CAPÍTULO II

He visitado Akharit; he viajado más allá de los límites conocidos del mundo. Allí me he encontrado hambre, sed y enemigos. Me he enfrentado a las hienas de rabo puntiagudo. He atravesado desiertos desconocidos, lo que me ha convertido en el primer hombre que ha hollado sus ardientes arenas. —El narrador atraía a su clientela bajo el sicómoro del vasto patio que se extendía frente al templo de Maat—. He visto grifos con cabezas humanas en la espalda, panteras aladas, guepardos con el cuello más largo que el de una jirafa, hienas con orejas cuadradas y rabos tan delgados como saetas. He escalado el Monte de Marfil…

Amerotke se detuvo para admirar al que tales cosas narraba.

—¡Otro Sinuhé! —se burló el heraldo Weni.

A Amerotke le hubiera encantado quedarse. Gustaba de escuchar esa clase de relatos para contárselos luego a sus hijos. Shufoy no dejaba de dar saltos, golpeando su parasol sobre la obsidiana negra con que estaba pavimentado el patio.

—¿Quieres quedarte a oírlo? —preguntó el magistrado.

—Quiero que tú te quedes a oír otra cosa, amo.

Amerotke señaló con un gesto a los heraldos.

—Pero… yo tengo cosas que hacer…

—Amo, esto es urgente. Se trata de Belet. —Shufoy se refería al cerrajero exiliado al que el juez había permitido regresar a Tebas—. Desea hablar contigo.

Amerotke dejó escapar un suspiro y recorrió con la mirada el amplio patio, una plaza gigantesca flanqueada por paseos de columnas y dotada de un extenso estanque de resplendentes aguas en el centro. Los constructores habían dado muestras de su inteligencia al integrar en el conjunto una gran variedad de árboles: sicómoros, acacias, terebintos y palmeras. Todos estos proporcionaban refugio y sombra de forma natural a los que montaban sus tenderetes con el fin de servir a los muchos visitantes y peregrinos que acogía el templo. Allí se daban cita todos los magos y los hombres alacrán de Tebas, así como los barberos, herbolarios y sacerdotes errantes. Había un grupo de bailarines que rodeaban un árbol y, al son de un caramillo, unían las manos para danzar en derredor con cierta torpeza, lo que era de esperar a la vista de sus cuerpos crasos y sudorosos. Vestían togas cortas desprovistas de mangas y taparrabos trenzados, y llevaban las muñecas y los cuellos ceñidos de brazaletes y collares. Uno de estos se rompió e hizo que se derramasen por el suelo las pesadas cuentas, para deleite de un grupo de ávidos pilluelos que no dudaron en pelearse por ellas, lo que provocó el final abrupto de la danza.

—Me es imposible ver a tus amigos —repuso Amerotke—. Si lo que quieren es darme las gracias, diles que lo hagan en el templo.

El resto de sus acompañantes, encabezado por Asural, se había vuelto para mirarlos expectante. Shufoy se puso de puntillas.

—Es muy urgente, amo. Belet posee información importante. Esta noche celebrará su noche de bodas, tras lo cual deberá regresar a la aldea para recoger sus posesiones.

Amerotke frunció los labios. Hacía calor y tenía la garganta seca. Los ojos de Shufoy brillaban de emoción. El magistrado solía tomarle el pelo, pero nunca infravaloraba el genio de aquel picaruelo a la hora de recolectar provechosos retazos de información.

—Han de hablar contigo de inmediato —le instó Shufoy—. Los dos, él y Seli.

—Muy bien. —Amerotke cedió con un suspiro—. ¡Prenhoe, Asural! —Señaló un puesto de cerveza colocado bajo una palmera—. Refrescaos junto con nuestros huéspedes.

Shufoy deslizó su mano sobre la del juez.

—¿Por qué no me has dicho nada de esto mientras aún estábamos en el templo? —quiso saber Amerotke.

Shufoy lo atrajo hacia sí.

—Amo, las paredes escuchan.

—¿No querías que Asural y Prenhoe supiesen nada?

El enano le dedicó una sonrisa traviesa. Amerotke dejó que lo guiase a través del recinto del templo. En el camino se cruzaron con un sacerdote de ojos furiosos que, con las manos levantadas, entonaba una confusa plegaria a un dios cusita desconocido. Bajaron por una callejuela estrecha y sombría que partía del mismo patio. El magistrado no ignoraba que se dirigían a una de las casas de comidas favoritas de Shufoy, un edificio cuadrado de piedra blanca provisto de cocinas, comedores y un agradable vergel en la parte trasera.

—Les he dicho que esperen aquí —aclaró Shufoy al tiempo que se deslizaba por la entrada.

Cruzaron la reducida sala, llena de fragancias, que hacía las veces de almacén. Allí pendían ocas, pollos y patos recién sacrificados, con escudillas colocadas bajo sus picos a medio abrir para recoger la sangre. El jardín del exterior era un paraíso en miniatura, partido por un canal por el que corría agua procedente del Nilo. Se trataba de un simple riachuelo que tenía la finalidad de mantener el frescor y el suave aroma de la hierba, los arbustos y las flores. Tras una valla contigua cubierta de plantas trepadoras, se veía una serie de cocinas de barro, alimentadas con madera y carbón y coronadas con parrillas sobre las que se asaban codornices, trozos de antílope, patos y perdices. Un niño pequeño, desnudo por completo, correteaba de un lado a otro con un cucharón rociando la carne con una salsa aromática, mientras el jardín recibía fragantes aromas transportados por el humo. Belet y Seli les esperaban en un banquito de madera situado bajo una palmera. Se hallaban sentados con las manos entrelazadas y, a pesar de su rostro desfigurado, Belet tenía un aspecto radiante de felicidad. Amerotke hubo de detenerlo para impedir que se postrase ante él.

—¡Un escabel para mi señor Amerotke! —gritó Shufoy a un grupo de sirvientes que se encontraba a la sombra de otro árbol—. Levantad las manos y agradeced a los dioses que vuestro humilde establecimiento se haya visto honrado por su augusta…

—Calla, Shufoy —susurró Belet con voz ronca.

El enano se rehizo y comenzó a dar saltitos avergonzado. Los sirvientes llevaron banquetas y colocaron una mesa cuadrada de cuatro patas entre los comensales. Amerotke pensó en los que lo estaban esperando, aunque no tenía más elección que aceptar la jarra de cerveza fría y las tiras de carne asada servidas sobre un lecho de lechuga y salpicadas de cebolla picada. Seli pidió cuchillos de cobre. Una vez que los sirvientes se hubieron retirado, Belet se inclinó hacia delante con el rostro perlado de sudor.

—Mi señor Amerotke, te estoy muy agradecido. Rezaré por ti todos los días de mi vida. —Apretó entre las suyas la mano de Seli—. Si nuestro primer hijo es varón, le pondremos, con tu permiso, tu nombre. Quemaré incienso en tu templo. Tu generosidad y tu bondad me han convertido en tu esclavo más fiel.

El magistrado agitó una mano.

—Eres un hombre libre —repuso con calma—. Ya te has redimido mediante el juramento. —Sonrió—. Llegarás a ser un célebre carpintero y tendrás muchos hijos. No me gustaría ser grosero, pero estoy muy ocupado. El día avanza y…

—Muy bien. —Belet bebió un sorbo de su cerveza, tras lo cual se tocó la frente a modo de saludo—. Mi señor juez, yo procedo de la aldea de los Rinocerontes, que, tal como sabes, se encuentra cerca de Tebas, al sur. Shufoy era inocente de todo crimen y pudo mantener su espíritu; muchos, sin embargo, han sucumbido a la desazón. Viven desfigurados y desposeídos de su libertad. Sus sacrificios no van dirigidos a más dioses que a Set, el dios asesino, o a Meretseger, la diosa serpiente que ataca sin avisar.

—Ya lo sé —señaló Amerotke—. Comunidades así no engendran sino proscritos. He oído referir historias de hombres con el rostro cortado a tiras que saquean a los caminantes solitarios y hacen la guerra a los súbditos del faraón. En los círculos de palacio, no son pocos los que apuestan por arrasar tu aldea y otros lugares semejantes.

—De cuando en cuando, nos visitan gentes de fuera —siguió diciendo Belet—. Los de nuestra condición consideramos extranjero a todo aquel que conserva el semblante que le han conferido los dioses. Contratan a mis semejantes para hacer algún que otro trabajo. También los había que acudían al lugar para gozar con nuestras mujeres, pues encontraban placentero el yacer con una persona desfigurada. Hace unos diez días, cuando las aguas del Nilo comenzaban a bajar, se me acercó alguien.

—¿Quién? —espetó Amerotke.

—Mi señor, no puedo decirlo. Aquello no es el mercado de Tebas, un lugar en el que la gente se reúna para hablar cara a cara, intercambiar un beso de amistad, escupirse en la mano y sellar un contrato. Fue al anochecer. Los dos enmascarados que llamaron a mi puerta permanecieron sentados en el exterior y no quisieron entrar. Traían un mensaje muy sencillo: debía dirigirme al Cubil de las Hienas poco después del crepúsculo.

—¿Qué interés tenían en acudir a ti? —quiso saber Amerotke—. Y, lo que es más importante, tú podías haberte negado a ir.

Belet apartó la mirada.

—Lo hizo muy a su pesar, mi señor —susurró Seli al tiempo que apretaba el brazo de su prometido—. Estaba desesperado y necesitaba dinero.

—No todo lo que hacemos es ilegal —añadió Belet, que jugueteaba con el nuevo collar de piedra pulida que llevaba puesto—. Necesitaba plata para pagar mi regreso a Tebas.

—¿Cómo conociste a Seli? —preguntó el magistrado lleno de curiosidad.

—A eso me refería. —El recién amnistiado exhaló un suspiro de alivio—. El padre de Seli traía muebles para que reparase los cierres. Sabía que provengo de una familia de muy buena posición y con los años acabé por ganarme su amistad.

—Y la de su hija —añadió Shufoy con aire pícaro.

—Entonces, el Cubil de las Hienas… —Amerotke retomó el hilo de la conversación.

—Se encuentra a poco más de un kilómetro de la aldea; es un crestón de roca en el que enterramos a nuestros muertos. Mis dos guías se encontraron allí conmigo. Me llevaron a una de las cuevas de las que está sembrado el lugar. Me vendaron los ojos y me llevaron a lo más profundo de la caverna. Entonces me di cuenta de que, fuera lo que fuese, lo que estaban planeando estaba al margen de la ley. Me ordenaron sentarme. Había empezado a refrescar, por lo que tenían un fuego encendido. El sitio aquel hedía a excremento de camello. Me dieron a beber buen vino. Recuerdo que la copa estaba resquebrajada, aunque, una vez que me bebí el contenido, me di cuenta de que los que habían llamado a mi puerta no eran de la aldea. Estuve un tiempo esperando en silencio. En el exterior comenzó a levantarse el viento. Uno de mis guías murmuró algo, tras lo cual oí los pasos que anunciaban a un tercer hombre. El recién llegado no pertenecía, ni mucho menos, a la aldea de los Rinocerontes. Nosotros tenemos nuestros propios olor, costumbres y modo de hablar. No se dirigió a mí por mi nombre, pero comenzó a alabar a mi familia y mi trabajo, en especial las complicadas cerraduras que sé hacer y la habilidad con que las abro.

—¿Qué quería ese hombre? —preguntó Amerotke.

—En primer lugar, me preguntó si conservaba las herramientas de mi padre, sus escoplos y sus mazos.

»—Señor —repuse—, en Tebas pueden comprarse útiles muy semejantes.

»—Claro que sí —respondió—, pero los que los usan no pueden ayudarnos. ¿Te gustaría ser rico? —siguió diciendo.

—¿Reconociste su voz?

—No, mi señor. Era áspera y amenazadora como el viento del desierto. Le pregunté para qué necesitaba a alguien con mi pericia.

»—Eso no es de tu incumbencia —se limitó a contestar.

»—¿Dónde queréis que vaya? —quise saber—. ¿Más allá de las fronteras de Egipto?

»El hombre se echó a reír.

»—Irás a un sitio en el que pocos han estado.

»Pregunté si era peligroso.

»—La vida es peligrosa —fue su respuesta.

Belet dio un sorbo a su jarra.

—No sabía qué hacer. Después de que me condenasen al exilio, no había hecho sino acatar la ley. Había evitado todo contacto con los alborotadores. Desde que conocí a Seli, no soñaba con nada más que con obtener el perdón.

—¿Qué ocurrió aquella noche? —preguntó el magistrado.

—Pregunté cuántos seríamos en total, pero tampoco quiso decírmelo. Me prometió que sería rico y podría dejar Egipto y llevar la vida de un próspero mercader allende sus fronteras.

Belet levantó la mirada y la fijó en los sirvientes que seguían congregados bajo el árbol. Estos desviaron la suya de inmediato, pues se pensaba que era de mal agüero mirar de frente a alguien con el semblante desfigurado. El exconvicto hizo un gesto con la mano.

—Puedes imaginarte, mi señor, por qué me sentí tentado.

Amerotke apoyó la jarra de cerveza fría contra su mejilla para mitigar el calor. Ya que conocía a Belet, se revolvió en su interior un asomo de sospecha. El hombre tenía sin duda buenas intenciones, pero había accedido a reunirse con aquel misterioso extraño. Echó un breve vistazo al cerrajero y adoptó una expresión calculadora. Se preguntó si había hecho lo correcto, si aquel hombre se había comprometido de verdad con la senda de la luz. Entonces se volvió hacia su criado.

—Dime, Shufoy: ¿En qué podrían estar pensando unos extranjeros para acercarse a la aldea de los Rinocerontes y pedir ayuda a tu amigo?

El hombrecillo, que había estado observando a un apicultor que trabajaba al otro extremo del jardín, hizo una mueca y parpadeó.

—¿En un robo, amo?

—¿Se te ocurrió eso? —preguntó el juez a Belet.

—Por supuesto.

Amerotke apuró la cerveza que quedaba en los bordes de la jarra. Los robos no eran extraños en Tebas: abundaban los mercaderes acomodados que guardaban en sus hogares cajas de caudales y cofres llenos de tesoros, bodegas y toneles atestados de ricos ropajes, piedras preciosas y especias.

—Vamos, Belet —insistió—. Deberías haberlo sonsacado.

—Se lo pregunté —repuso tembloroso— y le hice ver que las casas de los mercaderes y los acaudalados estaban bien guardadas.

—¿Y qué respondió?

—Además de reírse, me dijo que no habría guardas.

—¡Que no habría guardas!

Amerotke pensó de inmediato en la Necrópolis, la ciudad de los muertos, erigida tras el Nilo, con su colmena de tumbas llenas de objetos preciosos. Todos sabían de cuadrillas de forajidos que irrumpían en ella para saquearlas.

—¿Ladrones de tumbas? —inquirió.

Al rostro de Belet asomó una expresión avergonzada.

—También mencioné eso y él volvió a reírse. Esta vez sonaba más burlón.

»—¿De verdad crees —se mofó— que seríamos capaces de robar a las honestas gentes de Tebas?

»—Entonces, ¿dónde será? —pregunté yo.

»—En un lugar que pocos conocen. Bueno, ¿estás o no estás con nosotros?

»Le contesté que lo pensaría. El hombre me dio dos días y aseguró que regresaría.

Les distrajo un murmullo de voces de los sirvientes. Amerotke recorrió el lugar con la vista para descubrir que el revuelo se debía a la llegada del narrador que habían encontrado frente al templo. Había cubierto su piel bronceada con una toga de lino y llevaba el cabello negro recogido mediante una cinta dorada.

—Ya he hablado bastante —gritó jactancioso el recién llegado— y tengo la garganta tan seca como una arroyada del desierto.

El hombre gozaba a todas luces de una gran popularidad, según sugería la celeridad con que se afanaban los sirvientes por atenderlo. Shufoy alargó el cuello para mirarlo con envidia.

—Ojalá fuese yo capaz de contar historias como las suyas.

—Lo eres —contestó con sequedad Amerotke—. La diferencia es que las tuyas no se las cree nadie. Belet, continúa con tu relato.

—Dos días más tarde, volvieron a llevarme al Cubil de las Hienas después de anochecer. Me condujeron al interior de la cueva con los ojos vendados. Él me esperaba allí. Le dije que estaba nervioso y no tan hábil como debía. Lo presioné para que me diese detalles, pero lo di por imposible en cuanto comenzó a burlarse. Cuando pensé que había acabado, sentí una serpiente enroscándose en mi pierna.

»—¿Notas eso? —preguntó la voz.

»—Claro que sí, amo —respondí.

»—¿Guardarás silencio acerca de lo que te hemos pedido?

»—Amo, ¿cómo puedo contar lo que ignoro?

»—No seas idiota —repuso él—. Ya has perdido la nariz, y aún puedes quedarte sin orejas y sin lengua.

»Juré una y mil veces que mis labios permanecerían sellados. Entonces me sacaron de la cueva y me condujeron de nuevo a la aldea.

—¿Hablaron con alguien más? —preguntó Amerotke.

Belet sacudió la cabeza.

—No lo creo.

—¿Por qué me cuentas ahora todo esto?

—Porque yo me enteré —respondió Seli. Sentada con los hombros encorvados, había mantenido un gesto mohíno durante la confesión de su esposo—. No pude evitar regañarlo —sonrió—, ¡incluso antes de nuestros desposorios!

—Entonces fueron a buscarme —terció Shufoy— para que los aconsejara.

—Y les recomendaste que hablasen conmigo.

El magistrado cerró los ojos y se meció en el escabel. Le tentaba la idea de pasar por alto la información y considerarla una mera aventura descabellada, un proyecto de robo que nunca llegaría a hacerse realidad. Abrió los ojos y se quedó mirando a los novios.

—Pensáis que se trata de algo serio, ¿verdad? De algún sacrilegio, como, quizá, el saqueo de un templo.

—La Gloria de Anubis —intervino Shufoy—. La amatista sagrada que ha desaparecido.

Amerotke meneó la cabeza.

—No, no serían capaces de entrar en un santuario como el de Anubis. No solo cuenta con la protección de los soldados del templo, sino que, debido a la presencia de los mitanni, también se beneficia de la proximidad de la guardia personal de la reina-faraón. Los bandidos no tardarían en ser reducidos tan pronto pisasen los dominios del templo.

El juez se quedó mirando una abeja que volaba de flor en flor.

—Te lo he contado —aseguró Belet— porque quiero tener la conciencia limpia y puros mis labios y mi corazón. La soberana se ha mostrado muy piadosa conmigo y, si tuviese lugar un robo abominable, no podría quedar en paz conmigo mismo… —Concluyó con una voz temblorosa.

—Sin duda debe de tratarse de un latrocinio misterioso —admitió Amerotke—. En la ribera y los barrios bajos, no es difícil contratar los servicios de criminales y matones a cambio de un teben de cobre. ¿Qué puede haber llevado al cabecilla de esos ladrones a buscar ayuda en la aldea de los Rinocerontes? Sin duda, pretende que sean pocos los que conozcan su plan una vez que lo haya llevado a cabo. Si el robo no tiene lugar aquí, en Tebas… —el juez se rascó una ceja—, ¿dónde podría ser? ¿En las minas de plata?

—¡Señor!

Amerotke recorrió el establecimiento con la vista. Asural los había localizado y los estaba mirando. El magistrado dio las gracias a Belet y se levantó.

—Si te enteras de algo más… —Alargó la mano para estrechar las del novio y su desposada—. Os deseo una vida pacífica.

Dicho esto, se alejó para encontrarse con Asural. Shufoy los alcanzó cuando tomaron el sendero que los había llevado allí.

—Gran señor —exclamó altisonante—, tu piedad y tu sabiduría son dignas de alabanza. Belet vuelve a gozar del favor del faraón, al igual que su padre. Él…

—Gracias, Shufoy.

Amerotke se detuvo y apoyó la mano en el hombro de Asural.

—Si yo estuviera planeando cometer un robo para hacerme con un objeto precioso que me volviera más rico de lo que pudiese imaginar en mis sueños más descabellados, ¿adónde debería dirigirme?

Asural se encogió de hombros.

—¿A las casas de Tebas?

El magistrado pensó en su propio hogar, una mansión aislada de cualquier otro edificio por amplios jardines. Norfret no se cansaba de advertirlo de la necesidad de contratar a un número mayor de guardias y centinelas. Se preguntó si el lugar que estaba buscando sería parecido. Se hallaba alejado de Tebas y representaba una presa fácil para un grupo de asesinos y bandidos desesperados. Pero ¿para qué iban a necesitar a un cerrajero?

—Los heraldos esperan —insistió Asural.

Amerotke dio unos golpecitos en el hombro de Shufoy.

—He oído lo que me ha dicho tu amigo, aunque de momento no le encuentro demasiado sentido. Vamos, ahora tenemos otros asuntos de que ocuparnos.

En el jardín, el narrador devoraba un ganso asado y daba grandes tragos a una jarra de cerveza al tiempo que reía, charlaba con los sirvientes y coqueteaba con las criadas. De cuando en cuando, dirigía la mirada al lugar en el que estaban sentados Belet y su esposa, con las manos entrelazadas y las cabezas juntas, planeando su futuro. Los miró de hito en hito. Por el momento, no le preocupaban: no eran más que un par de desgraciados. No, determinó mientras daba un sonoro sorbo a la cerveza y lanzaba un guiño a una de las sirvientas: no le preocupaban. Sin embargo, habían hablado con Amerotke, el juez de la Sala de las Dos Verdades, y esa era una historia que debía referir a su amo.

Avanzado el día, en el Oasis de las Palmeras, situado en las Tierras Rojas, al este de Tebas, Tushratta, rey del pueblo de Mitanni, se bañaba en una laguna rodeada de datileras. Los sirvientes que la circundaban no perdían detalle de cada uno de los movimientos del monarca. Este exhibía su cuerpo de tal manera que sus criados pudiesen observar las heridas de guerra que había sufrido su belicoso soberano en la defensa y expansión de su imperio.

Tushratta se puso boca arriba y, a través de las palmeras, fijó su mirada en el cielo azul brillante, que se mostraba vacío a excepción de un buitre suspendido en la brisa con las plumosas alas extendidas. No pudo menos de preguntarse si no se trataría de una señal, un augurio del futuro.

Se dirigió al escriba que, sentado sobre un escabel, con un rollo de papiro en el regazo, un cuerno de tinta sujeto al cinturón y un cálamo en la mano, se encontraba como siempre alerta para recoger por escrito las palabras que pudiese dictarle su amo.

—¿Cómo llaman los egipcios a los buitres?

—Gallinas del faraón —repuso el escriba.

Tushratta cerró los ojos. Evocó el campo de batalla situado más al norte y los buitres que se congregaron, negros y voluminosos, como moscas sobre un cadáver.

—¿Saldrás a cazar esta tarde, mi señor? —quiso saber su mozo mayor de cuadras—. Las presas comienzan a escasear.

El soberano levantó una mano para pedir silencio. Se dejó llevar hacia la orilla de la laguna y se sentó sobre una cresta de roca que apenas asomaba en el agua para dejar que su cuerpo sintiera el balanceo de la corriente.

«Si fuese a cazar —meditó Tushratta—, no iría precisamente en busca de gacelas o antílopes». Se mesó la barba negra y cerrada con una mano que más parecía una zarpa. Su presa sería la joven reina-faraón. Anhelaba marchar sobre Tebas y, al igual que habían hecho los hicsos antes que él, convertirla en un mar de llamas. Saquearía los templos y derribaría palacios y mansiones hasta no dejar piedra sobre piedra. Profanaría la tumba de Tutmosis I. Apresaría a Senenmut, gran visir de Egipto. ¡Sí! Tushratta levantó la vista a los cielos: crucificaría a Senenmut o lo ataría a una estaca en mitad del desierto para convertirlo en pasto de leones y hienas. En cuanto a Hatasu, la reina-faraón… Tushratta entornó los ojos. Se sumergió en el agua y dejó que su frescor corriese por entre sus piernas. A Hatasu la llevaría a su serrallo para enseñarle quién era su amo.

Ante la sorpresa de los cortesanos que lo rodeaban, el rey hizo salpicar con furia el agua. Aquella batalla, recordó iracundo, había bastado para poner patas arriba todo su mundo. No había clan ni tribu en Mitanni, ni siquiera uno solo de los hogares de su gran capital, que no hubiese perdido a alguno de sus hombres. El número de heridos y mutilados parecía no tener fin. Las armaduras y los carros de Mitanni plagaban el desierto septentrional o se exhibían a modo de recordatorio, de trofeos de una victoria, en los templos y mansiones de Egipto. Antes de dirigirse al Oasis de las Palmeras, Tushratta había visitado las profundas criptas situadas bajo su propio palacio para contemplar los cofres vacíos del tesoro, cuyo contenido había gastado hacía mucho en armaduras, víveres y hordas de mercenarios. Todo había sido en vano. Las noticias de la victoria egipcia parecían haberse extendido incluso más allá del Verde Gigante y haber llegado a las tribus salvajes que habitaban al norte de Canaán. Aun así, él había tramado su venganza. Se había reunido con sus generales para hacer acopio de un escogido arsenal de carros, carretas, caballos, jabalinas, arcos y flechas. Asimismo, habían determinado qué huestes podían entrar en combate y en quién podía confiarse. Tras el recuento, Tushratta había llegado a la pesarosa conclusión de que la venganza, al igual que el cielo que se extendía sobre su cabeza, era hermosa al tiempo que inalcanzable.

—No podemos congregar a un ejército en condiciones —había admitido uno de sus generales—. Además, ¿qué sucedería si dejamos el reino sin defensa? —No quiso contestar su propia pregunta: lo más prudente era siempre dejar que Tushratta llegase a sus propias conclusiones.

—Si organizamos un ataque —había declarado el rey—, dejaremos sin defensa nuestras fronteras. Las tribus no dudarían en acudir como enjambres para saquear nuestras ciudades y aldeas.

—A eso debemos añadir las cosechas —había añadido otro general.

Sí: después de la recolección, los graneros y almacenes del reino continuaban vacíos. El soberano bajó la mirada y la fijó en el agua. Había conquistado el trono con uñas y dientes, sirviéndose de intrigas, asesinatos y traiciones. Incluso había hecho estrangular a tres de sus hermanastros para que no supusieran amenaza alguna. Tumbado en su enorme lecho de palacio, dando vueltas y más vueltas, había reflexionado sobre sus deseos de venganza con el convencimiento de que declarar otra guerra era inútil. La reina-faraón Hatasu había demostrado ser tan astuta y peligrosa como una cobra. Sus huestes la tenían por una diosa y ella había llegado a ruborizarse por su propio éxito. Si Tushratta decidía recurrir al enfrentamiento armado y fracasaba otra vez… Sintió el frío del agua que rozaba su espalda. Debía estar atento a los movimientos de los jefes de clan. La corte de Mitanni era poco más que una manada de lobos. Tras su derrota a manos de Hatasu, el soberano había recurrido a un pretexto tras otro con el fin de ejecutar a cortesanos, generales y capitanes dubitativos. El derramamiento de sangre había malogrado tal vez algún intento de sublevación o traición, pero sabía muy bien que los demás estaban a la espera.

—Tranquilízate y traza un plan —le había aconsejado su hermanastra Wanef—. Deja que Egipto engorde y se vuelva próspero y perezoso. Deja que el cuerpo de Hatasu se torne redondo y graso. Reúne tus fuerzas y espera. Un día, Egipto será tuyo y yo podré ver cómo juegas con su soberana en tu serrallo.

Wanef era su consejera mayor, al tiempo que su amante y su confidente. Cuando los exaltados abogaban por la guerra, ella aconsejaba la paz.

—Miente, inclínate, besa el suelo con tu frente; promete cualquier cosa por el momento —le exhortó.

El rey había aceptado a regañadientes. Su pueblo necesitaba la paz; sus mercaderes exigían poder viajar con seguridad por distintos territorios. En consecuencia, había hecho caso al ultimátum de Hatasu. Sus propuestas de paz resultaban humillantes, denigrantes. Tushratta se mostró dispuesto a acudir a Egipto, pedir audiencia con la reina-faraón, atender a sus condiciones y sellar cualquier proposición. El soberano había acabado por escucharlas todas. Sin embargo, una vez que se hubieron marchado los enviados, se había dejado arrebatar por un ataque de ira. Con todo, la princesa logró apaciguarlo de nuevo.

—Piensa —le instó—. Piensa en el futuro…

—Mi señor… —Uno de los escribas, preocupado por la expresión consternada de su amo, se había decidido a intervenir—. Mi señor, ¿qué sucede?

—¡El tratado de paz! —exigió Tushratta.

El escriba abrió el cofrecito que tenía al lado y, sin dejar que el papiro que sostenía sobre las rodillas perdiese el equilibrio, extendió el rollo. El soberano cerró los ojos.

—Léeme las condiciones.

El amanuense obedeció y Tushratta se complació por no sentir rabia alguna.

—¡Basta! —exclamó levantando la mano.

Wanef y los otros, pensó sonriéndose el soberano, tenían mucho que hacer en Tebas. A semejanza de los zorros que corretean por entre las rocas, se esconderían para volver a mostrarse poco después con objeciones y protestas. Pedirían tiempo, pero, tarde o temprano, acabarían por sellar el tratado.

—Dejemos que Hatasu piense que se ha salido con la suya —le había susurrado su consejera cuando la noche tocaba a su fin, con los labios besando casi la oreja de Tushratta—. Dejemos que se pavonee con su mampostero Senenmut: ya llegará nuestra hora.

—¡Pero para eso aún faltan años! —gruñó el soberano.

—La venganza es un plato que se toma frío —replicó ella—. Escucha, mi señor.

Entonces le enredó en una historia maravillosa protagonizada por Sinuhé, el viajero, y los mapas en los que había recogido con gran pormenor las rutas comerciales que atravesaban las Tierras Rojas en dirección a Kush y Punt, donde podían obtenerse especias preciosas para llenar enormes cofres; cartas que mostraban vías navegables secretas e incluso lo que podría haber allende el Verde Gigante. Tushratta la había escuchado ensimismado, pero las maravillas no acababan aquí: Wanef describió asimismo el templo de Anubis y su preciosa amatista sagrada.

—¿Qué darías —musitó ella— por tener en tus manos el orgullo de Egipto?

—¡Pero se darían cuenta! —protestó él—. Y Hatasu no tardaría en buscar venganza.

—Si puede demostrarlo —repuso su consejera.

El soberano estaba encantado. Era la primera vez, desde que había huido de aquel espantoso campo de batalla dejando a los muertos de Mitanni apilados en columnas tan altas como un hombre, que sentía el corazón rebosante de alegría y brotaba la risa de su interior.

—Y ¿cómo vas a hacerlo? —preguntó.

Wanef salió del lecho y se echó la sábana sobre los hombros. No era una mujer excepcionalmente hermosa, pero era tan buena seductora como estratega: astuta, sutil y original. El soberano tenía toda su confianza depositada en ella. Ella lo sacó del dormitorio real para guiarlo, a través del patio del palacio, a una mazmorra excavada a gran profundidad bajo los muros del edificio con el fin de mostrarle algo. Tushratta dio unas palmaditas antes de abrazarla con suavidad.

—Si puedes hacer esto por mí —susurró, no sin cierta violencia—, podrás tener lo que desees.

—No, no. Escucha, ¡y escucha bien!

Entonces le contó uno de sus intrincados planes. El rey le prestó toda su atención, admirado por la habilidad y delicadeza de sus argumentos. Ella urdió un entramado en el que se cruzaban la arrogante Hatasu y cierto número de espías y traidores, gentes cuya alma podía comprarse con facilidad. Tushratta envidió el modo en que su consejera había reunido retazos de información y había conducido a otras personas a su tela de araña. En lo más profundo de su ser, se arrepintió de no haber seguido su consejo antes de lanzarse a invadir Egipto a través del camino de Horus.

—¿Estás segura de que puede hacerse? —preguntó.

—Sí. Vamos a ir a Egipto, hermano, y, si hace falta, humillaremos el cuello y besaremos los pies de uñas pintadas de esa meretriz… al mismo tiempo que cometemos una vileza tras otra. Así ajaremos su lustre de gloria, y esa ramera egipcia no tendrá prueba alguna mientras los meses se convierten en años. —Agitó los brazos—. Todos estos hechos se harán públicos y el pueblo se reirá entre dientes mientras dice: «Los dioses no favorecen a Hatasu de Egipto». Se convertirá en el hazmerreír de sus enemigos. Siempre podrá patalear y exigir lo que desee —Wanef dio unas palmadas—, pero ahí radica lo hermoso del plan, hermano y soberano mío: ella habrá sellado el tratado de paz tanto como nosotros. Si protesta, estamos en nuestro derecho de gritar que nos está agraviando, que Hatasu de Egipto no mantiene su palabra y que no busca sino un nuevo pretexto para declarar la guerra. —Mediante gestos, describió el modo en que se harían y desharían las disputas—. Mientras tanto —siguió diciendo— el reino de Mitanni se tornará cada vez más fuerte. Criaremos más caballos de guerra, construiremos más carros, extenderemos nuestro comercio y llenaremos de riquezas nuestras arcas.

—¿Y si fracasamos? —preguntó, más cauto, Tushratta—. ¿Qué sucederá, queridísima hermana, si tus planes se quedan en nada?

Del rostro de Wanef desapareció cualquier expresión de placer y el soberano no ignoraba el porqué: él nunca perdonaba a los que lo defraudaban.

—Si fracasamos —replicó en tono brusco—, ¿qué podemos perder? ¿Cómo puede demostrar Egipto nuestra implicación? No podrán sino sospechar y apuntarnos con el dedo. —Dejó escapar una risita nerviosa—. Diremos que todo es mentira y declararemos que Egipto aún tiene sed de guerra.

—Será como un vino dulce —murmuró el soberano— que borrará de mi boca el sabor de la derrota. Con todo, ¿has pensado en los otros? ¿Qué pasará con Hunro, Snefru y Mensu? El consejo real ha decidido que te acompañen a Egipto. Se mostrarán de acuerdo con el plan, pero ¿podemos confiar en ellos?

Wanef se acercó y dejó que sus brazos rodeasen el cuello de Tushratta.

—Ahora, príncipe mío, discutiremos el asunto con mis señores Hunro, Snefru y Mensu…

Al recordar todo esto, el rostro de Tushratta dibujó una sonrisa de placer. Extendió las manos y dejó que su cuerpo se hundiese en las aguas del oasis.

—¡Mi señor!

Levantó la mirada para observar al capitán que se hallaba de pie en la orilla de la laguna.

—¿Qué sucede? —quiso saber.

—Han llegado enviados de Tebas.

Tushratta hizo apartarse a los demás con un gesto. Empujó el paño de lino hacia el capitán y, una vez que todos se hubieron marchado, salió del agua y se envolvió en él.

—Están esperando a las afueras del campamento —prosiguió el soldado.

—Descríbemelos —ordenó el soberano.

—Han llegado en dromedario y bien armados. Llevan el rostro oculto a excepción de los ojos. Aseguran venir de parte de la princesa Wanef y no hablarán con nadie que no seas tú.

—¿Cuántos son? —preguntó el rey.

—Solo tres.

—Lleva al cabecilla a mi tienda —ordenó Tushratta—. Haz que nos vigile alguno de los mudos.

El capitán se retiró sin dudarlo. El monarca tomó una túnica de brocado y se la echó sobre uno de sus hombros antes de dirigirse a su pabellón con paso ligero. Por el camino, le llamó la atención un grupo de enanos de piel negra congregados en cuclillas que parloteaban como niños formando un corro. No llevaban más ropajes que sus taparrabos, en los que habían ensartado pequeños cilindros. Tushratta se detuvo y dejó asomar una sonrisa al pensar en Wanef, Tebas y las travesuras que ella podía estar cometiendo en la ciudad. Hizo chasquear los dedos y, cuando el chambelán abrió la solapa que hacía las veces de puerta del pabellón, se introdujo en la fragante frescura del lugar. Se vistió y se sentó en un montón de cojines. Frente a él, había una mesa con una copa de vino de Jerú, frío y aromático; a su lado, un plato de ciruelas maduras. Tushratta esperó a que un sirviente hubiese probado y analizado este y aquella para empezar a comer y beber. Entonces se abrió la solapa de la tienda para dar paso al enviado de la señora Wanef, que, tras colarse en el interior como un fantasma, se arrodilló y tocó el suelo con la frente. El soberano dejó que permaneciese en esta postura durante unos instantes.

—Ya basta —le dijo—. Puedes incorporarte.

El recién llegado hizo ademán de quitarse la prenda con que cubría su rostro, pero el rey lo detuvo con un movimiento de su mano.

—Veo tus ojos —le advirtió—, y con eso me basta. Limítate a hablar: no hagas ningún movimiento y no correrás peligro alguno.

El mensajero pudo notar que la puerta de la tienda se abría a sus espaldas. Dirigió una fugaz mirada sobre su hombro para ver entrar a dos kushitas ataviados con sayas blancas y armaduras de piel. Ambos tenían preparadas sendas flechas en sus arcos.

—¿Traes un mensaje de Tebas?

El enviado volvió a inclinarse.

—Traigo importantes noticias, mi señor. Lo que es precioso para Egipto en estos momentos será precioso en breve para nosotros.

El soberano se esforzó en ocultar su emoción.

—¿Y los mapas?

—Lo que es precioso para Egipto, mi señor, será pronto nuestro.

—¿Pronto? —preguntó Tushratta.

—La señora Wanef recomienda cautela. Es mejor esperar a estar a salvo.

—¿Y qué hay del otro asunto? —quiso saber el soberano.

—Todo se está desarrollando según lo planeado, mi señor.

—¿Y el sarcófago de Benia?

—La señora Wanef está reclamando legítimamente que sea devuelto al cuidado del pueblo de Mitanni.

El rey cerró los ojos. Recordó el rostro de su dulce hermana, cuyo cadáver momificado yacía junto al de aquel gran matón que fue Tutmosis I. Hizo rechinar los dientes: el odio que sentía por Hatasu solo era comparable al que profesaba a su padre. No en vano Tutmosis también había enviado sus escuadrones rodados a través del Sinaí para asaltar los indefensos valles y las inermes aldeas de Canaán. No en vano había jurado saquear su tumba y hacerse con su corazón momificado. Tushratta lanzó un suspiro. Lo había intentado y había perdido, aunque Wanef estaba en lo cierto: los dioses le habían concedido una nueva oportunidad.

—¿Sabes qué debes hacer? —El monarca abrió los ojos.

—Sí, mi señor.

—¿Y el cerrajero?

En esta ocasión el mensajero parpadeó.

—Has fracasado, ¿verdad? —espetó Tushratta.

—Mi señor, tal como he informado a la señora Wanef, el adefesio llamado Belet ha recurrido en busca de perdón al señor Amerotke, juez supremo de la Sala de las Dos Verdades.

—¡Amerotke!

Tushratta miró a los kushitas apostados tras el mensajero. La princesa Wanef había pronunciado ese nombre repetidas veces. «De todos los consejeros del círculo real de Hatasu —le había advertido—, debes tener cuidado con dos: su amante, el mampostero Senenmut, y Amerotke, su principal magistrado».

—Cuando comencemos esta intriga —le había prevenido—. Hatasu recurrirá al consejo de Senenmut, y Amerotke no tardará en picotear como un buitre. No debemos perderlo de vista.

—Es de vital importancia —observó Tushratta con un gruñido— que ese cerrajero se doblegue ante nuestro yugo. —Tomó aire con gran estrépito y las aletas de su nariz se hincharon con fuerza—. Haz llegar nuestros saludos a la princesa Wanef. Ya tienes tus órdenes; ahora, vete.

El mensajero se retiró. Tushratta permaneció sentado unos instantes, metiéndose en la boca una ciruela tras otra y masticándolas ruidosamente. Pensó en Amerotke y en cómo podría librarse de él. Inmerso en sus reflexiones, bajó la mirada para fijarla en la copa.

—Hasta ahora, todo ha ido bien —musitó.

Levantó la cabeza y dio una palmada. Un chambelán entró apresurado en el pabellón.

—Esta noche haré un sacrificio. Di a mis sacerdotes que estén listos a la hora del crepúsculo.

El sirviente se retiró con una reverencia. Tushratta saldría al desierto aquella noche, capturaría a una doncella y la inmolaría a sus propios dioses oscuros para que lo ayudasen a confundir a los egipcios.