CAPÍTULO IV

El templo de Anubis se hallaba en plena ebullición, abarrotado de devotos. Algunos sacerdotes se afanaban en llenar las escudillas de jacintos y flores de loto; otros se preparaban para los rituales que se realizarían avanzada la tarde; los turíbulos esparcían incienso que llenaba de volutas galerías y corredores. Senenmut recorría el lugar con vestimentas anodinas y ocultando sus rasgos bajo una capucha; Amerotke se había desprendido de la insignia que revelaba su condición. Abandonaron el templo por una puerta lateral para acceder a unos jardines regados con profusión. El magistrado se detuvo al oír los inquietantes aullidos de la jauría sagrada.

—Sería incapaz de vivir cerca de eso —observó.

Senenmut se puso una mano a modo de visera para quitarse el sol de los ojos.

—Te entiendo, pero son un presente ofrecido al dios por los miembros de algunas tribus situadas al sur de las cataratas. De cuando en cuando —añadió con una sonrisa—, surge de la selva, de las tierras boscosas meridionales, alguna criatura extraña. —Dio un golpecito en el hombro a Amerotke—. Y trae un presente para cualquiera de nuestros templos.

—¿Crees en alguna de las divinidades? —preguntó el juez mientras seguía sus pasos a través del sendero.

—Al igual que tú, mi señor juez —repuso el visir—, creo en el poder de Egipto y la gloria del faraón.

—Y en el ascenso de mi señor Senenmut —añadió el magistrado.

El primer ministro de Hatasu se limitó a sonreír por encima del hombro.

Siguieron caminando y evitaron las salas del interior y el exterior hasta llegar al centro del templo, a la zona que rodeaba el santuario. La luz se atenuaba en sus oscuros corredores y galerías. Muy pocos tenían permitido deambular por ese lugar, y aún menos tras el sacrílego robo de la amatista sagrada. No había esquina ni puerta en la que no se hubiese apostado a un guardia con toda su armadura. Amerotke y Senenmut atravesaron un patio abierto para introducirse en los misteriosos pórticos y la capilla de la Gloria de Anubis. Esta se hallaba en un lateral del templo, a lo largo de una galería que podía verse desde ambos extremos. La pesada puerta de cedro del Líbano que cerraba la capilla había sido reparada, aunque a Amerotke le bastó con echar un vistazo a las planchas de madera dispuestas sin apenas separación, los goznes de cobre y la cerradura de bronce para darse cuenta de que la habían forzado.

—Para apalancar una puerta como esta —musitó—, habría que despertar a todo el templo.

Tetiky, el capitán del cuerpo de guardia, se acercó. Se mantuvo a cierta distancia con una mano sobre la empuñadura de su espada. Los miró con desconfianza, y no habría dudado en intervenir si Senenmut no lo hubiese advertido con ademán brusco de que no le convenía entrometerse en sus asuntos.

Amerotke examinó la puerta y los muros adyacentes, así como los que se extendían por delante y por detrás de la capilla lateral, sin encontrar grietas ni aberturas, ni nada más que pudiese ayudar a resolver el misterio.

—¡Ni siquiera el ratón más diminuto podría atravesar estas paredes! —exclamó.

Se agachó para intentar mirar bajo la puerta, pero esta se hallaba perfectamente encajada entre el suelo y el dintel.

Ante la insistencia de Senenmut, Tetiky desbloqueó la cerradura y abrió la puerta. En el interior, situado inmediatamente detrás de esta, se extendía un estanque cristalino de unos tres metros de ancho por otros tantos de largo. El visir hizo chasquear los dedos y Tetiky acudió con el tablón de madera de cedro que hacía las veces de puente y que colocó con cuidado para que pudiesen pasar no sin cierta cautela. Amerotke recorrió la cámara con la mirada: contaba con cierto número de vanos oscuros, pero estaba desprovista de ventanas o aberturas en el techo. La capilla resultaba agobiante y estaba impregnada de un penetrante olor a incienso y flores silvestres. El magistrado podía observar su interior gracias a las lámparas encendidas. Volvió a fijarse en el estanque sagrado; había oído hablar de obstáculos o trampas similares dispuestos en otros templos con el fin de que nadie pudiese entrar o salir sin ayuda. Así nadie accedería a la sala por equivocación. El sacerdote de vigilia, o cualquiera que quisiese entrar, necesitaba recurrir a aquel puente improvisado.

A la luz vacilante de las lámparas, Amerotke pudo distinguir las formas oscuras que se vislumbraban en la cámara: la naos, con las puertas abiertas, y la estatua negra y dorada de Anubis, que miraba de hito en hito hacia el frente. A su alrededor, se hallaban los platos y las copas sagrados, así como las navetas de incienso, las pilas de agua bendita, los cojines y las esteras empleadas en la oración. Las paredes estaban pintadas con gran habilidad de rojo y oro, con representaciones de Anubis, el dios chacal, sirviéndose de la pluma de la verdad para pesar las almas de los muertos. Amerotke se dirigió a la estatua de la divinidad, pintada de negro y dorado y provista de dos esmeraldas verdes que hacían las veces de ojos. En su pecho, podía apreciarse el huequecito en el que se había alojado la amatista. El juez lo examinó con detenimiento.

—Hemos dejado la estatua fuera de su tabernáculo —declaró el capitán—. El sumo sacerdote dice que no puede colocarse en su sitio hasta que sea devuelta la joya.

Amerotke hizo caso omiso del comentario y se volvió a acercar a los cojines. Alcanzó a ver las manchas de sangre: la cámara estaba aún contaminada, y no dejaría de estarlo hasta que se hubiese resuelto el misterio. El magistrado examinó los altos muros, el suelo de mármol, el techo intacto y la pesada puerta. «Todo un enigma —pensó—. ¿Cómo se puede entrar en un lugar como este, asesinar a un sacerdote y robar un tesoro como la amatista sagrada?». Miró a Senenmut.

—¿No hay ningún pasadizo secreto?

—No —respondió el visir—. Sin embargo, mi señor, este misterio puede esperar; los enviados de Mitanni, no.

Amerotke se lavó las manos y la cara en una de las cámaras laterales, tras lo cual se aplicó unas gotas de aceite perfumado. Senenmut hizo otro tanto y se atavió con unos ropajes más ostentosos.

—Sigo pareciendo un mampostero —bromeó—, pero al menos no huelo como uno de ellos.

Dicho esto, condujo al magistrado hasta las escaleras, que subieron juntos para llegar a la espléndida Sala de las Palabras, reservada para las negociaciones. La elección, sin duda, había sido obra de Hatasu. La sala era elegante: contaba con una fila de columnas a cada lado y las amplias ventanas abiertas dejaban entrar la luz y los delicados aromas del jardín; con todo, su principal atracción consistía en sus llamativos murales. Los situados a la izquierda representaban las grandes victorias de Tutmosis II, el difunto hermanastro y esposo de la reina-faraón, pintados con una excelente selección de colores. En ellos, podía verse al faraón dirigiendo a sus ejércitos desde su carro de guerra, con la doble corona de Egipto sobre su cabeza, el escudo a la espalda y el arco real con la cuerda tensada, listo para dar muerte a quien se pusiese ante él. En el otro muro, Hatasu había ordenado realizar una serie de pinturas igual de vividas para celebrar la victoria conseguida un año antes contra Tushratta. Amerotke les dedicó una rápida mirada. No guardaban relación alguna con las experiencias reales que él había vivido en la batalla: nada de lo representado hacía pensar en el estruendo de los carros, los gritos y el entrechocar de las armas, la sangre derramada, los hombres que desgarraban y descuartizaban a otros hombres, las nubes de polvo y los buitres que, con las alas extendidas, descendían, semejantes a negros fantasmas, para engullir la sangre coagulada.

Un discreto codazo de Senenmut hizo salir a Amerotke de su ensimismamiento. En la cabecera de la larga mesa de madera de acacia encerada, esperaban tres personas; los dos heraldos, Weni y Mareb, se hallaban de pie, algo retirados hacia un lado. El visir y el juez atravesaron la sala para unirse a ellos. Los de Mitanni esperaron unos instantes para imitarles. Iban vestidos al estilo egipcio, aunque sus túnicas de lino eran de color y estaban bordadas. Los dos hombres, Hunro y Mensu, llevaban el cabello corto, sus rostros eran anchos y fornidos y las pequeñas joyas que adornaban los lóbulos de sus orejas ofrecían un extraño contraste ante los peculiares tatuajes que cubrían cada uno de sus brazos. No llevaban armas, aunque lucían brazaletes de cobre de los usados por los arqueros. Estrecharon la mano de Amerotke y emplearon la lengua común a todas las naciones, la lingua franca que se hablaba en el mercado.

La mujer se acercó más tarde, con lo que manifestó su carácter diferente. En muchos sentidos podía considerarse la versión envejecida de Hatasu: más baja y rellena, de pómulos altos y ojos gatunos de mirada baja. Amerotke no supo concluir si sus labios dibujaban una sonrisa o una mueca de desdén. Dio por hecho que la princesa Wanef debía de haber sido una mujer bella y pensó que parecía tener la astucia de un reptil. Vestía con elegancia una larga túnica blanca y cubría su sinuosa garganta con un collar de piedras preciosas que hacía juego con sus pendientes. Sus muñequeras de cuero negro hicieron que Amerotke recordara la afición que, según le había confiado Senenmut, tenía la princesa a conducir carros. Su rostro tenía los rasgos pronunciados y no llevaba pinturas ni afeites; tenía el cabello rapado y la peluca que adornaba su cabeza estaba ungida y trenzada con un cordón rojo y dorado. No se mostró demasiado ceremoniosa, aunque, una vez que Senenmut hubo hecho las presentaciones, tomó la mano del magistrado para preguntar:

—¿Quién no ha oído hablar del señor Amerotke?

Al tiempo que pronunciaba estas palabras, levantó una ceja y el juez no supo si lo estaba invitando a burlarse de sí mismo o a reírse con ella.

—¿Te sorprende que conozca tu lengua?

Amerotke meneó la cabeza, aunque supo que ella no había acabado.

—Sea como fuere, me sorprende tu presencia. ¿Qué ha llevado al juez supremo de la divina Hatasu a salir de la Sala de las Dos Verdades para redactar un tratado? Tú no eres un escriba de la Casa de la Paz, ¿no es cierto? Tampoco estás al mando de ningún regimiento.

—Sabes muy bien por qué está aquí —respondió Senenmut—. Princesa Wanef, no podemos pasarnos el resto del día intercambiando cumplidos. Mi señor Amerotke tiene órdenes de ayudarme en determinados asuntos.

—¿Te refieres a las muertes? —preguntó ella a modo de réplica—. La de la bailarina, la del sacerdote Nemrath y, por lo que me han comunicado vuestros embalsamadores, la de Sinuhé el viajero, del que solo quedan restos destrozados. Vivimos tiempos desconcertantes —siguió diciendo, sin apartar sus implacables ojos negros de los de Amerotke. Entonces se detuvo para ladear la cabeza al oír el distante aullido de uno de los perros—. Ya sé que son sagrados —musitó—, pero me encantaría poder dormir en otro lugar.

Hunro, situado a su izquierda, frunciendo su curtido sobrecejo, se dirigió a ella de un modo apresurado y en la áspera lengua de Mitanni. Señaló hacia abajo con un dedo, y Mensu habría hecho otro tanto si Wanef no hubiese unido las dos manos a modo de plegaría al tiempo que miraba a uno y a otro. Entonces cerró los ojos y respiró hondo.

—Mis compañeros desean que continúen las negociaciones. —Lanzó un suspiro—. No pueden entender el retraso. Asimismo, están preocupados por esas muertes y el robo de la joya. También hemos oído —añadió abriendo los ojos y clavando su mirada en Senenmut— que han envenenado algunos de los estanques y que algunas de las ovejas de los rebaños de Anubis han muerto de un modo misterioso.

—No son más que víctimas animales —respondió Senenmut—. Debemos centrarnos en lo que tenemos entre manos.

—Pero nosotros ¿estamos a salvo? —terció Hunro.

—Más que en vuestra propia capital —repuso Senenmut subrayando cada una de sus palabras—. Y, si os avenís a las condiciones de la divina Hatasu, tanto vosotros como vuestras ciudades podréis sentiros aún más seguros.

El visir señaló la mesa con un gesto y todos tomaron asiento. Aparecieron escribas y otros funcionarios con manuscritos, mapas, cuernos de tinta, paletas y cálamos. Pusieron un mapa concreto delante de Senenmut: el que recogía los pormenores del camino de Horus, que cruzaba el desierto del Sinaí. Entonces comenzaron las negociaciones. Saltaba a la vista que Wanef era la experta diplomática, la enviada ducha en este tipo de conversaciones, mientras que Hunro y Mensu se oponían de forma categórica a cualquier pacto pacífico. Amerotke observó a ambos con detenimiento. Pudo ver las cicatrices de heridas no ha mucho restañadas en sus cuellos y hombros, los lugares que más sufrían cuando un guerrero defendía sus líneas frente a los aurigas de Hatasu. Recordó la truculenta masacre que siguió al combate. Los guerreros sentados ante él habían perdido con toda probabilidad a compañeros y familiares en aquella terrible derrota. Debía de ser duro para ellos acudir a Egipto para suplicar la paz, y más aún ante una mujer. En cualquier caso, la autoridad de Wanef era indisputable: había logrado que sus compañeros guardasen silencio mientras discutía con Senenmut la localización de los puestos fronterizos y las patrullas, así como otros detalles referidos a los permisos para viajar, los impuestos sobre importaciones y exportaciones, el uso de los oasis y pozos de agua… Las respuestas de Senenmut eran claras y sencillas y partían del convencimiento de la potestad soberana que ejercían Hatasu y Egipto sobre el Sinaí. Mensu comenzó a intranquilizarse y susurró algo al oído de Wanef. Ella lo atajó con un movimiento de la mano.

—Mi señor Snefru aún no ha llegado —declaró—. Necesitamos su opinión experta.

El visir llamó a Mareb haciendo chasquear los dedos.

—Id Weni y tú a su habitación. Puede que mi señor Snefru se haya quedado dormido por intercesión del vino. Despertadlo, con suavidad, y conducidlo a esta mesa.

Los dos heraldos salieron de inmediato. Senenmut propuso un breve receso, durante el que los sirvientes llevaron vino, uvas, pan, distintos tipos de queso y platos de ganso asado. El visir hizo bien su papel de enviado eficiente y rellenó los silencios con diversos dares y tomares poco trascendentes.

—Será mejor que vengáis enseguida.

Amerotke se dio la vuelta para observar a Mareb, que había apartado de un empujón a los guardias del umbral. Pudo percibir el miedo del joven, que había abandonado sus modales atildados.

—¿Qué ocurre? —espetó Senenmut.

—Se trata del señor Snefru: no logramos despertarlo. Los sirvientes no lo han visto desde que se retiró poco después del mediodía.

Hunro y Mensu se levantaron de un salto, al igual que Wanef. El visir ordenó a Mareb que alertase a la guardia del templo. Acto seguido, salieron de la sala y atravesaron una serie de galerías dispuestas alrededor de un estanque en el que se mostraban en todo su esplendor ibis y flamencos bajo el sol de la tarde. A los enviados de Mitanni, se les había cedido una de las mansiones del templo, un edificio de dos plantas y azotea dotada de ventanas cuadradas con postigos de alegre decoración. El interior era fresco, pues la construcción estaba rodeada de árboles frondosos y las ventanas y puertas estaban situadas de tal forma que captaran cualquier brisa que pudiese levantarse. En la planta baja, se hallaban las cocinas y un comedor. La habitación de Snefru se encontraba arriba, cerca de las escaleras que conducían a la azotea; la puerta era de acacia endurecida. Weni esperaba fuera, cargando el peso de su cuerpo en un pie y luego en el otro. De cuando en cuando, llamaba a la puerta. Wanef se acercó a empujones.

—¿Estás seguro de que se encuentra en el interior?

—Sí, mi señora —respondió uno de los guardias del templo, que se acercó marcando el paso—. Yo estaba vigilando la parte baja cuando entró mi señor Snefru. Tomó una escudilla de uvas y una jarra de vino. Dijo que quería dormir un rato, subió las escaleras y no las ha vuelto a bajar.

—¿Ha entrado alguien más en la casa? —preguntó Wanef.

El guardia, un mercenario perteneciente a uno de los cuerpos auxiliares, se encogió de hombros: no le importaban gran cosa aquellos extranjeros ni lo que tuviesen que hacer en el templo.

—Me pagan para vigilar la casa —repuso—. He de tener cuidado de que el suelo esté libre de serpientes o alacranes. En esta casa hay mucho movimiento; la gente entra y sale. No he notado nada fuera de lo normal.

Amerotke aporreó la puerta.

—¿Qué estabas haciendo en la azotea? —inquirió Senenmut.

—He subido para ver si los postigos estaban abiertos, pero no lo están —declaró el soldado.

Senenmut regresó a la planta baja e indicó con un gesto a Amerotke que se uniese a él. Cogieron una mesa de madera y, tras pedir a los de Mitanni que se hiciesen a un lado, arremetieron contra la puerta. Esta cayó hacia atrás al ceder sus goznes de cuero. La habitación estaba oscura y olía a humedad. Amerotke pudo distinguir la débil silueta de un hombre tumbado en el lecho. Mareb corrió a abrir los postigos. El magistrado miró el cadáver y emitió un quejido: habían asesinado a Snefru. Su cuerpo describía un extraño giro y se hallaba tenso, con las manos levantadas. De su boca abierta, colgaba un hilo de baba espumosa, mientras que los ojos parecían querer salirse de sus órbitas.

—Es como si hubiese muerto de miedo —murmuró Senenmut.

Amerotke palpó el cadáver: tenía los músculos duros, rígidos. Entonces entró el resto de la delegación de Mitanni. Hunro y Mensu miraron el cadáver de hito en hito. No dieron muestra alguna de compasión o lástima, pero comenzaron a intercambiar expresiones en su lengua gutural. Wanef terció en la conversación y Hunro, el más agresivo de los dos, le respondió con un gruñido al tiempo que señalaba el cuerpo sin vida. La princesa lanzó una fugaz mirada a Amerotke, que no supo determinar cuánto tenía de siniestra y cuánto de astuta. Ella abrió su bolsa y, después de sacar de ella un anillo, se lo puso en el dedo e indicó a sus dos compañeros que la siguiesen al exterior.

—Lleva puesto el sello personal de Tushratta —musitó Senenmut cuando se hubieron marchado.

—No parecen estar muy compungidos —observó el juez.

Senenmut fue a arrodillarse frente al cadáver para palpar su rostro de huesos marcados y su rígida mandíbula.

—Los de Mitanni no se profesan un gran amor entre ellos —respondió—. Su reino no es más que una federación de tribus poderosas. Tushratta es el más astuto y el más capaz; por eso es rey. A ninguno de sus hombres le gusta Wanef, y ella no siente un gran aprecio por ninguno de ellos. Hunro y Mensu tampoco se llevan bien. Tushratta es astuto como un chacal y sabe que no lo traicionarán: bastante tiene cada uno con vigilar los movimientos del otro. En fin, ¿se trata de un asesinato?

Weni, de pie en el umbral, permaneció callado, y otro tanto hizo Mareb, recostado en el alféizar de la ventana. Amerotke dio la vuelta al cadáver.

—Se parece mucho —afirmó— a lo que vimos en la cámara de embalsamamiento: los músculos están tensos; el cuerpo, rígido, y, sin embargo, no veo ninguna herida evidente. —Señaló una diminuta marca roja en el cuello del cadáver y otras en el costado, así como algunos cortes en el pecho—. Rasguños y picaduras de pulga —murmuró.

Al levantar la túnica de la víctima pudo ver que estaba desatada. La copa que descansaba en la mesa que había al otro extremo de la cámara estaba vacía; solo quedaban los rabillos de las uvas.

—Todo apunta a que Snefru entró a esta habitación —apuntó el magistrado—, se bebió el vino, se comió las uvas y cerró los postigos. Estaban echados, ¿no es así, Mareb?

El heraldo asintió, tiró de una de las contraventanas y, dando unos golpecitos en el pasador de madera, afirmó:

—Echados y cerrados con llave.

—Luego se tumbó en el lecho para dormir o descansar un rato. —Amerotke se dirigió a la ventana y examinó los postigos—. Se desabrochó las vestiduras con el fin de relajarse. ¿Por qué, Mareb?

—Para poder sentir mejor el aire fresco, mi señor.

—Por supuesto —repuso Amerotke—. Había tenido una mañana muy ajetreada y, llegada la hora más calurosa del día, ingirió un poco de vino y se acostó en el lecho.

—Pero, en ese caso, debería haber dejado las contraventanas abiertas, ¿no es verdad? —observó Senenmut.

—Sí, mi señor: eso habría sido lo más lógico —aprobó Amerotke—. Cuando forzamos la puerta, hacía un calor asfixiante en la habitación. ¿Qué sentido tiene que alguien que huye del ardor del mediodía se encierre para impedir el paso a la brisa de la tarde?

—Tal vez quería estar en silencio —sugirió el visir.

—Pero el templo de Anubis no es precisamente un mercado estrepitoso.

—Quizá quería que no lo molestasen, o tal vez tenía miedo: no en vano estaba la puerta cerrada a piedra y lodo.

—Cierto, lo estaba. —Amerotke volvió a acercarse al lecho, un sencillo armazón de caña dotado de un cabezal ornamental y sábanas de lino transparentes para protegerlo de pulgas y demás insectos.

—¿Cómo murió?

Amerotke se dio la vuelta para encontrarse con Wanef y los otros delegados de Mitanni, que aguardaban de pie en el umbral.

—¡Mis compañeros creen que ha sido asesinado! —La princesa entró con paso lánguido en la sala, con el anillo oficial aún en el dedo.

—Mis compañeros dicen que ha sido asesinado —repitió—, y se sienten poco seguros aquí.

—En ese caso, sois libres de marcharos —replicó Senenmut—; sin embargo, si lo hacéis, no solo estaréis dando a entender que Snefru ha muerto asesinado, sino también que la divina Hatasu tiene algún tipo de responsabilidad en lo referente a su muerte, y eso podría entenderse como una blasfemia, amén de como una mentira.

Wanef levantó una mano en un gesto pacificador. La joya engastada en el anillo tenía la forma de una cabeza de perro.

—Mi señor Amerotke. —Apenas giró la cabeza, pues en ningún momento apartó la mirada de Senenmut—. ¿Crees que ha sido un crimen?

—Bien podría tratarse de un ataque —contestó el juez—. Mi señor Snefru ha podido sucumbir por la picadura de una serpiente.

Hizo caso omiso del gruñido de mofa que dejó escapar ella.

—¿Qué opinas en realidad? —insistió.

Amerotke estaba a punto de responder cuando entró a toda prisa el cirujano de la sala de embalsamamiento, seguido de su ayudante. Tras guiñar el ojo al magistrado, saludó al resto con una inclinación de cabeza y se dirigió al lecho. Abrió de manera sumaria las vestiduras de Snefru con el afilado cuchillo que le tendió su ayudante.

—¡Vaya, vaya, vaya! —Retiró los ropajes y observó el torso descubierto—. He aquí un buen espécimen de hombre: un guerrero. Solo hay que fijarse en los brazos y las pantorrillas. Su gesto parece bastante tranquilo, aunque no exento de violencia.

Wanef estaba a punto de intervenir hecha una furia, pero el especialista la detuvo con un movimiento de la mano.

—¡Haya paz! ¡Haya paz! —murmuró—. Mi señora —añadió en tono de protesta cuando Wanef se acercó a la cama— te estaría muy agradecido si no me tapases la luz. Lo mismo reza para ti, mi señor. —Hizo un gesto a Mareb, que aún se hallaba recostado en el alféizar. Entonces dio la vuelta al cadáver—. Ligeramente húmedo —prosiguió, como si estuviese aleccionando a un grupo de estudiantes en la Casa de la Vida—. Los músculos están duros. No ha empezado a corromperse, pero tampoco tardará demasiado. El vientre está algo hinchado.

Tras examinar las nalgas del fallecido, volvió a ponerlo boca arriba y estudió sus ingles.

—¿Ha muerto de un ataque? —quiso saber Wanef.

—¡No más que de volar por los cielos! —espetó el médico.

—¿Estás seguro? —insistió Amerotke.

—Mi señor juez —le contestó con mirada severa—, tú conoces el mundo de las leyes y yo, el de la medicina. No hay señal alguna de violencia: ¿lo habéis encontrado tumbado en el lecho?

El magistrado asintió con un gesto.

—Su caso es similar al que tenemos abajo. —El médico volvió a cubrirlo con las sábanas de lino.

—¿Envenenamiento? —preguntó Amerotke al tiempo que lanzaba a Senenmut una mirada desesperada.

—Eso me temo, mi señor.

El cirujano se inclinó sobre el cadáver, le abrió la boca y paseó los dedos por los dientes del finado. Después oliscó sus labios separados.

—Había comido y bebido —aseveró mientras se limpiaba los dedos en el paño húmedo que le tendía su ayudante—, pero no he percibido ningún olor fuera de lo común. Cualquier tósigo ingerido por la boca acostumbra manchar las encías y las partes blandas de la garganta, y tampoco he hallado ninguna de estas marcas. Sin embargo, no se me ocurre otra cosa que haya podido acabar con su vida. He hablado de envenenamiento, pero tendría que estudiar el cadáver a fondo.

—No permitiremos que un egipcio trocee a Snefru como si fuera un pedazo de asadura —protestó Mensu.

—Es necesario —lo contradijo Wanef—: su cuerpo se descompondrá si no lo arreglan.

La confusión se apoderó de la sala por unos instantes, cuando el médico llamó a los demás ayudantes, que esperaban en la galería. Una vez que se llevaron el cuerpo en un catafalco improvisado, Senenmut cerró la puerta y se volvió para mirar a los que quedaban en la habitación.

—Mi señor Amerotke, tú eres el juez supremo de la Sala de las Dos Verdades de Tebas. —Haciendo caso omiso del gruñido de mofa de Hunro, prosiguió—. ¿Qué está pasando, en tu opinión?

—Snefru no murió de un ataque, aunque en su cadáver no hay herida ninguna. Por lo tanto, debe de haber muerto a causa de algún veneno. —Amerotke señaló la escudilla y la jarra, a cuyo derredor las moscas habían comenzado a revolotear—. Puede que los alimentos que ingirió estuviesen envenenados, pero lo dudo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Mensu con un mohín despectivo.

—Porque estamos en la ciudad egipcia de Tebas. Snefru era extranjero y pertenecía a un país que no hace mucho estaba en guerra con nosotros: apuesto a que ha tenido mucho cuidado en todo cuanto comía o bebía.

La princesa mitanni, sentada en un escabel cerca del umbral de la puerta, parecía desconcertada.

—Es cierto —insistió el magistrado—. Vosotros no confiáis en nosotros mucho más que nosotros en vosotros. Si asistís a un banquete oficial, observaréis con detenimiento lo que comen o beben los demás. Tenéis vuestros propios catadores, ¿no es así?

Wanef asintió con un movimiento de cabeza.

—Y, si alguno de vosotros va en busca de un refrigerio, tal como hizo mi señor Snefru, bajaría a las cocinas del templo para supervisar en persona lo que va a ingerir; ¿me equivoco?

Wanef volvió a asentir.

—Por lo tanto…

Amerotke se levantó, caminó hacia la ventana y observó los jardines bañados por un sol espléndido. Las mariposas y las abejas se hallaban en plena agitación. El aire estaba plagado de las fragancias que desprendían las plantas exóticas que el templo se había encargado de importar desde el Líbano y Canaán. Oyó el ruido de un carro proveniente de un patio remoto. La brisa le acercó el canto que estaban entonando en una de las pequeñas capillas, interrumpido por el horrible aullido de la jauría de perros. Se acordó del hombre al que había sentenciado a muerte esa misma mañana. Debía salir al encuentro del Can Maestro o, al menos, mirar de frente a esa jauría sagrada.

Senenmut tosió para mostrar que se estaba impacientando.

—… Creo que se trata de un asesinato —prosiguió Amerotke—. Antes de entrar aquí, Snefru pasó por las cocinas del templo para hacerse con un cuenco de comida y una jarra de vino. Comió y bebió. Es de suponer que, si pensaba descansar aprovechando el frescor del día, dejaría los postigos abiertos; pero no lo hizo. De todos modos, este hecho no parece demasiado extraordinario.

El magistrado se acercó a donde se hallaba la copa de vino y señaló con un gesto las moscas que volaban alrededor.

—Quizás esto era lo que le irritaba. En cualquier caso, Snefru acaba su frugal refrigerio y se tumba en el lecho. Weni y Mareb vienen para rogarle que se una a nuestra reunión y él no responde. —Amerotke atravesó la habitación para mirar la puerta con detenimiento—. Estaba cerrada desde dentro. —Apuntó a la llave girada dentro de la cerradura—. Nadie pudo entrar, ni él abrió para que nadie pasase. Sin embargo, lo asesinaron.

—El asesino pudo haber entrado por la ventana —insistió Mensu.

El juez se acercó para inspeccionar el alféizar, pero no vio señal alguna de que nadie hubiese entrado. Cerró los postigos y fijó los pasadores en sus encajaduras.

—Cuando nosotros llegamos a la habitación —declaró Mareb con apremio—, estaba, sin duda, cerrada. Como sabéis, he tenido que abrirlo todo.

Amerotke hizo un gesto de conformidad, tras lo cual se frotó los dientes con el pulgar y se encogió de hombros.

—Suponiendo que podamos determinar el modo en que entró el asesino —intervino Wanef—, ¿cómo pudo envenenar a Snefru sin que este alarmase a nadie? Era un guerrero, y lo normal es que se hubiese resistido.

—Debemos esperar a conocer el informe del cirujano —respondió Amerotke—. Aunque, por misterioso que resulte, Snefru fue envenenado en esta habitación. —Dicho esto, tomó la copa de vino y la escudilla y se las tendió a Weni—. Bájaselas al médico y pídele que las analice con detenimiento y me haga saber cuál es su opinión.

—Así que —señaló Wanef poniéndose en pie— no sabemos en realidad cómo murió mi señor Snefru, ni tampoco quién lo asesinó…

—Y, sobre todo, ignoramos el porqué —añadió Amerotke.

Estudió el rostro taimado de la princesa de Mitanni. Estaba convencido de poder prever las reacciones de sus dos compañeros, pues había conocido a hombres semejantes entre los altos oficiales del Ejército egipcio: guerreros valerosos, tenaces en el combate y poco acostumbrados a negociar, y menos aún con una reina-faraón que había aplastado sin compasión sus fuerzas militares. Snefru no debía de haber sido diferente. Sin embargo, ella, su rostro astuto y aquellos extraños ojos burlones…

—¿Estás triste? —le preguntó de súbito.

—¿Triste? —repitió ella con un mohín—. El señor Snefru no tenía parentesco conmigo, pero era un buen guerrero, uno de los favoritos de Tushratta. Junto —se apresuró a añadir— con mis otros dos compañeros aquí presentes.

—¿Tenía interés en lograr la paz con Egipto? —inquirió Amerotke.

—Eso no es de tu incumbencia. Estaba aquí en calidad de enviado…

El juez dio un paso al frente.

—Mi señora, me pesa la muerte de este guerrero, pero esto es Egipto. No has dudado en empezar a señalar con el dedo, aun a pesar de que, en realidad, no sabemos quién es el asesino.

Mareb, el heraldo, tosió.

—Mi señor —exclamó para atajarlo.

—Esta no es la sala del consejo —contestó Wanef. Acto seguido, se dirigió a Amerotke con una sonrisa—. Deja que mi señor, el juez, hable. ¿Estás dando a entender que uno de nosotros puede ser responsable de la muerte del señor Snefru?

—¡Mentira! —espetó Mensu al tiempo que dejaba que su mano se dirigiese al lugar donde debía haber estado su espada.

—Conteneos —advirtió el magistrado—. Todos nosotros podemos ser tan inocentes de la muerte de este hombre como el que más. Sin embargo, si queréis la verdad, no tengo más remedio que hacer preguntas.

—En ese caso, hazlas. —Wanef volvió a sentarse en el escabel e indicó con un gesto a los dos nobles que guardasen silencio.

—¿Había diferencias de algún tipo entre vosotros? —preguntó el juez.

Wanef miró a Mensu y a Hunro y negó con un gesto.

—En tal caso, Snefru era vuestro amigo —insistió Amerotke.

—Era un miembro de nuestro pueblo —declaró Hunro—, un jefe de clan.

—¿Existía alguna enemistad entre vuestros clanes?

Volvieron a negar sin pronunciar palabra.

—Si lo que buscas son diferencias —repuso con calma la princesa—, debes saber que no todos los del reino quieren la paz con Egipto.

—¿Y Snefru?

—He contestado a tu pregunta, mi señor Amerotke.

El juez no pasó por alto lo que sus ojos y su voz tenían de ladino.

—Yo, sus familiares y los miembros de su clan lloraremos la muerte de Snefru.

Amerotke había obtenido su respuesta: a todas luces, no existía un gran cariño entre aquellos tres y el difunto.

—Sugiero —terció Senenmut dando un paso al frente— que levantemos por hoy la sesión. Mi señor Amerotke se alojará también aquí, en el templo de Anubis. Se dispondrán habitaciones para ti y tus sirvientes. —Abrió la puerta—. Mi señora…

Wanef dedicó una cortés reverencia a Amerotke y, seguida de sus dos compañeros, salió de la estancia.

Senenmut clavó su mirada en la de Mareb.

—Lo que has oído hoy no debe salir de aquí.

—Por supuesto, mi señor: soy un heraldo.

Senenmut respiró hondo; un gesto de preocupación asomó por su rostro. Se inclinó para quedar apoyado en la puerta e hizo que sus dedos tamborileasen sobre uno de sus costados.

—¿No se estarán matando unos a otros los de Mitanni?

—Imposible —le interrumpió Mareb—. Mi señor, todos los que han estado aquí eran egipcios.

—En ese caso, ¿quién puede ser el responsable?

Senenmut abrió la puerta y se sirvió de ella para ocultar su rostro a Mareb.

—Mi señor Amerotke, tú ya has recorrido antes este sendero. ¡La sombra de Set, el asesino, se cierne sobre este templo!

—Sí —repuso el magistrado, con lo que puso punto y final a la frase—. Y no cabe duda de que volverá a matar.

El visir cerró la puerta y Amerotke contempló la cerradura. Se admiró de que todos los misterios a los que se enfrentaba, o al menos la mayor parte de ellos, tuviesen algo que ver con puertas y cerrojos. Al robo de la amatista, había que sumar el asesinato de Snefru y aquella extraña conversación que había mantenido con Belet en la casa de comidas. No pudo evitar preguntarse si se trataría de una amenaza común. Nada de lo sucedido parecía deberse a la casualidad. Tal vez todo formaba parte de una gran estratagema concebida para desconcertar a Egipto y sumir el reino en la confusión. En ese caso, no podía cometer el error de aislar cada uno de los incidentes; eso le impediría penetrar en la mente del responsable de todos ellos.