CAPÍTULO XIII
Amerotke se hallaba sentado en la azotea de su casa. Hatasu y Senenmut, tras supervisar la retirada del sarcófago, habían regresado a Tebas a primera hora de la tarde. Había aprovechado para excusarse e insistir en que debía ver a su familia. No hacía mucho que había regresado la delegación del reino de Mitanni, así que sus obligaciones podían esperar. También se hallaba absorto recordando las reveladoras pinturas murales que había visto en la tumba real. Quería reunir toda la información, todo lo que había averiguado, y reflexionar acerca de las diferentes posibilidades. Hatasu, aliviada por lo que habían descubierto en el sarcófago, convino distraída, si bien Senenmut lo instó a regresar al templo de Anubis al día siguiente.
Había encontrado a Shufoy esperándole en la carretera que desembocaba en la entrada de la casa y, a primera vista, supo que algo no iba bien.
—No quería que se enterase la señora Norfret —murmuró el enano—, pero han secuestrado a Belet y Seli, además de asesinar a su sirvienta y enterrarla en el jardín. Prenhoe y yo hemos sido víctimas de un ataque…
Amerotke lo tomó del brazo y lo llevó al camino para sentarse con él bajo un tamarindo. Lo tranquilizó e hizo que le refiriese con exactitud todo lo sucedido en casa del cerrajero.
—Has hecho bien en esperarme —afirmó el magistrado una vez que Shufoy había acabado su relación—. Lo único que perturba a la señora Norfret es la idea de que nos ataquen en nuestro propio hogar. Si llega a saber que algún amigo o conocido ha corrido tal suerte… —advirtió dando unas palmaditas en la mano del hombrecillo—. Te pido disculpas; todavía no sé qué es lo que planean, pero coincido contigo en que, sea lo que fuere, no tardará en ocurrir. Belet ha sido secuestrado debido a su pericia en cuanto cerrajero, y Seli, para garantizar que ambos guardan silencio. Pero ¿dónde han podido llevarles? —Se preguntó el juez frotándose la mejilla—. Conozco mil y un lugares que pueden resultar atractivos a cualquier ladrón: mansiones llenas de tesoros, almacenes de mercaderes, santuarios, establecimientos de cambistas y lugares de los que ni siquiera he oído hablar.
—¿Corren peligro Belet y Seli? —Shufoy cerró los ojos desesperado, pues la expresión de su amo se lo había dicho todo.
—Los bandidos no son jueces; una vez que han entregado sus corazones al latrocinio, las vidas humanas no significan gran cosa para ellos.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó gemebundo antes de ponerse en pie como movido por un resorte—. He puesto a Asural y a Prenhoe a registrar toda la ciudad.
—Dudo que encuentren gran cosa —contestó el magistrado, que también se levantó—, aunque te agradezco que me hayas esperado aquí. Una vez que entremos en la casa, no podremos mencionar nada de esto.
Shufoy lo miró con detenimiento.
—Y a ti —repuso señalando los cortes que tenía el juez en brazos y piernas—, ¿qué te ha pasado? He oído…
—¡Oh! Es otra de las cosas que no debemos mencionar —contestó sonriendo—. Ya tenemos bastantes problemas, Shufoy. Vamos a dejar que pase el tiempo antes de que la señora Norfret los conozca. Bueno, vamos: no deben vernos aquí sin hacer nada.
Norfret y sus hijos estaban encantados de volver a verlo y no dejaron de hacer una pregunta tras otra. Amerotke envió a Shufoy al templo para que hiciese algunas averiguaciones, en tanto que él se retiraba con su esposa al dormitorio, donde, tal como lo expresó ella, podrían discutir «de un modo más íntimo». Tras el ayuntamiento, ella continuó con el interrogatorio. Amerotke hizo cuanto pudo por mostrarse evasivo, pero conocía bien a su esposa y sabía que no tardaría en insistir. Ella se había percatado de los cortes que tenía en el cuerpo y sacó a colación cierto rumor que había oído Shufoy en el templo, pero no había sido muy insistente al respecto. En aquel momento, se hallaba al pie de la escalera, discutiendo con el administrador qué debía recolectarse de los diversos huertos. Los niños estaban entretenidos en el patio, donde el carpintero los estaba ayudando a construir un carro de juguete.
El juez, ya aseado y con ropa limpia, disfrutaba sentado de la brisa vespertina mientras confiaba al papiro lo que había averiguado. La mesa de madera de olmo estaba poblada de recipientes de tinta y cálamos. Tanto había escrito el magistrado que sentía los dedos y la muñeca doloridos. Dejó a un lado el cálamo y sacó el manuscrito de Sinuhé de su funda de cuero. Ya había leído parte del contenido y se había sentido especialmente atraído por los relatos del viajero acerca de las diversas tribus que moraban las selvas situadas a veintenas de leguas al sur de la tercera catarata.
—No es difícil entender que todo el mundo quisiera comprar este tesoro —se dijo.
Sinuhé era un narrador nato y sus conocimientos parecían inagotables. Describía senderos y rutas con todo detalle, así como el modo en que había que acercarse a las diferentes aldeas o tribus, el lugar en el que encontrar alimento y agua, los peligros que suponían los depredadores y los métodos para orientarse. El magistrado había leído relaciones similares y conocía las historias de muchos que se proclamaban viajeros. La mayor parte estaban más inspiradas en la fantasía que en la realidad, como sucedía con las que hablaban de lagos congelados que albergaban bestias voraces. Sin embargo, el manuscrito de Sinuhé resultaba convincente. Lo precisaba todo, e incluso recogía mapas de trazado tosco pero muy elocuente. Volvió a buscar la sección en que hablaba de los enanos nubios, de sus costumbres y, por encima de todo, de los medios que empleaban para cazar y hacer la guerra.
Una vez que acabó de hojearlo, dejó el manuscrito sobre la mesa y retomó lo que estaba escribiendo. Los niños habían empezado a chillar, remedando la voz grave de Shufoy, que fingía ser un peligroso babuino. El hombrecillo subió las escaleras. La expresión disgustada de sus ojos hacía imaginar que no había disfrutado con el recado: por el contrario, tenía un mayor interés por saber qué había pasado exactamente con su amo y su amigo Belet, o al menos cómo podía robar el corazón de aquella bailarina.
—¿Y bien? —preguntó el magistrado tendiéndole un taburete y sirviéndole una jarra de cerveza.
—Mis poemas amatorios no han tenido éxito, amo —declaró con tono quejumbroso y, tras dejar la jarra en la mesa, añadió—: escucha esto:
¡Oigo la llamada del ganso salvaje!
Me llama y me llama,
pero estoy enredado en la red de tu amor…
—Muy bien, Shufoy —lo interrumpió Amerotke—, pero ya basta.
—No he visto a Prenhoe —repuso con un susurro— ni a Asural. Amo, ¿qué puede haber pasado con Belet? ¿Por qué se habrán llevado los secuestradores todas sus herramientas?
—No lo sé, Shufoy. Todo lo que sabemos es que han planeado un robo. Asural ya está al corriente, ¿no es así? En este momento, no puedo hacer nada más.
—Ya no me haces caso —observó el enano con tono engreído—. No piensas contarme lo que te ha pasado. —Sus ojos se tornaron brillantes de la emoción—. He oído rumores, amo. —Miró por encima de su hombro—. Si se enterase la señora Norfret…
—Si se entera la señora Norfret —le atajó el juez—, tendrás que escapar de algo más que de los gansos salvajes. Te lo contaré más tarde.
—Habéis corrido peligro, ¿no es verdad? —preguntó con expresión lastimera—. Prenhoe tuvo un sueño anoche. Se encontraba en el Nilo con una mujer hermosa…
—¿Era la misma mujer hermosa de sus sueños anteriores?
Shufoy dio un pisotón a modo de protesta.
—¿Qué has averiguado en el templo de Anubis? —insistió Amerotke.
El interpelado dejó escapar un suspiro apesadumbrado y su amo lo tomó de la muñeca para repetir:
—Shufoy, ¿qué has descubierto?
—He interrogado a todos a fondo, en especial al sacerdote al que relevó Nemrath tras la guardia diurna. Dice que es posible, aunque no probable, que alguien se introdujese en la capilla; pero él no cree que sucediese así.
—¿Y?
—Tampoco cree que Weni pudiera esconderse en uno de esos vanos. Tendría que haber sido muy silencioso, porque, de haber visto a un extraño con una daga, Nemrath habría dado la voz de alarma.
Amerotke le soltó la muñeca.
—Cierto, cierto; ya lo había pensado. Por lo tanto, Wanef estaba mintiendo.
—También la vi en el templo, con los otros dos. Hunro y Mensu tenían el semblante hosco de siempre, pero ella parecía un gato que acabase de cazar a un ratón. Preguntó por ti, dijo que al volver a Tebas habían visto los restos de un carro y habló de unas aulagas quemadas.
—No importa —concluyó el magistrado presionando con los dedos los labios de Shufoy al oír a Norfret acercarse por la escalera.
—¿Más secretos? —preguntó sonriendo a su esposo con cierto aire de provocación—. Acabo de recordar el mensaje que te envié.
—¿Qué mensaje? —quiso saber Amerotke.
—El del cofre y la llave.
—He intentado decírselo —terció Shufoy—, pero el perínclito juez estaba, como siempre, demasiado ocupado para escucharme.
—Vuelve a dármelo.
—El asesino del templo de Anubis —apuntó Norfret acercándose para sentarse al lado del enano—. Me dijiste que la puerta estaba cerrada y la víctima tenía aún la llave. Nemrath, ¿no?
Amerotke asintió con la cabeza.
—Bien. —Norfret señaló el cordón azul que llevaba alrededor del cuello—. He cogido una llave de abajo. Luego he ido a nuestro dormitorio. —Esbozó una sonrisa—. Espero que recuerdes dónde se encuentra. Estaba segura de haber cogido la llave del cofre, la misma que he usado en incontables ocasiones. Sin embargo, esta vez he tomado la que no era. Hecha una furia, he tenido que subir para buscar la buena.
El juez estaba perplejo.
—Lo siento, pero me temo que no lo he entendido.
—¡Yo, sí! ¡Yo, sí! —exclamó Shufoy poniéndose en pie y dando saltitos de un lado a otro.
—¿Cómo sabemos —prosiguió Norfret— que la llave hallada en la faja de Nemrath era de verdad la que pertenecía a la puerta?
—Porque la llave estaba fabricada de un modo muy especial; nadie sería capaz de hacer una réplica exacta: resultaría sospechoso.
—No, no —prosiguió Norfret, que no cabía en sí de la emoción—. ¿Qué es lo más importante de la llave, mi señor magistrado? Ni la barra ni el extremo por el que se sostiene, sino los dientes del otro extremo: eso es lo que necesita de la habilidad de un cerrajero. Una llave debe encajar en una cerradura y servir para girarla, ¿no es así?
Amerotke escuchaba boquiabierto.
—¿Puede ser —preguntó su esposa— que alguien entrase en la capilla y, tras asesinar a Nemrath y hacerse con la amatista sagrada, pusiera en su faja una réplica de la llave y escapase después de cerrar la puerta tras de sí?
—Es posible —admitió el juez—, aunque eso convierte a Nemrath en cómplice a la vez que víctima del crimen, ya que debió de abrir la puerta a su agresor.
—¡Muy bien, amo: de acuerdo! —exclamó Shufoy—. Acuérdate de lo que nos dijo el Hombre Cocodrilo acerca del sacerdote asesinado: era un hombre gordo y lúbrico, siempre ávido de carne fresca.
—¿Ita? —Amerotke meneó la cabeza—. El cirujano me dijo que no había indicio alguno de que Nemrath hubiese tenido un encuentro sexual antes de su muerte.
—¿Cómo sabes que ella se dejó siquiera tocar?
—¡Es cierto, Shufoy! —exclamó el juez contagiado de la excitación de su interlocutor—. Pero esa réplica de la llave…
—No es difícil de hacer —manifestó el enano al tiempo que señalaba una introducida en la cerradura de un cofre cerca de la mesa—. Solo hay que acercarse a cualquier metalista que trabaje el cobre o el bronce y mostrarle un dibujo…
—¡Claro! —Amerotke se puso en pie, tomó a su esposa de los hombros y le besó en los labios—. Si algún día necesitan otro juez en Tebas…
—No, gracias. —Norfret levantó la mirada con gesto grave—. No me gusta la idea de tener que atravesar en carro un desierto solitario. Quiero que me digas la verdad, mi señor juez.
—Sí, lo haré. —Se sentó y comenzó a atarse las sandalias—. Yo también quiero saberla.
—¿Te vas?
—Claro que sí: gracias a ti, ya sé cómo asesinaron a Nemrath y robaron la Gloria de Anubis. El tiempo apremia, pues los de Mitanni partirán en cuanto sellen el tratado, y sospecho que se llevarán con ellos la amatista. Shufoy vendrá conmigo. En el templo hay suficientes guardias, así que no veo la necesidad de molestar a Asural.
Amerotke no dejó que lo distrajesen ni que pospusieran su salida. Aseguró a Norfret que estaría de vuelta esa misma noche y, después de besar a los niños y pedirles que fueran buenos, apretó el paso junto con Shufoy para introducirse en el camino a Tebas.
Las puertas de la ciudad ya estaban cerradas, aunque el vigía les dejó entrar a través del portillo. No tardaron en llegar al templo de Anubis. El recinto divino estaba vacío. Valiéndose de su autoridad, Amerotke pidió ver al sumo sacerdote. Cuando este llegó, el juez exigió entrevistarse con Khety e Ita en la capilla que había alojado la amatista sagrada.
—¿Traes novedades sobre el asunto? —preguntó el sacerdote, que levantó la cabeza para mostrar unos ojos brillantes de la emoción.
—Sé cómo robaron la joya —reconoció Amerotke—, pero su paradero es otro asunto. ¡Ah, sí! Di también a Tetiky, el capitán de la guardia, que se reúna con nosotros.
Un acólito lo acompañó a la capilla. El lugar estaba sucio: nadie lo había barrido ni fregado. El religioso le explicó que solo volverían a consagrarlo cuando se hallase la amatista sagrada. Encendió las lámparas y se marchó. El juez volvió a examinar el estanque y los diversos huecos y comprobó que habría sido muy difícil para Weni esconderse en uno de ellos, asesinar a Nemrath y escapar. Entonces pudo oírse un rumor de pisadas procedente del corredor, por lo que, ayudado por Shufoy, aprestó tres escabeles, en tanto que él se sentó en la silla del sacerdote. El hombrecillo, por su parte, permaneció de pie a su lado. Khety, Ita y Tetiky parecían nerviosos cuando entraron, guiados por el acólito. Amerotke reparó en la presencia de algunos policías del templo, a los que ordenó cerrar la puerta y custodiar el lugar.
—¿Qué es esto? —protestó Tetiky—. Me traen aquí mis propios hombres, ¡como si fuera un criminal!
—Aún no sé si eres o no culpable —admitió Amerotke, tras lo cual apuntó con el dedo a Khety e Ita—, aunque no me cabe duda alguna de que vosotros lo sois.
—¡Eso no es cierto! —gritó Khety.
Ita se sentó con los hombros encorvados y las manos en el regazo.
—Estoy harto de este tipo de acusaciones —farfulló quejumbroso el sacerdote—. El que estuviese al otro lado de la puerta cuando ocurrió no significa que yo sea culpable.
—Sabía que dirías eso —replicó Amerotke—. Es una defensa perfecta, ¿no es así? Estabas cerca del lugar del crimen, pero no hay prueba alguna que te vincule al sacrilegio. De hecho, todo parece más bien indicar lo contrario. En tal caso, y suponiendo que permanezcas en silencio y actúes como si fueras inocente, acabarán por dejarte libre.
—¿Dónde están las pruebas? —terció Ita.
—Vayamos por partes: ¿dónde estaba Weni?
—No lo sé —contestó Khety sacudiendo la cabeza—. ¿No era un heraldo? El que murió cuando se escapó la jauría sagrada, ¿no?
—El mismo que habló contigo —repuso implacable Amerotke— para ofrecerte una fortuna si robabas la Gloria de Anubis.
—¿Una fortuna? —espetó Khety—. ¿De dónde iba a sacarla Weni?
—De los de Mitanni: les encantaría conseguir la amatista sagrada e insultar así a la divina Hatasu. Weni era un heraldo egipcio y, al mismo tiempo, un espía y un traidor. Cuando fue a veros, os propuso un plan, ¿verdad? Digámoslo de otro modo: sé lo de la llave.
Khety palideció; Ita tragó saliva con dificultad y, nerviosa, apartó la mirada.
—Unisteis vuestro ingenio: todo lo que teníais que hacer era robar la Gloria de Anubis. Ni siquiera debíais venderla; solo entregarla a Weni y recibir vuestra generosa recompensa. Entonces esperaríais dos o tres meses a que las aguas hubieran vuelto a su cauce. Khety no sería el primer sacerdote que deja el templo para trasladarse a otro lugar.
—¿No te estás olvidando de Nemrath?
—No, no me estoy olvidando de él. Vi cómo preparaban su cadáver para inhumarlo y me resulta difícil determinar si su ka ha viajado al lejano horizonte o ha preferido quedarse, Khety, y asegurarse de que se hace justicia. Mira cómo bailan las sombras en esta sala. —Aferró el hombro del sacerdote y le hizo mirar alrededor—. ¿Ves la estatua de Anubis, Khety? Un día, que tal vez esté más cerca de lo que imaginas, tendrás que atravesar las salas del mundo de los muertos y comparecer ante los dioses para confesar tu crimen.
El sacerdote se zafó.
—¿Qué crimen? —espetó—. ¿Qué pruebas tienes?
—Sabes con qué castigo se pagan el asesinato, el sacrilegio y el robo —le advirtió el magistrado—. Los dos seréis acusados ante mí en la Sala de las Dos Verdades. La justicia os sentenciará a muerte, tras lo cual se os llevará a las Tierras Rojas. Allí os torturarán los soldados del faraón. Tal vez se distraigan con la joven Ita. Al fin y al cabo, una vez dictada sentencia, dejaréis de ser personas para convertiros en una propiedad más del faraón. Os vejarán antes de excavar profundos fosos en las dunas para enterraros vivos.
El rostro de Ita se perló de sudor. «Tú eres la más fácil —pensó Amerotke—, porque nunca pensaste en que os pudiesen descubrir ni castigaros». Recordó el cadáver de Nemrath, lo horrible del sacrilegio que se había cometido en aquel lugar, y mantuvo la serenidad.
—Os inhumarán a gran profundidad y colocarán piedras en lo alto. Intentaréis zafaros de toda aquella arena, pero os resultará difícil incluso moveros. La arena se os introducirá por la nariz, la boca y los ojos. Sentiréis el calor abrasador y el frío de la noche intempesta. Tal vez logréis salir de entre la arena, pero apenas tendréis fuerzas. —Clavó la mirada en la mujer—. ¿Has estado alguna vez en las Tierras Rojas, Ita? Yo, sí. Los leones están hambrientos porque los de Mitanni han esquilmado sus presas. Olerán vuestro miedo y quizás incluso se acerquen para tratar de desenterraros.
Se detuvo. Ita se frotaba los brazos como aterida de frío.
—¿Has visto alguna vez a una manada de leones desenterrar un jabalí? Pueden pasarse días enteros ante el lugar en que se halla su presa.
—¡Basta! —lo interrumpió el sacerdote—. No tienes ningún derecho… —Se puso en pie.
—Tengo todo el derecho —repuso el juez—. ¿Dónde vas, Khety?
Miró al capitán del cuerpo de guardia, que permanecía sentado, inmóvil como estatua. Parecía aterrorizado, pero que Amerotke estaba cada vez más convencido de su inocencia.
—¡Siéntate, Khety! Tetiky —murmuró—, puedes esperar fuera, pero no te alejes. Si alguno de estos dos sale sin mi consentimiento —indicó con los dedos extendidos para que pudiese verse el anillo de su cargo—, haz que lo ejecuten de inmediato.
El capitán se puso en pie.
—Antes de que te vayas —le pidió Amerotke—, dime una cosa. Tú estabas de guardia la noche en que asesinaron a Nemrath y robaron la amatista sagrada, ¿no es así?
—Sí, mi señor.
—¿Patrullaste todos los corredores y galerías? ¿Viste a Khety abandonar su puesto en algún momento?
—No.
—¿Y viste a Ita, aquí presente, traer los refrigerios?
—La vi llegar y marcharse.
—Pero, al verla regresar a la cocina, reparaste en que llevaba, según me dijiste, una jarra.
—¡Sí, en efecto! —exclamó el capitán de la guardia.
Amerotke sonrió.
—Estás pensando lo mismo que yo: se suponía que debía haber dejado la jarra a Khety.
Tetiky hizo un gesto de asentimiento.
—¡Ah, por cierto! —añadió el magistrado—. Mencionaste los rumores que corrían acerca de que se había visto al dios Anubis merodear por el templo. ¿Tú crees que sean ciertos?
El soldado dejó escapar una leve sonrisa al tiempo que sacudía la cabeza.
—Lo más probable es que fuese un sacerdote —repuso— con una de las máscaras sagradas. A veces ocurre.
—¿Quién lo ha visto?
—Algún que otro guardia.
—Vuelve a preguntarles —le ordenó Amerotke—. Diles que quiero una descripción detallada de lo que vieron en realidad; sobre todo me interesan las manos del enmascarado.
Tetiky asintió y el magistrado esperó hasta que hubo cerrado la puerta para volver a encararse con los otros dos.
—Voy a demostrar —aseguró con tono calmo— que sois unos asesinos. Tú eres como una almendra confitada, ¿no es así, Ita? Dulce y reservada. Seguro que eres traviesa en el lecho, ¿verdad?
—Estás insultando a una sacerdotisa —se defendió ella.
—Por lo que a mí concierne, podrías ser la hermana del faraón: no dejas de ser una asesina. Deja que te explique cómo sucedió todo: Weni era un traidor y un espía. Tenía órdenes de robar la Gloria de Anubis. Cualquiera de los enemigos de Egipto estaría dispuesto a pagar una fortuna por hacerse con la amatista sagrada y burlarse a la vez de la divina Hatasu. Weni os compró un cuchillo cuyo rastro fuese difícil de seguir y urdió un retorcido plan. Sabía del carácter lujurioso de Nemrath y no ignoraba que el sacerdote te deseaba; ¿me equivoco, Ita? Sin embargo, tú le aseguraste con gesto coqueto que tu corazón pertenecía a Khety. Solo los dioses conocen el intrincado armazón de vuestras añagazas. Estimulaste el apetito de Nemrath al tiempo que convertías a Khety en un obstáculo, hasta que por fin Nemrath recibió el regalo de una solución.
Amerotke se detuvo, deseando poder romper el empecinado silencio de los dos asesinos.
—No es extraño que los religiosos de los templos tebanos compartan los encantos y afectos de una sacerdotisa. Khety demostró no ser diferente, aunque comunicó a Nemrath su deseo de que nadie más conociese dicha relación. —El magistrado se dio una palmada en la rodilla—. Eso es: Khety no quería que nadie viese u oyese cómo gozaba Nemrath de la hermosa Ita, ni tampoco que este fuera alardeando de su reciente conquista. ¿Te pagó Nemrath por ello, Khety? Todavía he de hablar con el sumo sacerdote. No en vano guardan los sirvientes del dios sus riquezas y sus posesiones más preciadas en la Casa de la Plata, cuyos escribas toman nota de un modo riguroso de lo que retira cada sacerdote. ¿Sabes lo que vamos a hacer? —Amerotke se detuvo—. Voy a comprobar sus registros. He cometido un error: debía haberlo hecho antes. De todos modos, no tardaré en demostrar que Nemrath retiró una porción considerable de sus riquezas privadas. Nadie sabrá dónde ha ido a parar, pero eso también lo averiguaré. Algún mercader o banquero de Tebas debe de haberla aceptado a nombre de Khety o de Ita.
Los acusados comenzaron a moverse con aire intranquilo.
—Bien —murmuró el juez—. Parece que vamos progresando. Khety e Ita recibieron su pago, así que Nemrath podía gozar de la sacerdotisa. Aún quedaba por determinar cómo y dónde. Khety le propuso entonces un plan lleno de ingenio: Nemrath es el sacerdote de vigilia en el santuario de Anubis; Khety está de guardia en la puerta. Cae la noche; Ita se acerca de puntillas y finge llevar el refrigerio a Khety. Este llama a la puerta según la señal convenida tras asegurarse de que ni Tetiky ni el resto de los guardias se hallan presentes. Nemrath no cabe en sí de gozo: no puede creer que vaya a satisfacer su lujuria. Se ayuntará con Ita; ella pasará la noche en sus brazos, así que poco le importa que el hecho constituya un sacrilegio ni una profanación. Se acerca sigiloso a la puerta y quita el cerrojo. Ita se introduce en la capilla gracias al tablón que a tal efecto se ha colocado en el estanque y que se retira para que Nemrath pueda volver a cerrar con llave. Lo que no sabe el sacerdote es que Ita lleva la daga de Weni y no tiene intención alguna de dejar que el salaz religioso le ponga una mano encima.
El rostro de la sacerdotisa brillaba por el sudor. No dejaba de frotarse el cuello, mientras que Khety lo miraba de hito en hito con ojos asesinos.
—Por favor —le advirtió Amerotke—, no hagas ninguna estupidez o morirás en el acto.
—No creo que lo haga —manifestó Shufoy. Hasta entonces se había mantenido en silencio, fascinado ante la exposición de su amo y dividido entre la admiración y la incredulidad que le provocaba la tierna mirada cerval de Ita. Sacó la daga para preguntar—: Mi amo no corre peligro alguno, ¿no es así, Khety?
—Aún estoy esperando a que me des una prueba —espetó el sacerdote.
—Ya llegaremos a eso —respondió el magistrado—. Tenemos un buen puñado de pruebas —añadió mintiendo—. ¿Sabes? Nemrath no mantuvo en secreto el encuentro amoroso que tenía en perspectiva.
—¡Imposible! ¡Pero si juró…! —Ita cerró los ojos.
—¡Estúpida zorra! —le encajó Khety casi sin voz.
—Como iba diciendo —prosiguió el magistrado—, Nemrath se halla en el interior con Ita, arrebatado por la emoción. Distribuye los cojines para formar su nidito de amor; ella se aproxima y le clava la daga en el corazón con un golpe certero que le provoca una muerte instantánea. Su corazón no debió de palpitar mucho antes de pararse. Entonces Ita toma la Gloria de Anubis del lugar donde se halla custodiada y llama a la puerta para indicar que todo está listo.
—¿Y la llave? —exclamó Khety—. Además, el estanque estaba intacto.
—Bueno, hay algún que otro detalle que aún no he descubierto. Baste de momento con decir que Ita utiliza el plinto del estanque para abrir la puerta y salir así de la cámara. Tú, Khety, tienes preparado el tablón que hace las veces de pontón. Tras comprobar que no puede verte nadie, entras en la capilla con una réplica de la llave que se parece mucho a la original, la dejas en la faja del sacerdote asesinado, atraviesas el pontón, lo retiras, cierras la puerta y echas el cerrojo. Guardas la llave y, en cuanto al tablón… Bueno, la galería de fuera dispone de puertas y ventanas que te facilitan la labor de deshacerte de él. Ita está vigilando mientras tú haces todo esto. Tú tienes la llave y ella la amatista sagrada. La jarra que traía ella no tiene más que un poco de vino o cerveza, que vaciáis en tu copa para poner la joya en su interior. Ita la lleva a la cocina y tú retomas tu vigilia. —Amerotke señaló la puerta—. Ahora llegamos a la última parte de vuestro crimen, la más peligrosa. A la mañana siguiente, hay que forzar la puerta de la capilla. En medio de la confusión provocada por la muerte de Nemrath y la desaparición de la amatista sagrada, nadie presta atención a la llave, sobre todo al descubrirse que se encuentra aún colgada de la faja del sacerdote muerto. Nadie, en aquella atmósfera de terror, se preocupa por la llave que abre una cerradura rota. En medio del caos inicial, a Khety no le resulta difícil cambiar la llave falsa por la auténtica y completar así el misterio.
—Pero si yo estaba de guardia —farfulló el acusado—. Sabía que sospecharían de mí.
—¿De veras? —replicó Amerotke—. En eso se basa tu defensa: ¿cómo puedes estar dentro y fuera a un mismo tiempo? Tetiky no reparó en nada fuera de lo normal. En tal caso, ¿quién puede acusarte a ti? No estabas en posesión de la amatista sagrada y, en el supuesto de que la hubieras robado, aún quedaba por responder cómo podrías vendérsela a nadie. Es cierto que se cerniría sobre ti la sombra de la sospecha, pero, como tú mismo no te cansas de repetir, ¿dónde está la prueba? Ahora, sin embargo, todo ha cambiado. Se os juzgará y se pedirá para vosotros la pena capital. Shufoy, aquí presente, seguirá buscando pruebas —declaró al tiempo que movía las manos a imitación de los dos platos de una balanza—, y las encontrará. Al final, la única conclusión posible será que Khety e Ita son culpables de asesinato, sacrilegio y robo. —El magistrado se levantó y los miró desde arriba—. Os concederé unos pocos minutos, y nada más, para que habléis entre vosotros.
—¿De qué vamos a hablar? —exclamó irritada la sacerdotisa mientras miraba a su alrededor—. Nos has declarado culpables, así que vamos a morir.
—¡Ah! —El juez sonrió y volvió a sentarse—. Tenéis mucha suerte. Lo que desea la divina Hatasu es que se devuelva la Gloria de Anubis. Nemrath, hasta cierto punto, fue el causante de su propia muerte. Si confesáis y me confiáis todo de manera que la amatista sagrada pueda regresar a su santuario, los acontecimientos tomarán un cariz bien diferente: se os dejará salir de Tebas con las ropas que vestís ahora; se os permitirá llevar un arma, un morral con alimentos y agua. Lo que hagáis a partir de ese momento, así como adonde vayáis, es cosa vuestra, siempre que no regreséis a Tebas. Eso os estará vedado de por vida, igual que el volver a ejercer como sacerdotes en cualquier templo del Alto y Bajo Egipto. —Amerotke se inclinó hacia delante—. Pensadlo —agregó en tono suave—; siempre es mejor que morir asfixiados en las Tierras Rojas.
Se levantó e hizo un gesto a Shufoy para que lo siguiera. Juntos, salieron de la capilla. En el exterior esperaban Tetiky y sus guardias, apostados en el corredor. Amerotke ordenó que se retiraran todos menos el capitán. Entonces observó la elevada ventana que se abría al fondo del pasillo, en la que podían verse pequeños huecos y curvas que la convertían en un lugar perfecto para esconder la plancha empleada con el fin de cruzar el estanque sagrado.
Tetiky seguía nervioso a todas luces.
—Yo soy inocente, mi señor.
Amerotke le dio una palmada en el hombro.
—Claro que lo eres, pero no puede decirse lo mismo de esos dos.
El capitán abrió los ojos presa del estupor.
—¿Son culpables, mi señor?
—Tanto como el dios Set lo es de fratricidio. No tardarás en ser informado de todo.
—¿Y la amatista sagrada?
—Espero por ellos que la devuelvan. Pero escucha, Tetiky —tomó al soldado por el hombro—: Esos rumores del dios Anubis caminando por el templo…
—Yo no llegué a verlo —respondió.
—Entonces, ¿quién lo vio?
Tetiky llamó a uno de los guardias, un recluta bajito y de rostro suave que acudió a paso ligero.
—Cuenta a mi señor Amerotke lo que viste del dios Anubis.
—En realidad no vi nada —farfulló—; probablemente fue un sueño o un engaño provocado por la luz. —Entonces dirigió una rápida mirada por encima del hombro a los compañeros apostados al final del corredor.
Amerotke le sonrió.
—Capitán Tetiky, este hombre será recompensado por su aguda vista y su actitud vigilante. Viste algo, ¿no es así? —insistió—; pero ahora prefieres concederle poca importancia con tal de no ser objeto de burlas. Con todo, estoy persuadido de que, si me diese una vuelta por el templo, no me costaría encontrar a un sirviente u otro guardia que también hubiesen vislumbrado algo semejante.
El recluta clavó en Tetiky una mirada nerviosa.
—Dime la verdad —insistió Amerotke. Seguidamente se volvió para escrutar el interior de la capilla a través de la puerta a medio abrir: Khety e Ita se hallaban sentados uno al lado del otro, con las cabezas juntas.
—Dos noches antes de que asesinaran a la bailarina —respondió sin prisa—, yo estaba de guardia, o más bien patrullaba la zona que separa las Puertas Perladas y el jardín. Oí un ruido y me di la vuelta enseguida. Fueron tan solo unos instantes, pero pude ver a alguien vestido como el dios Anubis, con una máscara negra y dorada de chacal, sandalias bélicas, una saya de cuero negro y una capa sobre los hombros.
—¿Era un hombre o una mujer?
—No lo sé. No podría decirlo con seguridad, pero parecía una mujer, por la elegancia de sus movimientos. —Meneó la cabeza—. No lo sé.
—Ahora —prosiguió Amerotke aproximándose—, quiero que recuerdes con exactitud lo que llevaba en las manos esa figura, si es que llevaba algo.
El recluta cerró los ojos.
—Sí; parecía una lanza corta, pero lo cierto es que no lo sé.
—Gracias.
Amerotke se despidió de los dos soldados y volvió a introducirse en la capilla.
—¿Y bien? —preguntó una vez que se hubo sentado de nuevo en su lugar.
—¿Podemos contar con tu palabra de honor? —quiso saber Khety.
—Sí, pero necesito la Gloria de Anubis y una confesión completa.
El sacerdote hizo a Ita un gesto de asentimiento.
—Necesito recoger algo —dijo ella.
Amerotke la dejó marchar y quedó sentado a la espera de su regreso. Entonces volvió a entrar la sacerdotisa con un saco de cuero cubierto de polvo y lodo.
—¿La tenías enterrada en el jardín? —preguntó el magistrado.
Ita asintió con la cabeza antes de deshacer el nudo que cerraba la bolsa y extraer la hermosa amatista de forma oval. Shufoy no pudo reprimir un silbido ante la refulgente belleza de la piedra. Amerotke la sostuvo frente a la luz de una de las antorchas; al girarla, pudo apreciar que las vetas del centro tenían forma de cabeza de perro o chacal. Examinó con gran cuidado la amatista: no tenía defecto alguno. Entonces la colocó al lado de su silla.
—¿Qué hay de la confesión?
—Éramos felices aquí —comenzó a relatar Khety—. Yo ganaba bastante dinero procedente de las cuotas funerarias cuando conocí a Ita. Nemrath no hacía más que importunarla. —Se frotó los ojos y miró al juez con gesto cansado—. Una vida monótona, mi señor, hasta que un día, estando en mi dormitorio…
—¿Cuándo sucedió eso?
—No hace mucho. Hace diez o catorce días, poco antes de la llegada de los de Mitanni. No sé quién era: en ocasiones se hacía llamar Weni; otras, Mensu…
—¡Mensu! —exclamó Amerotke—. Pero si es uno de los enviados de Tushratta.
—Ya lo sé, lo sé. En realidad, no puedo decir siquiera si mi visitante era un hombre o una mujer. A veces hablaba con voz apagada; otras, con voz más clara; a veces tenía un tono alto y otras, bajo. —Khety se rascó una ceja—. En cierta ocasión, pensé que era Weni de verdad, aunque poco después lo mataron y vino alguien que parecía saberlo todo. Por lo tanto, empecé a preguntarme si el primero había sido en realidad Weni. En cualquier caso, quien me visitó en primer lugar me aseguró que si robaba la Gloria de Anubis, podía hacerme más rico de lo que había soñado en mis sueños más salvajes. Por supuesto, respondí que era una locura, que nadie podría hacer tal cosa. Se habló de una suma enorme de plata y oro. —El sacerdote sacudió la cabeza—. Nunca había oído nada semejante. Contesté que debía discutirlo con Ita, y el visitante acabó por aceptar. En nuestro segundo encuentro, comuniqué a este misterioso mensajero que lo haríamos, pero que íbamos a necesitar incluir a Tetiky o a Nemrath en la conspiración. Me dijo que no fuese idiota.
—Entonces se me ocurrió un plan —terció Ita en tono desafiante—. Recuerda que tenemos tu palabra, mi señor. —Se detuvo—. Nemrath era un ser rijoso como una cabra en celo. Aprovechaba la menor ocasión para susurrarme indecencias, pero tenía miedo de Khety. Le dije que no le importaba y que le hacía gracia la idea de compartirme con él. Ese gordo estúpido se lo creyó. En ningún momento mencionamos la Gloria de Anubis. Nemrath pagó lo acordado y el resto es tal y como tú mismo lo has explicado.
—¿No temíais tener que enfrentaros a la guardia?
—Tetiky es igual que cualquier otro soldado: nunca se sale de la rutina establecida. La noche en que robamos la amatista, todo fue según lo habíamos planeado. Lo único que me preocupaba era la aparición de la que hablaban todos en el templo y que se correspondía con la imagen de Anubis.
—¿Creías en dicho rumor? —inquirió el juez.
—No creo en dioses que caminan. —Esbozó una sonrisa—. No creo en nada, mi señor Amerotke. —Entonces endureció la mirada—. Cuando una trabaja en un templo con sacerdotes… —Su voz se quebró—. Yo maté a Nemrath; merecía morir: no paraba de acosarme. Yo robé la amatista.
—¿Por qué no la entregasteis de inmediato?
—Nuestro visitante volvió —expuso Khety—. Nos dijo que la guardásemos hasta que regresase a por ella. Tras la muerte de Weni, vino a vernos de nuevo. A esas alturas, me asaltaban todo tipo de dudas. Sospeché que la joya acabaría en las manos de los de Mitanni; se nos dijo que la conserváramos por si algo salía mal.
—En tal caso, cabe la posibilidad de que el visitante no fuera Weni, ¿verdad?
—Pudo haber sido cualquiera, un hombre o una mujer: no lo sé.
—¿Y no podéis contarme nada más?
—Mi señor…
Amerotke miró a la sacerdotisa.
—¿Nos van a echar de la ciudad con nuestras túnicas y sandalias, como a criminales?
—Es precisamente lo que sois —declaró Shufoy.
—Conservaréis la vida y la salud, por no hablar de la libertad.
—¿No podemos llevar con nosotros algo de plata? —Ita levantó la mano e inclinó la cabeza—. Mi señor, poseo cierta información que puede interesarte. Se trata de la bailarina, la heset asesinada en el pabellón del jardín.
—Podréis llevar con vosotros algo de plata —fue la respuesta del magistrado.
—La conocía vagamente. La tarde anterior a su muerte, me confió que los de Mitanni (y estoy segura de que dijo eso) la habían contratado para bailar.
—¿Los de Mitanni?
—Sí, mi señor; eso es todo lo que dijo…
Amerotke recogió la amatista sagrada y la sopesó con cuidado en sus manos.
—Debéis hallaros fuera de Tebas mañana a mediodía. Lo que llevéis con vosotros es asunto vuestro, pero, si regresáis, seréis ejecutados. Ahora, ¡fuera!
Los dos acusados salieron de la sala a la carrera. Shufoy se apresuró a cerrar la puerta tras ellos.
—Eres ágil como una mangosta, mi señor.
—No, no lo soy —respondió el juez mientras fijaba la mirada en la joya—. Pero te diré una cosa, Shufoy: mañana por la mañana voy a atrapar a un asesino. No tengo más pruebas que las que tenía para incriminar a Khety e Ita. ¡Que la diosa Maat me ayude!