CAPÍTULO XII
El grupo de asaltantes estaba preparado. Se habían congregado en un bosquecillo de palmeras poco después del anochecer e iban envueltos en capas, con turbantes en la cabeza y los rostros cubiertos por paños. Estaban armados con dagas y espadas, aunque algunos llevaban asimismo arcos y aljabas. Ya habían revisado la larga carreta, así como sus ruedas, y untado el eje con grasa animal. Los dos bueyes habían sido seleccionados por su fuerza y buena salud, necesarias no solo para llevarse a los cautivos, sino también para perpetrar el otro delito que tenían en mente. El cabecilla reunió a todos. Apagada la reducida hoguera que habían encendido con estiércol seco de camello, el frío viento nocturno hacía temblar a los hombres. El jefe se mostraba intranquilo: no quería que nada saliese mal.
—Recordad —murmuró con voz ronca—: no dejéis que nadie os vea el rostro. Algunos tenéis marcas de mutilaciones que resultan demasiado reveladoras. No quiero que ninguno de los dos cautivos sufra daño alguno. —Sonrió tras la máscara—. Al menos, por el momento. —Entonces se dirigió a su teniente—. Quédate con el carro para tenerlo todo listo cuando regresemos.
Volvió a inspeccionar a cada uno de los hombres, así como sus armas, y se cercioró de que llevaban bien atadas las sandalias y las máscaras.
—¿Habrá sirvientes? —quiso saber uno del grupo.
—No lo sé —replicó el cabecilla—. Si los hay, también les acuchillaremos. —Respiró hondo—. Todo debe hacerse según lo hemos planeado —ordenó—. Si es así, mañana seremos tan ricos como príncipes.
—¿A qué viene todo esto? —inquirió otro—. ¿Por qué no nos lo puedes contar ahora?
—¡Ya os he contado bastante! —le advirtió—. Limitaos a cumplir mis órdenes y todo saldrá bien.
El que había preguntado hizo ademán de protestar, pero el cabecilla lo interrumpió levantando la mano.
—Ya he dicho bastante, y aún tengo cosas por hacer. —Hizo señas a su teniente y se retiró con él a un extremo del bosquecillo.
El viajero de las dunas, que se hallaba en cuclillas con la espalda apoyada en una palmera, se levantó al verlos llegar. Era un hombre pequeño y arrugado que desprendía un desagradable tufo a sudor y piel.
—¿Has hecho lo que te pedimos? —preguntó el cabecilla.
—Sí, amo.
—¿Has memorizado la ruta y tienes el mapa?
—Me la conozco como la palma de mi mano. No resulta difícil seguir las indicaciones.
Le tendió el tosco mapa garabateado en un trozo de papiro.
—¿Estás seguro? —insistió el cabecilla mientras lo introducía en la bolsa que llevaba a la cintura.
—Amo, si una mosca aterrizase en la arena, yo sabría decirte dónde está y cuándo ha llegado. Todo estará listo, pero va a ser peligroso.
—¿Por qué? —preguntó con inquietud—. El lugar está desierto. —Soltó una carcajada—. No hay guardias. —Dio al viajero una palmada en el hombro—. Tú estarás con nosotros, amigo, para garantizar que el mapa que tenemos es correcto. Espera y verás: ¡vas a hacerte de oro!
—¿Dónde nos encontraremos?
—En las Tierras Rojas, cerca del oasis de Riyah. ¿Sabes dónde está? Recibirás tu parte, como los demás, cuando todo se acabe.
El viajero de las dunas asintió y, cuando el cabecilla se daba la vuelta, murmuró:
—Y si no vuelves, puedo irme o, mejor aún, pedir audiencia ante los sacerdotes.
El jefe se detuvo, cerró los ojos y volvió a ponerse frente a él.
—¿Qué has dicho?
—Solo estaba bromeando —balbució—: allí estaré.
—Bien —murmuró el cabecilla. Mientras se alejaba, tomó al teniente por el codo para susurrarle—: Cuando se acabe todo esto, quiero que degüelles a ese hombre. —Y, cogiendo el mapa, lo estudió con pormenor—. Tiene sentido. —Tomó aire mientras estudiaba el minucioso trazo que marcaba el camino y la entrada a un tesoro tan espléndido—. Lo mataría ahora de no ser porque debemos asegurarnos.
Volvieron a unirse al resto del grupo. El cabecilla les dio algunas instrucciones en voz baja, tras lo cual salieron en fila del bosquecillo para escurrirse como sombras a través del suelo baldío y de los angostos callejones, pegados a los muros y encorvados. De cuando en cuando, se detenían en respuesta a una serie de señales acordadas. Se oyó el ladrido de un perro y un gato que hurgaba la basura en un montón de desperdicios arqueó el lomo antes de soltar un bufido. El grupo siguió avanzando. Al llegar a la encrucijada, fueron cruzándola en silencio uno por uno y volvieron a congregarse al otro lado para proseguir su viaje. Al fin, el cabecilla llegó a la puerta que daba al jardín de la casa de su víctima.
—Esta es la parte trasera —susurró—. Un jardincito pequeño.
Entrelazó los dedos de las manos y ayudó a los primeros a saltar el muro. Al ver al perro que se acercaba dando gañidos, soltó una maldición. Oyó un apagado juramento seguido del sonido de una porra al caer. Uno a uno, los demás miembros del grupo se fueron encaramando al muro, sin mirar siquiera al animal que yacía en el suelo, con los sesos fuera. El vergel estaba bien cuidado. A la tenue luz de la noche, se abrieron camino por entre las plantas aromáticas y las parcelas del jardín, el pozo y el estanque ornamental. La casa tenía dos plantas y un pequeño pórtico con columnas en la parte de atrás. El cabecilla tanteó si podía abrir la puerta, pero tenía la llave echada. Oyó un ruido: una voz apagada. Entonces se hizo a un lado; el cerrojo se abrió y en el umbral apareció una anciana medio encorvada de pelo gris frotándose los ojos. Desde el filo del pórtico, llamó con voz suave al perro. El cabecilla sacó la daga y se puso de pie tras ella; le pasó una mano por debajo de la barbilla y, en un abrir y cerrar de ojos, la mujer había muerto degollada. Depositó el cadáver en el suelo e hizo gestos a dos de sus hombres.
—Limpiad la sangre —les ordenó—. Enterrad su cuerpo y el del perro en el jardín. ¡Rápido!
Mientras tanto, él y los demás entraron a hurtadillas, pasaron ante los hornillos de barro de la pequeña cocina y subieron las escaleras. El pasillo de suelo encerado daba a tres habitaciones: una de ellas tenía la puerta abierta y estaba vacía; otra estaba cerrada con una reja. El cabecilla indicó con un susurro que debía de ser un almacén y condujo al grupo al dormitorio principal. Al correr el pasador de madera, la puerta se abrió con gran suavidad. Eso lo hizo sonreír: era evidente que se hallaban en la casa de un cerrajero, que debía de haber puesto cuidado en que la puerta no chirriase ni tuviese un gozne mal colocado. Entraron de puntillas y se dividieron para situarse en los dos costados del espacioso tálamo. La joven dormía boca abajo, con el rostro girado a un lado; al jefe le bastó con dirigir una mirada al otro ocupante para reconocer de inmediato a Belet.
—Es horrible incluso cuando duerme —murmuró.
Se disponía a hacer un chiste acerca de la facilidad que tenía para roncar sin nariz cuando recordó que entre sus compañeros había algunos que sufrían amputaciones similares. La mujer se revolvió para ponerse boca arriba. El cabecilla de los allanadores pudo admirar la suave curva de su cuello, sus pechos redondeados y la breve cintura. Retiró el velo de gasa y, cuando ella abrió los ojos, le tapó la boca con una mano al tiempo que colocaba la punta de su daga al lado del ojo de la joven.
—¡Calla, pequeña! —susurró.
Belet se despertó y levantó la cabeza. Al vislumbrar la mano del intruso abrió la boca para gritar, aunque también le mandaron callar. Entonces los bandidos los obligaron a salir del lecho.
—Atiende —lo conminó el cabecilla—: si gritas o intentas escapar, entregaré tu mujer a mis hombres. Ellos sabrán cómo disfrutar de tu nueva esposa antes de degollarla. ¿De acuerdo? Hasta que no asientas, no retiraremos las manos.
Belet hizo un vigoroso gesto de aceptación con los ojos desencajados por el terror.
—¿Dónde está Aiya? —preguntó mientras se incorporaba.
—¿Tu sirvienta?
—Sí; duerme en la planta de abajo. El perro guardián es suyo.
—Ya no —repuso el jefe—; el pobre bicho ha sufrido un accidente.
—¿Y ella?
—Me temo que le ha pasado algo parecido.
Seli abrió la boca para gritar, pero el intruso le apretó la daga contra la barbilla al tiempo que dejaba que la otra mano se posara sobre uno de sus pechos. Belet hizo ademán de apartársela de un manotazo, pero uno del grupo le agarró del hombro entre risotadas y lo volvió a sentar en la cama.
—Es tan hermosa como una ciruela —celebró el jefe de los asaltantes mirando a Belet de hito en hito—. Pero ya basta de cumplidos; has de venir con nosotros.
El cerrajero estaba ya despierto por completo.
—Te conozco —aseguró—; te he visto en el Cubil de las Hienas.
—En efecto. Te hice una propuesta y la rechazaste; ahora, sin embargo, no tienes elección.
—¿Por qué? ¿Qué queréis de un pobre cerrajero como yo?
—¡Vístete! —lo apremió—. Ven con nosotros y ya te enterarás.
Lo volvieron a sacar del tálamo. Los hombres murmuraron algún comentario procaz, pero el cabecilla los hizo callar. Entonces se limitaron a observar mientras el matrimonio se vestía a la carrera enfundando sus pies en sandalias. Los arrastraron hasta el jardín, donde les permitieron hacer sus necesidades, cada uno bajo la atenta mirada de dos del grupo. Entonces los volvieron a introducir en la casa a empujones. El cabecilla inspeccionó con celeridad la cocina y el almacén. Envolvieron pan, fruta y cecina en un paño de lino y entre todos bebieron un odre con agua y lo rellenaron con agua del pozo. El jefe de los intrusos salió para inspeccionar el trabajo de los dos que había dejado fuera: no había rastro alguno de sangre, ni tampoco del cadáver de la anciana.
—La hemos enterrado —observó uno de ellos— para que madure, se abra y abone el suelo.
El cabecilla asintió con un gesto y regresó a la casa para ocultar cualquier signo de allanamiento. Una vez satisfecho, volvió a la cocina y estudió los alimentos dispuestos bajo paños de lino. Meneando la cabeza, se dirigió al taller de Belet. Allí encontró el cofre donde el cerrajero guardaba sus útiles y los introdujo en un saco antes de salir de nuevo al jardín.
—Ya tenemos todo lo que necesitamos —anunció.
Obligaron a Belet a abrir la puerta del jardín. Los asaltantes cubrieron el rostro de sus víctimas para sacarlas al callejón. Regresaron al bosquecillo de palmeras y, haciendo caso omiso a las protestas y preguntas de Belet y Seli, los amordazaron, los maniataron y, tras meterlos en la carreta, los cubrieron con una sábana. Aterrorizados, cruzaron sus miradas mientras soportaban las sacudidas y los golpes del vehículo a medida que este avanzaba por las rodadas del camino. Se detuvieron un instante y el cabecilla les ordenó callar.
—Hemos llegado a las puertas de la ciudad —les advirtió—. No tardaremos en cruzar. Manteneos en silencio o moriréis.
No tardaron en reanudar un viaje que más parecía una pesadilla. El movimiento los hacía saltar de un lado a otro de la carreta; Belet, en ocasiones, tenía dificultades para respirar. Al mirar a su esposa, descubrió con alivio que se había desmayado. El frío se hacía más intenso a medida que avanzaba la noche y el aire que entraba del exterior secaba el sudor de sus cuerpos. Belet casi se había olvidado del Cubil de las Hienas. Había recibido el perdón del juez, y la vida marital le resultaba tan dichosa… Lloró pensando en Aiya. También rondó su memoria aquel sacerdote que lo había visitado. Tal vez no debería haber accedido a su petición. ¿No lo estaría castigando Anubis? Sus sollozos debieron de llegar a los oídos de sus secuestradores, que le asestaron un golpe en el hombro. Su esposa se removió gimiendo tras la mordaza.
Llegados a un punto, la carreta se detuvo. Entonces les retiraron la sábana y los trapos con que habían cubierto sus bocas. Les dieron sendas copas de agua. Belet miró a su alrededor y vio que la oscuridad se estaba disipando. Se hallaban fuera de Tebas: el desierto se extendía a cada lado bajo la luz de la luna, interrumpido de cuando en cuando por un afloramiento rocoso o un grupo de palmeras. Obligaron al cerrajero a tenderse y prosiguieron el viaje. Los secuestrados hubieron de soportar otra hora de tortura antes de que la carreta se detuviese. Cuando los sacaron de allí, tenían cortes por todo el cuerpo y los labios magullados. Seli cayó enseguida de rodillas, con el largo cabello negro dispuesto como un velo a cada lado de su cabeza. Se limitó a agacharse susurrando para sí. Belet se ahinojó a su lado y, tras rodear su cintura con el brazo, levantó la mirada para clavarla en sus secuestradores. Intentó protegerse con la mano del sol levante, pero no pudo ver más que a un hombre alto y fornido, con la cabeza y el rostro aún cubiertos a excepción de aquellos ojos burlones y crueles.
Belet volvió a observar a su alrededor mientras susurraba apelativos cariñosos al oído de su esposa. El oasis era pequeño pero fértil: en él no solo crecían palmeras, sino también arbustos y hierba. El resto del grupo se hallaba en la laguna, aplacando su sed. El cerrajero no pasó por alto que todos se esforzaban en darle la espalda en todo momento. Los oyó hablar y reconoció algunas de sus voces como las de la gente con que había tratado en la aldea de los Rinocerontes. De ellos podía esperar poca compasión: envidiaban su buena fortuna. Seli levantó la cabeza. Tenía el rostro surcado de lágrimas, sucio y magullado y sus suaves hombros y brazos presentaban todo tipo de cortes. El cabecilla se agachó.
—¡Miradme! —les ordenó.
Ellos obedecieron.
—¿Dónde estamos? —quiso saber el cerrajero.
El jefe de los secuestradores le golpeó la mejilla mientras deslizaba la otra mano para apretar el pecho de su esposa. Belet protestó hasta sentir el filo de una espada contra la nuca.
—Estás aquí para cumplir con lo acordado. —Las arrugas de sus ojos mostraban que debía de estar divirtiéndose—. ¿Sabes dónde estás, Belet? En el oasis de Riyah.
El secuestrado cerró los ojos y dejó escapar un gruñido. Se hallaban en las Tierras Rojas, lejos de cualquier pista transitada por viajeros y de las rutas que seguían las caravanas. Hasta donde alcanzaba su mirada, no había otra cosa que el ardoroso e inhóspito desierto. Aquel era un lugar propio de carroñeros, ya fuesen animales o humanos: una célebre guarida de malhechores y forajidos, así como de grupos de mercenarios vagabundos, moradores del desierto y viajeros de las dunas.
—Bien —murmuró el cabecilla.
Levantó la cabeza y se dirigió al hombre apostado a la espalda del cerrajero. Este se alejó para regresar con un saco que lanzó al suelo, al lado de Belet.
—¡Ábrelo! —le ordenó el cabecilla.
Belet obedeció. Enseguida reconoció sus útiles de trabajo junto con los de su padre: llaves, tenazas, intrincadas palancas de cobre en forma de tau y diversos tipos de cierre.
—Los he cogido de tu taller.
—¿Y para qué los necesitas?
De nuevo recibió una bofetada, y se llevó una mano a la mejilla magullada para acariciársela.
—Estamos en Riyah —prosiguió el jefe de los secuestradores en tono familiar—. No puedes escapar: si lo intentases, no tardaríamos en darte alcance y traerte aquí de nuevo. No nos costaría seguirte la pista, aunque siempre cabe la posibilidad… —se encogió de hombros— de que te encuentren otros antes: manadas de depredadores, como hienas o leones. —Levantó la mirada al cielo a través de las ramas de las palmeras—. Eso por no hablar de las serpientes o de los alacranes. Por otra parte, no tienes agua. Sin embargo, tal vez decidas quedarte aquí con nosotros. Tenemos dátiles, higos, pan y queso de tu cocina y toda el agua que desees. Si queréis, podéis arrullaros hasta el anochecer como tortolitos.
Belet fue a preguntarle algo, pero prefirió morderse la lengua. El cabecilla sonrió y le dio un golpecito en la cicatriz que tenía en el lugar de la nariz.
—Eres un alumno aplicado, Belet: aprendes rápido. No debes hacerme preguntas, ni a mí ni a ninguno de mis hombres: limítate a darnos respuestas. Ahora, tal como he dicho, os quedaréis aquí hasta poco antes del crepúsculo. Aún han de unírsenos más hombres, que traerán dromedarios y demás animales de carga. Regresaremos en dirección a Tebas y dejaremos que nos envuelva la oscuridad. Los dos nos acompañaréis. Cuando lleguemos a nuestro destino, Belet, harás lo que yo te diga, al pie de la letra. —Describió un rápido arco luminoso con la daga y apoyó la punta en el pecho de Seli—. De lo contrario, empezaremos a arrancarle la piel a tiras a tu encantadora esposa aquí mismo. Algunos de mis hombres la encuentran muy atractiva; sostienen que debe de ser una excelente montura y, si no te portas bien, tendrán la oportunidad de comprobarlo. ¿Harás lo que te pidamos?
El cerrajero cerró los ojos y asintió con un gesto.
—Sé lo que estás pensando —siguió diciendo el cabecilla—. Te preguntas adónde vamos y qué vamos a hacer allí. En fin, la curiosidad te mantendrá alerta. Si colaboras —observó con voz melosa—, recibirás tu recompensa cuando acabe todo esto y dejaremos que sigas tu camino.
Belet hizo cuanto pudo por ocultar su miedo. Sabía que aquel hombre planeaba algo atroz. Cuando todo hubiese acabado, él y su esposa no tardarían en morir.
—En esta vida todo es como un juego de apuestas —murmuró el cabecilla como si hubiese leído sus pensamientos—. Ya has pasado mucho tiempo bajo el sol, Belet: ahora les toca a otros. No tienes más elección que cooperar. Al salir de tu casa, eché un vistazo a la cocina. Habíais hecho pan y comprado comida… ¿Estabais esperando invitados? —preguntó volviendo a levantar la daga.
—Sí —respondió—. Iban a venir unos amigos: Shufoy, acompañado de Prenhoe…
Los ojos del cabecilla dejaron de sonreír.
—¿El enano? —preguntó escupiendo las palabras—. ¿El sirviente de Amerotke?
—Sí —farfulló Belet—. Su amo está fuera, llevando a cabo una misión para la reina.
—Ya lo creo. —El jefe de los secuestradores miró a la laguna—. Conozco a esa caquita de perro. —Irritado, se puso en pie de un salto y caminó hasta el borde exterior del oasis—. ¿Cuándo debía aparecer? —gritó por encima de su hombro.
—Avanzada la tarde.
El cabecilla llamó a dos de sus hombres. El cerrajero lo vio susurrarles algo y subrayar sus palabras subiendo y bajando el puño cerrado. Los dos salieron a toda prisa. Belet cerró los ojos: sabía adonde se dirigían; volvían a Tebas, a su hogar desierto, para esperar a que llegasen Shufoy y Prenhoe. El jefe regresó pavoneándose.
El secuestrado no pudo reprimir suplicarle:
—Por favor, Shufoy no ha hecho mal alguno.
Esta vez recibió una bofetada más fuerte. Seli se quejó y el dirigente de los forajidos la agarró por el cuello y apretó con fuerza hasta que Belet le rogó que se detuviera. Entonces la alejó de un empujón. Tomó el saco y vació su contenido en el suelo. El cerrajero hubo de reconocer que su grupo de proscritos había demostrado ser muy eficiente: ante él no había ninguna herramienta de carpintería ni ebanistería, sino solo de cerrajería. Se dio la vuelta para confortar a su esposa. Parecía aterrorizada y dejaba caer un hilo de baba de la comisura de sus labios. Belet lo limpió y acarició sus hombros con suavidad. El cabecilla dio unos golpecitos en la cabeza del secuestrado.
—Pronto estaréis solos, y entonces podrás confortarla. Quiero hablar contigo de llaves y cerraduras.
—Pero si apenas he forjado unas cuantas —declaró Belet—, al menos desde que me…
—Desde que te mutilaron. —Los ojos del cabecilla volvieron a brillar—. No quiero hablar de tus cerraduras, sino de las fabricadas por tu llorado padre. Venga, soy todo oídos.
***
—Te digo —insistió Prenhoe— que el sueño que tuve anoche fue extraordinario de verdad.
Agarró con una mano el codo de Shufoy y espantó al hombre alacrán que se dirigía hacia ellos con una bandeja de escarabajos colgada del cuello. Prenhoe intentaba distraer al enano, preocupado por no saber nada de su amo y haber oído de boca de cierto auriga los escalofriantes rumores que corrían acerca de un incidente en las Tierras Rojas. Finalmente, al menos, había podido sentirse satisfecho al saber que Amerotke había regresado sano y salvo a una de las mansiones reales, a la Casa de la Adoración, en la que pensaba mantener una serie de conversaciones secretas con la reina-faraón.
A Shufoy empezaron a sonarle las tripas. Estaba deseando que llegase la hora de visitar la casa de Belet, donde lo esperaba una suculenta cena. Por otro lado, sentía compartir invitación con Prenhoe, que farfullaba a su lado como un ganso. El hombre alacrán no parecía dispuesto a dejar que se deshicieran de él con tanta facilidad y regresó a toda prisa como un moscardón, pero, al ver a Shufoy levantar el parasol, se lo pensó mejor y echó a correr en otra dirección.
—Te lo puedo asegurar —insistió Prenhoe cuando se detuvieron ante un puestecillo de comidas. El propietario estaba asando grasientos trozos de carne de gacela sobre una cocina móvil.
Shufoy estaba tan hambriento que se le hizo la boca agua. La muchedumbre se apiñaba a su alrededor y, al ver a dos arqueros nubios del palacio que, con los arcos colgados del hombro, se abrían paso entre la gente del mercado, volvió a sentir deseos por saber qué debía de estar haciendo su amo. Un moscardón se posó sobre uno de los trozos de carne y el apetito de Shufoy se hizo menos acuciante.
—De acuerdo, Prenhoe: cuéntame qué has soñado.
—Estaba yaciendo con una hermosa muchacha cerca de las márgenes del río. ¡Era increíble lo que sabía hacer esa mujer con los labios! Entonces, la tierra se oscureció de repente; el sol se tiñó de negro y a mi alrededor surgieron extrañas luces encarnadas.
—Y supongo que la joven desapareció.
—Me vi solo y comenzaron a salir de la oscuridad feroces criaturas con cabeza de lagarto y cuerpo de hombre. Pensé que eran los devoradores que habitan el mundo de los muertos. Yo estaba en la más absoluta soledad y vi un carro que corría hacia mí. Entonces, por entre la oscuridad de la noche, apareciste tú…
—¿Por tierra o flotando en el aire? —preguntó el hombrecillo.
—Flotando; yo ni siquiera oía las ruedas. Los caballos tenían un color gris enfermizo y sus ojos brillaban como carbón encendido, en tanto que el vaho que salía de sus narices olía a incienso. Tú me agarraste y me subiste a tu lado para llevarme a un lugar en que reinaba la luz.
—Y esa muchacha… —preguntó travieso Shufoy—. ¿Hay alguna posibilidad de que se pase por mis sueños?
Prenhoe respiró despectivamente. Abandonaron la concurrida Avenida de las Esfinges para caminar por entre las angostas callejuelas laterales.
—¡Ya hemos llegado! —exclamó Shufoy deteniéndose ante el umbral de una casita de dos plantas aislada en un rincón de una lonja destartalada y mirando melancólico alrededor de ella—. Aquí vendían amuletos de amor antes de que me sobreviniera la desgracia. Conocía a una joven que vivía por aquí. Era tan escurridiza como una serpiente.
Shufoy llamó a la puerta, pero no hubo respuesta alguna. Entonces la golpeó con el parasol, aunque no recibió más contestación que la que le dio el eco.
—¿Estás seguro de que nos esperan?
—Belet siempre es fiel a su palabra. Quiere darme las gracias por todo lo que he hecho.
—¿Y si hoy no es un día propicio para hacer visitas? —apuntó Prenhoe—. ¿Hoy es el día en que el dios Thot sustituyó a la majestad de Atum en el Estanque de las Dos Verdades del templo? A veces me encuentro confundido; ya sé que no es el día que marca el aniversario del ataque de Set a Horas, aunque mañana sí que es el día en que Sekhmet la Destructora abrió sus ojos para desatar la peste sobre la humanidad…
—¿Tu cumpleaños? —preguntó el enano con aire inocente. Atravesó la plaza y observó el reloj de sol construido sobre un plinto de piedra—. Habíamos quedado a esta hora: cuatro horas antes del crepúsculo. Belet me ha dicho que si bebemos demasiado podemos quedarnos a dormir.
—Eso me recuerda el Día de la Esfinge —declaró quejicoso Prenhoe—. ¿No se supone que Belet debería estar en la puerta y recibirnos con guirnaldas de flores para que ornemos nuestros cuellos y una pastilla de perfume para nuestras cabezas?
Shufoy no lo estaba escuchando. Se rascó la barba desordenada y recorrió el callejón que daba a la puerta del jardín. Echó un vistazo a la pequeña estela de cobre colocada en la pared de un lateral, que representaba a Horus como un halcón posado en un disco dorado. El hombrecillo se sintió incómodo. Belet y Seli eran hospitalarios y muy amables: ya deberían estar en la puerta para darles la bienvenida.
—¿Dónde conociste al cerrajero? —preguntó Prenhoe.
—Cuando llegó a la aldea de los Rinocerontes —respondió Shufoy—. Es de buena familia, ¿sabes? Sin embargo, su padre le cogió gusto al vino fuerte. Era un hombre muy rico y, según me confió Belet, tenía pesadillas, unos sueños horribles. Dejó de afeitarse la cabeza y comenzó a beber desde que se levantaba hasta que se acostaba. Para cuando el hijo llegó a adulto, había derrochado toda la fortuna familiar.
—Yo tengo un familiar lejano con la misma clase de problema.
Shufoy ni siquiera lo escuchó; se limitó a abrir la puerta y recorrer el sendero que atravesaba el vergel.
—Ha estado cavando en el jardín —observó Prenhoe.
El enano echó un vistazo y se puso aún más nervioso.
No era la primera vez que visitaba aquel jardín y sabía que aquella parcelita constituía uno de los lugares favoritos de Belet para plantar hortalizas. Sin embargo, en esos momentos tenía el suelo removido de forma desordenada. Se introdujeron en la frescura del pórtico hipóstilo y Shufoy empujó la puerta de atrás.
—¡Belet! ¡Seli! ¡Aiya! —Sintió un escalofrío: había algo que no iba nada bien—, ¡Prenhoe! —susurró—. ¡Huele!
—No huelo nada —repuso el escriba.
—¿Y no es preocupante? —preguntó el enano en tono sombrío—. Según Belet, iban a preparar un verdadero festín. Y, si están fuera, ¿dónde se han metido Aiya y su feroz perrito? —Entró en la cocina—. Todo parece estar en orden —murmuró.
Palpó el hornillo de terracota: el carbón estaba amontonado y frío. Observó que habían sido retirados los paños de lino que cubrían la comida y que faltaban el pan y el queso. Sacó su daga. Prenhoe, alarmado, hizo otro tanto. Shufoy subió las escaleras que llevaban a la planta alta. Abrió la puerta del dormitorio y pudo ver los velos de gasa del lecho desordenados. La cabecera estaba tallada con la forma de dos leones en pleno rugido, uno en cada extremo. Miró al suelo y se percató de la suciedad que lo cubría. El cerrajero era un hombre orgulloso y gustaba de tener la casa reluciente. A Shufoy le dio un vuelco el corazón y se le secó la boca. Hizo pasar a Prenhoe al dormitorio y entre los dos registraron cofres y arcones.
El hombrecillo abrió la puerta del aposento para salir, y estaba a punto de hacerlo cuando vislumbró algo que se movía a su derecha. Levantó el parasol y golpeó a su agresor en el estómago al tiempo que el escriba daba un grito. A su espalda oyó entrechocar cuchillos. Echó una rápida mirada sobre su hombro para ver a Prenhoe forcejeando con un enmascarado con la cabeza cubierta. Oyó un ruido y volvió la vista hacia su atacante, que se acercaba agitando el cuchillo. Entonces se inclinó para embestir con el hombro el vientre del intruso. El silencio del lugar se había hecho añicos. Prenhoe gritaba como un verdadero soldado; a pesar de haberse formado como escriba y ser un creyente acérrimo de sus propios sueños ante todo, también había recibido parte de la educación propia de un soldado y no tardó en darse cuenta de que su oponente no gozaba de tal instrucción. El enmascarado no dejaba de arremeter contra él, pero usaba el cuchillo con gran torpeza. Mientras tanto, y usando el parasol a modo de lanza, Shufoy lograba llevar a su agresor hacia las escaleras. A este, se le hacía difícil ocuparse de aquel enano que empleaba el parasol con una destreza comparable a la de un veterano del faraón ducho en el uso de la lanza. Cada vez acometía con más brío, y el hombre retrocedía con paso desgarbado, presa del pánico. No se dio cuenta de que había llegado al borde de las escaleras y, al dar un salto hacia atrás para eludir una cuchillada de Shufoy, perdió el equilibrio y cayó rodando por ellas. Se golpeó con la pared de la planta baja y ladeó la cabeza hacia la derecha. A pesar de la distancia, el hombrecillo pudo oír el chasquido de su cuello al partirse. Se dio la vuelta con un rugido y corrió a ayudar a Prenhoe. El segundo atacante se aterrorizó. Lanzó su daga al escriba y, dando media vuelta sobre sus talones, corrió hacia la ventana que se abría al otro extremo del pasillo. Tuvo tiempo de abrir los postigos, pero Prenhoe fue más rápido. El intruso intentó poner un pie en el alféizar, pero al escriba, dominado por el furor de la batalla, no le costó aferrarlo.
—¡No! —gritó Shufoy—. Deja que…
Demasiado tarde: Prenhoe ya había levantado con ambas manos su daga para hundirla en el cuello descubierto del agresor. Este retrocedió entre sacudidas, golpes de tos y estertores. Se intentó apartar la máscara en un último esfuerzo por respirar, pero ya estaba escupiendo sangre. Dio un paso adelante tambaleándose antes de desplomarse.
Prenhoe y Shufoy quedaron unos segundos inmóviles, casi sin resuello.
—Ya te he dicho que mi sueño significaba algo —farfulló Prenhoe mientras se apoyaba en la pared y se llevaba las manos al vientre—. El rostro de lagarto de aquellos hombres…
—¡Calla ya! —le espetó el enano. Se acercó al hombre de la ventana, que yacía con los miembros extendidos sobre un charco cada vez mayor formado por su propia sangre. Le dio la vuelta y le retiró la máscara. El rostro que quedó al descubierto era delgado y feroz y estaba marcado por una cicatriz que le atravesaba la mejilla derecha. Registró el cadáver con detenimiento—. Nada —dictaminó—; un asesino profesional.
Bajó corriendo a por el segundo cadáver. Tenía el semblante sucio y sin afeitar. El ojo bueno estaba entrecerrado y el otro no pasaba de ser un hueco negro.
—¡Vaya par de sujetos! —gritó Shufoy al tiempo que registraba entre sus vestiduras—. Nada —repitió con un suspiro. Llamó al escriba para que bajase a la cocina—. Lo has hecho muy bien —añadió felicitándole—. Mi atacante era tuerto, ¡y yo que no hacía más que preguntarme por qué no era capaz de seguir el movimiento de mi parasol!
Prenhoe se había recobrado y se esforzaba en demostrar que su sueño no estaba equivocado. Shufoy levantó una mano.
—Tengo sed. ¡Y hambre!
Encontraron cerveza, pan y queso en la cocina.
—Ponlo todo sobre la mesa —le indicó el enano—: quiero asegurarme de que la casa está vacía.
Recorrió el hogar del cerrajero, pero no encontró otra cosa que los cuerpos agarrotados de los dos maleantes e indicios de la pelea que acababan de mantener en el pasillo que daba al dormitorio. Salió al taller, pero tampoco pudo ver nada extraño. Reparó en el cofre de madera de sándalo en que Belet guardaba las herramientas, su posesión más preciada. Shufoy estaba con él cuando lo llevó a su nuevo hogar. El enano levantó la tapa.
—¡Está vacío! —murmuró. Regresó a la cocina rascándose la cabeza.
Prenhoe y él comieron en silencio.
—¿Qué está pasando aquí? —exclamó Shufoy—. Belet y Seli han desaparecido, y otro tanto puede decirse de sus herramientas y de parte de su comida. —Se pasó la lengua por los labios para limpiarse—. Belet sería incapaz de volver a las andadas: Seli no se lo permitiría. Sin embargo, alguien se lo propuso en el Cubil de las Hienas, cerca de la aldea de los Rinocerontes. No se me ocurre otra respuesta: alguien ha venido a por él, lo ha secuestrado junto con su esposa y se ha llevado también sus herramientas. No tardará en cometerse el robo del que habían hablado.
—Tal vez han venido con la única intención de hacerlo callar —sugirió el escriba— y luego le han robado las herramientas.
—En tal caso, ¿dónde están los cadáveres?
Sintió un estremecimiento. Dejó la jarra de cerveza en la mesa y, seguido de Prenhoe, salió corriendo al jardín. Ambos se arrodillaron en la parcela de las hortalizas y comenzaron a escarbar la tierra. No tardaron en dar con la poco profunda sepultura en que descansaban el cadáver de la anciana, empapado en sangre, y, encima de este, el del perro con el cráneo aplastado. El joven escriba se volvió para vomitar; su compañero se puso en pie temblando. Miró hacia la casa y tuvo la terrible premonición de que jamás volvería a ver con vida a Belet y Seli. Se acercó a Prenhoe, le dio una palmadita en un hombro y lo condujo de nuevo al interior.
—¿Por qué han hecho eso? —preguntó casi sin voz mientras buscaba una jarra de agua para limpiarse los labios y la barbilla.
—Es una lástima que hayamos matado a esos dos sujetos —lamentó Shufoy sentándose en un taburete—. Creo que pertenecían a la taifa de la Aldea de los Rinocerontes. Entraron en la casa, asesinaron a la sirvienta y capturaron a Belet y a Seli; también se apoderaron de las herramientas de él, lo cual apunta a que intentan robar en la Casa de la Plata o alguna caja de caudales. La hornilla está fría —siguió diciendo—, y la casa, intacta, por lo que debieron de secuestrarlos por la noche.
—Pero ¿por qué dejaron aquí a esos dos asesinos?
—De una manera u otra, su cabecilla debió de descubrir que Belet tenía invitados. Ellos se quedaron aquí para encargarse de nosotros. ¿Por qué?
Prenhoe meneó sin más la cabeza.
—Eso quiere decir —prosiguió Shufoy— que, sea lo que fuere lo que tienen planeado, van a ejecutarlo en breve, tal vez hoy mismo, esta noche. Una vez realizado el robo, no creo que les importe si se descubre que Belet y Seli han desaparecido; de hecho, podrían acusar a mis amigos del crimen —manifestó tomando su jarra de cerveza y sorbiendo su contenido.
—Pero ¿qué sentido tiene dejar aquí solo a dos integrantes del grupo?
Shufoy tocó la cicatriz de su rostro y sonrió.
—¿Qué te resulta tan divertido? —preguntó Prenhoe.
—El hecho de no tener nariz —contestó el enano—. Sospecho que la mayor parte de la gavilla estará formada por rinocerontes. En caso de que el ataque fracasase, los cadáveres desfigurados revelarían la procedencia de los secuestradores.
—¿No deberíamos enviar a Asural y a algunos de sus hombres a la aldea?
Shufoy meneó la cabeza.
—Sería una pérdida de tiempo: descubrirían que faltan algunos habitantes, pero nadie sabría dónde se encuentran ni qué están haciendo. También quiere decir que no son muchos, pues solo han podido permitirse dejar aquí a dos hombres. —Le dirigió una sonrisa—. Debieron de pensar que un enano y un escriba de manos suaves no serían difíciles de eliminar.
—Y estaban equivocados, ¿no es verdad? —gritó Prenhoe.
—Sí que lo estaban, sí. Prenhoe, ve a buscar a Asural y dile que traiga a la policía. El cadáver de Aiya merece un entierro digno.
—¿Qué vas a hacer tú?
—Me voy a quedar aquí un rato.
El escriba no necesitó que se lo dijeran dos veces: estaba deseando alejarse de aquella casa, mancillada por el violento ataque y los espantosos cadáveres. El enano esperó a que se hubiese ido para registrarla de arriba abajo. Lo único que pudo descubrir fue un cofrecito bajo el lecho. Lo sacó y miró en su interior, aunque no encontró más que papiros que no parecían tener nada de extraordinario. Se trataba de cartas que Belet había escrito a Seli. Un rollo descolorido llamó su atención. Lo extendió sobre el suelo para estudiarlo con detenimiento; pertenecía a Lakhet, el padre de Belet. La primera parte presentaba la caligrafía propia de un escriba, aunque a la mitad empeoraba mucho y se tornaba casi ilegible. Era el borrador de una oración, uno de esos himnos de alabanza que tanto gustaban a cortesanos y funcionarios:
Te doy las gracias, Osiris,
oh señor bicorne,
portador de la gran corona.
Te agradezco que me hayas elegido,
a mí, Lakhet, tu humilde siervo.
Ha venido a mí la gloria del faraón.
He obrado para el gran constructor.
He creado puertas para los dioses.
Y mi obra ha sido bendecida…
El himno continuaba loando, verso a verso, al dios Osiris. También constituía una hábil vanagloria de lo que había logrado durante su vida el padre del secuestrado. Shufoy lanzó un suspiro, lo volvió a depositar en el cofre y dejó este de nuevo bajo el lecho. Miró a su alrededor. En una esquina, sobre una mesa de acacia de hermosa talla, descansaba una estatua de Anubis, el dios chacal. Sintió una punzada de terror. Se acercó a gatas para arrodillarse ante la representación. Entonces cerró los ojos y extendió los brazos mientras rezaba en silencio. Sabía que aquella casa había sido escenario de acciones deplorables: habían raptado a Belet y a Seli y los habían condenado a muerte. Se incorporó y abrió los ojos, preguntándose a qué se debía todo aquello. ¿Cuál era el robo que planeaban los secuestradores?