CAPÍTULO I

En la Sala de las Dos Verdades del templo de Maat, la diosa de la divina elocuencia, estaba a punto de aprobarse una sentencia de muerte. Amerotke, juez supremo de Tebas, se hallaba sentado en una silla baja tallada en madera de acacia. Sus cojines de tejido sagrado y color verde y oro estaban bordados con jeroglíficos que encomiaban las proezas de la diosa de la justicia. Los muros que rodeaban la sala servían de soporte a espléndidas pinturas y tallas, interrumpidas de cuando en cuando por elevadas columnas que representaban a los cuarenta y dos demonios del Duat: el Quebrantahuesos, el Devorador de Ánimas, el Engullidor de Sangre…; seres que moraban en las mansiones de los dioses, siempre ávidos de devorar las almas que se revelaban impuras al ser pesadas por Anubis en la balanza de la justicia divina.

Ante el juez supremo, se habían dispuesto diversas mesas de madera de cedro que sostenían las leyes de Egipto y las «palabras de la boca del faraón». Los documentos sacros no se hallaban en aquel lugar para que Amerotke pudiese consultarlos, sino para recordarle que dictaba sentencia en nombre del soberano. Los escribanos, amanuenses, alguaciles del templo y espectadores observaban de pie y en silencio al magistrado. Algunos de los escribas, sentados en un lateral, daban muestras de encontrarse incómodos ante la tensión. Daban tirones a sus túnicas blancas o inclinaban sus cabezas afeitadas sobre los pequeños escritorios. Prenhoe, el escriba más joven, pariente de Amerotke, estaba tan nervioso que comenzó a mover de un lado a otro las paletas de tinta roja y negra, los recipientes con agua y los afilados cuchillos destinados a cortar las hojas de papiro. Uno de estos cayó al suelo de mármol con un estrépito semejante al de un címbalo. El muchacho lo recogió y miró a su deudo con expresión compungida. El magistrado era una persona astuta, nacida y crecida en la corte y célebre por su talante justo y severo. A su rostro magro y oscuro asomó un incontenible gesto de enojo. Tenía la mirada baja, clavada en las puertas cerradas de la sala, y movía ligeramente los labios. De cuando en cuando, llevaba una mano al mechón de lustroso pelo negro trenzado de plata y verde que colgaba por encima de su oreja derecha. Amerotke exhaló el aire que tenía en los pulmones y se ajustó la túnica ribeteada en azul que le confería un aspecto elegante. Se puso cómodo en el cojín y la luz del sol, que entraba desde los jardines que flanqueaban el recinto, centelleó en la cadena de oro que llevaba al cuello. El pectoral de Maat que lucía en el torso fulguraba como si la propia diosa hubiese descendido a administrar justicia. El juez jugueteó con el anillo que representaba el emblema de la divinidad y, tras alargar las manos, tocó los manuscritos sagrados dispuestos ante él.

—Prisionero al que conocemos por Bakhun, ¿tienes algo que decir antes de que se dicte sentencia?

El joven, encadenado entre dos guardias, negó con la cabeza y, forzado por sus custodios, se inclinó hasta tocar el suelo con la frente.

—¡He pecado —reconoció entre sollozos— y mi falta me acompañará adónde vaya!

—Has pecado —repuso Amerotke— y has intentado escapar a la justicia del faraón.

Recorrió el tribunal con la mirada. Al fondo, cerca de la puerta, se hallaba Asural, el jefe de los alguaciles del templo. Ya había dado un paso adelante con objeto de llevarse al malhechor del recinto sagrado. El magistrado guardaba silencio, no por llamar la atención, sino en un intento de contener su rabia y su miedo. Lo primero se debía al carácter horrible del crimen perpetrado por Bakhun y la muerte atroz que habían sufrido sus víctimas; lo segundo, a que el delito agitaba negros fantasmas en su espíritu, escalofriantes pesadillas de su niñez en las que corría por un callejón perseguido por un perro rabioso. Este lo había alcanzado y, de no ser por la intervención de alguien que pasaba por allí… Amerotke cerró los ojos. Su esposa, Norfret, le decía que expulsase esos pensamientos de su cabeza. Con todo, al llegar la noche, aquellos sueños se colaban por debajo de la puerta como serpientes ávidas de enroscarse en su alma y poblar su descanso con aquellos ojos endemoniados, aquellas mandíbulas rebosantes de babaza, los labios retraídos, sus agudos dientes y las zarpas afiladas arañando sus rodillas. Siempre le habían gustado los perros, pero desde aquel día… Pestañeó: el tribunal lo miraba expectante.

—Bakhun —declaró—, no tenías más familiares que tus ya ancianos tíos y ellos te habían hecho su heredero. Incluso te habían reservado un lugar en su tumba de la Necrópolis para que pudieseis viajar juntos hacia poniente. Eran muy mayores y estaban enfermos. ¡Lo que has hecho ha sido una abominación!

—Yo no quería hacerlo —respondió el reo.

—Lo planeaste todo con mente maligna —replicó el juez—. Atrapaste a un perro rabioso, furioso y con la boca llena de espumarajos, y lo enjaulaste para llevarlo a la recoleta granja que tenían tus tíos en las afueras de Tebas. Protegido por la oscuridad, abriste la puerta y dejaste que entrara el animal. Las víctimas estaban demasiado débiles para resistirse. Ni siquiera fueron capaces de subir las escaleras o defenderse. El perro atacó y mató a ambos. Sus cadáveres aparecieron mutilados de un modo grotesco; hasta los embalsamadores han tenido dificultades a la hora de prepararlos para su postrero viaje. Habrías escapado de no haber sido por el carácter vigilante de los testigos que te vieron abandonar Tebas temprano, en un carro cubierto, el día que tus parientes fueron asesinados de forma tan horrible. No veo motivos para mostrarte clemencia: la justicia del faraón seguirá su curso. Las posesiones de tus tíos se venderán para cubrir los gastos de su funeral; el resto se destinará a la Casa de la Plata para que se distribuya entre los pobres.

Bakhun volvió a sentarse sobre sus talones. Amerotke lo miraba de hito en hito. En Egipto, era costumbre que las sentencias fuesen acordes con el crimen. Con el rabillo del ojo, el reo observó al Can Maestro, el guardián de la jauría sagrada del templo de Anubis. Amerotke lo había convocado en calidad de testigo experto.

—Asural —dijo el juez—, y tú, Can Maestro, ¡acercaos!

Los dos hombres se llegaron frente al magistrado. El segundo era una persona delgada y nervuda; tenía los pies embutidos en botas de campaña de cuero, un látigo en una mano y, en la otra, una lanza corta. Asural, por el contrario, iba completamente ataviado con el uniforme ceremonial de los alguaciles del templo. Se acercó con paso marcial; llevaba bajo el brazo su casco de bronce, como si estuviera a punto de cabalgar contra los enemigos del faraón. El sudor hacía brillar su cabeza calva y su rostro craso. Su gesto reflejaba el estado de ánimo de su amo. Las noticias del abominable crimen se habían extendido en Tebas por todas partes. Bakhun no se había limitado a asesinar a sus familiares, sino que, al desmembrar sus cadáveres, había entorpecido sobremanera el viaje de sus tíos al mundo de los muertos.

—¡Asural, Can Maestro! —los llamó el magistrado—. Se ha encontrado a Bakhun culpable de asesinato y sacrilegio. No es más que un hedor que invade las narices de la reina-faraón, por lo que se hará justicia en su nombre. —Amerotke posó su mano en el medallón que llevaba en el pecho—. La palabra del faraón brota de los labios de ella. Seguirá su curso sobre la faz de la Tierra para que a nadie pase inadvertida su justicia. Can Maestro, lleva al prisionero al hogar de su tío. Una vez que lo hayas introducido allí, haz que tapien y sellen todas las puertas y ventanas.

»Antes de emparedarlo —prosiguió tras una breve pausa—, debes capturar dos perros rabiosos en las calles de Tebas. En calidad de cómplices de su crimen, se convertirán en sus compañeros para la última hora. Esta sentencia deberá cumplirse antes del crepúsculo. ¡Llévatelo!

Bakhun se abalanzó hacia delante con un estrépito de cadenas. Cuando los guardias lo apresaron, se puso en pie de un salto con el rostro trastornado por el miedo, aunque el silencio de la sala y el murmullo de los escribas daban a entender que ninguno de los presentes sentía lástima por él. Lo sacaron a rastras, sin que dejase de vociferar y proferir maldiciones.

Amerotke se relajó. El tribunal tardó unos instantes en recobrar la calma. Prenhoe se puso en pie para retirarse, con la mirada fija en la gran clepsidra, un recipiente enorme con un babuino tallado en la parte frontal, situado en un extremo del pórtico que daba a los jardines. El magistrado lo observó mientras se alejaba, deseoso de poder seguirlo a los vergeles del templo, verdaderos paraísos, y sentarse bajo un tamarindo. Tal vez fuera soplase la brisa; tal vez hiciera fresco. Miró al escriba mayor e indicó con un gesto que la sesión podía proseguir. Asural había regresado, después de dejar a Bakhun en manos de los guardias del templo. El juez se preguntó cómo podía no pasar calor con el ajustado peto de piel y la saya del mismo material, por no hablar de las grebas que cubrían sus espinillas. Asural, que también formaba parte de su familia lejana, se mostraba muy estricto en lo tocante a la disciplina y la corrección en el vestir. Tal como había indicado Amerotke a Norfret: «Preferiría morir de una insolación a violar el reglamento».

El magistrado recordó cuál era el siguiente caso y musitó una oración para pedir paciencia. El escriba mayor se puso en pie.

—Que se acerquen los que vienen en busca de la justicia del faraón.

Las puertas de madera de cedro situadas al fondo de la sala se abrieron. Caminando como un pato, se abrió paso a través de ellas el enano Shufoy, que llevaba parasol y bastón. Iba ataviado con sus mejores ropajes, un vestido de pura lana que cubría del cuello a los tobillos su pequeño cuerpo. Lucía sandalias nuevas y una capa azul marino sujeta con elegancia alrededor del cuello. Amerotke lo había instado a no aparecer en el tribunal sin afeitar ni envuelto en su acostumbrada colección de variopintos harapos. Nada agradaba tanto a Shufoy como parecer un indigente y, en este sentido, contrastaba por completo con el juez, del que era amigo, sirviente, consejero y heraldo. Se adelantó con un caminar pomposo, haciendo caso omiso de las risas acalladas. El gesto de Amerotke se mostraba serio, aunque profesaba una gran simpatía a aquel hombrecillo de cuerpo pequeño y achaparrado; su cabello, a despecho del aceite con que lo había ungido, estaba desordenado, y no había nada capaz de disimular la espantosa deformidad de su rostro. Antaño había trabajado como peletero. Tras haber sido víctima de una falsa acusación de crimen, se le cortó la nariz y tuvo que sufrir destierro con los demás rinocerontes en el complejo amurallado en que vivían al sur de Tebas. Amerotke había investigado el caso y, tras determinar la inocencia de Shufoy, lo había llevado a su propia casa a modo de compensación, atraído por su fascinante personalidad. Era un verdadero camaleón, capaz de mostrarse con igual facilidad como el arrogante heraldo del juez supremo o como el estafador que vende falsas pociones y amuletos a los incrédulos de Tebas.

Shufoy se detuvo, se arrodilló y se prosternó ante el estrado del juez. «¡Que Maat me asista! —pensó Amerotke—. Por favor, Shufoy, no empieces». El hombrecillo levantó la cabeza e hizo un guiño a su amigo. Su desfigurado rostro se vio transformado por una horrible sonrisa, a la que el magistrado no dudó en responder.

—¿Qué te trae ante mí?

—Oh, gran juez de Tebas, encarnación de la sabiduría de Maat, súbdito bienquisto de la reina. —La honda voz de Shufoy se elevó por toda la sala—. Tú, que has mirado al rostro de la divina y has sentido el calor y la fuerza de su amistad, juez supremo de la Sala de las Dos Verdades, sumo sacerdote de Maat…

—¡Ya basta! —espetó Amerotke—. Di qué es lo que te trae por aquí.

Shufoy, con el rostro convertido en una máscara de servilismo, volvió a ponerse de rodillas; el parasol y el bastón descansaban a un lado. Extendió las manos con un gesto histriónico.

—¿Qué te trae por aquí? —repitió el juez. Entonces clavó su mirada en uno de los escribas, que había dejado escapar una risita—. Oiremos tu petición en silencio.

—Soy Shufoy, paje y desdichado siervo del gran señor…

—Voy a contar hasta treinta —lo interrumpió Amerotke—; si para entonces no has expuesto qué es lo que te trae ante este tribunal…

El interpelado no pasó por alto la mirada de advertencia del magistrado.

—Mi nombre es Shufoy —farfulló—. Represento a Belet y a Seli. Belet es cerrajero y conoce muy bien su oficio —siguió diciendo—; Seli pertenece a una buena familia: su padre es cortador de papiros.

—Veintitrés… —contó Amerotke a modo de amonestación.

—Desean desposarse.

El declarante adelantó el labio inferior, lo que constituía un signo evidente de que estaba perdiendo la calma. Llevaba varias semanas esperando con ansia ese momento. Lo embelesaba el carácter dramático de aquel tribunal, su solemne majestuosidad. Por encima de todo, le costaba resistirse a la oportunidad de mofarse del más grandilocuente de los maestros. Amerotke sabía bien lo que iba a pedirle; solo deseaba que pudiese exponerlo de un modo rápido.

—¿Y qué problema aflige a los contrayentes?

—¿Puedo presentarlos ante el tribunal? —preguntó Shufoy.

Amerotke levantó una mano.

La joven que entró en la sala no carecía de belleza: era esbelta y poseía unas facciones agradables. Llevaba puesta su mejor peluca ungida de aceite y, como única prenda de vestir, una toga blanca de lino. El muchacho que la acompañaba iba ataviado con una túnica de lana que le cubría hasta poco más abajo de las rodillas, aunque su rostro se hallaba oculto tras una máscara de cuero. Uno de los guardias se adelantó para susurrarle algo al oído y el enmascarado se descubrió el semblante. Amerotke cerró los ojos. En otro tiempo, el joven debió de haber sido agraciado, tal como dejaba suponer su recia fisonomía; sin embargo, al igual que Shufoy, había sufrido la amputación de su nariz.

—¿Te han condenado? —preguntó Amerotke, haciendo caso omiso de la apagada protesta de los asistentes.

—Soy cerrajero.

El magistrado pudo vislumbrar el dolor que reflejaban los ojos de Belet.

—Te he preguntado cuándo te condenaron.

—Hace cuatro años, señor.

Uno de los guardias dio un paso al frente para obligar al declarante a arrodillarse, tal como dictaba la costumbre cuando alguien se dirigía al juez del faraón. Amerotke levantó una mano y sacudió la cabeza.

—¡Prosigue!

—Cometí una serie de crímenes —siguió diciendo Belet—: entraba en las tiendas y las casas de aquellos a los que vendía cerrojos.

—¿Por qué? —quiso saber Amerotke.

—Mis padres habían caído en la pobreza. Mi padre bebía demasiado y no tenían tumba.

El juez asintió con la cabeza. Una de las causas de la profusión de crímenes era el abrumador deseo por parte de los comerciantes prósperos de Tebas de asegurarse una tumba apropiada en la Necrópolis situada al otro lado del Nilo.

—¿Y has pagado ya por tus crímenes?

—Sí, señor.

—¿Entonces?

—No puedo vivir en Tebas, ni tampoco casarme; no puedo mantener mi oficio. —Belet se hincó de hinojos, sin intención de dramatizar, sino movido por un sincero sentimiento de súplica—. He venido para implorar la clemencia del faraón. Ya tengo mi herida. —Señaló con un gesto la cicatriz que le desfiguraba el rostro—. He soportado el exilio y estoy preparado para asumir los más solemnes votos. No son pocos los que pueden atestiguar —siguió declarando de forma arrebatada— que mi comportamiento ha sido intachable durante los últimos cuatro años.

Amerotke levantó una mano. Asural y Prenhoe habían investigado el caso; el joven no mentía: no había estado involucrado en ningún delito.

—Dictaré sentencia —declaró Amerotke, que, tras fijar la mirada en Seli, sonrió—. Tú amas a Belet, ¿no es así?

—Sí, señor.

Amerotke era consciente de la turbación de la muchacha, pues tenía el rostro surcado de sudor.

—Este es mi veredicto: Belet asumirá los votos más solemnes. Aquí, en el templo de Maat, jurará no cometer fechoría alguna. Los escribas redactarán una revocación de la sentencia anterior. Se hará antes de que caiga el crepúsculo. ¿Sabes lo que te espera —preguntó a Belet en tono de advertencia— en caso de que se rompan estos votos? El destierro perpetuo de Tebas y la confiscación de todos los bienes del infractor.

Shufoy, temeroso de que su presencia hubiese pasado a un segundo plano, se puso en pie de un salto.

—¡Oh testigo de la sabiduría del faraón! —gritó—. Colmemos de agradecimiento y elogios al gran señor Amerotke, que camina por la verdad y ha mirado a la cara a…

—Desalojad el tribunal —ordenó el magistrado.

Tras levantarse de su asiento, indicó con un gesto que la sesión había concluido, caminó hacia su izquierda y se introdujo en los misteriosos pórticos que conformaban su propia capilla lateral privada. Gustaba de descansar allí, en aquella cámara espaciosa de basalto blanco y elevado techo cóncavo pintado de color glauco. Los muros se hallaban decorados con imágenes de la diosa Maat atendiendo a su padre, Ra. El lugar contaba con una pila de agua bendita, mezclada con natrón, sobre una mesa de ofrendas, así como con escabeles y cojines. En el centro, sobre el altar, descansaba la barca empleada para transportar a la diosa. Tras esta se hallaba la naos, el armario sagrado o tabernáculo en que se guardaba la estatua de Maat, fabricada en oro y plata. Amerotke tomó de la mesa el recipiente del incienso, se arrodilló ante la naos y espolvoreó con él el carbón de combustión lenta que ardía en la bandeja de cobre. Observó los remolinos que formaba el humo.

—Que mi plegaria —murmuró mientras se arrellanaba en los cojines— se eleve como el dulce incienso ante tus ojos.

Posó la mirada en la hermosa representación de la diosa de la verdad ataviada con su vestido talar de oro. Admiró el brillo de su negra cabellera, su bello rostro alargado, sus labios carnosos, sus ojos bajos perfilados en negro y los brazaletes, las ajorcas y las sandalias con los que los sacerdotes habían adornado la estatua. El juez sonrió. Siempre que rezaba, aquella escultura le recordaba a su esposa, Norfret. En cierto modo, esperaba que aquellos labios se moviesen y aquella hermosa cabeza se volviese para hacer que sus oscuros ojos lo mirasen con coquetería. Dejó escapar una leve risita, al tiempo que se preguntaba si adoraba a la diosa, a su mujer o a ambas.

Amerotke hacía lo posible por vivir en la verdad. Amaba a su esposa y a sus dos hijos, Ahmose y Curfay. Se esforzaba por ejercer las labores de su cargo lo mejor posible sin caer en la presunción ni en una actitud orgullosa. Sumergió el dedo corazón en la pila de agua bendita y se lo llevó a los labios. Hacía lo posible por ceñirse a la verdad, pero a veces resultaba muy difícil. Recordó el caso con el que se había enfrentado poco antes: aquel crimen repugnante, los ancianos atrapados en su casa con aquellos perros que clavaban en ellos sus mandíbulas, cubiertas de babaza por la rabia. Amerotke se quitó el pectoral y el anillo para colocarlos en el suelo, a su lado. Recordó su propia experiencia, algo aterrador. ¿Dónde se encontraba él? Sí: corría a casa, en busca de su vieja niñera, una anciana medio loca que le contaba historias de un misterioso rey que habitaba en un bello oasis en las Tierras Rojas orientales. Cerró los ojos. Le faltaba muy poco para llegar a casa cuando la caracola dio la señal de alarma. Las puertas se cerraron de golpe. En su memoria resonaban los horribles pasos de aquel perro rabioso que lo perseguía, presto como una sombra, por la estrecha callejuela. Amerotke oyó llamar a la puerta, pero no prestó atención. Había regresado a la casa de las víctimas de Bakhun, a su silencio desgarrado por el horror de aquel asesino de dientes afilados. Comenzó a temblar. Abrió los ojos y se concentró en la estatua, pensando que debería rezar: Ahmose se hallaba enfermo, aquejado de una fiebre ligera. Shufoy había prometido proporcionarle un amuleto ungido de sangre de cocodrilo sagrado. Volvieron a llamar a la puerta de la capilla.

—¡Adelante!

Asural, Prenhoe y Shufoy obedecieron. Observaron la expresión de Amerotke y se sentaron con las espaldas apoyadas en la pared.

—¿Lo habéis hecho? —preguntó el magistrado.

—Sí —respondió el jefe de los alguaciles.

—Serás objeto de muchas críticas —añadió Shufoy en tono de advertencia.

—¿Por qué? ¿Qué otra cosa crees que podía haber hecho?

El enano se levantó con dificultad.

—No has comido nada. Puedo ofrecerte fruta, vino de Jerú… Conozco una casa de comidas…

Amerotke soltó una carcajada y se volvió para mirar a los recién llegados.

—¿Estás contento con mi segunda decisión, Shufoy? Tus amigos serán felices.

—Pienso emborracharme en sus desposorios… ¡y bailar!

El juez examinó con la mirada la pintura que había tras su amigo; representaba a un grupo de nubios ofreciendo obsequios al viejo faraón Tutmosis, sentado en su trono bajo la protección de las alas plumadas de Maat.

—Y ¿qué se dice por la ciudad?

—El señor Senenmut se encuentra en el templo de Anubis, reunido con los enviados del reino de Mitanni —repuso Shufoy—. Tushratta y su corte permanecen en el Oasis de las Palmeras.

—¿Y…?

—Corren ciertos rumores.

—¿Sobre qué?

—Sobre un asesinato perpetrado en el templo de Anubis.

Amerotke se movió intranquilo. La reina-faraón Hatasu había concedido una gran importancia a las negociaciones. Había derrotado al ejército de Mitanni, y el magistrado había estado presente en la magna victoria. De cuando en cuando, regresaba en sueños a aquella batalla y revivía el estrépito de los carros que embestían los flancos de las huestes enemigas; la visión de los maryannou, los «valerosos del rey», rematando de un modo salvaje a los heridos, y el suelo rocoso que se iba volviendo resbaladizo por la sangre que brotaba como el vino que fluye de un ánfora quebrada.

Su ensueño se vio interrumpido cuando alguien llamó a la puerta de forma enérgica. Shufoy volvió a ponerse en pie, la abrió y dio un paso atrás sorprendido. Entonces entraron dos hombres ataviados con túnicas de cortesanos. Tenían el cabello muy corto y adornado con una malla. Amerotke reconoció el emblema de las Sombras del Faraón, miembros del cuerpo imperial de heraldos y enviados, que portaban varas blancas, togas ribeteadas en rojo y grandes muñequeras ornadas con las insignias de Horus, el halcón, y el ojo de Osiris. El juez se levantó para darles la bienvenida. El primero de ellos era más bien grueso y escondía sus ojillos negros tras pliegues de grasa. Más que caminar, parecía contonearse como un pato. El segundo, más joven, tenía el rostro escuálido y era de constitución delgada; poseía una nariz ligeramente encorvada y unos ojos risueños, y su boca dibujó una amplia sonrisa cuando hizo una reverencia hacia los que se hallaban en la naos y, después, a Amerotke. El primer heraldo se mostraba más preocupado por el calor y se afanaba en darse aire con un abanico para refrescarse. El más joven permaneció de pie en ademán algo presuntuoso, con un pie ligeramente adelantado, como si estuviese a punto de recitar un poema.

—¿Tú eres…?

—Weni —repuso en tono brusco el hombre rechoncho.

—Está enfermo de la nariz —manifestó su compañero— y debería recibir tratamiento.

—Yo conozco remedios maravillosos —dijo Shufoy acompañando su ofrecimiento de una inclinación hacia delante.

—¿Eres médico? —preguntó Weni.

—¡Oh! Soy mucho más que eso. Conozco los secretos del ano, la nariz y el resto de los orificios. Solo tienes que tomar polvo de alacrán, mezclarlo con sangre de víbora y…

—Y estarás muerto antes de una semana —añadió Prenhoe.

Shufoy hizo ademán de protestar, pero Amerotke lo detuvo con un gesto de la mano.

—Y tú eres…

—Mareb —declaró el más joven—, heraldo personal de la divina Hatasu.

Dicho esto, extendió el brazo y abrió la mano para mostrar el contenido de su palma: el escarabajo decorado con el jeroglífico de la reina-faraón. Amerotke se inclinó para besarlo. Weni se apresuró a añadir que ambos actuaban en calidad de enviados personales de la divina Hatasu, destinados al campamento dispuesto por la comitiva de Mitanni en el Oasis de las Palmeras.

—Venimos del templo de Anubis. —Mareb sonrió.

—Ah, sí: las negociaciones… Van bien, imagino.

—Han ido bien —señaló Weni altanero, sin dejar de mirar a Shufoy.

—¡Calla! —espetó Mareb para apaciguarlo—. El señor Senenmut es la encarnación de la voluntad faraónica y estará…

—Sé muy bien quién es —respondió Amerotke—. Pero sigo ignorando qué es lo que os trae por aquí.

—Las negociaciones van bien —repuso Mareb—. El rey Tushratta o, más bien, sus enviados se encuentran dispuestos a ceder ante todo. Han presentado algunas exigencias, pero ninguna supondrá un obstáculo para el compromiso: se firmará la paz.

—¿Es cierto que se han cometido ciertos crímenes? —preguntó Amerotke—. He oído rumores al respecto.

—Tienes unos oídos muy despiertos, mi señor.

—Además, estoy impaciente. —Los invitó a sentarse con un gesto—. Habladme de los asesinatos.

Los dos heraldos se pusieron cómodos mientras Shufoy arreglaba los cojines. Amerotke tomó asiento frente a ellos, rodeado de su séquito.

—Sin duda has oído hablar de la Gloria de Anubis —comenzó a decir Mareb.

—¿Quién no? Se trata de una joya muy hermosa, una amatista sagrada del tamaño de un puño. Se halla pendiente de una cadena de oro ceñida a la estatua de Anubis que se guarda en una de las capillas laterales del templo. Es tan antigua como Tebas —repuso Amerotke—. Algunos afirman que la dejó allí la propia diosa…

—Y todo parece indicar que ha sido la propia diosa quien se la ha llevado —le interrumpió con descaro Mareb—. Tienes razón, mi señor —añadió enseguida—; no he pretendido ofenderte. La estatua se guarda en uno de los misteriosos pórticos del lugar; esta capilla se le asemeja mucho, aunque —señaló hacia la entrada— aquella cuenta con un estanque sagrado, muy profundo, en la entrada.

—Sí, he oído hablar de él. Y hay un sacerdote que custodia el santuario noche tras noche. La puerta está asegurada con un cerrojo de cobre de la mejor calidad, ¿no es así?

—Así es, mi señor. En el exterior se halla apostado un segundo sacerdote. El capitán de la guardia está encargado de patrullar los pasillos y galerías. Una de las sacerdotisas, la doncella del dios, proporciona un refrigerio al sacerdote del exterior.

—Pero no al de dentro, ¿o sí?

Mareb meneó la cabeza.

—No; el sacerdote que permanece en vela se encuentra encerrado en el interior desde la puesta del sol hasta el amanecer. Él mismo echa la llave y la guarda consigo.

—¿Y qué ha sucedido? —quiso saber Amerotke.

—Cada mañana, el sacerdote de vigilia sale de su reclusión con el fin de permitir a sus compañeros celebrar el servicio del amanecer. Sin embargo, nadie fue capaz de despertar a Nemrath. Se llamó al capitán de la guardia, a los sacerdotes de mayor rango e incluso al señor Senenmut. Ordenaron forzar la puerta. En el interior, encontraron intacto el estanque sagrado; tampoco hallaron pisadas ni huellas de ningún tipo, aunque sí al sacerdote Nemrath con una daga clavada en el corazón.

—Y la Gloria de Anubis había desaparecido.

—Sí, señor.

—¿Quién era el sacerdote del exterior?

—Khety: asegura no haber oído nada fuera de lo normal. Tras un breve sueño, rezó sus oraciones sin ser perturbado por revuelo alguno.

—¿Y la sacerdotisa?

—Su nombre es Ita. Llevó a Khety comida y bebida esa noche, y tampoco oyó nada.

Amerotke lo escuchaba presa de la perplejidad.

—Así que lo que tenemos es una cámara como esta, con un estanque sagrado ante la puerta…

—Sí, señor, y la puerta se hallaba cerrada desde el interior. Lo hizo Nemrath, que tenía consigo la llave.

El magistrado levantó la mano para pedir silencio.

—Sin embargo, a la mañana siguiente, y aunque el estanque estaba intacto, Nemrath había sido asesinado y la Gloria de Anubis había desaparecido. Los soldados que patrullaban los pasillos y galerías ¿no notaron nada extraño?

Mareb hizo un gesto de negación.

—¿Se encontró la llave en el cadáver de Nemrath?

—Claro: oculta en los pliegues de su toga.

—¿Y la puerta estaba cerrada a piedra y lodo?

—Sí, señor.

—¿Quién la forzó?

—El guarda del templo, cumpliendo órdenes del sumo sacerdote.

—¿Y no hay entradas secretas ni pasadizos?

El interrogado volvió a negar con la cabeza. Asural dejó escapar un silbido apagado.

—La divina Hatasu —observó Amerotke— debe de estar furiosa: la Gloria de Anubis es una reliquia sagrada.

—Eso no es todo —siguió diciendo el heraldo—; por supuesto, el dedo acusador apunta a los del reino de Mitanni. No es difícil imaginar el porqué, señor: también ellos rinden culto a un dios cánido; también para ellos es sagrado el chacal.

—¡Por supuesto! —El magistrado dejó escapar el aire de sus pulmones—. Y, si Tushratta se hace con la amatista sagrada, o incluso si la gente piensa que la tiene, la divina Hatasu se convertirá en el hazmerreír de todos.

—También circulan rumores —añadió Mareb— de que el templo está encantado. Hay quien afirma haber visto a Anubis, el chacal, merodeando por allí.

Amerotke hubo de morderse la lengua para no tachar la idea de absurda. En lo más hondo de su corazón, no creía en dioses con cabeza de chacal ni hechura de halcón. Solo creía en Maat, la verdad, pero prefería mantener en secreto sus convicciones.

—Así que —declaró— tenemos un robo, un asesinato y un sacrilegio. ¿Qué más?

—La misma noche en que robaron la Gloria de Anubis —terció Weni mientras movía su grasiento trasero sobre los cojines—, encontraron a la heset del templo, una bailarina, sin vida en el pabellón de los jardines. La habían envenenado, aunque no hay rastro de su asesino.

Creen que era veneno —puntualizó Mareb.

—Había escupido espuma —espetó Weni—. Y la de ella no es la única muerte misteriosa. También se han hallado emponzoñadas dos ovejas del rebaño del templo y algunos peces.

Amerotke cerró los ojos. Habían pasado dos semanas desde que asistiera a un banquete en el palacio real, la Casa del Millón de Años. Hatasu se había jactado de su condición de reina-faraón imperial y había declarado a voz en cuello que pediría cuentas a los habitantes de Mitanni y haría que se contasen entre sus aliados. Y, poco después, alguien se estaba burlando de esas negociaciones.

—Pero no han podido ser los del reino de Mitanni —sugirió Amerotke—. Tienen demasiado que perder.

—Nunca lo confesarán, ¿verdad? —opinó Asural.

—No, no lo harán. —El juez se mostró de acuerdo—. Bueno, ¿cuáles son vuestras instrucciones?

—Cuando pase una hora —respondió Mareb—, debes presentarte ante el señor Senenmut en el templo de Anubis para discutir algunos asuntos que tiene en mente.

—No me cabe la menor duda —declaró con sequedad el magistrado.

Se levantó, tomó el pectoral y el anillo y se los entregó a Prenhoe, que los depositó en un cofre situado en el rincón más alejado de la capilla.

—Decidme —Amerotke se arrodilló para atar el cordón de su sandalia—: ¿Se ha interrogado al sacerdote guardián?

—Sí, señor. No sabe nada.

El juez se puso en pie, con la mirada fija en la estatua de Maat, preguntándose cómo podía haber cometido el criminal un asesinato así.

—¿No hay ventanas? —Echó un rápido vistazo al rostro de Mareb—. No, por supuesto: no debe de haber ninguna. —Fue él mismo quien respondió su pregunta.

Weni señaló la puerta con un gesto.

—La del templo de Anubis —explicó— es aún más gruesa. Las hojas están hechas de la mejor madera de cedro, sujetas por ambas caras.

—Por lo tanto, no pueden retirarse. ¿Y qué me puedes decir del cerrojo?

—Estaba echado con tal seguridad —declaró Mareb— que no había modo de abrirlo sin forzarlo. —Su rostro alegre se tornó grave—. Nadie puede explicarse cómo ha sucedido. Algunos aseguran que Anubis recorrió su propio templo, asesinó a Nemrath y sustrajo la Gloria de Anubis. El puño de la daga que asesinó al sacerdote…

—¿Sí…? —preguntó Amerotke.

—Nadie había visto ninguno igual: era de color negro y tenía la forma de la cabeza de un chacal. ¿Qué piensas de todo esto, mi señor Amerotke?

El magistrado observó la estatua de la diosa de la verdad. No creía que Anubis fuese capaz de recorrer su templo, aunque no había duda de que Set, el dios del asesinato, había encantado su interior.