningún relámpago y tampoco había truenos.

El viaje desde la salida fue corto. A un lado de la vía, la roca comenzó a descender y reveló el último mar que le quedaba a Medio Camino, una superficie plana y serena de agua gris pizarra. Viajaban hacia una ensenada profunda con forma de «V» cuyos escarpados acantilados se extendían casi un kilómetro tras la costa principal. En cualquier otro mundo, la ensenada habría sido un estuario erosionado con un río rápido que se vaciaría en su vértice. Pero allí parecía como si se hubiera labrado un trozo de tierra con forma de cuña y luego se hubiera quitado. En lugar de un río, una amplia lengua de roca formaba una rampa suave que bajaba hasta el mar.

Villa Trabas estaba encaramada a cien metros de aquellas aguas tranquilas, una extraña colección de cabañas presurizadas elevadas sobre pilares achaparrados entre los que se intercalaban hangares gigantes. Además del personal del ferrocarril y las tripulaciones de los aviones, la pequeña aldea también albergaba un equipo de la Agencia de Ciencia Marina Nacional de Boongate, que estaban clasificando de forma metódica las formas de vida oceánica que quedaban en el planeta. Tampoco era que se viera a nadie en el exterior, el lugar entero parecía desierto. Presumía de una única y tosca estación en el extremo interior que consistía en una rampa para mercancías y un par de escalones de metal para las puertas estancas.

Al acercarse a la estación, Mellanie se apretó todavía más contra el cristal, impaciente por ver los aviones en los que iban a volar. Cuatro de los nueve hidroaviones de Medio Camino, los Gansos de Carbono HA-1 descansaban en la roca, justo encima del mar. Cuando asimiló su verdadero tamaño, la joven se quedó mirando maravillada los gigantescos fuselajes de color blanco plateado que resplandecían bajo el sol rojo.

Cuando el Consejo de la Federación se había puesto a reunir el paquete financiero necesario para que el TEC estableciera un enlace con Medio Camino, sus miembros habían expresado su gran preocupación por la posibilidad de que algo hostil encontrara el camino hasta la Federación. Dada la naturaleza de la llamarada que se había detectado en Damaran, sentían una inquietud razonable al pensar que los alienígenas que la habían provocado pudieran ser hostiles. La salvaguarda en la que insistieron era bastante sencilla. Las dos estaciones de las salidas respectivas del agujero de gusano en Medio Camino debían estar separadas por una distancia considerable, de modo que la ruta a Boongate se pudiera cortar en caso de que algo maligno consiguiera abrirse camino y salir de Tierra Lejana. Después de un estudio completo de Medio Camino, decidieron construir las estaciones, Villa Trabas y Puerto Perenne, en unas islas separadas por más de diez mil kilómetros.

Fueron los Halgarth, los instigadores políticos de todo el proyecto de Tierra Lejana, los que proporcionaron el enlace entre las islas. Un punto caprichoso de orgullo dinástico hizo que Heather Antonia Halgarth se decidiera por los aviones más grandes jamas construidos. Todos los componentes se construyeron en EdenBurg y se enviaron a través de Boongate para que se montaran en los hangares de Villa Trabas. Hechos con una estructura de compuesto de carbotitanio, cada Ganso de Carbono medía ciento veintidós metros de largo con una envergadura correspondiente de ciento diez metros. Tenían seis motores, turbinas con conductos para micropilas de fisión enfriadas por aire que producían 32.000 kilogramos de empuje cada una, suficiente para darle al avión una velocidad de crucero de 0,9 mach. El alcance era, en realidad, ilimitado ya que solo había que cambiar las micropilas cada veinticinco años.

El auxiliar los hizo bajar del tren y comenzó a conducirlos hacia el Ganso de Carbono que iban a utilizar. Tras ellos, un par de miembros del personal del TEC salieron de una cabaña y empezaron a supervisar el traslado de la carga. Unos robots de carga levantaron las cajas y las trasladaron a una pequeña flota de plataformas rodantes que las llevarían hasta el avión.

Mellanie sintió que su traje se ponía rígido y se inflaba cuando se abrió la puerta exterior de la cámara estanca. Las válvulas pronto equilibraron la presión. La atmósfera de Medio Camino no era demasiado tóxica, la mayor parte del gas era la misma mezcla de nitrógeno y oxígeno que se encontraba en los mundos congruentes con la vida humana pero la complementaban unos niveles inaceptables de dióxido de carbono y argón, lo que hacía esencial unos filtros o un re-respirador. Durante el día, la temperatura en el ecuador fluctuaba entre los diez y los quince grados centígrados bajo cero. Una vez más, no era letal de forma inmediata, pero los trajes con calefacción eran indispensables.

Mellanie se alejó unos cuantos pasos de los escalones y echó la cabeza hacia atrás.

Otro destello brillante irrumpió en el cielo. Procedía de un punto diminuto y radiante muy cerca del bulto bulboso de la estrella de clase M.

— ¿Es eso? —le preguntó a Dudley.

Este miraba el cielo con la boca abierta, por una vez con un aspecto bastante sereno.

— Sí. Esa es la compañera. Esperaba que se pudiera ver la marea de plasma, pero no parece lo bastante sólida para que se pueda observar a simple vista.

— ¿Te refieres a la atmósfera del sol?

— No a la corona en sí, no, aunque es cierto que sufre la distorsión constante de las mareas. La estrella de neutrones dibuja una órbita lo bastante cercana al sol como para atraer la mayor parte de su viento solar. El plasma se ve atraído y convertido en serpentinas gigantescas por todo el golfo y después baja dibujando una espiral hacia la estrella de neutrones. Todos los destellos que ves son ondas de choque.

Mientras hablaba, la estrella de neutrones volvió a destellar. Mellanie tuvo que parpadear y apartar la vista, tan intensa era la luz. Dejó en su visión un denso reflejo de color púrpura.

— ¿Es radiactiva?

— Emite radiación, Mellanie, no es radioactiva. Son dos cosas muy diferentes.

— De acuerdo —dijo ella, un poco molesta—. ¿Es peligrosa?

— Hay un estallido bastante fuerte de rayos X y gamma cada vez, sí. Pero la atmósfera de Medio Camino nos protege de lo peor. Pero quizá preferirías no estar aquí fuera una semana entera.

— Intentaré recordarlo. —La joven se fue con paso firme hacia el hidroavión que los esperaba, molesta por el modo en que Bose se había convertido en todo un profesor.

El Ganso de Carbono los aguardaba sobre su triple tren de aterrizaje, con las escaleras de aluminio extendidas junto a una escotilla estanca que había en la parte delantera. En medio de la nave habían abierto una gran bodega de carga a la que los robots estaban transfiriendo la mercancía. Cuando Mellanie se acercó, tuvo una vista clara del mar que había tras el inmenso avión y el agua que se mecía contra la rampa natural de roca de la ensenada. No estaba del todo quieto, después de todo, la superficie se ondulaba con lentitud cuando la agitaban las suaves corrientes de aire que pasaban por viento en ese mundo. Un ribete de hielo pulposo lamía con pereza la roca que rodeaba la costa, sin llegar a aglutinarse nunca para formar una capa sólida. Los glaciares terminales que habían emergido cinco millones de años antes para cubrir las zonas septentrionales y meridionales del planeta habían ido drenando poco a poco inmensas cantidades de agua pura de los océanos, dejando un residuo de agua que se hacía cada vez más salada con cada siglo que pasaba y que por tanto bajaba su punto de congelación. Las masivas incrustaciones planetarias llevaban milenios sin crecer. Con la estrella en su actual estado, el medioambiente de Medio Camino había alcanzado un equilibrio que seguramente duraría varias eras geológicas.

La cámara estanca del hidroavión era lo bastante grande para albergar a los cinco pasajeros a la vez mientras la atmósfera cumplía su ciclo. Mellanie se quitó el casco cuando entró en la cabina delantera de la primera cubierta. Su primera impresión fueron filas y filas de sillones enormes que se extendían por todo el interior, iluminado por luces brillantes, como el auditorio de un teatro pequeño. Había ocho tripulantes esperándolos y el triple de robots. La joven no había visto nada parecido en su vida.

Los ayudaron a quitarse los trajes y les dijeron que se sentaran donde quisieran.

Mellanie eligió un asiento de ventanilla cerca de la parte delantera y una de las azafatas le ofreció una copa de espumoso de Buck.

— Esto sí que es viajar —declaró Mellanie cuando el asiento se echó hacia atrás y se extendió el reposapiés. Dudley miró a su alrededor con aire indeciso y después se permitió hundirse con cautela en los gruesos cojines de cuero.

Se oyeron todos los golpes secos habituales que se asocian con un avión que se prepara para despegar, los cajones que se cargan y sujetan, las puertas de la bodega de carga que se cierran, las turbinas que se conectan. Las puntas de las alas se doblaron poco a poco hasta alcanzar un plano vertical y bajaron los largos y bulbosos alerones de las puntas, preparados para el despegue acuático. Después se encontraron rodando por la pendiente de roca hacia el mar. Se oyeron más golpes secos cuando se retrajo el tren de aterrizaje y los dejó flotando. Se alejaron con aire calmo de la ensenada. El piloto utilizó el sistema de megafonía para anunciar el vuelo de diez horas y les deseó un viaje agradable, las turbinas nucleares terminaron de alcanzar la velocidad de empuje total.

Fue un despegue sorprendentemente corto. Mellanie sonrió emocionada cuando unos enormes abanicos de espuma sobresalieron de los alerones de las puntas de las alas. Y después se encontraron alzándose hacia el cielo rosado, aplaudidos por los silenciosos y deslumbrantes destellos de los iones que se derrumbaban y chocaban contra la estrella de neutrones a cuarenta millones de kilómetros de ellos.


Solo una cosa interrumpió la monotonía del vuelo. Tres horas después del despegue, el piloto distinguió una manada de wurwals en el mar y perdió altitud para que los aburridos pasajeros pudieran verla. Eran poco más que puntos bermejos deslizándose por el mar oscurecido, casi el doble de grandes que las ballenas azules de la Tierra. Al contrario que esas ballenas terrícolas, estas eran unas criaturas fantásticamente agresivas que viajaban en manada, cazando las reservas cada vez más reducidas de peces con los que compartían el último océano ártico. Incluso se enfrentaban a otras manadas mientras rodeaban sin parar el ecuador que quedaba entre las estrechas paredes de los glaciares terminales de Medio Camino.

Mellanie y Dudley dejaron la cabina delantera dos veces para confirmar su pertenencia al club de la milla. Ni siquiera tuvieron que utilizar los estrechos lavabos para conseguir un poco de privacidad. Las cabinas central y posterior estaban vacías y oscuras, lo que les proporcionó un campo de acción suficiente para hacer travesuras entre las largas filas de asientos vacíos.


Puerto Perenne estaba situado en una isla que cubría treinta y siete mil quinientos kilómetros cuadrados. Todo ello roca desnuda. No se había descubierto ningún tipo de vida vegetal en Medio Camino; no había ni rastro de tierra, incluso la arena era casi inexistente debido a la falta de luna y mareas, y nadie había sacado jamás ningún fósil de los estratos de la isla. Los científicos planetarios argumentaban que la evolución nunca había llegado a superar la etapa acuática, aunque tampoco era que a la Federación le interesara demasiado. Medio Camino era el quinto pino en términos planetarios.

Y como si quisiera demostrarlo, Puerto Perenne era incluso menos impresionante que Villa Trabas. Caía la tarde cuando llegaron, apenas quedaban en el cielo unos restos de luz granate para iluminar la roca desolada. Puerto Perenne anidaba al socaire de una hondonada de un kilómetro de anchura protegida por el acantilado liso que le presentaba la isla al mar. Tenía un hangar, seis cabañas presurizadas de color plateado y un largo edificio de dos pisos que parecía una especie de hotel barato.

El generador del agujero de gusano se encontraba en un edificio con forma de armadillo formado por toscos paneles de carbono, con un grueso extremo ahusado que albergaba el arco de la salida. No había ninguna vía de tren que llevara a la salida, cosa que sorprendió a Mellanie.

Su Ganso de Carbono bajó con un chapoteo y una suavidad bastante razonable, en paralelo a la costa, aunque una vez que llegaron al agua, la deceleración fue mucho más brusca que en el aterrizaje de cualquier avión normal. Por una vez, Mellanie agradeció las cinchas de plástico corrugado que la sujetaban al asiento. Se puso el traje con cuidado mientras rodaban hasta tierra firme. Había otros cuatro enormes hidroaviones junto al hangar; por estricta rotación, otro había volado a Villa Trabas al venir ellos.

Dos figuras con traje esperaban al final de las escaleras cuando desembarcaron los pasajeros. El primero se presentó como Eemeli Aro, el oficial técnico del TEC responsable del generador del agujero de gusano.

— Muy oportuno por su parte —les dijo a los pasajeros—. El ciclo del agujero de gusano comienza dentro de dieciocho minutos. No hace falta que descansen en el pabellón. —Una mano señaló hacia el edificio que a Mellanie le había parecido un hotel—. Vayan todos hacia allí y en cuanto se abra les haré una señal. Solo tienen que pasar andando.

Mellanie se esperaba algo un poco más elaborado, pero ella y Dudley intercambiaron una mirada rápida y emprendieron el penoso paseo por la roca. El sol rojo ya estaba cerca del horizonte y se ponía con rapidez. Su compañera de neutrones seguía lanzando destellos deslumbrantes, como si fuera la luz estroboscópica de emergencia de algún barco que se hundiese.

En todos los edificios de Puerto Perenne brillaban luces polifotónicas que producían débiles salpicaduras amarillas en la roca a medida que se desvanecía la luz del sol. Las estrellas no tardaron en salir, dejando a Mellanie con la sensación de que era muy pequeña y vulnerable. Por primera vez en su vida comprendió de verdad el concepto de la oscuridad que se cernía sobre el ser humano.

Los cinco pasajeros se apiñaron delante de la salida. Una tenue luz ultramarina llenaba el arco, solo visible una vez que se había puesto el sol rojo. No hacía frío, pero Mellanie se cruzó de brazos, se rodeó el cuerpo con ellos y empezó a apoyarse en uno y otro pie. Le metió prisa mentalmente al agujero de gusano para que se conectase, pero no había nada que pudiera hacer para acelerar al jinete de la tormenta.

La extraña estrella binaria de Medio Camino fue el factor definitivo que los hizo seleccionar al gélido planeta para albergar las estaciones de los agujeros de gusano.

Aunque su diámetro era bastante más pequeño que el de un agujero de gusano comercial estándar del TEC, el agujero de gusano de Tierra Lejana todavía exigía un consumo de energía inmenso. Para suministrársela se eligió un generador interno por la razón más vieja de todas: votos a cambio de beneficios regionales. Los Halgarth accedieron a asignar la financiación del suministro de energía a un consorcio compuesto por las dinastías Hutchinson, Brant y Mándela a cambió de que ellos incrementaran su apoyo en la etapa del comité del Senado de Washington. Si bien la energía nuclear era la opción más obvia, era cara, y trasladar una central eléctrica entera a Medio Camino, donde la construcción se llevaría a cabo en su entorno no congruente con la vida humana, aumentaría el coste hasta niveles inaceptables. Con el alarmado Tesoro Central de la Federación resistiéndose con uñas y dientes, otro tipo de proyectos convencionales contaron también con una evaluación poco favorable: Medio Camino no tenía campos de petróleo, así que no podían utilizar una turbina de gas; no había luna, lo que eliminaba la energía de las mareas; el frío sol rojo habría hecho que los paneles solares fueran más caros que la opción nuclear. Así que al final, las dinastías intersolares tuvieron que aprobar una solución radical pero práctica.

Antes de colocar por fin el extremo del agujero de gusano de Boongate en la salida de Villa Trabas, la abertura del agujero de gusano se desvió al espacio, muy por encima del planeta, de modo que se pudieran enviar los componentes del Jinete de la Tormenta. Era una idea que databa casi del comienzo de la «era espacial» del siglo XX: un molino de viento que rotaba en sentido contrario y que propulsaba un sencillo generador eléctrico que funcionaba gracias al viento solar. Un mecanismo así tenía que ser grande, con una longitud de aspas que se midiera en kilómetros y hecho de materiales ligeros. El principio del Jinete de la Tormenta era el mismo, aunque la ubicación requería que se hicieran unas cuantas modificaciones.

Al igual que el concepto original, tenía unas paletas rectangulares, dieciséis, que irradiaban del cubo central; cada una era un enrejado plano de puntales de veinticinco kilómetros de largo hecho de las fibras de silicio de acero más duras que sabía fabricar la Federación. Veintitrés kilómetros de esas fibras estaban cubiertos de un papel de aluminio plateado ultrafino que proporcionaba un área de superficie total de más de mil ochocientos kilómetros cuadrados sobre los que podía impactar el viento solar. Incluso en el entorno de un sistema solar normal, eso ya habría producido una torsión considerable. En el sistema de Medio Camino, el Jinete de la Tormenta estaba colocado en el punto Lagrange, entre la estrella roja y su compañera de neutrones, justo en medio de la corriente de plasma, donde la densidad de iones era varias veces más densa que cualquier viento solar normal.

La energía que producía el Jinete de la Tormenta cuando estaba justo en medio del flujo era suficiente para hacer funcionar el generador del agujero de gusano. Pero no podía quedarse sin más en el punto Lagrange produciendo electricidad de forma continua, eso se habría parecido demasiado al movimiento perpetuo. A medida que las oleadas de plasma lo iban empujando, ejercían una presión continua sobre las paletas que alejaban al Jinete de la Tormenta del punto Lagrange y lo empujaban hacia la estrella de neutrones. Así que durante cinco horas, los dos juegos de paletas giraban en direcciones opuestas para generar electricidad para el agujero de gusano de Puerto Perenne, electricidad que se enviaba a través de un agujero de gusano de anchura cero.

El Jinete de la Tormenta también almacenaba parte de la energía, de modo que al final de las cinco horas, cuando ya no estaba alineado, tenía reserva suficiente para encender los propulsores de a bordo y alejarse un poco más del chorro principal de plasma, donde se reducía la presión. Desde ahí seguía una sencilla órbita de quince horas alrededor del espacio abierto para regresar al punto Lagrange, donde comenzaría el ciclo otra vez.

A pesar de toda su complejidad, no había partes móviles, los dos cubos en los que se anclaban las paletas estaban unidos por cojinetes magnéticos. Todos los sistemas electrónicos eran módulos blandos de redundancia múltiple diseñados para soportar el duro entorno radiactivo del punto Lagrange. Los propulsores repostaban de forma continua en el chorro de plasma. Con lo que solo quedaba la degradación física de la estructura exterior debida a los impactos de iones. Después de ciento ochenta años de próspero funcionamiento, el aluminio de las paletas había sufrido perforaciones, desgarrones y abrasiones que lo habían desgastado hasta dejar solo un ochenta y tres por ciento de su área original. El ritmo de deterioro se estaba incrementando. Cuando con el tiempo llegara al setenta y cinco por ciento, el Consejo de la Federación tendría que plantearse adquirir un sustituto. El Tesoro ya estaba lanzando una campaña preventiva para evitarlo con una serie de estudios sobre la reducción de costes que suponían los modernos generadores de fusión, un agujero de gusano de anchura cero que uniese Puerto Perenne con la red de la Federación a través de Boongate e incluso la posibilidad de que Tierra Lejana financiara una modesta central eléctrica de turbinas de gas. Era una batalla financiera que se libraría durante años en comités, sesiones políticas encubiertas y en el comedor del Senado.

A cuarenta millones de kilómetros de Medio Camino, el Jinete de la Tormenta volvió a deslizarse al corazón del punto Lagrange, donde la tempestad de iones se aplastó contra sus gigantescas paletas plateadas y su velocidad de rotación comenzó a aumentar.

El resplandor fantasmal del arco de la puerta cambió de repente y adquirió un brumoso tono monocromo brillante. Unas sombras vagas se movían al otro lado de la velada cortina presurizada.

— Muy bien, chicos, adelante —dijo Eemeli Aro.

Los dos físicos entraron casi de inmediato, desdibujándose entre las sombras.

— No pasa nada —los tranquilizó Griffith Applegate—. Yo lo he hecho cien veces. —Y se metió por el arco sin más.

— La conexión es estable —le dijo la IS a Mellanie—. Estoy conectada a la red de Ciudad Armstrong sin mayores problemas. Se puede cruzar sin peligro.

Mellanie extendió la mano y sintió que Dudley se la cogía.

— Supongo que será mejor que vayamos, entonces. —Los dos se metieron directamente en el torrente de luz cálida y brillante.

Mellanie estaba impaciente por ver el aspecto que tenía el nuevo mundo, la ciudad, su gente. En lugar de echar un buen vistazo alrededor, la distrajo de inmediato el modo en que su cuerpo quiso elevarse muy por encima del suelo. Daba la sensación de que un paso normal se había convertido de algún modo en un salto. En cuanto atravesó la cortina de presión, sintió que se movía demasiado deprisa. Soltó a Dudley a toda prisa y extendió los brazos para intentar recuperar el equilibrio, lo que hizo que su pequeño bolso saliera disparado como si fuera un globo atrapado en la brisa. Consiguió detenerse y se quedó completamente quieta, temerosa de lo que podría provocar en su cuerpo cualquier otro movimiento. El bolso cayó a su lado.

— Maldita sea, se me olvidó la gravedad. —Respiró hondo y buscó a Dudley con la mirada. El científico estaba justo detrás de ella, sin inmutarse por lo que había pasado.

— ¿Te encuentras bien? —le preguntó Dudley.

— Sí.

— Recuerda lo que te conté de la inercia de aquí. Este es un planeta con una gravedad baja, tienes que planear cualquier movimiento antes de hacerlo.

— Sí, sí. —Su elegante mano virtual dio un golpecito en el icono que soltaba el casco y el collarín se desconectó. Se quitó la burbuja transparente de la cabeza y se sacudió el pelo, que flotó con lentitud en el aire.

El ruido de la ciudad giraba como un torbellino a su alrededor, la maquinaria que zumbaba, los motores de combustión, los cláxones de los coches, los aullidos de los animales, la conversación y los gritos de los humanos. El olor era más fuerte que el de cualquier zona urbana que ella hubiera visitado jamás en la Federación: vapores crudos de gasolina, agua de mar, animales, cocina picante, desechos orgánicos, calor, polvo, todo mezclado en una mezcla casi sólida que resultaba abrumadora en un primer momento.

Cuando se recuperó, Mellanie miró a su alrededor. Parecían haber salido a una especie de pista abierta que podía medir con toda facilidad quinientos metros de diámetro. Había una verja baja de metal delante de ella que aislaba un pacífico semicírculo delante de la salida y que servía como zona de recibimiento para los recién llegados. Más allá de la verja y dominando el centro de la pista, había tres amplios estanques forrados con ladrillos con unas fuentes grandes que brotaban de varias estatuas. Se veía una cierta cantidad de tráfico rodeando los estanques, una mezcla de vehículos de gasolina, bicicletas, carritos orientales y carros tirados por caballos, aunque ninguno parecía estar siguiendo ninguna señal en la calzada. Unas paredes altas de piedra amarilla se alejaban de ella dibujando una curva a ambos lados, coronadas por docenas de toldos de tela solar raída que envolvían varas de madera y fibra de vidrio entrelazadas sin pensar en la simetría. Debía de haber algún tipo de pasaje allí arriba ya que podía ver muchas personas moviéndose por allí, cerca de aquel parapeto bajo. Al nivel del suelo, las paredes estaban puntuadas por arcos de diferentes tamaños. Los más pequeños tenían puestos justo dentro, a salvo de la intensa luz del sol matinal; vendían de todo, desde moderna tecnología de consumo hasta comida fresca, ropa, plantas, juguetes, robots antiguos y muy reparados, herramientas manuales, herramientas electrónicas, pienso para animales, artesanía, productos semiorgánicos, libros y medicinas. Varios de los arcos se abrían a bares que ofrecían bebidas que iban desde café curarresacas garantizado hasta el ron local de cien grados, con docenas de cervezas, zumos de frutas y hasta vinos de la tierra. Los arcos más grandes llevaban a unos edificios oscuros parecidos a cavernas que servían de almacenes. De allí salían y entraban camiones pequeños y carros tirados por caballos.

Un enjambre de personas se iba moviendo poco a poco por las losas de piedra mal colocadas que formaban el suelo de la pista, consiguiendo que el tráfico les cediera el paso. El estilo de la ropa que lucían era desconcertantemente amplio, lo habían adoptado todo con entusiasmo, desde los taparrabos hasta las camisetas y los pantalones cortos, pasando por las faldas escocesas, los saris, los trajes de chaqueta más conservadores, las túnicas de sacerdote, vestidos sencillos, monos de mecánico; incluso había unos cuantos hombres con uniformes de policía de color caqui tropical con gorras blancas con visera que intentaban solucionar las disputas de tráfico.

De pie, dándole la espalda a la luz trémula y oscura de la salida, con el casco debajo del brazo, Mellanie se sentía como una especie de astronauta que acabara de bajarse de su cohete. Se quedó mirando la animada escena durante un largo minuto antes de empezar a moverse para enfrentarse a temas más inmediatos y mundanos. Un par de miembros del personal del TEC estaban ayudando a los físicos del Instituto a quitarse los trajes. Mellanie empezó a despojarse del suyo. Un supervisor del TEC le pidió que se hiciera a un lado. Apenas tuvo tiempo de apartarse de la salida antes de que las furgonetas robot y las plataformas empezaran a pasar rodando para trasladar los cajones del Ganso de Carbono. Cruzaron directamente a la pista y se dirigieron a los arcos que conducían a los almacenes, con un estruendo de cláxones de colisión para advertir a los peatones más lentos.

Para cuando Dudley y ella se quitaron los trajes, ya habían descargado su equipaje y ambas maletas se acercaron rodeando. Un coche de cortesía del hotel Langford Hall había aparcado junto a la verja y su conductor sonreía y agitaba las manos para atraer su atención. Los dos físicos del Instituto estaban trepando a un gran Land Rover Cruiser de seis ruedas con ventanillas con cristales tintados. Al lado había aparcados tres camiones que estaban recibiendo un lote de cajas que acababan de atravesar la salida.

Griffith Applegate recogió su bolsa de mano y le dedicó a Mellanie una amigable sonrisa.

— No se preocupe, sé que parece abrumador, pero hágame caso, esta es una parte tranquila de la ciudad. Aquí estará perfectamente a salvo.

— Gracias —dijo Mellanie con tono de duda.

Griffith sacó un sombrero de ala ancha de la bolsa y se lo puso en la cabeza, después se puso unas gafas de sol.

— Un consejo. Utilice solo los taxis que tienen la licencia de la Casa del Gobernador. —Se tocó el borde del sombrero con los dedos y se perdió entre la multitud.

— Lo recordaré —le dijo Mellanie a su espalda—. Vamos, Dudley, vamos a buscar ese hotel. —Comprobó que la seguía su equipaje y se dirigió al coche de cortesía.


Stig McSobel apoyó los codos en el pretil de piedra que revestía la parte superior del Muro del Mercado para conseguir una vista mejor de la 3P, como llamaban los nativos a la plaza de la Primera Pisada. A doscientos metros de distancia, la salida se había abierto a su hora y cinco personas surgieron por la oscura cortina presurizada.

— Ahí están, Halgarth y Alwon —le dijo a Olwen McOnna, que estaba de pie a su lado. La chica no observaba la 3P; como todo buen guardaespaldas, estaba examinando a los compradores más cercanos que iban de puesto en puesto en busca de gangas. Los mercaderes se apretujaban en un gigantesco recinto comercial que componía el tejado del inmenso edificio central de la ciudad. Allí, el flujo de la vida y el comercio permanecía inmutable, se intercambiaba dinero y mercancías con el mismo ritual de trueques rápidos que llevaba existiendo cerca de un par de siglos, sin hacer caso de la amenaza que acechaba entre las estrellas. Pero en el corazón de la ciudad, la incertidumbre era más pronunciada, los rumores y el miedo empezaban a afectar el modo en que pensaba y actuaba la gente. La ausencia de turistas se notaba en todas partes. El gobernador había ordenado que más policías salieran de sus cómodas comisarías y recorrieran las calles, donde su visibilidad inspiraría confianza. Una medida fútil, en opinión de Stig. Muy pronto la inquietud se convertiría en preocupación y luego en pánico.

— Les llevará una hora salir de la ciudad —dijo Olwen—. Alertaré a los asaltantes.

— De acuerdo. —La visión virtual de Stig mostró unos iconos y un texto fantasma sobre la salida. El Guardián abrió un canal a la unisfera y varios mensajes inundaron el buzón de su mayordomo electrónico. Sus propios mensajes salieron disparados hacia varias direcciones de un solo uso. Después se asomó un poco más, sorprendido al ver las personas que había delante de la salida. La intensidad de su visión virtual se redujo y utilizó los implantes de retina para enfocar el zum. A uno lo conocía, Griffith Applegate, que trabajaba en la Casa del Gobernador e intentaba mantener la precaria infraestructura civil de Ciudad Armstrong. Los otros dos...

— A ella la conozco. Entré en su programa de la unisfera cuando estaba en la Federación. Es una especie de celebridad. Reportera. Sí: Mellanie Rescorai. ¿Qué está haciendo aquí?

Olwen no había dejado de vigilar la multitud de compradores.

— Si es reportera, estará buscando noticias. Es obvio.

— No es una reportera de verdad, solo una mocosa rica cubriendo historias absurdas sobre «personalidades». Lo más probable es que esté cubriendo la moda urbana de esta temporada. —La visión virtual de Stig se reforzó un poco y activó varios iconos. Los implantes empezaron a ejecutar un programa de identificación con el compañero de Rescorai, le resultaba conocido.

Stig observó a los dos subiéndose a un coche de cortesía de un hotel. El vehículo se apartó del bordillo con una descarga cerrada de pitidos justo cuando el primer autobús de partidas aparcaba junto al enclave de la salida. Desembarcaron los pasajeros: nativos de Tierra Lejana que en las últimas semanas se habían pasado mucho tiempo en el gimnasio e inyectándose esteroides y genoproteínas para conseguir músculos adicionales. Stig recordaba demasiado bien aquella época de su vida. Después llegó un segundo autobús. Dos más cruzaban despacio la 3P. El personal del TEC ya estaba repartiendo los trajes malvas y flojos que protegerían a los pasajeros mientras caminaban hasta el Ganso de Carbono que les esperaba al otro lado de la salida. El coste del viaje, aunque solo fuera de ida, estaba fuera del alcance de la mayor parte de la población de Tierra Lejana. En la ciudad estaba aumentando el índice criminalidad porque los desesperados estaban dispuestos a conseguir el dinero como fuese.

Un rectángulo transparente de color púrpura dio una voltereta en la visión virtual de Stig.

— Bueno, qué te parece —murmuró.

— ¿Qué? —preguntó Olwen.

— El tipo que va con Rescorai, es Dudley Bose.


Las Torres Langford les dieron a Mellanie y Dudley la suite Real del último piso. Había champán de regalo, aunque solo era de un viñedo que había en las laderas del norte de las montañas Samafika. También tenían bombones, fruta, queso, galletas y agua mineral. Cada mesa tenía un gran jarrón con un magnífico arreglo de flores frescas.

El botiquín del baño apenas podía cerrarse por la cantidad de artículos de aseo que tenía dentro.

Eran los únicos residentes.

— Esto desde luego supera con creces a los viejos Jardines del Corazón de Pino —afirmó Mellanie mientras abría las puertas de la terraza y salía a la amplia veranda.

Con sus cuatro pisos, las Torres Langford era uno de los edificios no gubernamentales más altos de Ciudad Armstrong. Ayudaba bastante que los techos fueran altos, un rasgo del diseño que contribuía a evitar que los clientes de mundos con gravedad normal se golpearan la cabeza tras un paso involuntario dado con demasiada fuerza. El tamaño del hotel y su situación le proporcionaban una vista excelente sobre los tejados de tejas romanas rojas que llegaban hasta la costa del mar del Norte, a un par de kilómetros al este. Un amplio puerto circular proporcionaba amarraderos para barcos de todo tipo, desde traineras hasta transbordadores, desde balandras de carga hasta casas flotantes, desde pesqueros deportivos hasta simples yates de recreo. El mar azul que se veía más allá relucía con aire invitador incluso con el sol ya muy bajo en el asombroso cielo de color zafiro de Tierra Lejana; varias docenas de barcos comenzaban a entrar en el puerto con el final del día.

Mellanie examinó el horizonte de la ciudad. Ciudad Armstrong carecía de las pulcras redes urbanas a las que estaba acostumbrada, sus calles y avenidas zigzagueaban y se curvaban en patrones retorcidos. De hecho, rodeaban los edificios más grandes del centro, como la plaza de la Primera Pisada, la Casa del Gobernador y las oficinas del proyecto de revitalización, lo que le hizo preguntarse qué había llegado antes. Solo las hectáreas de almacenes que había detrás del puerto parecían tener algún tipo de orden regular en su disposición. Los distritos periféricos pululaban sobre la tierra ondulada revelando parques y calles comerciales, pulcras fincas de clase media y zonas industriales. Varios matorrales de altas chimeneas de metal expulsaban densos penachos grises, una polución tan flagrante que la sobresaltó.

Al sur distinguió un par de oscuras formas ovaladas inmóviles en el cielo, justo fuera del límite de la ciudad. Ciento veinte años antes, cuando el proyecto de revitalización se encontraba en su mejor momento, había empleado una flota de más de doscientos cincuenta globos dirigibles robot. Al principio se habían utilizado para rociar con bacterias terrestres el desolado paisaje que había dejado la llamarada, bacterias que cargaban en las recién construidas cubas clónicas que se habían instalado en el aeródromo que había fuera de Ciudad Armstrong. Después, una vez que se revivió el suelo, esparcieron semillas e incluso huevos de insectos por todo el planeta en un esfuerzo por devolverle su estatus de mundo congruente con la vida humana.

Fue después cuando los majestuosos aparatos aéreos se convirtieron en víctimas de su propio éxito. El número de personas que atraía Tierra Lejana comenzó a aumentar, en parte debido a la biota en crecimiento. Sin embargo, todos tenían su propia visión de cómo debería renacer su particular parte del planeta, sobre todo los barsoomianos. En unos cuantos se casos secuestraron dirigibles robot y se utilizaron para distribuir cargas novedosas por la provincia de sus nuevos propietarios; a algunos los desviaron por medios electrónicos de los territorios que ya no querían las sobrias y viejas plantas que prefería el proyecto de revitalización. Varios sucumbieron a las hostilidades entre los Guardianes y el Instituto y unos cuantos más se perdieron en las tormentas que bramaban alrededor de la Gran Tríada. Aunque había sido el clima el que había reclamado a la mayoría. Los que continuaban con vida, apenas ya treinta, funcionaban con componentes canibalizados de los almacenes repletos de carcasas de sus primos retirados, con las fundas de gas remendadas y deshilachadas, indignas de los certificados de vuelo que la Casa del Gobernador les concedía cada año de forma ritual.

Los dirigibles robot y la contaminación solo explicaban la mitad de la sensación de extrañeza que tenía Mellanie. Entonces se dio cuenta de lo que le molestaba de verdad: la falta de trenes. No había terraplenes ni desmontes que tuvieran prioridad entre la arquitectura. Las vías elevadas no se alzaban sobre los atascos de tráfico. Más que cualquier otra cosa, el símbolo de la sociedad de la Federación eran los trenes.

— Qué sitio tan extraño —dijo Mellanie—. No sé por qué ha emigrado aquí tanta gente. Es todo tan atrasado, como si los Victorianos hubieran inventado los vuelos estelares y hubieran transportado aquí su cultura. Quizá fuera de allí de donde vino el Marie Celeste.

— Eres demasiado joven para entenderlo —dijo Dudley.

Mellanie se volvió, un tanto sorprendida ante la seguridad que exudaba la voz del joven.

Dudley se encontraba junto a ella, sonriendo y contemplando admirado la destartalada ciudad que se extendía a su alrededor.

— Prueba a rejuvenecer cinco veces, a tener que volver a un trabajo de nueve a cinco, siglo tras siglo, solo para poder ahorrar la mitad de tu salario en un fondo de pensiones de Descanso que te permite volver a hacer exactamente lo mismo una y otra vez. Quizá tengas un trabajo diferente, otra mujer, otros hijos, pero a pesar de todo estás atrapado en el mismo ciclo de siempre sin perspectivas de cambio. Una vez que has pasado por todo eso, Mellanie, hasta tú te plantearías venir aquí a vivir tu última vida sin red de seguridad.

— No sabía que te sentías así, Dudley.

— Y no me siento así. O no me sentía. No durante mi última vida, en cualquier caso. Pero recuerdo que accedí a un montón de archivos sobre los emigrantes que venían aquí. Un par de rejuvenecimientos más, tener que pasarme otros cincuenta años peleándome con el decano para conseguir fondos, casado con otra zorra como Wendy y, sí, podía verme haciendo esto. Hay algo muy atractivo en meterse en plena naturaleza y ver qué hay allí. La perspectiva de decirle a la vida moderna «que te follen» y por una vez construir algo sólido con tus propias manos y sin ayuda de nadie, recuperar el estado de cazador-recolector. No está tan lejos como nos gustaría pensar, sabes.

— ¿Y ahora?

— ¿Ahora? Ese es un lujo que ya no nos queda a nadie. —Hizo una mueca—. Yo me aseguré de eso, ¿no?

— No. Tú solo fuiste una parte menor de lo que pasó. Siento magullar tu ego, cariño, pero tu responsabilidad no es tan grande.

Bose gruñó, no muy convencido.

Mellanie no supo cómo responder. Cuando aparecía el antiguo Dudley, ella se sentía pequeña y estúpida a su lado. Lo que no dejaba de ser extraño, teniendo en cuenta que ese era el estado al que se suponía que ella le estaba ayudando a regresar.

El icono de la IS emitió un destello de color esmeralda en la visión virtual de la periodista, lo que le permitió posponer el tener que pensar en Dudley y su nuevo futuro.

— ¿Sí? —le preguntó.

— Estamos a solo tres horas del final del ciclo del agujero de gusano, Mellanie. Este sería un buen momento para insertar nuestra subrutina en la red de la ciudad. Podemos verificar la autenticidad operativa.

— De acuerdo. —La joven regresó al salón. Había un escritorio de pino junto a la puerta que llevaba al dormitorio con una pequeña y antigua matriz de escritorio encima. Colocó las dos manos en el punto-i de primera generación de la matriz y una telaraña de finísimas líneas plateadas apareció en sus dedos. Todo un nuevo despliegue de iconos se materializaron en su visión virtual y los programas de búsqueda empezaron a analizar la red local desde el interior de sus implantes—. No parece que haya ningún programa de monitorización decente en los nodos —dijo.

— Estamos de acuerdo, Mellanie. Por favor, pon en circulación nuestra subrutina.

Sus manos virtuales de piel de serpiente dorada marcaron la secuencia del código y la subrutina se descomprimió de sus implantes y fluyó por la red de la ciudad a través del contacto que mantenía con la matriz de escritorio. La IS la había formateado como un simple sistema de observación, con suficiente independencia para aconsejar y ayudar a Mellanie cuando estuviera cerrado el agujero de gusano. Mellanie la había introducido en el planeta metida en sus implantes porque cualquier programa tan grande como aquel que entrara en Tierra Lejana a través del estrecho ancho de banda del repetidor de Medio Camino podría ser detectado sin dificultad por los monitores. Lo que hacía que la subrutina IS fuera vulnerable a alguna corrupción, sobre todo si los Guardianes o el aviador estelar estaban ejecutando programas inteligentes hostiles en los nodos de la ciudad.

— Estoy instalada —informó la subrutina IS—. La red de la ciudad tiene capacidad suficiente para que me ejecute de modo distribuido por las matrices que tienen en línea.

— Lo confirmamos —dijo la IS.

— Genial —dijo Mellanie. Apartó las manos de la matriz de escritorio—. Mira a ver si encuentras algún tipo de actividad que pudiera ser de los Guardianes. Todo lo que necesito es un nombre, o una dirección. Algún modo de ponerme en contacto con ellos.

— Comenzaré el análisis —dijo la subrutina IS—. Hay un gran mimero de sistemas que tienen el acceso restringido. Dada la edad de los procesadores en los que estoy operando, llevará algún tiempo rodear sus cortafuegos.

— Haz lo que puedas.

Dudley había vuelto también al salón.

— ¿A quién llamas? —preguntó.

— A la oficina de Miguel Ángel. —Mellanie le dijo a su mayordomo electrónico que cerrara la conexión con la IS—. Solo para decirles que he llegado y que me pongan al día.

— Bien. —La mirada del joven se deslizó hasta la puerta del dormitorio—. ¿Y luego qué vamos a hacer?

— Bajar al bar y buscar algo de información. Los bares siempre son los mejores sitios para eso. Además, no me vendría mal una buena copa, llevamos siglos viajando. —Bostezó y estiró los brazos para intentar soltar los nudos que tenía en los músculos de los hombros—. Venga, vamos a ver si Tierra Lejana ha oído hablar del cóctel Seducción Asesina.

El bar y el restaurante de las Torres Langford eran las únicas partes del hotel que hacían negocio. Atendían a una clientela de cierta categoría, la poca que había en Ciudad Armstrong, y ofrecían una decoración con influencias decididamente indias, con su papel pintado en tonos dorados y violetas, estatuas hindúes y palmeras inmensas que crecían en urnas de arcilla. El chef prefería los platos picantes y en el hilo musical de la casa se escuchaban muchos clásicos del sitar.

Stig se encontró en una pequeña mesa vacía del bar, tomando en silencio una cerveza mientras intentaba catalogar a los otros clientes. Llevaba allí cuarenta minutos cuando entraron Mellanie y Dudley. Su intención era echarles un breve vistazo y luego no mostrar mayor interés, tal y como le había enseñado Adam, pero Mellanie no se lo ponía nada fácil. Tenía una barbilla más bien larga y una nariz plana que le negaban esa perfección que tendría una belleza clásica, pero su presencia física era imponente. Unas zancadas firmes la llevaron sin tardanza al otro lado del bar, pero ya había desarrollado ese ritmo controlado de movimientos que a la mayor parte de los nativos de otros mundos les llevaba aprender al menos una semana. Cada gesto hacía que su cabello, rubio y ondulado, aleteara sin prisas sobre sus hombros.

Dudley la seguía con pasos inestables. Cuando llegaron al mostrador, él se agarró para no caerse. Era difícil no hacer comparaciones entre los dos, dado el modo que tenía Dudley de no despegarse de la joven. La impresión que producía el astrónomo revivido era la de un hombre nada adecuado, ni en el plano físico ni en el mental.

Stig consiguió al fin apartar la vista. La mayor parte de los otros clientes estaban observando a los recién llegados. A pesar de sus primeros cálculos, fue incapaz de decir si alguno de ellos era un operativo del aviador estelar salido del Instituto. Pero seguro que alguno lo era, ¿no?

La presencia del Instituto en la ciudad se había hecho mucho más llamativa desde el ataque de los primos. Su director le había ofrecido ayuda al gobernador al ver que subía el índice de criminalidad y los disturbios; ya había varios destacamentos policiales que hacían las patrullas rutinarias del centro de la ciudad acompañados por las tropas del Instituto con sus armaduras oscuras. A Stig no le parecía muy probable que no se vigilara a dos nativos de otros mundos recién llegados a Tierra Lejana.

Oyó que Mellanie intentaba pedir un cóctel exótico, del que el barman jamás había oído hablar. Al final se conformó con una jarra de margarita. Cuando el barman empezó a mezclar los ingredientes, la joven se acercó un poco más a él y le habló en voz más baja. Stig miró a su alrededor con aire despreocupado, justo a tiempo de sorprender la expresión sobresaltada del barman. El hombre negó con la cabeza a toda prisa y le dio la jarra antes de alejarse corriendo al otro extremo del mostrador.

Una contrariada Mellanie se llevó a Dudley a una mesa vacía.

Stig estuvo a punto de echarse a reír. Toda aquel la escena parecía sacada de una serie mala del TSI.

Por fortuna no hubo segundo acto. Mellanie y Dudley se tomaron su jarra y regresaron a su suite, ambos con un bostezo. Stig permaneció en el bar, observando quién lo abandonaba y cuándo. Nadie más actuaba en absoluto de modo sospechoso.

La hora del cierre llegó a medianoche. Stig se terminó su cerveza y esperó en el vestíbulo desierto. El barman salió por fin de la cocina poniéndose el abrigo.

— Una cosa —dijo Stig al momento.

El barman miró a su alrededor con expresión nerviosa, pero el personal nocturno del hotel no estaba por ninguna parte. Tenía treinta y tantos años, con esa constitución alta y larguirucha que adquirían la mayor parte de los residentes en Tierra Lejana y que hacía que su floreciente barriga cervecera pareciera más prominente de lo habitual.

— ¿Sí, señor?

Stig sacó un billete de cincuenta dólares de la Tierra y se lo metió al barman en la mano. El hombre fue lo bastante profesional como para guardárselo de inmediato.

— Una chica muy atractiva de otro mundo pasó por aquí esta noche, hace un rato.

— La suite Real, señor, último piso.

— Gracias. Eso ya lo sé. Lo que agradecería mucho saber es lo que le preguntó a usted.

El barman le lanzó una mirada incómoda. Stig esperó. No tendría que hacer ninguna amenaza, al barman no, al menos. En el peor de los casos le costaría otros cincuenta dólares.

— Quería saber dónde podría conocer a un miembro de los Guardianes. Le dije que no sabía. Porque no lo sé. Como es obvio.

— Como es obvio.

— No le dije nada más.

— Ya veo. Gracias.

El barman dejó escapar un breve suspiro de alivio y salió a toda prisa. Stig esperó un par de minutos más y después él también salió a la noche. Las puertas automáticas del hotel se cerraron con llave a su espalda.

Unas esferas polifotónicas solares emitían una luz trémula amarilla muy poco inspiradora que intentaba iluminar toda la amplia calle. El pulso leve de una música de baile apenas se oía al salir por la puerta trasera de un club. Una brisa fresca lavaba el olor salado a ozono proveniente del mar que había al otro lado de Ciudad Armstrong. Alo lejos, una sirena de policía gimió con una nota solitaria que flotó por las carreteras vacías. No podía ser por los vehículos del Instituto, habían quedado destruídos horas antes, golpeados por morteros y máseres a menos de diez kilómetros de la ciudad. Trevelyan Halgarth y Ferelith Alwon no llegarían ya al Instituto, jamás podrían ayudar al aviador estelar. Con un poco de suerte, sus células de memoria habrían quedado destruidas por el fuego que había consumido el Land Rover Cruiser. Estarían tan muertos como Kazimir.

Stig sacó un cigarrillo del paquete y manipuló un anticuado encendedor de gasolina. Un mal hábito que había cogido en la decadente Federación. Fue un placer sentir la mezcla de nicotina y hierba cuando lo encendió. Necesitaba algo que lo animara después de la tensión de todo el día.

— Con esa iluminación eres un blanco perfecto —le dijo Olwen desde las sombras.

— Si te tienes que fiar del brillo de un cigarrillo en lugar de contar con una visión nocturna decente, pobre de ti —le contestó él.

Olwen salió de un portal y se reunió con él, que ya se alejaba del hotel y bajaba la ligera pendiente que llevaba al puerto.

— ¿Dónde está Finlay?

— Ha encontrado el sitio perfecto. Llamará si dejan el hotel esta noche.

— ¿Alguien más interesado?

— Si lo hay, son mejores que nosotros. No hemos visto a nadie.

Stig se detuvo y se dio la vuelta para mirar la fachada alta y blanqueada de las Torres Langford. El balcón de la suite Real era un rectángulo gris justo debajo del tejado. Por todos los cielos soñadores, ¿qué ve una chica como esa en un desastre como Dudley Bose? Tienen que estar aquí por alguna razón concreta.

— Se fueron a la cama unos diez minutos después de volver a la habitación —dijo Olwen.

— Creí que la suite estaba demasiado alta para tener una visión decente del interior.

— Y lo está. Lo diré de otro modo. La luz se apagó diez minutos después de que volvieran arriba. Y no se ha vuelto a encender. —La joven lanzó una risita disimulada—. Seguramente no podrían esperar para arrancarse la ropa. Están solos. Una pizca de peligro. Jóvenes. Casi se podían oler las hormonas en el aire.

Stig no dijo nada. El tampoco se podía quitar de la cabeza la imagen de una Mellanie desnuda en la cama con Dudley Bose. Una imagen que le molestaba un poco. Que fuera Dudley y no él. Cosa que, en realidad, tampoco debería pasar.

— ¿Qué quieres hacer con ellos? —preguntó Olwen.

— No estoy seguro. Al parecer quieren encontrarnos. Ya veremos lo que hacen mañana.

Stig estaba utilizando Quincalla Hallan, una vieja ferretería, como cuartel general en Ciudad Armstrong. Era bastante céntrico, tenía un gran garaje en la parte de atrás, cosa muy útil, y los vecinos creían que los miembros del clan eran los nuevos propietarios que se estaban tomando su tiempo para reformar el local. Una impresión muy oportuna que permitía las idas y venidas de muchas personas y vehículos sin atraer comentarios. En lo que a tapaderas se refería, Adam habría estado orgulloso.

Cuando llegó Stig por la mañana, Murdo McPeierls y el joven Félix McSobel ya estaban desmontando el motor de uno de los todoterrenos Mazda Volta. Tenían nueve de aquellos viejos y sólidos vehículos atestando el garaje y el patio. Stig los había metido como parte del engaño para burlar el bloqueo de Boongate que estaba preparando Adam. Este no había enviado demasiados detalles, ni siquiera por mensaje cifrado. Pero seguiría adelante, Stig estaba seguro, las nuevas inspecciones de Boongate casi los habían aislado de los suministros que recibían de la Federación. Uno de los otros trabajos de Stig era preparar a los equipos técnicos que montarían la multitud de componentes que darían lugar a los generadores de campos de fuerza especializados necesarios para la venganza del planeta. Así que sabía lo desesperados que estaban los clanes por recibir componentes nuevos. También estaban desesperados por recibir los datos de Marte. Había hablado con Samantha, que estaba al mando del grupo de control que montaba la gran matriz que dirigiría la red de emisoras de manipulación. La joven le había explicado lo urgente que era. Pero Kazimir estaba muerto y los datos se habían perdido. Esa debería haber sido mi misión. El destino había sido diabólico con ellos ese día.

Stig se pasó la primera media hora de la mañana haciendo ejercicio en el gimnasio improvisado del sótano de la tienda, practicando kick-boxing con las pesadas bolsas de cuero, imaginando que todas y cada una de ellas era Bruce McFoster. Era un buen ejercicio, algo en lo que podía perderse para no tener que pensar.

— Está usted desazonado, Stig McSobel —dijo una voz que tenía un eco permanente que era un susurro.

Stig no había oído entrar a nadie. Terminó de dar la patada y se dio la vuelta con un movimiento ágil, acabando agazapado. El barsoomiano que se hacía llamar Dr. Friland se encontraba al final de las escaleras de madera, una figura alta envuelta en túnicas oscuras de tela semiorgánica. Tenía el rostro oculto en parte por una profunda capucha de monje, perseguida por las sombras de forma perpetua. En cierta ocasión Stig había utilizado sus implantes de retina para intentar conseguir una imagen más clara, y solo para encontrarse con que el efecto era en realidad una especie de campo de distorsión. Los barsoomianos siempre velaban su verdadero aspecto. Según los rumores, no querían que nadie supiera hasta qué punto los habían alejado sus modificaciones de su forma humana original. El Dr. Friland era, desde luego, más alto que cualquier humano normal que Stig hubiera visto jamás; aunque había personas de sobra en la Federación que se habían sometido a un perfilamiento para participar en programas deportivos mediáticos, como la lucha libre, y habían terminado produciendo unas variantes extrañas y ridiculas del cuerpo humano. Pero eso era diferente, aunque tampoco supiera con exactitud de qué modo.

Stig se irguió y permitió que los músculos de los hombros y los brazos se soltaran.

— ¿Qué le hace decir eso?

— Siempre recurre a la actividad física cuando tiene que enfrentarse a un problema enojoso —dijo el Dr. Friland con su eufónica voz—. Permite que su subconsciente revise las posibilidades.

— Cierto. —Stig cogió la toalla y empezó a secarse. Había conseguido una sudada decente—. Por cierto, los nuestros dicen que les demos otra vez las gracias por los bioprocesadores. Los han integrado en nuestra matriz principal. Al parecer, están muy por encima de todo lo que está produciendo la Federación. Deberían hacer mucho más rápidas nuestras simulaciones digitales.

— Un placer.

Stig se acercó al banco y se puso una simple camisa de manga corta. Siempre les agradecía a los barsoomianos la ayuda que les prestaban a los clanes pero nunca sabía qué decir en las escasas ocasiones en que se encontraba con uno. ¿Cómo se podía charlar de naderías con una entidad incognoscible? El Dr. Friland había llegado a Ciudad Armstrong una semana antes para entregar los procesadores que había pedido el grupo de mando. Por razones que solo él conocía, había permanecido en la ciudad, alojado en la gran residencia privada que mantenían los barsoomianos en el barrio chino.

Sin ningún movimiento visible de las piernas, el Dr. Friland giró sin moverse del sitio y mantuvo el rostro oculto apuntando hacia Stig.

— Hay algo nuevo en la red de la ciudad.

— ¿Un nuevo programa de monitorización? —Le sorprendió que los internautas no lo hubieran detectado, estaban conectados casi de forma continua.

— No. Es una... presencia.

El barsoomiano no parecía muy seguro, lo que provocó un cosquilleo en la columna de Stig. Le daba mucha importancia a la supuesta infalibilidad de los barsoomianos. Ni siquiera el tiempo que había pasado en la Federación, con su tecnología de uso corriente, había podido sofocar todas las fabulosas historias de su infancia sobre los otros pueblos que compartían su planeta.

— ¿Se refiere a un fantasma o algo así?

— ¿Un fantasma en la máquina? Qué apropiado. Desde luego, es el fantasma de una máquina.

— Ah, ya. ¿Y qué está haciendo?

La oscuridad de la capucha del Dr. Friland se rebajó para revelar una fila de dientes sonrientes.

— Lo que le da la gana.

— Haré que mi gente lo vigile.

— Es esquivo. Incluso yo solo puedo percibir indicios de su paso. —La oscuridad volvió a cerrarse sobre la sonrisa del Dr. Friland.

— Espere... No estaremos hablando del aviador estelar, ¿verdad?

— No. Es una construcción binaria, no es un retoño de vida biológica. Pero no entró por la salida. Habríamos percibido su paso por el flujo de datos.

— Entonces, ¿qué coño es?

— Sospecho que se acercaba a la verdad con su primera pregunta. Algo tan generalizado solo puede estar aquí para observar la ciudad y sus habitantes. Lo que debería estar preguntando es quién querría reunir información a semejante escala.

— Mellanie —siseó Stig—. Quiere saber cómo puede conocernos. Es periodista, así que supongo que debe de tener acceso a algún programa sofisticado de escrutinio. Pero no pensaba... —Se quedó callado y se frotó la nuca, un poco avergonzado—. Precisamente yo no debería dejarme engañarme por las apariencias.

— ¿Es la chica que atravesó ayer la salida?

— Sí. Aunque no tengo ni idea de para quién está trabajando. —Le lanzó una mirada astuta al barsoomiano—. ¿Lo sabe usted?

— Cielos, mi gente no es omnipotente. No tengo más idea que usted, quizá incluso menos. Hace mucho tiempo ya que dejé la Federación.

— ¿No nació aquí? —Stig sabía que seguramente no debería preguntarlo, pero no era frecuente que un barsoomiano hablara de nada, y mucho menos de su propia vida.

— No, nací en la Tierra, antes de que Sheldon e Isaacs abrieran su primer agujero de gusano.

— Por todos los cielos soñadores. No sabía que había alguien tan viejo. Ni siquiera Johansson data de hace tanto tiempo.

— Todavía quedamos algunos de aquella época. No muchos. Ya no.

— Ya. —Stig recuperó la compostura y empezó a subir las escaleras. Observó con atención al barsoomiano que lo seguía, deslizándose por las tablas polvorientas del gimnasio. El borde de la túnica se alzó justo antes de alcanzar el primer peldaño y siguió hacia arriba por delante de los pies que ocultara—. Voy a llamar al equipo que tengo vigilando a Mellanie y Bose —dijo—. ¿Quiere quedarse por aquí?

— No, gracias. Todavía no han salido del hotel. He pensado que podría visitar hoy la Galería Nacional. Ya hace tiempo que no voy y he oído hablar bien de los escultores nuevos.

Stig hizo lo que pudo para evitar mirar por encima del hombro. Los barsoomianos eran impredecibles.


El Dr. Friland tenía razón, Rescorai y Bose no habían salido del hotel todavía. El equipo que les había asignado informó que habían pedido el desayuno en la cama.

Stig les dijo a los internautas que empezaran a buscar un nuevo programa de monitorización de operaciones en la red de la ciudad. Estaba desesperado por aumentar el número de personas que vigilaban a la joven periodista, pero los clanes no tenían personal suficiente en Ciudad Armstrong. No podía cambiar las prioridades basándose en una corazonada, Adam se había encargado de inculcarle bien esa lección. A menos y hasta que la joven hiciera algo radical, Mellanie era una desconocida a la que tenía que considerar no hostil. Tenía que seguir cubriendo la apertura diaria de la salida y continuar con el adiestramiento y preparación que necesitaban para burlar el bloqueo.

Y además tenía que mantener una vigilancia exhaustiva de las actividades del personal del Instituto en Ciudad Armstrong, que seguían aumentando.

Con los pocos miembros del clan de los que podía prescindir, fue una suerte que Mellanie no los detectara cuando al fin dejó el hotel para deambular por la ciudad. Los vigilantes se mantuvieron apartados y le enviaron boletines cada hora. La joven se comportaba como cualquier periodista novata, aunque Stig estaba convencido de que no era más que una tapadera muy elaborada. Lo que todavía no conseguía comprender era lo que estaba haciendo Bose con ella.

El primer día de Mellanie en Ciudad Armstrong no le sirvió para nada. Después de un largo sueño para recuperarse del viaje, se dirigió a la Casa del Gobernador donde pasó más de una hora en la oficina de prensa, familiarizándose con los acontecimientos de la ciudad. Se había equivocado por completo al basar sus expectativas en que las credenciales que tenía del programa de Miguel Ángel le concederían privilegios especiales y animarían al personal mediático del Gobernador a confiarle rumores y cotilleos sobre los funcionarios. Nadie había oído hablar jamás de Miguel Ángel. La versión oficial era que los Guardianes eran una panda de roñosos forajidos de las montañas, irrelevantes para la ciudad. Los funcionarios de la oficina de prensa del gobernador se empeñaban en recalcar que la vida continuaba con toda normalidad en Tierra Lejana, que el pánico no dominaba a nadie.

Una visita complementaria a la agencia de noticias local, el Crónica de Armstrong, que mantenía un servicio público de comunicados y emitía noticieros por la red de la ciudad, fue casi igual de improductiva. Lo que sí hicieron al menos los periodistas del Crónica fue proporcionarle algunos detalles sobre la emboscada que se había llevado a cabo a las afueras de la ciudad. Mellanie se quedó espantada al saber que Trevelyan Halgarth y Ferelith Alwon estaban muertos y que el personal médico había recuperado sus células de memoria para enviarlas a la Federación. Cuando preguntó si habían sido los Guardianes los que habían montado la emboscada, nadie sabía nada salvo lo que decía el comunicado policial, que se sospechaba de los sindicatos locales del crimen.

Después se dejó caer por uno de los gimnasios que estaban haciendo un gran negocio y grabó un pequeño reportaje para Miguel Ángel sobre los nativos ricos que estaban desarrollando sus cuerpos para vivir en un mundo con gravedad normal. Era tan patético que le dio vergüenza enviarlo cuando se abrió el ciclo del agujero de gusano.

Por la tarde hizo unas cuantas entrevistas al hombre de la calle común y corriente.

Fueron un poco más reveladoras, varias personas dijeron que pensaban que los Guardianes estaban detrás de los recientes ataques contra los vehículos y las propiedades del Instituto. Si era así, razonó Mellanie, entonces debían de tener un grupo con base en la ciudad.

Cuando regresaron al hotel, revisó la escasa información que la subrutina IS había recogido para ella.

— No tengo ninguna prueba directa de la existencia de ningún miembro de los Guardianes —le dijo—. Sin embargo, cuando se abrió el agujero de gusano esta tarde, entraron en la red de la ciudad un gran número de mensajes cifrados. La mayor parte iban dirigidos a la Casa del Gobernador y al Instituto.

— ¿Y el resto?

— Iban todos dirigidos a individuos. Dado el pequeño tamaño físico de la red, debería ya serme posible ya establecer una correlación con la ubicación física de cada destinatario.

— No tengo tiempo para llamar a la puerta de todos los que han recibido un mensaje cifrado.

— Pues claro que no. Pero una vez que haya identificado el edificio donde se ha recibido un mensaje cifrado, puedo revisar el equipo electrónico que contiene en busca de pruebas. He de avisarte, hay un sitio en el que no podré aventurarme: la residencia que tienen los barsoomianos en el barrio chino. Hay unas unidades de procesamiento muy extrañas conectadas a la red en ese nodo y mis rutinas no se ejecutan de modo correcto en ellos. Me he retirado de esa zona.

— Los barsoomianos, son una especie de grupo radical ultraecologista, ¿no?

— Ese fue uno de los conceptos de su fundación. Son humanos que desean explorar el potencial de las modificaciones genéticas incontroladas tanto en sí mismos como en su entorno, por ello abandonaron la sociedad de masas. Tierra Lejana era el planeta ideal para que se establecieran. Sin un gobierno global, no se pueden imponer las restricciones sobre las modificaciones genéticas que tienen la mayor parte de los mundos de la Federación.

— ¿Están relacionados con los Guardianes?

— No lo sé. No parece probable que los dos grupos no sean conscientes de la presencia del otro. Hay varios informes en los archivos del Crónica de Armstrong que hablan de que los Guardianes utilizan caballos inusualmente grandes. Los barsoomianos serían una fuente obvia de ganado.

— Eso es muy interesante. De acuerdo, avísame si encuentras algo en esos edificios.

Mellanie y Dudley cenaron en el restaurante del hotel. El curri que eligió la periodista estaba mucho más picante que la mayoría que había comido hasta entonces, pero consiguió engullirlo, consciente de la sonrisa del camarero al fondo cuando hinchaba las mejillas y bebía copiosas cantidades de agua mineral fría para poder tragarlo. Dudley no tuvo tanta suerte. Empezó a quejarse de que le dolía el estómago antes incluso de llegar a la suite.

— Creí recordar que me gustaba la comida picante —murmuró la segunda vez que regresó del baño.

— Seguramente es cuestión de aclimatarse —dijo Mellanie—. Tu nuevo cuerpo no está preparado todavía para el curri. —Sacó el pequeño vestido blanco de cóctel de la maleta, no era de su propia colección sino un bonito Nicallio que le habían arreglado para que se ajustara a su cuerpo a la perfección y sabía que tenía un aspecto sensacional cuando se lo ponía. La tela brillante tenía unas cuantas arrugas que le hicieron fruncir el ceño. Distraerían del efecto que quería proyectar. Lo colgó con cuidado en el armario, la tela debería haberse alisado ya al día siguiente, desde luego no pensaba confiar en ningún servicio de planchado de ese planeta.

Si no conseguía encontrar a los Guardianes al día siguiente, tendría que obtener información como en los viejos tiempos. Durante su visita al Crónica de Armstrong, varios miembros varones del personal se las habían arreglado para darse una vuelta junto a ella y decirle lo encantados que estarían de mostrarle la vida nocturna de aquella gran ciudad.

Mientras miraba el vestido con su casi inexistente falda, Mellanie lanzó un suspiro algo resentido. Se tiraría a quien hiciera falta para conseguir el nombre de un contacto, pues claro que sí. Pero en los últimos tiempos, desde la invasión de los primos, de hecho, se había empezado a preguntar si había otros modos de hacer su trabajo, porque así era como la mayor parte de los periodistas hacían las cosas.

Cuando intentaba contar con cuántas personas se había acostado, no podía. La vida se la había llevado por delante después de aquel odioso juicio y ella había hecho lo que había podido para mantenerse a flote, pero los acontecimientos que la empujaban habían sido abrumadores. Aunque había sido un viaje emocionante, eso no podía negarlo. A veces, claro está. Y también aterrador.

Pero ha habido tanta gente.

Como le había dicho al bueno de Hoshe Finn tantos eones atrás, no le avergonzaba su sexualidad. De veras que no. Había sido averiguar lo de Alessandra lo que le había dolido más. La traición. Alessandra la había prostituido por el aviador estelar, sin que le importara ni interesara nada más.

Debería haberle dicho que sí a ese rácano depravado de Jaycee cuando intentó meterme a puta, al menos fue honesto sobre lo que iba a hacer en esos TSI.

— ¿Te encuentras bien? —preguntó Dudley.

— ¿Qué? Sí.

Dudley todavía se apretaba la barriga con una mano. La otra la estiró para acariciarle la cara.

— Estás llorando.

— No, no estoy llorando. —Se apartó fuera de su alcance y se pasó la mano por los ojos a toda prisa.

— Pensé... ahhh. —Dudley volvió a salir disparado hacia el baño.

Mellanie le gruñó a la espalda de Dudley y se dejó caer en la cama. Fuera, en la ciudad, ya había caído el silencio así que no debería tener problemas para poder dormir bien esa noche. Dudley, desde luego, no iba a molestarla.

El ruidoso y desagradable sonido del sufrimiento digestivo de Dudley se oyó con claridad por la puerta del baño. Mellanie hurgó en su bolso para encontrar los tapones para los oídos que le habían dado en el Ganso de Carbono, se los puso, y se tapó hasta la cabeza con el edredón.


A la mañana siguiente, Mellanie decidió ponerse en plan profesional. No era que hubiera tenido que tragarse clases o cursos sobre cómo ser una buena periodista cuando la había contratado Alessandra, pero había ido cogiendo suficientes detalles en la oficina como para saber los pasos básicos que había que dar para comenzar una investigación en una ciudad extraña.

— Quiero un análisis completo de los juicios de la ciudad de los últimos dos años —le dijo a la subrutina IS—. Consígueme una lista de cada caso que presentó la policía contra los Guardianes, incluso de personas de las que solo se sospecha que son miembros. Podemos cruzar los datos con las ubicaciones de esos mensajes cifrados.

— No puedo hacerlo. Los registros oficiales del tribunal están archivados en un núcleo de memoria aislado.

— Eso es ridículo, se supone que todos los archivos gubernamentales están disponibles y a disposición del público. Está en la constitución de la Federación, o algo así.

— Artículo 54, sí. Sin embargo, el tribunal supremo de Ciudad Armstrong ha utilizado este método de archivo por cuestiones de seguridad. Al igual que la mayor parte de los sistemas electrónicos de la Casa del Gobernador, los sistemas del tribunal son antiguos. No hay dinero disponible para modernizarlos, lo que los deja vulnerables ante cualquiera que entre por la salida con programas más agresivos y modernos. No sería difícil destruir o manipular archivos.

— Maldita sea.

— Puedes visitar el juzgado en persona y solicitar copias.

— Está bien, de acuerdo. Eso es lo que haré.

— El Crónica de Armstrong tiene muchos casos archivados a los que puedo tener acceso. Puedo darte una lista de posibles casos judiciales que puedes investigar.

— Gracias.

Dudley quiso ir con ella.

»No creo que estés en condiciones —le contestó Mellanie con diplomacia. A pesar de los tapones para los oídos, lo había oído salir disparado hacia el baño varias veces durante toda la noche. Lo tenía sentado enfrente mientras desayunaban en el comedor desierto y todo lo que había podido tomarse había sido una taza de té flojo con leche y una tostada. Parecía que tenía la madre de todas las resacas.

— Estoy bien —dijo él de mal humor.

Mellanie no se molestó en discutir. Se había vestido con una sencilla camiseta de color gris perla y unos vaqueros, y después se había sujetado el pelo en una cola suelta que se había atado con una cinta de cuero marrón. Decidió coger un taxi por Dudley, pero dejó pasar los tres primeros con un gesto hasta que al fin vio uno con una licencia de la Casa del Gobernador.


— Creo que hay alguien siguiéndolos —dijo Olwen.

Stig estaba en plena reunión con los miembros del equipo que quedaban en Quincalla Halkin. Más de la mitad de su personal estaba correteando por la ciudad intentando cumplir sus misiones. Levantó una mano para pedirle un momento a su público y preguntó:

— ¿Quién?

— No estoy segura —respondió Olwen—. Esos dos llevan dos horas en el tribunal supremo. Me está costando pasar desapercibida. Pero por aquí hay alguien más acechando que tiene el mismo problema que yo. No está en ninguno de los archivos que tenemos.

— ¿Has averiguado qué es lo que está haciendo ahí dentro?

— Está revisando archivos judiciales. Todavía no sé cuáles. Finley iba a hablar con los funcionarios del tribunal cuando se vaya la chica.

— Bien. Te enviaré cobertura electrónica. Espera. —Subió a la sala del primer piso, donde estaban instaladas las matrices del equipo. Keely McSobel y Aidan McPeierls estaban los dos completamente conectados con la red de la ciudad. Les dijo que revisaran la zona que rodeaba el juzgado para ver si había alguien utilizando mensajes cifrados.

— Tienes razón —le dijo Stig a Olwen cinco minutos después—. Hemos localizado al menos tres hostiles en el juzgado.

— ¿Qué quieres que hagamos?

— Nada. No perdáis de vista a Bose y a Rescorai. Voy para allá con refuerzos.


Mellanie estaba haciendo grandes progresos. La subrutina IS le había dado siete casos en los que el Crónica mencionaba una posible conexión con los Guardianes. En todos ellos se trataba de ataques contra el Instituto, ya fuera contra sus vehículos o contra el personal que tenía en Ciudad Armstrong. La policía había arrestado a unos cuantos sospechosos. A los que arrastraron ante un juez eran solo matones de barrio, todos los cuales tenían una sospechosa cantidad de dinero, ya fuera en metálico o en artículos recién adquiridos. Como era obvio, les habían pagado para hostigar al Instituto; tampoco era que hubieran admitido nada. Y siempre disponían de buenos abogados.

Mellanie sonrió cuando lo leyó por segunda vez. Tres destacados abogados de la ciudad parecían representar a la mayor parte de los acusados, y no eran de los baratos.

— Hay un aumento de la actividad electrónica dentro y alrededor del juzgado —le dijo la subrutina IS—. Creo que estás bajo vigilancia.

Mellanie se frotó los ojos y apagó la matriz de mano que le estaba mostrando los casos. Esta expulsó el cristal de memoria que le había dado el secretario del tribunal —¿La policía? —preguntó.

— No. Los sistemas que están utilizando son más avanzados que los que tiene la policía de este mundo. Parte del tráfico de señales es extraño. Parece que hay dos grupos separados operando de forma independiente.

— ¿Dos? —Mellanie se frotó los brazos desnudos donde de repente había aparecido la piel de gallina. No hacía frío en el pequeño despacho que le había dejado utilizar el secretario. El sol de mediodía entraba a raudales por la ventana con doble acristalamiento, haciendo cobrar una vida poco entusiasta a la unidad de aire acondicionado, mientras fuera, el aire húmedo y cálido de la estación flotaba sobre la ciudad como un espíritu posesivo. Si eran dos los grupos que se interesaban por ella, sabía que uno de ellos tenía que ser el del aviador estelar. ¿Había averiguado Alessandra que había viajado hasta allí?

Dudley estaba encogido en una silla al otro lado del escritorio, la juventud y la postura le daban un gran parecido a un colegial enfurruñado. Tenía los ojos cerrados y se le movían, como alguien sumido en el sueño REM, mientras accedía a un expediente desde sus implantes.

Por un instante, Mellanie tuvo la tentación de salir a hurtadillas y dejarlo allí. Salvo que Bose tendría un ataque de pánico cuando se diera cuenta de que ella había desaparecido y montaría una escena. Y era totalmente incapaz de cuidarse solo si al final un agente del aviador estelar quería raptarlo.

Quizá traerlo conmigo no haya sido una idea tan inteligente, después de todo.

— Vamos, Dudley. —Mellanie le sacudió el hombro—. Nos vamos.


Mellanie se puso las gafas de sol en cuanto salieron. Dudley pareció encogerse bajo la luz cálida. Estaba sudando y tenía escalofríos cuando se alejaron del gran y antiguo tribunal y se metieron por la calle Cheyne.

Unas líneas plateadas aparecieron justo debajo de la piel de Mellanie, como criaturas de las profundidades del mar que se salían con vacilación a la superficie.

Comenzaron a extenderse y multiplicarse por sus brazos y a subirle por el cuello hasta envolverle las mejillas en una delicada filigrana. Parte las había activado ella misma, los sistemas más sencillos que entendía, sensores que amplificaban su percepción de la zona circundante. La subrutina IS estaba utilizando los otros.

La calle Cheyne estaba llena de gente. Estaba cerca del centro de la ciudad, una línea divisoria entre el sector que albergaba los edificios principales del gobierno y el comienzo del distrito comercial. El tráfico era constante por la calzada, con los tubos de escape de los vehículos liberando penachos oscuros que invadían el aire vivificante de Tierra Lejana. Los ciclistas utilizaban mascarillas mientras zigzagueaban entre los lentos coches y furgonetas. Mellanie se abrió camino por la atestada acera, intentando no pensar lo que aquel humo le estaba haciendo a sus pulmones.

— No podemos complicarnos la vida —le dijo a la subrutina IS—. Búscame un coche por aquí que pueda llevarnos de vuelta al hotel.

Una larga lista de vehículos se deslizó por la visión virtual de Mellanie, todo lo que la subrutina IS pudo encontrar en la calle Cheyne, ya fuera en movimiento o aparcado.

Ninguno tenía menos de diez años. Dado que los habían importado a todos de la Federación, todos tenían matrices de conducción, aunque no era que se utilizaran mucho en Ciudad Armstrong, que carecía hasta de un sistema básico de gestión del tráfico.

— Dos Land Rover Cruiser matriculados a nombre de la oficina del Instituto acaban de doblar por la calle Cheyne —dijo la subrutina IS—. Se dirigen hacia ti.

Los implantes de Mellanie y sus tatuajes CO revelaron una multitud de señales que destellaban por el éter de la ciudad. Vio que los Cruiser establecían enlaces con varias personas que había en la acera. Dos de ellas estaban muy cerca, a veinte metros de distancia, y caminaban hacia ella con paso rápido. Mellanie giró la cabeza y vio a un par de hombres vestidos con las guerreras oscuras utilizadas por los soldados del Instituto. Su visión virtual sobrepuso píxeles de datos iridiscentes sobre la imagen. Las dos figuras estaban separadas del resto de los peatones de la calle Cheyne por halos de cuadrículas de color mandarina y escarlata.

— No me encuentro muy bien —dijo Dudley. Tenía la cara blanca, cubierta por un sudor frío.

A Mellanie le apetecía abofetearlo. No podía creer que le estuviera haciendo eso en ese momento. ¿Entendía el lío en el que estaban metidos?

— Tenemos que darnos prisa, Dudley, ya vienen.

— ¿Quién? —Cualquier otra pregunta quedó pospuesta por una violenta vibración que comenzó a sentir en medio del pecho. Se aplastó la boca con una mano. Los demás peatones se lo quedaron mirando cuando se le hincharon las mejillas y se apartaron de él con muecas de asco.

Los sentidos optimizados de Mellanie le mostraron a la subrutina IS estableciéndose en las matrices de conducción de los vehículos que circulaban por la calle Cheney. Los dos soldados del Instituto habían llegado a la fachada del juzgado. Uno de ellos sacó la pistola de iones.

— Eh, usted —exclamó.

Dudley empezó a vomitar. La gente se apartó a toda prisa cuando el vómito aguado salpicó los adoquines. Ya no quedaba nadie entre Mellanie y los soldados del Instituto.

— No se mueva de ahí —gritó el primer soldado. Levantó la pistola de iones y apuntó. Mellanie parpadeó para defenderse de un potente deslumbramiento verde cuando el láser del objetivo del arma alcanzó su cara.

El claxon de un coche resonó por el aire. La gente se volvió con gesto curioso y después chilló aterrorizada. Hubo una repentina precipitación cuando un viejo Ford Maury giró por la calle Cheyne y se dirigió directamente a los soldados. El láser verde se desvaneció y giró en redondo hacia el Maury. Mellanie pudo ver a la conductora, una mujer de mediana edad que tiraba con desesperación del volante, con el rostro inmóvil con una expresión de incredulidad y horror al ver que el coche se negaba a obedecer. Una descarga de pitidos procedente de la calzada que rodeaba al coche díscolo ahogó todos los demás sonidos. Los soldados intentaron apartarse corriendo, pero el coche seguía sus movimientos. Las ruedas delanteras chocaron contra el bordillo de la acera y el chasis entero saltó medio metro en el aire al lanzarse hacia delante. El soldado de la pistola disparó un tiro salvaje al aire antes de que la rejilla delantera del Maury lo golpeara de lleno justo por encima de las caderas. Mellanie hizo una mueca cuando el cuerpo del hombre se plegó sobre el coche, con los brazos y la parte superior del torso estrellándose contra el capó. Y después, el coche chocó contra la pared de piedra del juzgado. La estructura de absorción de impactos se arrugó por delante, lo que redujo la fuerza de desaceleración de los pasajeros. Unos sacos de esponjoso plástico corrugado saltaron de los asientos y envolvieron a la conductora para protegerla. Fuera del coche no había protección. El impacto reventó al soldado como si una carga explosiva hubiera estallado en su interior. Durante un segundo, los gritos consternados de los que miraban se alzaron por encima de la cacofonía de pitidos.

Un segundo coche se metió por el bordillo con un ruidoso crujido y le dio un golpe al soldado que quedaba, que miraba aturdido la atroz muerte de su compañero. Lo arrollaron contra la pared del juzgado a menos de cinco metros del primer choque.

Eso rompió el hechizo. La gente empezó a salir en estampida del lugar de aquella horrenda escena. Los vehículos y los ciclistas giraron de golpe para esquivar a la multitud.

— ¡Muévete! —le gritó Mellanie a Dudley. Tiró de él y estuvo a punto de levantarlo del suelo por la baja gravedad del planeta. En alguna parte, calle Cheney abajo, hubo otro choque violento más. Al revisar el flujo de datos que le enviaban sus sentidos optimizados por los implantes, Mellanie vio que la subrutina IS se había apoderado de una furgoneta de repartos y había embestido a uno de los Cruiser del Instituto. El atasco resultante había bloqueado esa mitad de la calle Cheney por completo.

Un pequeño Cowper Ables de cuatro plazas apareció junto a Mellanie. Las puertas se abrieron de golpe y Mellanie metió a Dudley de un empujón.

— Vamos —exclamó la periodista.

El Ables salió a lo que quedaba de tráfico. Todo lo demás pareció apartarse de su camino sin dificultad, permitiendo que acelerara con suavidad y se alejara de aquel manicomio. Mellanie se giró en redondo para mirar con la boca abierta la escena que dejaba atrás. La gente ya había dejado de correr. Algunas almas resistentes se habían reunido alrededor de los coches que habían matado a los soldados para intentar ayudar a las personas que había atrapadas dentro.

Mellanie se hundió en el asiento con un jadeo tembloroso. Su visión virtual le transmitió los impulsos alborotados de la comunicación cifrada que zigzagueaba por la red de la ciudad.

— ¿Puedes rastrear a las personas del segundo equipo de vigilancia? —le preguntó a la subrutina IS.

— Sí.

La cadena de tráfico de datos surgió en su visión virtual, esferas de color turquesa unidas por ondas sinusales de color naranja neón que iban saltando. Había diez personas compartiendo el mismo canal. Tres de ellas se dirigían hacia la calle Cheyne en un vehículo de algún tipo. El resto estaba sobre el terreno, cerca del juzgado.

— ¿Alguna idea de quién está al mando? —preguntó.

— Una de las personas del vehículo está enviando más mensajes que las otras, lo que indicaría que está al mando. Sin embargo, no tengo la capacidad de descifrar la clave así que no puedo ofrecer garantías de este análisis.

— No importa. Si los otros tíos eran del Instituto, estos tienen que ser Guardianes. Busca un código de acceso para el interfaz del líder.

Una dirección personal de la red de la ciudad apareció de pronto en su visión virtual.

El resto de las imágenes se estaban desconectando. Cuando levantó el brazo, el encaje de tatuajes CO se estaba desvaneciendo de su piel.

— ¿Te encuentras bien? —le preguntó a Dudley.

El científico estaba encogido en el asiento del pasajero, temblando como un pajarito.

— ¿Crees que tenían células de memoria? —le preguntó con voz apagada.

— Me imagino que el proceso de renacimiento forma parte de su contrato con el Instituto, sí.

— Quiero irme a casa.

— No es mala idea, Dudley. Eso es lo que haremos. —El agujero de gusano volvía a abrirse en dos horas. Mellanie sospechaba que tendrían vigilado su hotel. Si se iban directamente, quizá consiguieran llevarle la delantera al Instituto—. Mira a ver si puedes meternos en el manifiesto de pasajeros del próximo vuelo a Boongate —le dijo a la subrutina IS—. Y cancela la ruta de regreso al hotel. Llévanos hacia la plaza 3P, pero sin llegar a meterte en ella, todavía no.

Mellanie se tomó otro minuto para tranquilizarse. Los accidentes de coche habían sido deplorables. Pero si la subrutina IS no hubiera intervenido, ella y Dudley estarían en el asiento de atrás de un Cruiser con rumbo a un futuro muy desagradable, y corto.

Le dijo a su mayordomo electrónico que llamara al código del número de los Guardianes.


Stig paró el coche al final de la calle Kyrie, justo antes de que se abriera a la plaza 3P.

Franico, el restaurante italiano, estaba a veinte metros de él.

— ¿Quieres hacer esto? —preguntó Murdo McPeierls.

— Tampoco es que contemos con el factor sorpresa —dijo Stig. Intentó evitar parecer malhumorado pero Murdo estaba en el coche cuando había recibido la llamada de Mellanie.

— Echaré un vistazo —dijo Murdo—. Grita si me necesitas.

— Claro. —Stig le lanzó al tráfico una mirada un tanto inquieta. La calle Kyrie parecía totalmente normal. Claro que Olwen había dicho que no había nada fuera de lugar en la calle Cheney hasta que los coches empezaron a volverse locos.

Stig cuadró los hombros y entró en Franico. Mellanie no lo había elegido por la decoración ni por el menú. Unas paredes curvadas y grises y unos arcos de coral seco muerto dividían el restaurante en segmentos bajos que seguían el modelo de una especie de colmena. La comida consistía en pasta y pizzas y la especialidad de la casa eran los pescados frescos del mar del Norte.

A Stig le llevó un momento encontrar a Mellanie. Dudley y ella estaban sentados en una mesa cerca de la puerta, medio escondidos por uno de los arcos casi desmenuzados, lo que le daba una buena vista de cualquiera que entrara al tiempo que permanecía oculta para los demás. Stig se acercó y se sentó. Dudley lo miró con el ceño fruncido; el joven astrónomo renacido daba vueltas a un vaso de agua. Mellanie tenía una cerveza y un plato de pan de ajo.

— Gracias por venir —dijo Mellanie.

— Me sorprendió su llamada. Me interesó.

— Necesito hablar con los Guardianes.

— Ya veo.

La joven sonrió y mordió una rebanada de pan. Un poco de mantequilla fundida le goteó por la barbilla.

— Gracias por no negarlo.

Stig estuvo a punto de protestar, pero eso habría sido muy grosero por su parte.

— ¿Cómo me ha encontrado? Y lo que es más importante, ¿cómo consiguió el código de mi dirección?

— Tengo un buen programa de monitorización. Uno muy bueno.

— Ah. Fue usted la que lo introdujo en la red de la ciudad.

Mellanie dejó de masticar y le lanzó una mirada sorprendida.

— ¿Sabían que estaba ahí? —Se limpió la barbilla con una servilleta de papel.

— Sabíamos que había algo. Es muy esquivo.

— Sí, bueno, no se preocupen. No es hostil.

— Dudo que el Instituto esté de acuerdo con usted.

— Sus soldados habían sacado las armas. Iban a cogernos a Dudley y a mí para interrogarnos. Es muy probable que nos hubieran convertido en agentes del aviador estelar.

Stig se quedó callado durante un momento mientras repasaba lo qtie había dicho Mellanie.

— Muy probable. ¿Le importa decirme qué es lo que sabe sobre ese tipo de cosas? Con franqueza, jamás he conocido a nadie que no sea Guardián que crea en el aviador estelar.

— Descubrí que mi antigua jefa lo era, Alessandra Baron. Saboteó una investigación que yo... —Mellanie se irguió y se giró de repente. Stig vio que un patrón denso e intrincado de líneas plateadas cobraba vida con un destello en sus mejillas y alrededor de los ojos—. ¿Qué coño es usted? —soltó de repente.

Stig miró por encima del hombro y vio que el Dr. Friland salía deslizándose de la parte de atrás del restaurante. Un leve nimbo de color púrpura había sustituido la sombra habitual del interior de la capucha. Un nimbo que se desconectó. Cuando Stig volvió a mirar a Mellanie, sus complicados tatuajes CO habían desaparecido.

— ¿Lo dejamos en honrosas tablas? —preguntó el Dr. Friland con su suave voz llena de ecos.

— Claro —dijo Mellanie con cautela.

— Me alegro. En cuanto a su pregunta original...

— Es barsoomiano.

— Correcto. Me llamo Dr. Justin Friland. Es un placer conocerla, Mellanie Rescorai.

Mellanie lo señaló con un dedo y lo agitó entre Stig y la alta figura de la túnica.

— ¿Ustedes dos trabajan juntos?

— En ciertas ocasiones —dijo el Dr. Friland—. Y esta es una de ellas.

— Ya. —Mellanie tomó un sorbo de cerveza sin apartar la vista del barsoomiano.

— De acuerdo —dijo Stig—. No nos ponemos a dispararnos y estamos de acuerdo en que el aviador estelar es el enemigo. ¿Y de qué quería hablar con los Guardianes, Mellanie?

La joven le lanzó una mirada un poco aturdida.

— He venido a preguntar qué debería hacer.

— ¿Quiere nuestro consejo? —A Stig le costó creer que alguien con tantas agallas como aquella chica acudiera a otro en busca de ayuda. Era lista, decidida y tenía recursos; estaba claro que también era capaz de cuidarse sola. Stig jamás había visto unas conexiones tan sofisticadas. Entonces, ¿con quién está trabajando?

— Como usted ha dicho, en la Federación nadie cree en el aviador estelar. Necesito saber lo que están haciendo para eliminarlo. Necesito saber si puedo ayudar. Tengo grandes aliados.

— Ah, bien, un momento mientras voy a buscar copias de nuestros planes y le doy el nombre y la dirección de todos los que tenemos trabajando en la Federación.

— Deje de comportarse como un imbécil. Los dos sabemos lo que tiene que pasar aquí. Usted me da una dirección de la unisfera de un solo uso, yo vuelvo a la Federación y entablo contacto. De ese modo podemos negociar y encontrar un punto medio en el que podamos ayudarnos.

— Eso usted —dijo Stig—. ¿Qué hay de aquí su socio?

Dudley apenas levantó la vista del vaso de agua. Parecía totalmente aburrido, desdichado incluso.

— ¿Qué pasa con Dudley? —preguntó Mellanie.

— Fue él el que puso en marcha todo este asunto.

— Hombrecillo estúpido e ignorante —soltó Dudley con tono irritado—. ¿Es que no tiene ningún sentido de la perspectiva? Nadie empezó esto y nadie lo va a terminar. Y yo menos que nadie.

Stig pensó que había hecho bien al no permitirse perder los estribos.

— Sin usted, el Segunda Oportunidad no habría volado. Sin usted, millones de personas seguirían vivas.

— ¡Yo perdí la vida ahí fuera, pedazo de mierda! —dijo Dudley—. Me cogieron, me hicieron prisionero, y me... me...

El brazo de Mellanie lo rodeó.

— No pasa nada —le dijo con tono tranquilizador—. Todo va bien, Dudley. Vuelve a sentarte. —Le frotaba la espalda con la mano—. A Dudley lo utilizó el aviador estelar —le dijo a Stig—. Si no me cree, pregúntele a Bradley Johansson. Él habló con la ex mujer de Dudley. Lo sabe todo sobre el fraude de la observación astronómica.

Stig no sabía qué hacer. Lo más sencillo sería darle un código de un solo uso, como le pedía; pasarle el problema a Johansson y Elvin, y olvidarse. Pero en ese momento, sentado a la misma mesa que un Dudley Bose obviamente inestable, Stig tenía la sensación de que lo estaban manipulando para ponerlo en esa tesitura. Su instinto le decía que alguien tan seductor como Mellanie no podía ser una tramposa. Pensando con la cabeza, sospechaba que aquella mujer era diez veces más letal que cualquier guerrero veterano. Sin embargo, parecía tan impaciente, tan abierta.

— ¿Me permite preguntar qué estrellas Michelín hará si los Guardianes no le proporcionan asistencia alguna? —preguntó el Dr. Friland.

— Continuar lo mejor que pueda —dijo Mellanie—. Reunir tantas pruebas como pueda contra Baron, utilizarlas para desenmascararla ante las autoridades y, con un poco de suerte, introducirme en la red de agentes de la que forma parte.

— Ella solo formará parte de una estructura de tres personas. Es el modelo clásico que siguen las células de espionaje y con las comunicaciones cifradas de hoy en día, es posible que ni siquiera conozca a los otros miembros.

— Encontraré a los otros —dijo Mellanie con tono lúgubre—. No importa lo seguras que crea que son sus comunicaciones, puedo piratearlas.

— Por supuesto, ha dicho que contaba con aliados. Y hoy hemos presenciado una pequeña fracción de sus habilidades, ¿no es así? ¿Está segura de que son de fiar, Mellanie?

— Ya estaría muerta si no lo fueran.

— Sí, supongo que eso genera un respetable nivel de confianza personal. Todo lo que le pido, Mellanie, es que continúe cuestionando las cosas. Usted es periodista, ¿no es así? Una buena periodista a pesar de sus circunstancias y la ayuda invisible que ha recibido.

— No importa cuánta ayuda se reciba —dijo la joven—. Tiene que haber talento ya para empezar.

El Dr. Friland se echó a reír.

— Por no mencionar que hay que creer en uno mismo. Entonces, Mellanie, todo lo que pido es que no tire por la borda ese instinto periodístico. Siga cuestionándolo todo. No deje de preguntarse cuáles son los motivos de ese gran aliado suyo. Después de todo, no es humano. Ni siquiera está hecho de carne y hueso. En último caso, su destino evolutivo no puede ser el mismo que el nuestro.

— Yo... Sí. De acuerdo —dijo Mellanie.

— La traición siempre está más cerca de lo que se espera. Pregúntele a César.

— ¿A quién?

Stig frunció el ceño.

— Está de broma, ¿no?

— Un antiguo político —dijo Dudley con tono cansado—. Un emperador que fue traicionado por los que más cerca tenía. Por el bien de todos, claro.

— Siempre es por el bien de todos —dijo el Dr. Friland. Su voz parecía la de alguien muy joven, un muchacho que sentía la tristeza con la suficiente fuerza como para que se convirtiera en pesar.

— Yo no cometeré ese error —dijo Mellanie. Apartó la vista de forma deliberada del barsoomiano y tomó otro sorbo de cerveza.

Stig le dijo a su mayordomo electrónico que preparara un archivo con una de sus direcciones de contacto de repuesto de la unisfera.

— Aquí tiene su dirección —le dijo a Mellanie al tiempo que el archivo se transmitía al buzón de la joven—. Espero que sea usted una persona cabal.

— Lo sé —dijo la periodista—. Si no lo soy, me rastreará y bla, bla, bla.

— A usted. Su célula de memoria. Su depósito de seguridad.

— No cuela. Si no derrotamos al aviador estelar, ni usted ni yo andaremos por aquí para solucionarlo a puñetazos. Si yo hubiera sido un agente del aviador estelar, tanto usted como todos los que hay en Quincalla Halkin ya estarían muertos.

El modo que tuvo de dejar caer en la conversación el nombre de su base segura de operaciones, como por casualidad, hizo que Stig quisiera mirarla furioso. Pero en lugar de eso, sintió cierta admiración por ella. Es tremenda, no cabe duda. Entonces, ¿por qué Dudley?

La joven le lanzó una mirada coqueta, sabía que había ganado ese asalto.

— El agujero de gusano se abre dentro de setenta minutos. Será mejor que nos vayamos. Dudley y yo hemos reservado billetes bajo otro nombre para el próximo vuelo de un Ganso de Carbono. Con eso debería ser suficiente.

— Estaremos vigilando —le dijo Stig—. Por si el Instituto causa algún problema.

— Estoy segura de que lo haréis. Adiós, y gracias.

— Buen viaje.


Para lo que solían ser las bodas modernas entre miembros de dinastías solares, esta fue corta y muy anticuada. Wilson y Anna prefirieron los votos de toda la vida: amar, honrar y obedecer al otro. La moda de los tiempos dictaba que los novios escribieran sus propios votos o bien, si carecían de vena poética, que contrataran a alguien para que compusiera unos versos conmovedores en su nombre. Y si ya se quería que la suya fuera el colmo, la variante más reciente era que se pusiera música a los votos para que la feliz pareja los cantara ante el altar. No era la primera vez que las novias de la alta sociedad se sometían a un pequeño perfilamiento celular de las cuerdas vocales para garantizar una armonía perfecta.

— Eso se lo puede meter por donde más le plazca —dijo Anna cuando el esperanzado planificador de bodas le mencionó la posibilidad.

Y fue una buena decisión dado quién iba a asistir a la ceremonia en la capilla multiconfesional del atolón Babuyano. La presidenta Gall estaba invitada, por supuesto, por parte del novio, y se las arregló para sentarse en el banco que había delante de la presidenta Elaine Doi y la delegación del Senado encabezada por Crispin Goldreich. La mayor parte del personal de mayor graduación de la Marina se sentó en el lado de la novia junto con un pequeño número de miembros de su familia que parecían sentirse incómodos y fuera de lugar entre tantos grandes de la galaxia.

Wilson había tenido que tomar unas cuantas decisiones difíciles sobre su extensa familia; omitió a todas sus ex mujeres a pesar de que estaba en buenos términos con casi todas ellas, y por principios invitó solo a un hijo de cada uno de sus anteriores matrimonios, lo que conformaría un número representativo de sus descendientes directos. Luego, por supuesto, había un montón de personas de Farndale a las que tenía que invitar, obligaciones políticas. Por cortesía tenía que invitar a Nigel Sheldon, que aceptó en su propio nombre y en el de cuatro de las esposas de su harén. A Ozzie le enviaron una invitación, pero no se molestó en responder.

Dado el número creciente de invitados, se sugirió a la pareja que utilizaran una catedral para dar cabida a todas las demás personas a las que de verdad, de verdad, les gustaría asistir. Wilson se negó en redondo y deseó no haber escuchado a Patricia Kantil y su idea de la propaganda positiva. Un tercio entero de los bancos de la capilla estaban reservados para los corresponsales de los medios. Los periodistas de nivel medio que cubrían de forma permanente todo lo referente a la Marina en el Ángel Supremo se encontraron de repente con que su invitación «de empresa» se la apropiaban los presentadores famosos y los ejecutivos.

Las casas de moda pusieron en vigor sus planes de batalla de las grandes ligas y compitieron entre sí para vestir a todas las personas posibles. Los restaurantes con estrellas Michelin llamaron para preguntar si podían ofrecerles la recepción. Cualquiera que hubiera cogido alguna vez una guitarra en público quería ofrecerles la música para el baile. Y se alquiló un pequeño almacén de Kerensk para guardar los regalos.

Wilson aguardaba sentado en el primer banco, dándose palmadas mientras un organista tocaba un horrendo himno del siglo XXn. Su uniforme de gala, hecho a medida, con su impecable tela negra del color de la medianoche, empezaba a darle un calor opresivo mientras esperaba. Y seguía esperando.

— Lo más seguro es que no aparezca —dijo el capitán Oscar Monroe con tono alegre y lo bastante alto como para que lo oyeran varios de los bancos más cercanos—. Yo no aparecería. Demasiada presión. Deberíais haber hecho una ceremonia privada como queríais en un principio.

— Gracias —le siseó Wilson a su padrino.

— Solo estoy haciendo mi trabajo, te preparo para lo peor. —Después se giró en redondo en su asiento—. Pues sí.

— ¿Está ahí?

— Pues no. La prensa está empezando a sonreír al ver que no llega. Ahí detrás hay una especie de despliegue de dientes de sable.

Wilson sintió un impulso horrendo de echarse a reír.

— Cállate de una vez, imbécil.

Con un gran floreo teatral, el organista empezó a tocar la marcha nupcial. Wilson y Oscar se levantaron sin mirarse por si se echaban a reír a carcajadas. Anna echó a andar por el pasillo del brazo de Rafael Columbia. Cien implantes profesionales de retina siguieron todos y cada uno de sus movimientos. Miles de expertos en alta costura se lamentaron desde los estudios que vistiera de uniforme. En la unisfera, un público de nueve mil millones y medio de personas no les hicieron ningún caso.


El personal de la Marina llenaba el jardín de la capilla, fuera de servicio o solo tomándose un descanso, aparecieron todos para aplaudir al almirante cuando Anna y él salieron del brazo por las puertas de la capilla, sonriendo al unísono como una auténtica pareja. Ambos esbozaron amplias sonrisas al ver aquel despliegue espontáneo de apoyo y saludaron mientras se dirigían a la carpa que se había montado junto a la capilla. El resto de los invitados se repartieron por la hierba contemplando la media luna menguante de Icalanise, tras la cúpula de cristal. Unos fuertes rayos de luz brillaban a unos cuantos cientos de kilómetros de la gigantesca nave estelar alienígena, las nuevas plataformas de montaje que dibujaban un círculo delante de las estrellas.

Para los políticos era sorprendentemente tranquilizador ver que todo el trabajo que habían hecho en los comités, los tratos y las negociaciones presupuestarias se traducía en un equipamiento físico y sólido. Muchos de ellos contemplaron aquel sencillo dibujo de luces y lo compararon con las imágenes de miles de naves descendiendo sobre los 23 Perdidos. En tales circunstancias, la tranquilidad total no era fácil de conseguir.

Pero nadie dejó que eso estropeara la fiesta. Hasta los periodistas famosos se comportaron mejor de lo que cabía esperar. Casi todos ellos intentaron acercarse a Nigel Sheldon en algún momento del banquete. No se le veía con frecuencia en público y la posibilidad de que diera una exclusiva era demasiado tentadora. El vicepresidente Bicklu hizo alarde de no ver a Oscar, que levantaba la copa cada vez que sorprendía al vicepresidente mirándolo con aire furioso. Emily Kime, que a sus diez años era la única dama de honor de Anna, se las arregló para beberse de un trago dos copas de vino blanco antes de que sus padres se dieran cuenta. Alessandra Baron y Miguel Ángel se comportaron como una especie de variante humana mágica de los polos magnéticos idénticos que se repelen, con lo que consiguieron evitar estar a menos de diez metros el uno del otro durante todo el banquete.

Se bebió una gran cantidad de champán francés auténtico, carísimo. Los discursos fueron joviales, hasta Oscar consiguió portarse de modo civilizado, aunque el suyo sobre el fantasma marciano cachondo no fue recibido con las carcajadas que él esperaba. La banda estaba en plena forma. Y dentro de la carpa se llevó a cabo una cantidad colosal de maniobras políticas intersolares.

Wilson y Anna se fueron temprano a un hotel de Nueva Glasgow. Según la versión oficial, tenían un permiso de veinticuatro horas para disfrutar de su luna de miel. Se informó a todos los medios con discreción que, en realidad, ambos volverían al trabajo a la mañana siguiente. Todo el mundo se estaba tomando la respuesta de la Marina a los 23 Perdidos muy en serio. Los recién casados también estaban posponiendo el momento de tener familia hasta después de que se resolviera la situación de los alienígenas primos. En eso no se diferenciaban de cualquier otra pareja de la Federación. Las compañías de alquiler de tanques matriz y las clínicas de modificación del linaje germinal estaban quebrando en todos los mundos a medida que se dejaba de tener niños. Era una tendencia que el Tesoro estaba vigilando con cierta urgencia, junto con cientos de reveses económicos más.


Ya era casi medianoche cuando Oscar dejó la fiesta y cogió una cápsula personal hasta la torre de paredes cóncavas que era el Pentágono II. Incluso a esa hora de la noche, la mayor parte de los despachos seguían ocupados. La Marina estaba funcionando sin descansos para finalizar el diseño de las nuevas naves y ocuparse de que entraran en la fase de producción. En pocos días, Oscar debía salir con la Defensora a hacer una patrulla de un mes de duración y era de esperar que su nave estelar se hubiera quedado ya obsoleta para cuando volviera. Los técnicos del TEC ya habían entregado el prototipo del hipermotor de marca 6, con una velocidad teórica de cuatro años luz por hora. El vuelo de prueba estaba programado para quince días después. Ese era el ritmo del progreso, la marca 5 ya se había quedado obsoleta incluso antes de salir de la matriz de diseño.

El ascensor lo llevó al piso veintinueve. Allí arriba, en el nivel ejecutivo, había menos gente por los despachos. No se cruzó con nadie mientras recorría el corto pasillo que lo separaba de su despacho. Cerró la puerta con llave y se sentó detrás de su escritorio con muy pocas luces encendidas. Durante mucho tiempo no hizo nada. No era la primera vez que subía para hacer lo mismo. Y cada vez, no es que se hubiera... arrugado, había sido la ira lo que lo había sacado de allí. La ira que le inspiraba el regreso de Adam y sus exigencias. Una ira que alimentaba la determinación de no rendirse, de no permitir que lo manipularan. No como antes, cuando era un joven que estaba en su primera vida, cuando los dos eran unos fanáticos exaltados que seguían una causa con la que alguien los había infectado.

Algunas de esas ocasiones que se había pasado allí sentado, Oscar había estado a punto de llamar a Rafael Columbia. Solo para terminar de una vez. Tendría que pasarse muchísimo tiempo en suspensión vital pero cuando saliese, (si es que salía) seguramente lo haría en una sociedad mejor. Eso siempre lo hacía reírse con amargura. Típica evasión de responsabilidad de los Monroe; que lo solucione otro mientras tú esperas tiempos mejores.

Había pasado muchas veces por aquella introspección durante los años posteriores a la estación de Abadan. Había necesitado una década entera para que se mitigara el dolor y el sentimiento de culpa. Después de todo, había sido un error.

No un accidente, ni siquiera se concedía la salida fácil del accidente. Pero no había sido deliberado, las muertes no. No era lo que se proponían hacer. Así que él había reconstruido su vida, no con la misma identidad, sino que había utilizado la tapadera sorprendentemente bien hecha que le había proporcionado el Partido y se había hecho con un trabajo y nuevos amigos, y había contribuido con algo real. En su empleo de la división de exploraciones del TEC había abierto docenas de mundos nuevos donde las personas podían empezar de nuevo y dejar atrás la deshonestidad, la avaricia, los políticos corruptos y las dinastías que componían la mayor parte de la Federación. A algunos de esos mundos había vuelto y los habían encontrado tranquilos y agradables, llenos de esperanza y expectación. Le había dado a la gente una oportunidad y eso era lo que importaba de verdad, que era por lo había conseguido volver a vivir consigo mismo. Lo que la gente hiciese con esa oportunidad era cosa suya. Un hombre no podía darles nada más. A menos que fueses un mierdecilla arrogante como Adam Elvin, que era con toda seguridad el cabrón que más se engañaba a sí mismo de todos los que habían pisado algún planeta de la Federación.

Pero con todos sus defectos y estupidez, Adam no era deshonesto. Estaba convencido de que algo extraño había pasado en el Segunda Oportunidad.

Y lo más cojonudo es que sigo sin entender cómo perdimos a Bose y Verbeken en la Atalaya. No lo entiendo.

Oscar sacó un cristal de memoria de alta densidad del bolsillo, y después otro. Al final tuvo ocho alineados sobre la superficie pulida de su escritorio. Metió el primero en la matriz del escritorio.

— Acceso a las grabaciones del diario de a bordo del Segunda Oportunidad—le dijo a su mayordomo electrónico—. Aisla el periodo entre la bajada de la barrera y nuestro regreso al hiperespacio. Dame una lista de clases de expedientes.

Los datos fueron surgiendo en silencio en su visión virtual. La nave tenía un diario de ingeniería, el diario del puente, el diario visual y de datos, el del sistema medioambiental, sensores externos, sistemas de energía, comunicaciones, vehículos auxiliares, los diarios de cada uno de los trajes espaciales, archivos de consumo de alimentos, archivos del personal médico, niveles de combustible, actuación de los cohetes de plasma, el diario del hipermotor, el diario de navegación, los diarios de los vuelos de los satélites, los archivos generales de la sección de las cubiertas con soporte vital; una lista que se iba extendiendo sin fin hasta entrar en los sistemas auxiliares y los análisis estructurales. Oscar no se había dado cuenta hasta qué punto se había vigilado y grabado la vida que habían llevado a bordo de la nave, la poca intimidad de la que habían disfrutado en la práctica. Utilizó las manos virtuales para designar las categorías que le pareció que serían útiles, hasta los expedientes de gestión de desechos, y le dijo a su mayordomo electrónico que los copiara. La descarga le llevó un buen rato.