CAPÍTULO XI
Recogieron leña menuda y maleza seca y, con ayuda del pedernal y el arco, lograron encender la llama con la que iniciar una hoguera. Cortaron más leña valiéndose de un hacha de guerra que había en el carro. En la oscuridad del desierto, no resultaba difícil percibir los gritos de la noche transportados por el eco.
—Eran dos animales hermosos —murmuró Amerotke mientras contemplaba la noche.
—No hemos tenido elección, mi señor. —Mareb extendió las palmas ante el fuego—. Hator estaba envenenada, e Isis, coja. Para ellas ha sido mejor morir deprisa que entre las fauces de los carroñeros.
—¿Cuándo crees que envenenaron a Hator?
—Seguramente poco antes de que partiésemos, aunque no tenemos prueba alguna. Los de Mitanni zanjarán el tema afirmando que fue un accidente. Lo han planeado muy bien: un carro solitario en pleno desierto.
—Pero ¿por qué?
—Mi señor, saben que estás investigando las muertes del templo de Anubis, y te precede tu fama en cuanto implacable perseguidor de la verdad. —Mareb sonrió a la luz de la fogata—. También habrían destruido a uno de los consejeros más cercanos a Hatasu. Más tarde dirían que habías salido vivo del campamento y sufriste un desafortunado accidente.
Un león rugió en la oscuridad. El juez se puso en pie.
—Todavía estamos a tiempo de sufrir uno.
Levantó la mirada hacia las estrellas, que relucían como gemas sobre un cojín de color púrpura oscuro, tan cerca que Amerotke se sentía capaz de cogerlas. La luna llena lo inundaba todo. Un viento helado onduló su capa militar y lo estremeció al entrar en contacto con el sudor de su piel. El león volvió a rugir; el juez pudo distinguir formas oscuras que se movían tras la espesura y, merced a la luz de la fogata, algún brillo ocasional de ojos ambarinos.
—Ten cuidado, señor —advirtió Mareb; acto seguido, se levantó con una flecha preparada en el arco.
Amerotke se sentía intranquilo.
—¡Dame eso!
Mareb se lo tendió; él rasgó su capa y arrolló el trozo de tela en la punta de la flecha. Entonces la acercó al fuego y, cuando hubo prendido, la lanzó a la oscuridad. El proyectil fue a estrellarse contra la grava del suelo; provocó un chisporroteo y un breve fogonazo que no hizo sino aumentar la inquietud del magistrado, pues le permitió comprobar que a su alrededor se congregaban más sombras de las que él pensaba. Recordó su formación como soldado, cuando el jefe de instrucción lo había llevado junto con otros reclutas reales a pasar una noche bajo el cielo del desierto.
—Tened cuidado con los gatos y las hienas —les había advertido—; una vez que el olor de la sangre despierta su instinto cazador, solo estarán satisfechos cuando hayan matado a su víctima.
Amerotke tensó los músculos al vislumbrar un bulto que se acercaba hacia él en la oscuridad. Apartó a Mareb, encendió otra flecha y la lanzó. La enorme leona lanzó un rugido para expresar su frustración y se retiró por la estrecha pista abierta por entre la aulaga.
—No han quedado satisfechos —declaró el juez—; los dos caballos no han hecho sino abrirles el apetito. Han seguido nuestro rastro hasta aquí —concluyó mirando desesperado a su alrededor.
Mareb, con todo el cuerpo cubierto de brillante sudor, tomó una lanza y, al tiempo que embestía con ella una y otra vez a la oscuridad, comenzó a proferir maldiciones en alta voz. La situación se había tornado de verdad desesperada. En derredor, el aire de la noche se vio rasgado por el grito de las hienas y el rugir apagado de los leones. Amerotke se apresuró a encender otro fuego. En cierta ocasión, la leona, que debía de ser la jefa de la manada, se acercó hacia ellos amenazante y solo retrocedió cuando el magistrado lanzó una tea a su lado. Entonces oyó de pronto un ruido a sus espaldas que lo hizo girar sobre sus talones: a la luz del fuego pudo distinguir las cortas fauces y el cuello largo de una furibunda hiena a la que hubo de ahuyentar. Mareb seguía a su lado, maldiciendo y gritando presa del pánico, profiriendo obscenidades acerca de los de Mitanni. Amerotke observó el cielo nocturno, consciente de que, una vez que amaneciera, estarían a salvo. Sin embargo, aún quedaban horas para que las primeras vetas rojas iluminasen la bóveda celeste. Tenían suerte de hallarse protegidos por las aulagas que rodeaban el lugar en el que habían decidido pernoctar. El matorral era tupido y difícil de penetrar, lo que, unido al fuego, mantendría a raya a los depredadores; aunque ¿por cuánto tiempo? Ya habían encendido tres modestas hogueras, pero necesitaban avivarlas constantemente y, para buscar combustible, habían de alejarse del círculo de luz, sin saber siquiera a qué distancia se hallaban las fieras. De cuando en cuando, al cambiar la brisa nocturna, el juez percibía el extraño hedor a descomposición que desprendían los animales salvajes.
El creciente pavor de Mareb había hecho que se mostrara poco dispuesto a separarse del fuego, por lo que Amerotke se vio obligado a cortar ramas sin quitar ojo a las sombras. En una de estas ocasiones, la leona se acercó haciendo crujir el matorral, acompañada de otro miembro de la manada. Amerotke tuvo que gritar a Mareb para que lanzase una tea, tras lo cual se retiraron los atacantes.
—Debemos hacer algo más —observó el magistrado.
Echó un vistazo al morral de piel en el que guardaban la comida junto con una jarra de aceite y no dudó en tomar esta.
—Es nuestra única opción: no podemos pasarnos la noche alejándonos de aquí para recoger leña.
—¿Entonces? —preguntó el heraldo.
Ante la insistencia de Amerotke, fabricaron flechas incendiarias más elaboradas, que el magistrado lanzó al interior del matorral seco; al principio pensaron que no prenderían, pero no tardaron en oler el humo y ver salir llamas de la espesura.
—Quemaremos toda la maleza —declaró tomando a su compañero por el brazo—; no nos queda otra elección. Si nos limitamos a esperar, las hogueras acabarán por apagarse mientras los merodeadores de ahí fuera hacen acopio de coraje.
Mareb se tranquilizó. Valiéndose de las lanzas y las flechas, prendieron diversos fuegos en el anillo de aulagas que los rodeaba. Estaban en una estación seca, por lo que la vegetación no tardó en arder. Oreadas por la brisa nocturna, las llamas se hacían cada vez mayores y elevaban su crepitar a las estrellas. De cuando en cuando, el humo se introducía en el anillo y hacía que les escocieran los ojos; en otras ocasiones, se alejaba para perderse en la inmensidad del desierto. El fuego iluminaba también al enemigo apostado tras ellos, lo que hizo que a Amerotke le diese un vuelco el corazón al ver que no se trataba de una sola manada de leones, sino que, atraídas por el olor de la sangre, se habían congregado dos o tres. También vislumbró las escurridizas siluetas de las hienas y, en un principio, se le hizo difícil entender el porqué de tal multitud.
—¡Claro! —exclamó—. Los de Mitanni han estado cazando y han ahuyentado los rebaños de antílopes. Gran parte de la caza de esta zona debe de haber caído en sus manos, sacrificada para proveer la mesa de Tushratta.
Mareb asintió con un gesto, ya recobrado de su ataque de pánico.
—Por eso las bestias nocturnas se muestran tan decididas —añadió Amerotke con una sonrisa forzada—: deben de haber pensado que esas caballerías eran un regalo de los dioses.
Se sentó en el centro del claro y observó cómo ardían las hogueras. Estuvo tentado de maldecir su mala fortuna; sin embargo, se calmó pensando en el rostro sonriente de Norfret; en Shufoy, corriendo detrás de sus dos hijos; en Prenhoe, siempre deseoso de contarle sus sueños, y en Asural pavoneándose con su uniforme ceremonial. Intentó dormir, pero le resultó imposible. El anillo de fuego les aislaba por completo del exterior y la única molestia era la que les causaba el humo que se introducía en el círculo. Dio gracias a Maat de que la noche estuviera despejada, así como por las llamas que los protegían. En silencio, juró hacer un sacrificio especial a la diosa si regresaba sano y salvo a Tebas. Mareb se agachó a su lado, con los dientes castañeteando, sin que el magistrado pudiese determinar si era a causa del frío o del miedo. Ambos tenían la mirada fija en el levante, desesperados por vislumbrar los primeros rayos de sol. La noche fue avanzando y las llamas amainaron para dar paso a un humo más espeso y oscuro.
—Aún podrían atacarnos, ¿no es verdad? —masculló Mareb.
—A ningún animal le gusta el fuego —señaló el magistrado—. Ni siquiera el más hambriento estaría dispuesto a cruzar un tramo de tierra ardiendo. Recemos por el amanecer y porque el humo actúe a modo de señal.
Al final, los cielos oyeron sus plegarias. Amerotke se frotó los ojos y observó el primer destello de color rojo dorado: la oscuridad comenzaba a retroceder. El juez gustaba de arrodillarse en el tejado de su casa para ver nacer el sol, pero nunca se había sentido tan feliz de la llegada del amanecer. El sol se elevó veloz y brillante para anunciar ese extraño momento en que se dan la mano la noche y el día. El desierto que los rodeaba, la aulaga e incluso el humo cambiaron para mostrar una desconcertante variedad de colores. El frío desapareció y la brisa olvidó su fuerza. El magistrado se hincó de rodillas y tocó el suelo con la frente; Mareb siguió su ejemplo y juntos entonaron un breve himno de alabanza y gratitud. Acabado este, Amerotke se puso en pie y caminó hasta el borde de la espesura. Eligió con cuidado el lugar donde daba cada paso y recorrió con la mirada el terreno que se extendía alrededor del montículo. Sintió la boca seca cuando reparó en que los depredadores se habían retirado pero no habían desaparecido. Sobre un afloramiento rocoso, poco antes del lugar en que la tierra bajaba de nivel, pudo distinguir la silueta de un león agachado.
—Los cazadores no se han rendido.
Amerotke ocultó su desesperación. Las hogueras seguían ardiendo, pero los matorrales secos se habían reducido a cenizas ennegrecidas. Se inclinó hacia delante y acercó una mano al suelo, que seguía quemando al tacto. Por encima del hombro, vio que Mareb dirigía su mirada al oeste con una mano a modo de visera.
—Me parece… —exclamó nervioso.
El magistrado echó a correr y miró en la dirección que él le indicaba. No gozaba de una visión tan aguda como la de Mareb y el calor de la mañana ondulaba el aire. Empezaba a preguntarse si el heraldo no se habría dejado engañar por un espejismo cuando vislumbró el brillo de una armadura.
—¡Es un escuadrón! —gritó el joven—. ¡Han visto el humo! —Se dio la vuelta para tomar al juez del brazo—. ¡Mi señor, estamos salvados!
***
Amerotke se había abandonado al frescor de la tarde en los jardines del palacio imperial de la Mansión Argéntea, que se erigía sobre la ribera de poniente del Nilo, poco más al sur de la Necrópolis. En calidad de convidado de la divina Hatasu y el señor Senenmut, miró agradecido a su alrededor mientras bebía un sorbo de vino. El palacio había sido construido por el padre de la reina-faraón y sus vistas y columnatas lo convertían en un verdadero paraíso. El pórtico en que se hallaban sentados dominaba una terraza que se estrechaba hacia los muros más alejados. Él se encontraba al lado de Hatasu y, desde allí, podía divisar las jambas doradas de la puerta guarnecida con cobre y engastada con onerosas figuras de piedra por la que se accedía a los diversos huertos y viñedos. Los pabellones estivales, construidos de papiro y decorados con flores de loto, constituían frescos santuarios en los que los cortesanos del faraón podían beber, organizar banquetes e incluso tener trato carnal. El aire estaba perfumando de los árboles de incienso importados expresamente de Punt. El mar de follaje se veía interrumpido de cuando en cuando por el resplandor de algún lago o estanque, en los que se criaban exóticos peces y raras aves. Bajo los árboles, y aun entre ellos, asomaban diversas estatuas. En la hierba pastaban serenos el antílope, el órix y el íbice, al lado de las aves foráneas de brillante plumaje.
—Un lugar de descanso algo diferente al de anoche, ¿no es así, mi señor? —bromeó Senenmut al tiempo que se inclinaba para llenar la copa del juez.
Amerotke dirigió una furtiva mirada a Hatasu, cuyo humor parecía haber cambiado. Llevaba puestos sus ropajes más majestuosos, coronados por un chal de color, ornado con piedras preciosas, que le cubría los hombros: una toga del mejor lino, una faja dorada y unas sandalias cubiertas de joyas. Llevaba el cabello ceñido con una corona rematada en el centro por una cobra que enseñaba la lengua; se había maquillado con afeites especiales y sus dedos y muñecas estaban cubiertos de oro y plata. Ella había enviado el escuadrón que lo había rescatado junto con Mareb. Los soldados, tras acompañarlo a palacio, se habían llevado al heraldo a la ciudad. Los sirvientes de palacio habían atendido cada una de sus necesidades: lo habían lavado y bañado y, tras amasar y friccionar sus músculos, le habían proporcionado ropas limpias. Hatasu le había enviado un pequeño jeroglífico de oro con perlas engastadas a modo de regalo personal. Los criados habían recibido instrucciones precisas: el señor Amerotke no debía salir de la Mansión Argéntea hasta que la divina no hubiese «manifestado su presencia para dejar que se bañase en su sonrisa». Ella y Senenmut habían llegado en gabarra, acompañados por el acostumbrado entrechocar de los címbalos, el estruendo de los atabales de guerra, el compás de los sistros y los himnos de alabanza. Hatasu había bajado entonces de su palanquín bañado en oro y había dado las gracias con desenvoltura al chambelán y al capitán de la guardia. Con todo, una vez cerradas las puertas y ya a solas con Senenmut y Amerotke, dejó caer su máscara y la rabia desfiguró su gesto. Caminando de un lado a otro, comenzó a apartar a patadas los muebles que encontraba a su paso y a mascullar improperios que el magistrado no oía desde que sirvió en el Ejército. Volviéndose hacia Senenmut, le había propinado un feroz puñetazo en el hombro.
—¡Debíamos haber enviado más carros! —gritó con el rostro a pocos milímetros del suyo—. Ha sido un error. —Entonces miró sonriente al juez—. Podías haber muerto: ¿de qué nos habrías servido en tal caso? —Reprimió las lágrimas, se acercó a él y le pellizcó un brazo hundiendo las uñas en su piel—. Podías haber muerto, Amerotke, y yo me habría quedado sin nadie de quien burlarme, sin nadie que me dijera la verdad, que me dirigiese su mirada protectora y arrugase el ceño como un hermano mayor… Me habría quedado sin nadie en quien confiar. —Estampó un pie contra el suelo y comparó a Tushratta con el excremento de un camello. Entonces se dirigió a la puerta y se volvió para apoyarse en ella.
—¡Ya sé! —exclamó agitando un puño, haciendo sonar sus brazaletes—. Enviaré escuadrones enteros en son de guerra, miles de carros. Les daré la paz que están buscando. Quemaré el Oasis de las Palmeras y les haré pagar cinco veces tu peso en oro. Sí: pienso poner eso en el tratado. Los haré venir, besar mis pies y arrodillarse ante mí hasta que se les parta el espinazo. ¡Cogeré a esa Wanef y la empalaré!
Amerotke miró a Senenmut, que, con el rostro impasible, se limitaba a menear la cabeza de modo imperceptible. Hatasu dio rienda suelta a toda la furia contenida; lo único que hizo el visir fue apartarla de la puerta para que los sirvientes no pudiesen oírla. Al fin, se calmó para tomar asiento en un trono dispuesto para la ocasión. Su aliento se tornó en hipidos y el rubor de la ira invadió sus mejillas.
—¿Qué podemos hacer en realidad? —preguntó irritada.
—¿De qué pruebas disponemos? —repuso Senenmut tranquilizador.
Hizo que Amerotke repitiese la historia que había referido al enviado de Hatasu. Tanto la reina-faraón como su visir lo escucharon atentos. Entonces ella se incorporó y comenzó a dar golpecitos con un pie en el suelo.
—Tienes razón —admitió—: si acusamos a Tushratta, no podemos presentar prueba alguna. La yegua pudo haber muerto por causas naturales, de alguna enfermedad que ya tuviese, por haber ingerido algo en mal estado… También pudo haber sucumbido de una picadura de alacrán o de serpiente.
—Podría haberse tratado de un mero accidente —añadió Senenmut—. Una desgracia y nada más. ¿Cómo podemos culpar a Tushratta? Y, de nuevo, cabe la posibilidad de que alguien del reino de Mitanni haya decidido actuar por cuenta propia para vengarse. De hecho, Amerotke, no ignoramos que hay tósigos y pociones que pueden tardar horas e incluso días en hacer efecto. Tal vez Hator fue envenenada antes de haber salido de Tebas.
—Yo, desde luego, no volveré a dejar la ciudad —advirtió el magistrado soltando una carcajada—. Mi señora, la próxima vez que salga al desierto…
—Organizaremos una cacería real —sugirió Hatasu sonriendo—. Daré una lección a esos leones; ellos también tendrán oportunidad de conocer la ira del faraón. —Se puso en pie, se acercó a Amerotke y, tras rodear su cuello con los brazos, lo besó de lleno en los labios. Haciendo caso omiso de su rubor, repuso—: Ya lo sé, ya lo sé. —Dio un paso atrás al tiempo que meneaba un dedo con gesto juguetón—. Estás deseando ver a la divina Norfret. Pero mañana tú, Senenmut y yo entraremos junto con un grupo selecto de escribas de la Casa de los Secretos y mi guardia personal en el Valle de los Reyes. Visitaremos el lugar donde disfruta mi padre de su último reposo en la Casa de los Años Eternos y retiraremos el sarcófago de Benia.
Hatasu volvió a adoptar una expresión traviesa. Dio una palmada y señaló que Amerotke debería tener una noche que contrastase por completo con la anterior. Ordenó a los sirvientes que despejaran el jardín e invitó al magistrado a aquel pórtico sombrío. Entonces escuchó con atención el resto de su relato, llena de perplejidad al saber que los de Mitanni mantenían que Weni había robado la Gloria de Anubis.
—¿Crees que es cierto? —preguntó.
—No lo sé —respondió Amerotke—. Tendré que regresar al templo.
—Pero no ahora —anunció Hatasu—. Tushratta quiere que devolvamos el sarcófago. Sea. Puede considerarlo una prueba de nuestra amistad. Nuestra escolta saldrá en secreto al amanecer; la tumba de mi padre está bien escondida.
El juez asintió con un gesto. Todos en Tebas conocían la historia de cómo había decidido el autoritario y belicoso Tutmosis I ser enterrado en un magnífico sepulcro oculto en el Valle de los Muertos. Para ello, había contratado a un maestro de obras llamado Ineni. Luego habían conducido al valle a cientos de prisioneros de guerra, esclavos y criminales, a los que después habían encerrado unidades de infantería de élite. Ninguno de los trabajadores había regresado jamás. Cuando Tutmosis murió, su cadáver fue enterrado en la tumba real para que emprendiera su viaje al lejano horizonte con la única escolta de un grupo de mudos, escribas y sacerdotes. El maestro Ineni declaró orgulloso que «Ningún ojo ha visto, ninguna oreja oído, ninguna mente imaginado» dónde podía estar inhumado el rey.
—¿Por qué quiere en realidad Tushratta el sarcófago? —preguntó Senenmut.
Hatasu respondió con un susurro tan leve que Amerotke fue incapaz de oírlo.
—¿Mi señora?
Hatasu miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie podía oírla; el guardia más cercano se hallaba suficientemente alejado.
—Corre cierto rumor en la Casa Divina, que yo oí de pequeña, según el cual mi padre estaba locamente enamorado de Benia y, en un acceso de pasión, la estranguló tras descubrir que mantenía una aventura con un cortesano. Nadie sabe qué hay de verdad en ello. Tampoco falta quien sostenga que la enterró viva. —Se detuvo—. Tal vez Tushratta no quiera más que descubrir la verdad. Mañana veremos…
A primera hora de la mañana siguiente, llegó la partida real al Valle de los Reyes. Los había escoltado un escuadrón de carros desde la Mansión Argéntea. Junto a ellos circulaba una carreta enorme tirada por cuatro bueyes y flanqueada por arqueros. Se ordenó a los soldados que esperaran a la entrada del valle; mientras tanto, el carro en que se hallaban Senenmut, Hatasu y Amerotke guio al resto de la partida por el sendero estrecho y tortuoso que atravesaba el terreno rocoso hasta internarse en el valle. Hatasu se había vestido con un faldellín de guerra, grebas de bronce y las sandalias que usaba la infantería. Había cubierto su cabeza y sus hombros con un manto blanco y su pecho con bandas del mismo color. No llevaba joyas ni adorno algunos y, a pesar de que los pesados guanteletes que se había puesto le conferían cierto aspecto irrisorio, había insistido en que Amerotke y Senenmut llevaran unos iguales.
—Ya veréis —les advirtió en tono enigmático.
En la banda que llevaba a la cintura, había introducido un cilindro de cobre que sujetaba por su parte superior como si fuera una daga. Según explicó, contenía los planos en los que Ineni había descrito la localización exacta de la tumba de su padre y los peligros de su interior.
—¿Peligros? —inquirió Senenmut.
—Mi padre era tan astuto como un guepardo cazador y, en ocasiones, tan malévolo como una cobra. No quería que nadie perturbara la paz de su tumba. Ya veréis.
Asió la barandilla del carro y alzó la vista para contemplar el valle. Amerotke lo había considerado siempre un lugar solitario e inquietante, flanqueado por acantilados que en ese momento reflejaban la claridad del sol del amanecer. El terreno descendía y se mostraba cambiante, sembrado de rocas y matorrales hasta donde alcanzaba la vista. Cuanto más avanzaban, más inquietante se hacía el silencio. El sol hacía que las sombras que proyectaba la vegetación corriesen como si compitieran unas con otras. De cuando en cuando, cruzaba el aire el grito de alguna ave que extendía las alas ante el calor de la amanecida, y Amerotke se preguntaba si no serían los alaridos de alguna alma que había perdido el cuerpo en tan desolado paraje. Miró hacia atrás: los sirvientes de confianza del faraón, hombres mudos que, por lo tanto, podían oír y ver, pero no hablar, se hallaban alejados del polvo que levantaban las ruedas del carro. Todos ellos habían sellado un pacto por el cual, si revelaban lo que sabían, serían condenados a que les sacasen los ojos y los decapitasen para que sus almas nunca pudieran alcanzar los campos de los bendecidos. Algunos eran jóvenes y otros ancianos, pero todos llevaban la cabeza rasurada y vestían los mismos atuendos: faldellines encrespados de color blanco, resistentes sandalias y chales blancos para proteger del sol sus espaldas y sus cuellos. Algunos llevaban cayados; otros, zurrones de cuero con los utensilios de escritura. El resto de la procesión, formada aproximadamente por media docena de hombres caminando al fondo, se encargaría de retirar el sarcófago y llevarlo a la entrada del valle para que fuese transportado al Oasis de las Palmeras.
Amerotke reparó en cuán irreal y fantasmagórica resultaba la experiencia: el crujir de las ruedas del carro, el silencio de Hatasu y Senenmut, sumidos en sus propias reflexiones, y el mutismo de los hombres que, a duras penas, avanzaban tras ellos. Pasaron frente a los restos del campamento de los esclavos que se hallaban bajo la supervisión de Ineni cuando se construyó la tumba de Tutmosis.
—¿Habías estado antes aquí? —preguntó Senenmut.
—En una ocasión —respondió Hatasu—. Mi padre me trajo para mostrarme la entrada del sepulcro. Estaba convencido de que deseaba que me enterrasen junto a él cuando me llegara la hora, pero —añadió— yo erigiré mi propia tumba. —Posó su mano en el hombro de Senenmut—. Haremos juntos nuestro viaje al remoto horizonte.
Él tomó las riendas con una sola mano y empleó la otra para darle a ella una palmadita en el brazo, convertidos ambos en marido y mujer más que en visir y faraón.
Se introdujeron más aún en el valle a través de la pista de grava diseminada. Amerotke estudió las paredes de los acantilados que se elevaban a cada lado sin poder detectar indicios que revelaran la entrada de alguna tumba maravillosa. De repente, Hatasu les ordenó con un grito que parasen, desmontó y, tras destapar el cilindro de cobre, extrajo un trozo de papiro para examinarlo con atención. Entonces apuntó a una estrecha pista, poco más que un camino de cabras, que subía tras un bastión rocoso.
—¿Eso es? —exclamó el magistrado.
Hatasu, con el cilindro de cobre bien asido, se puso a ascender por entre las peñas con gran pericia. Senenmut y Amerotke la siguieron.
—Ahora ya sé por qué llevamos guanteletes —observó el último con cierta sorna.
Las rocas eran puntiagudas y de bordes dentados, como si hubiesen sido concebidas de forma deliberada para cortar y desgarrar la piel humana. Escalaron bajo el sol cada vez más fuerte, tratando de sobreponerse a la quemazón de la piedra y a las delgadas nubes de polvo que irritaban sus ojos y secaban sus gargantas. Una serpiente, molesta por el ruido, salió como disparada de una grieta. Amerotke sintió un escalofrío, pero el animal no tardó en desaparecer. Al fin, alcanzaron la peña, aunque, para sorpresa de Amerotke, no había signo alguno de una posible entrada. Hatasu siguió subiendo y el magistrado, que tenía ya la espalda llena de sudor, la siguió. Oyó exclamar a Senenmut y miró hacia arriba para descubrir que Hatasu había desaparecido, como si la hubiese arrancado de la roca una mano gigante e invisible. El visir y el juez se apresuraron.
—¡Mis señores! —gritó una voz como un zureo.
Al mirar a la izquierda, vieron a Hatasu en la hendidura de una roca, tan bien oculta que hasta el más experto escalador la habría confundido con una sombra o algún engaño de la luz. La siguieron al interior, y otro tanto hicieron escribas y sacerdotes. Dos de ellos habían resbalado, por lo que intentaban curarse con cautela sus espinillas y rodillas magulladas. La entrada de la cueva era fresca y estaba oscura. Al chasquear los dedos Senenmut, los sirvientes encendieron antorchas embreadas hasta crear una pequeña fogata en la entrada de la caverna. Amerotke dejó escapar un silbido de sorpresa. La cueva era en realidad una cámara de factura humana excavada en la roca. El techo se extendía sobre sus cabezas y las paredes eran de piedra desbastada. Había un angosto sendero que se adentraba en la oscuridad y Hatasu tomó la vara de uno de los escribas y ordenó a dos de los que portaban antorchas que fuesen delante de ella.
—Caminad despacio y no os alejéis de mí. Cuando os lo diga, deteneos sin más, ¿entendido?
Ambos asintieron con ojos temerosos.
—Si obedecéis, ninguno de nosotros correrá peligro.
La procesión se puso en camino. Amerotke tenía la sensación de estar viajando a través de las salas del Duat. Salieron de la caverna que hacía las veces de entrada para introducirse en un estrecho corredor. Los muros que se elevaban a cada lado tenían pinturas de horribles bestias, las que merodeaban hambrientas por el oscuro mundo de los muertos: exóticas criaturas con cabeza de cocodrilo y cuerpo de hipopótamo o babuinos y otros monos con rostro de pantera y leopardo. Al fin llegaron a la puerta que se abría al otro extremo. Uno de los sirvientes apretó el paso; Hatasu le gritó que se detuviera, pero ya era demasiado tarde: el hombre estaba aún en la galería, casi en contacto con la puerta, cuando el suelo cedió a su paso y lo hizo desaparecer entre un estruendo de tierra y rocas. Amerotke agarró la antorcha y dio un paso adelante. Uno de los escribas se acercó con un palo, pero él le ordenó que se mantuviera alejado. Entonces escudriñó la trampa, a cuyo interior lanzó la tea para descubrir poco más que un foso que desaparecía en la oscuridad. Del sirviente no había rastro alguno.
—Es imposible que haya sobrevivido a una caída como esa —murmuró la reina-faraón—. Hay un foso a cada uno de los dos lados que flanquean el angosto puente que desemboca en la puerta.
Ayudándose de la vara, Amerotke palpó con cuidado el suelo. Hatasu estaba en lo cierto: a la derecha de la puerta se abría una trampa similar, en tanto que en el centro había una roca sólida. Tras atravesarla, pudo ver los sellos sagrados que se habían dispuesto alrededor del marco de la puerta y que representaban cabezas de chacal. Amerotke los retiró y, con la ayuda de un escriba, empujó la puerta: el mecanismo de esta estaba basado en un sistema de poleas y palancas que la hacía abrirse con suavidad.
—¡No deis un paso más! —gritó la reina.
Un escriba acercó su antorcha. Amerotke había dado por hecho que el suelo estaba nivelado, pero a la luz de la tea pudo apreciar un abrupto corte vertical que hubiese hecho perecer a cualquier intruso que hubiera sobrevivido al foso y se dispusiese a cruzar la puerta. El magistrado vislumbró una estrecha escalerilla y bajó por ella con gran cuidado. Los demás lo siguieron. Cuando volvieron a congregarse al pie de la escalera y recibieron de nuevo la luz de las antorchas, miró a su alrededor sobrecogido por el miedo: el camino estaba flanqueado por montones de esqueletos.
—Los trabajadores —musitó Senenmut—. Los que llevaron a cabo las últimas obras de la caverna debieron de ser ejecutados aquí.
El juez avanzó entre tanta muerte con la mirada puesta en el angosto sendero que se extendía ante él, haciendo lo posible por no prestar atención a las osamentas apiladas a ambos lados sin orden alguno. Según calculó, debían de pertenecer a más de cien cadáveres, lo que convertía aquel camino en un lugar terrorífico.
—Parece ser que los dejaron encerrados —exclamó. Se detuvo para examinar los restos de uno de aquellos desdichados, sin observar en ellos signo alguno de violencia—. Murieron de inanición —determinó—. Luego, en el preciso instante en que fue a sellarse la tumba, se despejó este pasillo por entre los huesos.
Llegados al fondo de la caverna, Hatasu les indicó que cesaran de caminar. Dos de los escribas se adelantaron para golpear el techo con sus varas y saltar hacia atrás movidos por el estrépito de rocas y tierra que siguió a un ruidoso crujido.
—Ineni era un hombre competente —señaló la reina-faraón, que tosía a causa del polvo levantado por el mecanismo—. De todos modos, ya no hay más trampas.
Atravesaron otra puerta para introducirse en una larga galería de hermosa ornamentación revestida de pinturas murales. Llegaron a la antecámara real, que contrastaba de forma radical con los horrores que habían tenido oportunidad de contemplar. Aquel templo de riquezas tenía las paredes cubiertas de atractivas pinturas que recordaban las victorias de Tutmosis. Por doquier se apilaban cofres de exquisita factura, policromados y cubiertos de joyas, jarrones de alabastro de hermosa talla, sepulcros de negro y oro con estatuas de los dioses, vasijas de plata con ramos de flores secas, lechos y sillones con escabeles labrados, un trono de plata y oro, copas con forma de flores de loto, carros volcados, estatuas del soberano en diversas poses y con diferentes atuendos, y divanes con las esquinas cinceladas en forma de cabeza de león y revestidos de oro y plata. La entrada a la cámara fúnebre estaba flanqueada por dos colosales estatuas de Tutmosis vestido con las galas marciales de un guerrero. Senenmut rompió los sellos que la cerraban para que todos pudiesen entrar. Los muros del interior también estaban decorados con profusión, cubiertos de murales que representaban escenas de la vida del faraón y contenían abundantes jeroglíficos explicativos de cada una de ellas. A cada lado descansaban más sarcófagos, junto con canopes y cofres. Si Hatasu y Senenmut tenían miedo alguno de perturbar la tranquilidad de los difuntos y, en especial, el ka del faraón, sabían disimularlo. La reina comenzó a disponerlo todo con agilidad y ordenó a un sacerdote que extrajera de su bolsa las llaves de gran tamaño que abrían los diversos arcones y sarcófagos.
—¡No cambiéis nada de sitio! ¡No toquéis objeto alguno! Limitaos a encontrar el féretro de Benia.
No tardaron en dar con el sarcófago, forrado de oro, menor y más estrecho que el de dimensiones ciclópeas que dominaba toda la cámara. Valiéndose de una llave en forma de tau, Hatasu abrió los cierres y retiró la tapa. Suspiró satisfecha al percibir el perfume que surgía de la momia que yacía en su interior envuelta en vendas.
—Eso demuestra al menos que no la enterraron viva —señaló con un susurro.
Ordenó a un cirujano de la Casa de la Vida que retirase con sumo cuidado los vendajes. La operación le llevó un tiempo y requirió la ayuda de los escribas, que movían con tino el cadáver embalsamado, temerosos de causarle cualquier daño.
—¡Se deteriorará! —exclamó Senenmut.
—Tal vez no —repuso la reina—. Se ha conservado bien.
Esperaron armados de paciencia hasta que, por fin, el experto retiró las vendas que cubrían el semblante de la momia: sus rasgos se veían ajados y transmutados por el paso del tiempo. Hatasu ordenó enseguida que volviesen a envolver el cadáver.
—La leyenda no era cierta.
Tomó un abanico de la faja que ceñía la cintura de Benia y se sirvió de él para aliviar el calor de sus mejillas.
—Tushratta no puede acusar a mi padre de haberle infligido violencia alguna. Por ende, la momia debe ser trasladada a la Casa de la Vida, donde se le aplicará un nuevo vendaje bien apretado antes de volver a sellar el sarcófago. Si Tushratta desea perturbar la paz de los muertos, vamos a ponérselo difícil.
Amerotke destensó los músculos y se alejó. La reina les comunicó que no tardarían en marchar. La luz de la antorcha y la actitud calma de Hatasu disipaba cualquier sensación de amenaza o violación. Durante el transcurso del reconocimiento, uno de los sacerdotes que la acompañaban se había arrodillado y, abriendo el Libro de los Muertos, invocó con voz suave el amparo de los dioses, a modo de irrefutable demostración de que la soberana no pretendía cometer sacrilegio.
Amerotke, atraído por las pinturas murales, se acercó para examinarlas y dejó escapar una exclamación de sorpresa al comprobar que, mientras preparaban el resto de la tumba, Ineni había hecho que los artistas decorasen la cámara con una miríada de escenas extraídas de la vida del faraón. Allí se congregaban sus triunfales victorias junto con cotidianos sucesos familiares. Hatasu se acercó para mostrarle una en la que aparecía de niña, arrodillada frente a su padre. Bajo su pequeña figura, se había grabado su nombre en un jeroglífico. Con todo, no parecía dispuesta a recrearse en sus recuerdos o entregarse a la nostalgia, por lo que no tardó en alejarse. Amerotke sabía que la reina profesaba un hondo respeto a su terrible progenitor, pero poco más. También encontró una representación de sí mismo en su infancia. Sonrió al ver lo reducido de la figura de cabeza afeitada con un mechón en el lateral, el collar de joyas y la túnica blanca propia de un miembro de la guardería real. Entre las demás escenas, se hallaba una de Tutmosis condecorando a los soldados con bandas honoríficas por su valentía. Había una serie completa que reflejaba la generosidad del faraón para con los escribas, maestros y médicos. Al reparar en la que lo representaba dando su bendición a los pajes reales, se detuvo lleno de asombro y se mordió un labio para reprimir una exclamación de sorpresa. Se trataba de una larga fila de pequeñas figuras; cada una tenía escrito su nombre debajo y dos de ellas estaban cogidas de la mano. Amerotke volvió a examinarlas para cerciorarse de que no había leído mal los de estas dos últimas y luego se dirigió al muro que había al fondo de la tumba, dominado por la imagen de Tutmosis con la doble corona de Egipto y el nemes real sobre los hombros, aceptando la sumisión de vasallos y aliados. Amerotke vislumbró un grupito de nubios enanos como los que había conocido en el campamento de Tushratta. Estos también estaban arrodillados frente al faraón, con las manos extendidas para rogar su bendición. No llevaban más atuendo que una cinta de plumas en la cabeza y faldellines de cuero. Amerotke estudió la escena con detenimiento, sin pasar por alto las armas que portaban. Tanto se abstrajo en su contemplación que olvidó incluso dónde se hallaba. Las imágenes iban y venían por su mente: la bailarina muerta en el pabellón, Snefru sobre su lecho, Weni perseguido por una jauría de perros salvajes…
—¿Mi señor? ¿Ocurre algo, mi señor?
Amerotke meneó la cabeza para salir de su ensueño y sonrió al tiempo que hacía una reverencia.
—No, mi señora; solo es el pasado.
Decidió ocultar, al menos por el momento, lo que acababa de averiguar sobre los asesinatos del templo de Anubis.