Prólogo


Ya desde el principio hubo algo en la investigación que no dejó muy tranquila a la teniente Renne Kempasa. La primera duda partió de su subconsciente cuando vio el loft de la víctima. Había estado dentro de lofts como aquel cien veces. Era la clase de lujoso apartamento metropolitano en el que vivía por lo general un grupo de marchosos personajes de series de TSI; personas guapas y solteras con empleos bien remunerados a quienes les daban la mayor parte del día libre para que pudieran disfrutar de un espacio de unos quinientos metros cuadrados, y que ganduleaban en medio de una decoración extravagante obra de un diseñador de interiores al que pagaban en exceso. Un escenario que era completamente ajeno a la vida real, pero lleno de potencial dramático o cómico para los guionistas.

Y allí estaba, un día después del escopetazo que denunciaba a la presidenta Elaine Doi como agente del aviador estelar, siendo acompañada al interior de uno de esos apartamentos en el ático de un bloque industrial remodelado de Daroca, la capital de Arevalo. El inmenso salón de planta abierta tenía un amplio y soleado balcón que se asomaba al río Caspe, el cual atravesaba el corazón de la ciudad. Al igual que todas las capitales de los prósperos planetas de la fase uno, Daroca era un suntuoso montaje de parques, edificios elegantes y calles amplias que se extendían hasta el horizonte. Bajo las sombras doradas del sol matinal del planeta, resplandecía con un nítido esplendor coronal que añadía una atractiva elegancia al paisaje.

Renne sacudió la cabeza ante aquella fabulosa vista, no terminaba de creérselo del todo. Incluso con el sueldo que le pagaba la Marina, bastante decente, por cierto, jamás podría permitirse el alquiler de algo así. Y en esos momentos aquello lo estaban pagando tres chicas que estaban en su primera vida, y ninguna Llegaba a los veinticinco años.

Una de ellas, Catriona Saleeb, le franqueaba la entrada a Renne y Tarlo; era una jovencita de veintidós años, pequeña, con el cabello negro, largo y rizado que lucía un sencillo vestido verde con marcadas franjas geométricas de color lila, aunque Renne sabía que el vestido era un Fon, lo que hacía subir su precio por encima de los mil dólares terráqueos, y la chica lo estaba usando como si fuera un simple vestido de andar por casa. El mayordomo electrónico de Renne envió el expediente de Saleeb a su visió virtual; era una de los miembros más jóvenes de la familia Morishi, una de las grandes, y trabajaba en un banco en el gran distrito financiero de Daroca.

Sus dos amigas eran Trisha Marina Halgarth, que tenía un empleo en el departamento de publicidad de Veccdale, una filial de Halgarth que diseñaba sistemas domésticos de lujo, e Isabella Halgarth, que había aceptado un empleo en una galería de arte contemporáneo de la ciudad. Todas encajaban en el mismo perfil: tres chicas solteras que compartían piso en la ciudad y se divertían mientras esperaban a que despegaran sus auténticas carreras o a que se materializaran unos maridos de igual riqueza y estatus, y se las llevaran a una mansión costeada por los fondos fiduciarios fusionados de ambos para producir la cuota de niños que les correspondía por contrato.

— Es un sitio magnífico el que tienen aquí —dijo Tarlo cuando se dirigieron al salón.

Catriona se giró y le dedicó una sonrisa que era mucho más que simple cortesía.

— Gracias. Es un piso de la familia, así que nos lo dejan a buen precio.

— Montones de fiestas salvajes, eh.

La sonrisa de la joven se hizo provocadora.

— Quizá.

Renne lanzó una mirada exasperada a su compañero. Se suponía que estaban de servicio, no tirándoles los tejos a testigos potenciales. Tarlo se limitó a devolverle la sonrisa, unos dientes blancos perfectos resplandeciendo en un rostro bronceado y atractivo. La teniente ya había visto lo eficaz que podía ser aquella sonrisa en los clubes y bares de todo París.

Catriona los llevó a la sección de la cocina, que estaba separada del salón por una amplia barra de mármol. La cocina era ultramoderna, equipada con todos y cada uno de los artilugios más prácticos posibles, todo empotrado en módulos de color blanco cisne y forma de huevo. Por alguna razón a Renne no le parecía que aquello se utilizara mucho para cocinar de verdad, ni siquiera por parte de todos aquellos robots chef de aspecto complicado.

Las otras dos chicas estaban sentadas en unos taburetes, junto a la barra.

— ¿Trisha Marina Halgarth? —preguntó Renne.

— Esa soy yo. —Una de las chicas se levantó. Tenía un rostro con forma de corazón y la piel aceitunada pero clara, con unos tatuajes CO pequeños y de color verde oscuro con forma de ala de mariposa que partían de los ojos castaños. Vestía un inmenso albornoz de felpa que utilizaba como si fuese una armadura defensiva, y no dejaba de aferrarse a la algodonosa tela y ceñirla alrededor de su cuerpo. Sus pies desnudos lucían anillos de plata alrededor de cada dedo.

— Somos de Inteligencia Naval —dijo Tarlo—. La teniente Kempasa y yo estamos investigando lo que le ha ocurrido.

— Se refiere a lo crédula que fui —le soltó la chica.

— Tranquila, cielo —dijo Isabella Halgarth. Rodeó con un brazo los hombros de Trisha—. Estos son los buenos. —Después se levantó para enfrentarse a los investigadores.

Renne se encontró con que tenía que levantar la cabeza un poco ya que Isabella era varios centímetros más alta que ella, casi tan alta como Tarlo. Iba vestida con unos vaqueros muy ceñidos que le resaltaban las piernas. Su largo cabello rubio estaba sujeto en una sola cola de caballo que le llegaba a las caderas. Era una imagen de elegancia despreocupada.

La sonrisa de Tarlo se había ensanchado. A Renne le apetecía empujarlo contra una pared y gritarle una advertencia sobre conducta profesional mientras le agitaba un dedo en la cara para darle más énfasis. Pero, en lugar de eso, hizo todo lo que pudo por no prestar atención a las miradas y los rituales de apareamiento que se estaban produciendo a su alrededor.

— He investigado casos muy parecidos, señorita Halgarth —dijo—. En mi experiencia, la víctima pocas veces es una persona crédula. Los Guardianes han ido desarrollando una operación muy sofisticada a lo largo de los años.

— ¡Años! —bufó Catriona—. ¿Y no los han cogido todavía?

Renne mantuvo la expresión cortés.

— Creemos que estamos cerca de una resolución.

Las tres chicas intercambiaron miradas poco convencidas. Trisha volvió a sentarse, aferrada al albornoz.

— Sé que es desagradable para usted —dijo Tarlo—. Pero si pudiera empezar por decirme el nombre del hombre... —Su sonrisa se suavizó, convertida en una expresión alentadora y comprensiva.

Trisha asintió de mala gana.

— Claro. Howard Liang. —Esbozó una débil sonrisa—. ¿Supongo que ese no era su nombre real?

— No —dijo Tarlo—. Pero esa identidad habrá creado muchos datos dentro del ciberespacio de Daroca. Nuestros equipos informáticos forenses conseguirán un buen número de archivos asociados. Podemos comprobar la información de la identidad falsa, dónde se insertó, y quizá quién estuvo implicado en la falsificación. Todo ayuda.

— ¿Cómo se conocieron? —preguntó Renne.

— En una fiesta. Vamos a muchas. —La joven miró a sus dos amigas en busca de apoyo.

— Es una ciudad estupenda —dijo Isabella—. Daroca es un planeta rico, la gente de aquí tiene dinero y tiempo para divertirse. —Sus ojos le lanzaron a Tarlo una mirada divertida—. Trish y yo pertenecemos a una dinastía, Catriona es una grande de la galaxia. ¿Qué puedo decir? Somos personas muy deseables.

— ¿Howard Liang era rico? —preguntó Renne.

— No tenía un fondo fiduciario —dijo Trisha, después se sonrojó—. Bueno, decía que no lo tenía. Se suponía que su familia venía de Velaines. Dijo que hacía un par de años que había salido de su primer rejuvenecimiento. Me gustó.

— ¿Dónde trabajaba?

— En el departamento de materias primas de la financiera Ridgeon. Dios, ni siquiera sé si eso es verdad. —Se llevó la mano libre a la frente y se la frotó con fuerza—. No sé cuántos años tenía en realidad. No sé nada en absoluto sobre él. Eso es lo que más odio de todo. No que robara mi certificado de autor, ni que me sometiera a un borrado de memoria. Solo... que me engañara así. Es tan estúpido. La oficina de seguridad de nuestra familia nos envía las suficientes advertencias. Nunca pensé que me afectaran.

— Por favor —dijo Tarlo—. No se culpe. Estos tipos son profesionales. ¡Caray, pero si es probable que me engañaran hasta a mí! Bueno, ¿cuándo fue la última vez que lo vio?

— Hace tres días. Salimos esa noche. Me habían invitado al club Bourne, había una fiesta, el estreno de una nueva serie. Después comimos algo, y luego volví a casa, creo. La matriz doméstica del apartamento dice que llegué a las cinco de la mañana. No recuerdo nada después de la cena. ¿Fue entonces cuando lo hicieron?

— Es posible —dijo Renne—. ¿El señor Liang compartía su apartamento con alguien?

— No. Vivía solo. Conocí a un par de sus amigos. Creo que eran de Ridgeon. Solo salimos un par de semanas. Lo suficiente para que yo bajara la guardia, supongo. —Sacudió la cabeza con furia—. Odio todo esto. La Federación entera piensa que yo creo que la presidenta es una alienígena. Jamás podré mirar a nadie en el trabajo otra vez. Tendré que volver a Solidade para que me cambien la cara y utilizar otro nombre.

— Seguramente eso ayudaría —dijo Tarlo con dulzura—. Pero antes tenemos que hacerle unas pruebas. Hay un equipo médico forense esperando abajo, en el vestíbulo. Pueden hacerlo en una clínica o aquí, con lo que usted esté más cómoda.

— Háganlo aquí —dijo Trisha—. Pero terminen de una vez.

— Por supuesto. Otro equipo barrerá el piso de ese hombre.

— ¿Qué esperan encontrar allí? —preguntó Isabella.

— Identificaremos su ADN, por supuesto, —le dijo Renne—. Quién sabe qué más vamos a descubrir, sobre todo si lo utilizaron como base. Y sacaremos su expediente de los archivos de personal de la financiera Ridgeon, que me gustaría que usted confirmara los resultados. Ayudaría tener una foto suya.

— ¿No se habrá sometido a un perfilamiento a estas alturas? —preguntó Catriona.

— Sí. Pero es en su historial en lo que vamos a concentrar nuestra investigación, en su pasado. Ahí es donde están las pistas sobre su origen. Tienen que entender que tenemos que desarticular la organización entera de los Guardianes, es el único modo de llevar a Liang ante la justicia. No lo estamos persiguiendo a él de forma individual.

Se pasaron otros veinte minutos en el loft, tomándoles declaración a las chicas y después dieron paso al equipo médico forense. Renne estaba a medio camino de la puerta cuando se detuvo y lanzó al gran salón una mirada pensativa con la que lo examinó por entero. Trisha entraba en ese momento en su dormitorio con dos miembros del equipo forense.

— ¿Qué? —preguntó Tarlo.

— Nada. —Renne le lanzó a Catriona e Isabella una última mirada antes de irse.

— Vamos —dijo Tarlo en el ascensor que los devolvía al vestíbulo—. Te conozco. Le estás dando vueltas a algo.

Deja vu.

— ¿Qué?

— No es la primera vez que veo esta escena.

— Yo tampoco. Cada vez que los Guardianes lanzan un escopetazo a la unisfera, la jefa nos envía a echar un vistazo.

— Sí, así que también deberías haberte dado cuenta. ¿Te acuerdas de Minilya?

Tarlo frunció el ceño cuando se abrieron las puertas. Salieron al vestíbulo.

— Más o menos, fue hace cuatro años. Pero eran una panda de tíos compartiendo piso.

— ¿Y qué? ¿Ahora te me vas a poner sexista? ¿Es diferente porque son chicas?

— ¡Eh!

— Era el mismo montaje, exacto, Tarlo. Y tampoco es la primera vez que vemos un grupo solo de chicas.

— En Nzega, April Gallar Halgarth. Formaba parte de un grupo que estaba de vacaciones.

— Buwangwa también, no te olvides.

— De acuerdo, ¿y qué es lo que insinúas?

— No me gustan las repeticiones. Y los Guardianes saben que los atraparemos con mucha más facilidad si siempre siguen el mismo patrón.

— Yo no veo ningún patrón.

— No es un patrón exactamente.

— ¿Entonces, qué?

— No estoy segura. Están repitiendo el procedimiento. No es propio de ellos.

Tarlo salió el primero por las puertas giratorias del vestíbulo y utilizó a su mayordomo electrónico para llamar a un taxi.

— Los Guardianes tampoco tienen muchas alternativas. Lo admito, el número de Halgarth jóvenes e idiotas que hay en la galaxia es enorme, pero su estilo de vida y sus planes sociales solo tienen un número finito de permutaciones. No son los Guardianes los que se repiten, son los Halgarth.

Renne fruncía el ceño cuanto el taxi aparcó delante de ellos; su compañero tenía razón, aunque ella no había estado pensando en esa línea.

— ¿Crees que el departamento de seguridad de los Halgarth está llevando a cabo alguna operación para hacerlos caer en una trampa? ¿Que podrían haber puesto a Trisha como cebo?

— No —dijo el otro con calor—. Eso no encaja. Si fuera una trampa habrían atrapado a Liang la noche que conoció a Trisha. Los datos históricos que lo identifican quizá hubieran soportado la revisión de la financiera Ridgeon, pero una operación concreta dirigida por los Halgarth... Imposible.

— Tienen que haber estado realizando operaciones para atraparlos. Si yo fuera uno de los Halgarth de mayor rango, estaría más que furiosa al ver que la familia es el blanco constante de los Guardianes.

Tarlo se acomodó en el asiento de cuero del taxi.

— Es cierto que tienden a presionar bastante a la jefa.

— Y tampoco creo que sea así. Si estuvieran poniendo una trampa, nos lo dirían.

— ¿Tú crees?

— De acuerdo, quizá no —dijo—. Pero como no era una trampa, de todos modos es ir relevante.

— No sabemos si era una trampa.

— No atraparon a Liang y no nos han dicho nada, cosa que ya habrían hecho a estas alturas.

— Pero por otro lado, están muy ocupados buscando a Liang y no quieren asustarlo contándonoslo a nosotros.


— No es eso. —A Renne le costaba incluso mirar a Tarlo—. Hay algo raro, muy raro. Fue todo demasiado pulcro.

— ¿Demasiado pulcro?

El tono de incredulidad en la voz masculina la hizo estremecerse.

— Sí, ya lo sé, ya lo sé. Pero hay algo que me molesta. Ese loft, esas chicas, todo ese montaje gritaba: «Aquí hay unas chicas ricas y tontas, venid a estafarlas».

— No lo entiendo, ¿quién es el malo aquí, los Guardianes o los Halgarth?

— Bueno... Está bien, supongo que no han podido ser los Halgarth, a menos que fuera en realidad una trampa.

Tarlo le sonrió.

— Te estás volviendo peor que la jefa cuando se trata de conspiraciones. Dentro de nada vas a empezar a echarle la culpa al aviador estelar.

— Podría ser —Renne le dedicó una débil sonrisa—. Pero, con todo, voy a decirle que creo que aquí hay algo extraño.

— Suicidio profesional.

— ¡Vamos! ¿Qué clase de detective eres tú? Se supone que tenemos que seguir las corazonadas. ¿Es que no ves ninguna serie de polis?

— Las series de la unisfera son para gente que no tiene vida. Yo, señorita, estoy muy ocupado por las noches.

— Ya —dijo su compañera con sarcasmo—. ¿Te sigues poniendo el uniforme de la Marina cuando vas a los clubes?

— Soy un oficial naval. ¿Por qué no habría de hacerlo?

Renne se echó a reír.

— ¡Dios! ¿Y funciona de verdad?

— Funciona si encuentras chicas como esas tres.

La detective suspiró.

— Escucha —dijo Tarlo—. ¿Qué puedes decirle a Myo? ¿Qué tuviste una sensación rara? Te va a poner a caldo. Y a mí no me mires para que te apoye. Allí no pasaba nada raro.

— La jefa valora el modo que tenemos de considerar los casos. Sabes que siempre dice que tenemos que abordar el crimen de un modo más holístico.

— Holístico sí, no visionario.


Seguían discutiendo cuarenta minutos más tarde cuando regresaron a la oficina de París. Cinco oficiales uniformados de la Marina aguardaban juntos, fuera del despacho de Paula Myo.

— ¿Qué pasa? —le preguntó Tarlo a Alic Hogan.

— Columbia está ahí dentro con ella —dijo el comandante. Parecía muy incómodo.

— ¡Cristo! —murmuró Renne—. Será por lo del fiasco de Los Angeles. Se suponía que esta mañana yo estaba siguiendo las pistas de esa operación.

— Como todos —dijo Hogan. Se obligó a apartar la vista de la puerta cerrada—. ¿Encontraron algo en Daroca?

Renne estaba intentando pensar en algo que decir, Hogan siempre hacía las cosas según el manual.

— Fue la típica operación de los Guardianes —se apresuró a decir Tarlo. Había clavado los ojos en Renne—. Dejamos a los forenses examinando la escena.

— Bien. Manténganme informado.

— Sí, señor.

— Una operación típica —dijo Renne con gesto mordaz mientras regresaban a sus escritorios.

— Acabo de salvarte el culo ahí detrás —dijo Tarlo—. Puedes soltarle todo eso de la intuición a la jefa, pero no a Hogan. Todo lo que le interesa a ese capullo es ir poniendo crucecitas en el papel.

— Está bien, está bien —gruñó la detective.

Paula Myo salió de su oficina con el bolso al hombro y la pequeña planta de rabbakas que tenía en el alféizar de la ventana. Un Rafael Columbia muy colorado aguardaba tras ella ataviado con el uniforme de gala de almirante.

Renne no había visto jamás a Myo tan conmocionada y sintió que un escalofrío le recorría la columna; nada perturbaba jamás a la jefa.

— Adiós —le dijo Myo a la oficina en general—. Y gracias por todo el trabajo duro que han hecho por mí.

— ¿Paula? —jadeó Tarlo.

Myo sacudió la cabeza de forma casi imperceptible y el detective se calló. Renne vio a Paula Myo salir de la oficina, era como ver un funeral.

— Comandante Hogan —dijo Columbia—. Pase un momento, por favor. —Desapareció en el despacho de Myo y Alic Hogan estuvo a punto de echar a correr detrás de él.

La puerta se cerró después.

Renne se dejó caer en la silla.

— Eso no ha ocurrido —murmuró con aire incrédulo—. No se pueden deshacer de ella. Ella es la puñetera Junta Directiva.

— Pero es que no somos la Junta Directiva —dijo Tarlo en voz baja—. Ya no.