CAPÍTULO V
El médico cubrió el cuerpo de Snefru con un velo de gasa. Amerotke había estado horas esperando a poder hablar con él. Fuera, en los jardines, el sol comenzaba a ocultarse, el calor empezaba a remitir y los sacerdotes de Anubis se preparaban para el sacrificio vespertino. La canción de las bailarinas que danzaban ante la procesión resonaba por todo el templo.
Oh Anubis, a ti suplicamos.
Todos te honren, dios de la muerte.
¡Noble señor, gran Anubis!
¡Dios de toda infinitud!
Tú guías la Barca de los Millones.
Señor nuestro, dios de los muertos.
¡Fiel de las almas!
Es para el mundo tu gloria…
—… O lo que queda de ella —señaló el médico con amargura. Despidió agitando los brazos al ayudante que esperaba a que reanudasen el proceso de embalsamamiento—. El dios está disgustado con nosotros —prosiguió.
Tomó a Amerotke del brazo y lo introdujo en una pequeña despensa abarrotada de tarros de diversos tamaños para ofrecerle el único taburete mientras él se sentaba en una esquina de la mesa.
—¿Qué piensas? —le preguntó Amerotke—. Me refiero —añadió enseguida— a la Gloria de Anubis.
El rostro del médico, surcado de arrugas, se mostró aún más agriado.
—Llevo trabajando aquí, mi señor, desde que era un crío; primero en la Casa de la Luz y después en la Casa de los Escribas. La esmeralda era un bien valiosísimo para este templo. Nadie sabe de dónde vino, aunque no falta quien afirme que era parte de una roca enorme caída de los cielos.
—¡No cabe pensar que haya vuelto allí!
El cirujano se limitó a encogerse de hombros. Entonces se inclinó para atarse un cordón de la sandalia.
—Hay quien dice —murmuró— que ha sido el propio dios quien se la ha llevado.
—Lo dudo, y tú también.
—Sí, mi señor Amerotke: yo también lo dudo. La han robado, y las murmuraciones apuntan hacia los de Mitanni. La muerte de Snefru no hará más que empeorar las cosas.
—¿Por qué? —quiso saber Amerotke.
—El pueblo empezará a decir que los del reino de Mitanni robaron la joya y están recibiendo su justo castigo.
—¿Y cuál fue el castigo de Snefru?
—No lo sé: ni el vino ni las uvas contenían tósigo alguno. Hay arañazos y cortes insignificantes por todo el cuerpo de Snefru, mas son idénticos a los que podemos tener todos nosotros: picaduras de pulga, rasguños, antiguas heridas…
—¿Murió envenenado?
—Sí, mi señor Amerotke; así lo creo. Sin embargo, sigue siendo un misterio cuál fue el veneno empleado y cómo se administró.
El médico se levantó para cerrar la portezuela de madera y volvió a sentarse.
—Cuando era joven estudié muchas cosas. Una de ellas fue los venenos. Algunos pueden matar solo con aplicarlos sobre la piel y otros pueden acabar con la vida del hombre que los inspire. Los hay también que pueden administrarse por el oído. Algunos actúan despacio: pueden tardar días, semanas e incluso meses; otros matan —hizo chasquear los dedos— con la misma celeridad con que se apaga una lámpara de aceite. Nadie ha hecho una clasificación de los distintos venenos que están a nuestra disposición: el del áspid u otra serpiente, el que podemos extraer de las plantas e incluso de algunas frutas…
—Y esa es solo la mitad del problema, ¿verdad? —lo interrumpió Amerotke—. Snefru tenía una constitución fuerte, la propia de un guerrero, y es poco probable que se tumbase para dejar que lo mataran sin más. Lo más normal es que hubiera protestado, forcejeado, gritado: que se hubiera defendido. Sin embargo, no hizo nada de esto.
Amerotke se puso de pie, posó la mano sobre el hombro huesudo del cirujano y le dio un suave apretón.
—Padre divino, te agradezco lo que has hecho, y te estaré aún más agradecido si me hicieses saber todo lo que descubras.
—¿Dónde vas? —preguntó el médico.
Amerotke le dirigió una sonrisa por encima del hombro.
—Ni tú ni yo creemos que Anubis entrase en su templo para sustraer su propia amatista del misterioso pórtico en el que se custodiaba. Así que voy a cazar al ladrón.
El magistrado abrió la puerta, atravesó la sala de embalsamamiento y subió los escalones. Las sombras comenzaban a alargarse. El aire estaba denso, impregnado de olor a carne asada e incienso. Los sacerdotes y los eruditos paseaban por los paradisíacos jardines, disfrutando del frescor del atardecer. Amerotke se detuvo al oír el aullido de los perros.
—Amo…
El magistrado dio un respingo. Shufoy apareció de detrás de un arbusto, con un parasol en una mano y una bolsita de cuero en la otra, sonriente como Bes el dios enano.
—He estado esperando —dijo con voz quejumbrosa—. Mi corazón se moría de pena por no ver tu rostro.
Amerotke se agachó y limpió las migas que quedaban a cada lado de la boca de Shufoy.
—Y no has perdido la ocasión de comer dulces y dátiles ni de beber más vino de Jerú del que te conviene.
El enano se tambaleó ligeramente y parpadeó antes de responder:
—He estado esperando, amo.
—No me cabe duda. —Amerotke se incorporó.
—¿Volveremos hoy a casa? —preguntó Shufoy—. Me siento solo, amo.
De repente, una danzarina ataviada con una leve túnica sobre sus hombros desnudos surgió del mismo arbusto del que había salido el enano. Tenía la peluca algo torcida, el kohl de sus ojos desgastado y el carmín de sus labios difuminado.
—¡Lo he perdido! —exclamó, haciendo caso omiso de la presencia de Amerotke, al tiempo que se daba golpecitos en la muñeca—. ¡He perdido mi brazalete!
Shufoy intentó apartarla.
—Seguro que se ha caído detrás del arbusto —farfulló.
Riendo para sus adentros, el magistrado echó a caminar en dirección al foso de los perros. Atrás quedaron los gritos de la muchacha y las protestas del hombrecillo. Este, al final, acabó por alcanzar a su amo.
—Me sentía muy solo, amo, y ella parecía tan agradable… Le he dado un trocito de cobre para que se haga otro brazalete.
Amerotke agachó la vista para mirarlo.
—Y la has visto bailar, ¿no?
—En efecto, amo. Ya lo dijo el poeta: «El corazón siente la soledad, y más aún de noche, cuando el alma toma alas…».
—Gracias, Shufoy —lo atajó el juez.
—¿Adónde vamos?
—A ver perros.
Cruzaron los jardines del templo y, a su paso, hubieron de pasar junto a diversos graneros, prensas de aceite y de vino que impregnaban el aire de su olor. Las sombras de los sicómoros, las acacias y los acantos acogían a sacerdotes, acólitos, bailarinas y siervos. El sol se ocultaba con gran presteza y comenzaba a levantarse una fresca brisa. Amerotke vio a la delegación de Mitanni en uno de los pabellones que había en los jardines tomando un refrigerio al aire libre mientras discutían, con toda probabilidad, los sucesos del día.
—Mi señor Amerotke.
El magistrado se dio la vuelta para encontrarse con Mareb, el heraldo, que había surgido como de la nada.
—¿Qué quieres con mi amo? —Shufoy dio un salto al frente y sacó el pecho.
—Mi señor Senenmut —prosiguió el heraldo haciendo caso omiso del enano, que, hecho una furia, golpeó el suelo con un pie— acaba de abandonar el templo para dirigirse a la Casa del Millón de Años. Tus aposentos están listos en la Casa de la Quietud.
—Esta noche regresaré a casa —repuso Amerotke—: debo ver a mi mujer y a mis hijos; luego volveré aquí.
Mareb hizo una reverencia y dirigió a Shufoy una mirada de desprecio que este respondió con un gesto obsceno aprendido en las tabernas del muelle.
—No puedo soportar a los heraldos —observó desabrido—: son tan presuntuosos… —Dicho esto, corrió para situarse por delante de su amo—. ¡Abrid paso al señor Amerotke! —bramaba—. Al juez supremo de la Casa de las Dos Verdades, amigo del faraón y miembro del círculo real. ¡Él ha sido obsequiado con la sonrisa de la más beatífica de las mujeres!
El magistrado dejó escapar un gruñido y, aunque no impidió a Shufoy que prosiguiera, tampoco se dejó distraer por el escándalo que estaba provocando el enano. Salieron de los jardines, atravesaron las tierras comunales resecas por el sol y, tras pasar junto a un bosquecillo, cruzaron uno de los ríos dispuestos sobre los canales de riego que surgían del Nilo, hasta que se irguió ante ellos el gran muro que rodeaba el foso de la jauría sagrada. El aire transportaba su salvaje hedor y, de cuando en cuando, algún que otro gañido. Las gigantescas puertas de madera reforzadas con cobre del complejo se hallaban cerradas a cal y canto. Los guardias que había a cada lado les mostraron las lanzas al ver aproximarse a Amerotke, pero Shufoy les indicó que las apartasen y los hombres se relajaron.
—¿Dónde está el Can Maestro? —exigió el magistrado.
—Estoy aquí —respondió una voz desde el otro lado de la puerta.
Uno de los custodios se apresuró a abrir la cerradura. El cuidador de la jauría salió vestido con pieles. Llevaba un tridente de puntas afiladas en una mano y, apoyado en su hombro, un látigo de cuero enrollado. Sus manos estaban manchadas de sangre y el riesgo de contaminación le hizo mantener las distancias. Sonrió al tiempo que hacía una reverencia.
—Mi señor juez, es un gran honor para nosotros.
Amerotke ocultó la intranquilidad y el miedo que le infundía aquel lugar. El hedor era casi insoportable y, de la oscuridad que se abría tras la puerta, surgía un aullido desgarrador semejante a un coro de demonios que amenaza con elevarse del mundo de los muertos. Se sentía como si hubiese dejado de ser el juez que era para volver a convertirse en el niño que huía para salvar la vida por entre los callejones de Tebas.
—¿Quieres verlos? —preguntó el Can Maestro.
Se acercó a un tonel de agua para limpiarse las manos y los brazos. Después de ordenar a los guardias que custodiaran las puertas, guio a Amerotke hasta una atalaya, a la que accedieron tras rodear el muro y subir unos escalones seguidos de Shufoy. El magistrado miró hacia abajo para observar el foso, formado por el costado cavernoso de una colina. Vio algunos árboles, un poco de hierba y algún que otro arbusto. Su mirada se vio atraída por los diversos hoyos y cuevas que se abrían en el monte.
—Aquí estás seguro —le garantizó el Can Maestro—: los perros serían incapaces de trepar el muro, por lo que dejamos que se muevan con libertad. —Hizo un gesto con la mano—. En este lugar, hay dos o tres hectáreas de tierra, más la que se encuentra tras la colina. Todo lleno de maleza.
—¿Dónde están los perros? —murmuró Shufoy.
—Acaban de comer —repuso el Can Maestro—, así que están descansando.
—¿Entras tú mismo? —quiso saber Amerotke.
—Solo hasta ahí. —Señaló el sendero que partía de la puerta hacia el interior—. Lo que nosotros hacemos es meter la comida y arrojarla. Los perros salen, se pelean y sueltan toda clase de gañidos, pero al final todos tienen su parte.
—¿De dónde provienen? —Shufoy tenía la mirada fija en las covachas, fascinado por lo que pudiera haber en su interior.
—De las selvas y las llanuras de más allá de las cataratas: los trajeron como regalo para el sumo sacerdote durante el reinado de Tutmosis II. No son hienas ni chacales, sino que corresponden a alguna especie de perro salvaje. Mira.
De una de las cuevas, surgió un perro enorme y bajó a grandes zancadas, pero con cierto aire de abandono, por la colina. No tardaron en seguirlo otros miembros de la jauría. Amerotke sintió un escalofrío. Eran negros como la noche, con la cara achaparrada y la nariz aplastada, las mandíbulas anchas, las orejas tan largas como rígidas y el rabo enroscado. Se movían con la agilidad propia de una traílla de perros cazadores, a los que también se parecían por sus músculos marcados y su pelaje corto y brillante. El cabecilla advirtió la presencia del Can Maestro y de Amerotke y comenzó a caminar en su dirección para sentarse frente a la atalaya y mirar hacia arriba.
—Son inteligentes —aseguró su cuidador—, y se ayudan unos a otros.
—¿Se dejan domar?
—Son salvajes —apostilló—; descienden de la jauría original. Los sacerdotes del templo han intentado entrenarlos, pero resulta demasiado peligroso. Un simple descuido, un solo signo de debilidad o un leve olor a sangre pueden bastar para que ataquen.
Amerotke miró hacia abajo para ver al perro y percibió, a modo de respuesta, el brillo de sus ojos oscuros. Mostraba sus enormes fauces con la lengua colgando. Volvió la cabeza con un movimiento rápido y emitió un agudo ladrido a los que lo rodeaban.
—Han llegado a matar a personas —siguió diciendo el Can Maestro—. Uno nunca debe confiar en ellos. Si bajases, no dudarían en atacarte: pueden percibir el miedo con la misma facilidad con que huelen la sangre. He tenido oportunidad de hablar con viajeros que conocían bien a los de su especie. Son muy fieles a los de su manada y pueden pasar días cazando una presa, tal vez semanas.
Los perros estaban comenzando a caminar arracimados hacia ellos. Amerotke sintió que se le descomponía el estómago.
—¿Se han escapado en alguna ocasión?
—Estando a mi cargo, no —repuso el cuidador—. Ya has visto las puertas y cómo están custodiadas. Pero he oído relatos acerca de nobles arrogantes y borrachos deseosos de tentar al destino. Uno fue lo bastante estúpido para aceptar un reto. —Resopló—. Hubo que hacer un gran esfuerzo para encontrar un solo hueso entero.
El juez se sintió mareado.
—Ya he visto suficiente.
Se dio la vuelta y bajó los escalones. Shufoy sacó la lengua a uno de los perros antes de seguir a su amo. Al llegar abajo, Amerotke dio las gracias al Can Maestro.
—¿Has ejecutado ya la sentencia del tribunal?
—El reo está muerto, mi señor. Los perros no tardaron en acabar con él. Fue un veredicto justo. También he matado a los animales rabiosos que segaron la vida de sus tíos. Debieron de tener una muerte horrible.
—No hay muerte que no lo sea —repuso el magistrado—. Que pases una buena noche.
Regresó caminando a través de los jardines, seguido de Shufoy.
—Amo, estoy cansado; quiero ir a casa.
—Claro que sí, pequeño. Has comido, has bebido y te han dado placer; ahora solo necesitas hacerte un ovillo y dormir… Pero todavía tenemos trabajo.
Amerotke entró en el recinto del templo. Se detuvo cerca de una fuentecilla y purificó sus manos y su rostro. Delante de Shufoy, que no dejaba de rezongar, se abrió paso a través del santuario en dirección a los misteriosos pórticos. Llamó a un acólito y le dijo quién era.
—Deseo ver a Tetiky, capitán del cuerpo de guardia, al sacerdote Khety y a la sacerdotisa Ita. Tráelos aquí enseguida.
Mientras esperaba, el magistrado entró en la capilla en la que se había guardado la Gloria de Anubis. El estanque sagrado brillaba aún y, en el puente que lo atravesaba, podían distinguirse huellas de pisadas. Las flores de los jarrones comenzaban a ajarse y desprendían un olorcillo agridulce. La estatua de obsidiana negra resultaba angustiosa a la luz temblona de la lámpara. Amerotke examinó la puerta y echó un vistazo por la sala. Aquel era un lugar sacro, en el que podían oírse los susurros de los dioses, aunque en esos momentos estuviese profanado por el sacrilegio y el asesinato cometidos. En sí, la cámara era sencilla. El juez palpó el muro y dedujo que debía de tratarse de una parte antigua del templo, probablemente un pequeño santuario al que, con los años, se habían ido añadiendo nuevas estructuras hasta quedar convertido en un extraño rectángulo de piedra salpicado de oscuros vanos. Los examinó con detenimiento, pero no pudo encontrar grieta alguna, ni siquiera un respiradero para el incienso. Era, de hecho, una habitación segura: el lugar idóneo para custodiar la brillante amatista. Recorrió la estancia dando golpecitos en las paredes: a veces, estas cámaras vetustas contaban con pasadizos o túneles secretos, según había podido comprobar en el templo de Maat. Tras cerciorarse de que el lugar era seguro, volvió a estudiar la puerta minuciosamente. Por lo que indicó Senenmut, la habían derribado, pero ya estaba repuesta. Amerotke inspeccionó minuciosamente los paneles de cedro y la cerradura de cobre sin detectar signo alguno de que hubiesen intentado forzarla. Al oír pasos, regresó hacia el interior a través del estanque sagrado.
El capitán de la guardia entró primero, vestido con un faldellín de cuero, botas de uniforme que le cubrían los tobillos y una espada colgada con su cinturón de uno de sus hombros. En cierto modo, le recordaba a Asural: recio y formidable, dotado de un semblante recio y severo. Un hombre nacido para la vida militar. Saludó al magistrado con una mano levantada y la cabeza algo inclinada hacia delante y volvió a presentarse como Tetiky, capitán de la guardia del templo al cargo del santuario de Anubis. Entonces se echó a un lado para dar paso a sus dos compañeros, que en ese momento cruzaban el estrecho pontón, Khety vestía la sencilla túnica de lino de los sacerdotes. Tenía el rostro hierático, con ojos grandes y protuberantes y el labio inferior algo prominente, al igual que las orejas, lo que confería a sus facciones, por lo demás agradables, un aire más bien grotesco. La sacerdotisa Ita era menuda y graciosa. Por encima de su toga de lino, asomaban unos hombros bien formados. No llevaba peluca y su cabello, que le llegaba hasta los hombros, estaba ceñido con una cinta alrededor de la cabeza. Tenía unos rasgos dulces e infantiles, ojos de mariposa, nariz respingona y una boca no exenta de belleza. Los brazaletes y las ajorcas que ornaban sus miembros sonaban a su paso. Las prisas habían hecho que se olvidara de abrochar sus sandalias; sonrió a modo de disculpa y se agachó para reparar la falta. Los tres mostraron un evidente nerviosismo ante la mirada fija de Amerotke.
—¿Querías vernos? —preguntó Khety rompiendo el silencio con una voz que tendía a chillona. Tosió para aclararse la garganta al tiempo que arrastraba los pies. Parecía no saber qué hacer con las manos, así que cruzó los brazos y apartó la mirada para fijarla en la estatua.
—¡Cerrad la puerta! —ordenó el magistrado. Tomó asiento dejando la pared a sus espaldas e hizo que los otros tres se sentasen en el suelo formando un semicírculo—. ¿Dónde está la Gloria de Anubis?
—No lo sabemos, mi señor juez —contestó Ita con un tono de voz suave y reparador.
—En ese caso, ¿quién es el responsable? —preguntó Amerotke a Tetiky.
El capitán se rascó la calva y lo miró avergonzado.
—El templo sospecha de nosotros, mi señor; pero… —La voz se le fue apagando.
—Pero —Amerotke acabó por él la frase— nadie puede culparos, ¿no es así? —Recorrió la sala con la mirada—. Esto es lo que parece, ¿verdad?: un rectángulo de piedra sin ventilación, aberturas o pasadizos secretos.
—En efecto —confirmó Tetiky—. Esa es la razón por la que se guardaba aquí la Gloria de Anubis.
—¿Qué aspecto tenía la joya? Recuerdo haberla visto siendo un niño, pero desde cierta distancia, cuando la llevaban en procesión alrededor del templo.
—Era de color morado y tan grande como un puño. Nadie ha visto nunca una amatista semejante.
—¿De dónde procedía?
—No lo sé —contestó Tetiky—. Sus orígenes se pierden en la bruma de los tiempos. Hay quien dice que era parte de una enorme roca caída de los cielos a modo de regalo de los dioses. Según otros, fue hallada en una mina a cientos de leguas al sur de la tercera catarata.
—Y no falta quien afirme —terció Ita— que fue el propio dios quien la trajo como presente para la Casa Divina.
—Pero ahora ha desaparecido —murmuró Amerotke—. Dime, Tetiky: tú perteneces al cuerpo de seguridad y supongo que has servido con los maijodou… —Se refería a la policía de la ciudad.
—Sí, y antes pertenecí a la brigada del Escorpión del regimiento de Isis.
—En tal caso, has pasado la mayor parte de tu vida como soldado o policía.
—Sí, mi señor.
—Si yo robase una joya, ¿qué podría hacer con ella?
—Venderla.
—Pero ¿a quién?
—A extranjeros, como los de Mitanni. —Tetiky hizo un mohín—. Tal vez pudiese intentar cortarla, pero eso llevaría su tiempo, por no hablar del esfuerzo. Otra posible solución estaría en llevarla como objeto de contrabando al barrio de los mercaderes. La amatista es un objeto precioso: es imposible calcular su precio en oro y plata.
—No, claro está —asintió Amerotke—; pero el ladrón podría lograr una cantidad considerable, lo suficiente para procurarse una vida regalada para el resto de su vida. ¿Alguno de vosotros sabe cómo robaron la joya?
Su pregunta fue recibida por un coro de disentimiento. Amerotke se levantó y, tras quitarse un brazalete, caminó hacia la estatua. Entonces la colocó en el hueco excavado en el pecho del dios y retrocedió.
—Supongamos que ese brazalete es la Gloria de Anubis y yo soy Nemrath, el sacerdote de vigilia… ¿Cuándo comenzaría a custodiarlo?
—A la caída de la tarde —respondió Tetiky—, cuando el sol comienza a ocultarse tras el remoto horizonte y se oye la bocina de caracola.
—¿Qué sucede entonces?
—Yo escolto a los dos sacerdotes hasta aquí —explicó— y llamo a la puerta. El sacerdote que ha terminado la vigilia del día libera el pasador de la cerradura y yo abro la puerta.
—Espera —ordenó el magistrado inclinándose hacia delante—. Observa el estanque: debe de tener casi tres metros. ¿Cómo puede abrir la cerradura el sacerdote sin que esté colocado el pontón?
Tetiky sonrió.
—Ven, mi señor.
El capitán le llevó al borde del estanque. Entonces dio un paso al frente, como si estuviese caminando sobre el agua, para asir el tirador de la puerta y volver a retroceder. Amerotke exclamó sorprendido antes de agacharse.
—Ingenioso —murmuró.
Al examinar el lugar, no había reparado en el plinto de piedra colocado dentro del estanque, dispuesto junto al borde interior y pintado de color para que se confundiese hábilmente con el verde oscuro del agua.
—El sacerdote lo emplea para apoyarse —explicó Tetiky—. No es difícil: introduce la llave, abre el cerrojo y retrocede. Entonces yo coloco el puente. —Dejó escapar una carcajada—. Se supone que lo del plinto es un secreto; sin embargo, la mayoría de los sacerdotes conocen su existencia. No es solo por seguridad, sino también para garantizar que el sacerdote de vigilia no bebe más de la cuenta durante la vela.
Amerotke asintió con la cabeza.
—Si lo hiciese, se tambalearía y daría con sus huesos en la piscina, ¿no es así?
—Se han dado casos —respondió el capitán—. Lo importante es que el plinto solo puede usarlo el sacerdote que haya en la capilla, pero no quien entra en ella. Cualquier intruso podría intentar saltar, pero el estanque es demasiado ancho. —Se encogió de hombros—. En fin, este es el ritual de cada día. La noche que murió Nemrath, el sacerdote del día abrió la puerta y dio un paso atrás. Yo puse el madero en su sitio; un sacerdote salió y el otro entró en la capilla. Entonces me llevé el pontón, cerré la puerta y la sujeté firmemente mientras Nemrath echaba la llave desde el interior. Luego él retiró la llave y comenzó su turno de vela.
—¿Y estás seguro de que quedó bien cerrada?
—Mi señor, te doy mi palabra. Es parte de mi cometido: cuando oigo girar la llave, compruebo que la puerta esté bien cerrada. La noche del crimen no fue una excepción.
Amerotke dejó que regresase con los demás.
—¿Dónde guardaba la llave Nemrath?
—En un ganchito que llevaba colgado de la faja —repuso Tetiky.
—¿Cuántas llaves hay?
—Solo esta.
Tetiky se dirigió a uno de los cojines, lo levantó y le tendió la llave, una pieza larga y delgada de cobre con intrincados grabados, con los dientes en un extremo y, en el otro, la cabeza de un chacal.
—La forma del cerrojo es muy enrevesada —observó el capitán—, y esta llave tiene una factura muy laboriosa, difícil de copiar.
—¿Así que Nemrath echó el cerrojo —el juez tomó la llave—, guardó la llave en su faja y comenzó su vigilia?
Tetiky asintió.
—¿Qué hiciste tú, Khety?
—Comenzar mi propia vigilia.
—¿Y tú? —Amerotke se volvió hacia Ita.
Sus ojos se encogieron a modo de sonrisa.
—Yo soy la doncella del dios, mi señor. Una vez caída la noche, toca a su fin el ayuno de Khety. Durante la segunda guardia le traigo ganso asado, uvas y una jarra de cerveza. La noche de la muerte de Nemrath, no noté nada fuera de lo normal, así que, después de estar un rato hablando con Khety, regresé a la cocina.
Amerotke miró a Tetiky.
—Yo estaba de servicio y cumplí con mi cometido sin notar nada extraño —respondió.
—¿Cuántas veces pasaste por delante de esta capilla? —quiso saber el magistrado.
El capitán hizo una mueca.
—Tres o cuatro durante cada una de las cuatro partes en que dividimos la noche. No se oía ni un ruido. Vi a Ita traer comida. Una de las veces que pasé por aquí, Khety estaba despierto; la vez siguiente, se había dormido. No sucedió nada digno de mención. Al amanecer, escolté hasta aquí a los sacerdotes del día. Siguiendo el ritual, llamé a la puerta; sin embargo, esta vez no hubo respuesta alguna. Volví a llamar gritando el nombre de Nemrath. Persuadido de que podía haber sufrido un ataque, llamé al sumo sacerdote y a algunos miembros de la guardia y, juntos, echamos la puerta abajo.
—¿Cómo lo hicisteis?
—Con un banco —le reveló Tetiky—. La puerta se partió. Entonces colocamos el tablón sobre el estanque y entramos.
—¿Dónde estaba Nemrath?
—Apoyado en la pared —Khety señaló el lugar en que descansaban los cojines—, con los miembros extendidos. Tenía la daga clavada en el pecho. Me precipité sobre él: estaba muerto, y la Gloria de Anubis —añadió con voz temblona— había desaparecido.
Amerotke miró al suelo con una mano alrededor de la boca. Se sentía cansado y confundido; nada parecía tener pies ni cabeza.
—Estás seguro de que la puerta se hallaba bien cerrada, ¿no es así?
—¡Claro que sí! —espetó Tetiky.
—¿Y la llave?
—Seguía en la faja de Nemrath.
—¿Estás seguro?
—Yo también lo comprobé —terció el sacerdote—, igual que Tetiky.
—¿Quién se hallaba presente cuando forzasteis la puerta?
—El sumo sacerdote, yo mismo y otros guardias y sacerdotes. Mi señor Senenmut también acudió.
Amerotke se puso en pie. Miró de hito en hito la estatua negra y dorada de Anubis. Entonces desvió la mirada para dirigirla a la pared contigua, donde se encontraba la célebre representación del dios comparando el peso de una alma con el de la pluma de la verdad. «Ayúdame —le suplicó—. ¿Cómo pueden haber asesinado a un sacerdote y sustraído la amatista sin siquiera forzar la puerta? Estaba cerrada a piedra y lodo y la llave seguía en la faja del difunto».
El juez cerró los ojos. Debía reunir todas las pruebas posibles, pero no estaba avanzando gran cosa.
—¡Khety! —exclamó sin darse la vuelta—. ¿Se acercó alguien a esta puerta durante tu vela?
—No, mi señor.
—¿No abandonaste el pasadizo de fuera en ningún momento?
—Solo en una ocasión.
—¿Y cuándo sucedió eso?
—Cuando Ita trajo las provisiones —contestó dejando escapar una risa nerviosa—. Debía aliviar mis necesidades.
Amerotke giró sobre sus talones y caminó hacia ellos.
—Y tú, Tetiky, ¿no notaste nada fuera de lo normal?
—Ya te he dicho, mi señor, que pasé por aquí y vi a Khety de guardia, y también que en una ocasión lo encontré dormido. Vi a Ita traer la jarra de cerveza y regresar a la cocina.
—Khety, tú estabas aquí fuera; ¿oíste algún revuelo en el interior?
—Por extraño que parezca, no oí nada.
El magistrado asintió con un gesto.
—En tal caso, creo que ya os he retenido el tiempo suficiente.
Los dejó marchar y esperó hasta que hubo cruzado el pontón el capitán del cuerpo de guardia para cerrar tras ellos. Hecho esto, se agachó para apoyarse contra el muro. Alguien llamó a la puerta.
—¡Adelante!
Shufoy la abrió.
—¡Ten cuidado! —le advirtió Amerotke.
—No te preocupes, amo —observó Shufoy, que permaneció de pie en el umbral, con una sonrisa de oreja a oreja—. Ya he oído hablar de esto.
—¿Y qué es lo que has oído por ahí?
—Nada, mi señor. La noche que asesinaron a Nemrath no hubo trastorno alguno. Khety no abandonó su puesto en todo el turno. Ita le llevó un refrigerio de la cocina y regresó con la jarra vacía.
—¿Qué más?
—Khety y Nemrath se llevaban bien. El primero es un erudito, y también mantiene buenas relaciones con Ita.
—¿Y Nemrath?
—Según los rumores, era algo lascivo y muy aficionado a comer y beber.
—Como todos los sacerdotes.
Amerotke se puso en pie y cruzó con cuidado el estanque sagrado. Desde el pasillo, volvió a mirar al interior de la sala.
—¿Quién lo hizo, amo?
—Eso sí lo sé: Khety, Ita o Tetiky. Uno de ellos, dos o los tres están implicados, pero no tengo la menor idea de cómo lo hicieron. —Sacudió la cabeza—. Eso solo lo sabe el dios Anubis.
—¿Y qué hay de Belet? —quiso saber Shufoy—. Nos ha invitado, a Prenhoe y a mí, a cenar con él y con Seli. Aún está inquieto, mi señor…
—¿Has descubierto algo más?
El enano meneó la cabeza.
—Yo tampoco —añadió Amerotke desabrido—. Lo único que puedo decir, Shufoy, es que planearon un robo. Necesitaban a un cerrajero y eligieron a Belet porque vivía en la aldea de los Rinocerontes. Dieron por hecho que no tenía nada que perder.
—¿Puede ser que pensasen en un lugar como el santuario de Anubis? —preguntó el hombrecillo—. Aquí se ha cometido un robo.
Amerotke volvió la vista para mirar de nuevo a la puerta.
—No —murmuró mientras levantaba un dedo—. Recuerda que Belet dijo que en el lugar elegido no había guardias. No, el robo de la Gloria de Anubis hubo de necesitar de algo más que un cerrajero. Una cosa así requiere una planificación detallada y la astucia de una serpiente.