Capítulo XVI
Maat: la diosa de la verdad.
CAPÍTULO XVI
Amerotke entró en los oscuros pasillos de la Casa de la Muerte debajo del templo de Maat. Los guardias, con los rostros enmascarados, permanecían junto a las antorchas de pino. Un carcelero quitó las trancas de madera y abrió la puerta de un puntapié. El calabozo de Rahimere era pequeño, y casi en el techo, un agujero practicado en la pared encalada dejaba pasar un poco de luz y aire. El antiguo visir estaba irreconocible: tenía la cara cubierta de magulladuras, la piel de un repugnante color gris que se mezclaba con los morados y la sombra de la barba, pero en sus ojos continuaba brillando la malicia. No se molestó en levantarse del jergón verde, y solo se preocupó de ajustarse el taparrabos mugriento.
—¿Habéis venido a burlaros?
—He venido a preguntar.
—¿Sobre qué?
—Las muertes de Ipuwer y Amenhotep, el atentado criminal contra el general Omendap y el chantaje a la reina. —Amerotke se arrepintió en el acto de su desliz.
—¡Chantaje! —exclamó Rahimere, cruzando las piernas—. ¿A nuestra reina-faraón?
—Me interesan los asesinatos —tartamudeó el juez, todavía un tanto confuso, desconcertado después de su encuentro con Hatasu y Senenmut.
—No soy culpable de ningún asesinato —proclamó Rahimere, que levantó las manos como si quisiera reafirmar su inocencia con el gesto—. ¿La muerte de Ipuwer? ¿Por qué iba a querer matar a Ipuwer? —Inclinó el cuerpo hacia delante—. A Ipuwer le gustaban las adolescentes; le prometí que tendría todas las que quisiera. ¿Qué es eso del chantaje?
Amerotke comprendió que estaba perdiendo el tiempo. Se volvió hacia la puerta.
—¡No conseguiréis ni una sola prueba en mi contra! —gritó Rahimere—. ¡Si esa perra quiere matarme, tendrá que enviar a sus asesinos aquí abajo!
—No le hará falta —le replicó Amerotke—. Encontraron vuestras cartas al rey mitanni. ¡Ya sabéis cuál es el castigo por traición!
Amerotke dio un portazo y se alejó furioso por el pasillo casi tropezando con los guardias. ¡El lugar apestaba a muerte! Quería salir, pensar, hilvanar el mejor discurso para convencer a la divina Hatasu de que las muertes, los asesinato, el chantaje, quedaran como un misterio. Entró en la Sala de las Dos Verdades; no había nadie a la vista. La corte no se reuniría hasta dentro de cinco días y Amerotke era consciente de que los casos pendientes se habían multiplicado después de los últimos acontecimientos. Se apoyó en uno de los pilares y echó una ojeada a su silla, a las pequeñas mesas y los cojines de los escribas, a los instrumentos de la ley. Desde el patio le llegaron el murmullo de los escribas, los gritos y las risas de los niños.
Cruzó la sala lentamente para contemplar de cerca una de las escenas pintadas en la pared. La diosa Maat, con una pluma de avestruz en el pelo, aparecía en cuclillas delante del señor Osiris, que sostenía la balanza. ¿Cuál sería el veredicto en este caso?, se preguntó Amerotke. ¿Cómo lo resolvería? Se dirigió a su capilla privada donde estaba el camarín con la estatua de Maat. El suelo aparecía cubierto con arena limpia, los boles llenos a rebosar con agua sagrada. También habían llenado los pequeños potes de mirra e incienso y habían colocado cojines nuevos delante del camarín. La capilla se veía limpia y olía a fresco.
Amerotke se arrodilló con el propósito de suplicar a la diosa que le guiara, pero entonces se dio cuenta de que no se había purificado la boca ni las manos. ¿Se estaba volviendo igual que Amenhotep? Las imágenes, brillantes como una pintura, aparecieron en su mente. La sangrienta carnicería ante la empalizada del campamento; los hombres que se revolcaban profiriendo los más espantosos alaridos; la sangre que salpicaba las ruedas de los carros de guerra; el galopar de los caballos que destrozaban con los cascos los cuerpos de los caídos. Los gritos de los que pedían misericordia; los guardias de la reina sodomizando a los jóvenes nobles mitanni antes de aplastarles el cráneo contra el suelo. Hatasu resplandeciente en la victoria; Meneloto derrumbado al pie de las escaleras; los amemet, como sombras, a su alrededor; la terrible estela de Kéops. Amerotke miró la estatua encerrada en el camarín. ¿Era todo un engaño? ¿No había nadie que escuchara las oraciones? Apareció una sombra que se arrodilló a su lado. El juez miró por encima del hombro.
—Anoche tuve un sueño, mi señor. Soñé que estaba sentado en la copa de una palmera que después se transformó en un sicómoro. Te vi a ti en la sombra, rasgando tus vestiduras.
El rostro del joven reflejaba tanta emoción mientras apretaba un rollo de papiro contra su pecho que Amerotke se tragó la cáustica respuesta que iba a proferir, molesto por la intromisión.
—¿Cuál es el significado, primo?
—Significa que haré el bien, y que tú te verás librado de todo mal. Amo, soy un buen escriba.
—Ya llegará tu ascenso.
—Amo, soy un buen escriba —repitió Prenhoe—. Copio fielmente todo lo que se dice en el tribunal. Mientras tú estabas fuera —añadió con apuro, al ver enfado en los ojos de su pariente—, consulté a colegas.
—Prenhoe, mi mente está… —El juez exhaló un suspiro al tiempo que hacía un gesto con las manos.
—Shufoy me lo dijo —prosiguió Prenhoe—. Shufoy me habló de tu visita a la cueva del viejo sacerdote de la diosa serpiente, el que se presentó como testigo en el juicio. Me contó lo del rescate.
—¡Ni se te ocurra contárselo a la señora Norfret! —le advirtió Amerotke.
—No, mi señor, pero me pareció que tendrías que leer esto. —Prenhoe quitó el cordel y desenrolló el papiro—. Esto es lo que dijo el viejo sacerdote. ¿No te parece extraño?
Amerotke se agachó sobre el papiro para ver mejor los jeroglíficos en la penumbra.
—No, no, aquí —le indicó Prenhoe, apoyando el dedo.
El juez leyó la declaración. Parpadeó y, olvidándose de todo protocolo, volvió a inclinarse.
—Yo… yo —tartamudeó—. ¿Qué significa, primo?
Prenhoe lo miró con una expresión de felicidad.
—Fui a las tumbas, a la necrópolis. Caminé entre las casas de la Eternidad hasta que encontré la de sus padres. Su madre fue una sacerdotisa al servicio de la diosa Meretseger.
—¡La diosa serpiente! —exclamó Amerotke.
¿Es así como funcionaba la verdad?, se preguntó. ¿Había un fuego invisible para iluminar la mente y el alma? Se volvió, y, sujetando el rostro de Prenhoe entre las manos, le dio un sonoro beso en la frente. El joven escriba se ruborizó.
—Eres mi pariente, Prenhoe, y eres mi amigo. Has descubierto aquello que había pasado por alto. Lo que has encontrado, lo había omitido. La próxima vez que me siente en la sala, tú serás mis ojos y oídos. Por lo que a mí respecta, puedes seguir soñando todo lo que te pida el corazón. Ahora, escúchame con atención, esto es lo que debes hacer.
Amerotke pasó la mayor parte del día cerca de la Sala de las Dos Verdades. Fue al estanque y se purificó, lavándose el cuerpo y la cara en las aguas donde había bebido el ibis. Se vistió con prendas limpias que guardaba en una pequeña habitación detrás del santuario. Se purificó la boca con sal y quemó un poco más de incienso ante la diosa. Después se arrodilló, con la frente apoyada en el suelo.
—¡Te pido perdón porque he dudado! —rezó—. Sin embargo, mi corazón es puro y deseo mirar tu rostro. ¡Déjame caminar por la senda de la verdad, permite que le sea fiel!
Estaba tan excitado que se olvidó de comer pero, cuando comenzó a ponerse el sol, salió al patio del templo y compró unos trozos de carne de ganso que uno de los novicios asaba sobre un lecho de brasas. Comió sentado en cuclillas, y solo bebió un poco de vino. Al otro lado del patio, Asural había reunido a unos cuantos de sus agentes. Prenhoe estaba con ellos y, casi en el momento en que salía del patio, apareció Shufoy. Les ordenó que permanecieran allí y que no lo interrumpieran, aunque tuvo la precaución de pedirle una daga a Asural que ocultó debajo de la túnica antes de entrar en la capilla. Se sentó en un cojín, con la espalda contra la pared. Las puertas del camarín estaban cerradas. Encendió las lámparas de alabastro, y lo tenía todo preparado cuando entró Sethos. El juez le señaló un cojín.
—Mi señor Sethos, me alegro de que hayas venido.
El fiscal del reino se agachó para sentarse en el cojín con las piernas cruzadas. Su rostro afilado mostraba una expresión preocupada, mientras que su mirada se mantenía tan vigilante como siempre. Dejó en el suelo la bolsa que traía.
—¿Qué ha dicho la divina señora? —preguntó.
—Que Rahimere será juzgado por traición.
—¿No por asesinato?
—No, mi señor Sethos. ¡Tú serás el acusado por los crímenes!
Sethos se irguió, con una sonrisa en el rostro.
—Amerotke, Amerotke, ¿acaso el sol te ha trastornado el cerebro? ¿El calor de la batalla…?
Amerotke señaló el camarín.
—Ella te observa, Sethos. Ella, que conoce la verdad, sabe los secretos más oscuros de tu corazón. Sethos, fiscal del reino, ojos y oídos del rey. Amigo íntimo del divino faraón Tutmosis que te contó todo lo que había aprendido en las enormes y tenebrosas salas debajo de la pirámide en Sakkara.
Sethos no movió ni un músculo.
—Sethos —continuó el magistrado—, sumo sacerdote del templo de Amón-Ra, capellán real, antiguo sacerdote privado de la reina Ahmose, madre de la divina Hatasu. ¿Qué pasó, Sethos? ¿Te espantó lo que te dijo Tutmosis? ¿Que los dioses de Egipto no eran más que un montón de ídolos de piedra? ¿Que debías regresar inmediatamente a Tebas, destruir los templos y crear un nuevo orden, dedicado al único que antaño caminó entre los hombres, la primera vez, antes de que estallara la guerra? ¿Antes de que rompieran el espejo de la verdad y nos quedáramos con los fragmentos? —Amerotke se inclinó hacia adelante—. ¿No tienes nada que objetar?
—Una buena historia siempre es digna de aprecio —comentó Sethos.
—Tutmosis te lo contó todo. A ti, Sethos, te envió de regreso a Tebas para preparar su recibimiento, para trazar los planes que lo cambiarían todo. Pero tu alma era un caos: significaría el fin del culto en los templos, la pobreza de los sacerdotes, la incautación de los tesoros. ¡Cuánto debiste rabiar, mientras buscabas frenético una salida! Quizá fingiste escuchar, estuviste de acuerdo, pero en lo más profundo planeabas la venganza. Eres el fiscal del reino, conoces los secretos más siniestros de Tebas. Contrataste al gremio de asesinos, a los amemet, pues querías provocar la confusión y el caos. Les pagaste para que fueran a la necrópolis y profanaran la tumba del faraón, pero eso fue una muestra de tu cólera más que obra de tu malicia. Tu cabeza no dejaba de urdir maldades. No podías controlar a Tutmosis, su tozudez era legendaria. Desde niño ya había mostrado su desconfianza por los sacerdotes y los adoradores de los templos de Tebas. Hatasu era diferente: ella era joven y vulnerable, y no le había dado un heredero varón a su marido.
La respiración de Sethos se volvió agitada.
—Si no podías controlar a Tutmosis, entonces controlarías a Hatasu y ella, insegura y ansiosa, mordió el cebo.
—¿Qué vas a decirme ahora? —le interrumpió Sethos—. ¿Que asesiné al divino Tutmosis en el templo de Amón-Ra?
—No, tú no estabas en el templo —replicó Amerotke—. Tú te encontrabas en los muelles.
—¿Haciendo qué? ¿Colocando una víbora en la galera real?
—Oh no, eso fue más tarde. Eres un sacerdote de Amón-Ra. Te llevaste a algún lugar solitario unas cuantas de esas palomas blancas que anidan en el templo. Allí les cortaste el pecho y después las soltaste. Las palomas, por supuesto, heridas o no, volaron de regreso a sus nidos. ¿Cuántas eran, Sethos? ¿Seis, siete? Algunas morirían en el camino, otras caerían del cielo y unas pocas mancharían con su sangre a la multitud congregada en la explanada. ¡Un mal augurio para el regreso del faraón! ¿Qué planeabas hacer? ¿Más portentos? ¿Asustar a Tutmosis y azuzar al pueblo en su contra? —Amerotke extendió las manos y se miró los dedos—. Querías controlar al faraón, destruir completamente las ideas que había concebido en Sakkara, asustarlo con portentos para después manejarlo a través de la señora Hatasu.
—¡Tutmosis murió! —señaló Sethos, tajante.
—No me cabe duda de que lo debes haber considerado como una señal de los dioses —apuntó Amerotke—. La respuesta a tus plegarias. Tutmosis, cansado, con la cabeza llena de planes, se derrumba y muere ante la estatua de Amón-Ra. Ya no necesitabas más palomas heridas ni tumbas profanadas: Tutmosis había desaparecido y lo importante era reforzar tu dominio sobre la señora Hatasu. También necesitabas recalcar que la muerte del faraón había sido una sentencia divina: mordido por una víbora, el símbolo del duat, la oscuridad del mundo subterráneo.
—¿Cómo? —preguntó Sethos, con una expresión de curiosidad.
—Eres uno de los sumos sacerdotes de Amón-Ra, los ojos y los oídos del faraón, puedes viajar de aquí para allá sin que nadie te haga preguntas. Dejaste aquel objeto envenenado en la cámara mortuoria y obligaste a Hatasu a que clavara las púas en el cadáver de su marido. Mientras tanto, te ocupabas de colocar la víbora en la galera real. Tú tenías otros planes, ¿no es así? Necesitabas sembrar el caos, la disensión, para que cualquier cosa relacionada con las intenciones de Tutmosis cayeran en el olvido. También había que ocuparse de aquellos que habían escoltado al faraón en su visita a las pirámides de Sakkara: Meneloto, Ipuwer, Amenhotep. Si el faraón te había abierto su corazón quizá también lo había hecho con otros; había que silenciarlos. Le ordenaste a Hatasu a través de tus mensajes misteriosos que presentara cargos contra Meneloto. A Ipuwer lo mataste en la sala del consejo mientras que el pobre Amenhotep respondía a una invitación de mi señor Sethos. Iría a algún lugar solitario en las orillas del Nilo. ¿Lo mataste tú con tus manos? ¿O lo estaban esperando los amemet? ¿Les diste tú la orden de que lo mataran, le cortaran la cabeza y la enviaran como un siniestro regalo para provocar más discordias cuando el círculo real se reuniera en aquel fatídico banquete?
—Un relato apasionante —opinó Sethos—. Pero ¿por qué iba a hacer yo algo así?
—Para defender el culto de los templos, para crear tanta confusión y caos que los sueños de Tutmosis y de cualquier otro que pudiera estar involucrado en ellos fueran olvidados. Seguramente creíste que eras el elegido de los dioses. La rivalidad entre Hatasu y Rahimere fue el terreno abonado para tu siembra.
—¿De víboras? —replicó Sethos, con un tono de burla.
—¡Ah! ¿Recuerdas el juicio del pobre Meneloto? Llamó como testigo de su defensa a Labda, aquel viejo sacerdote del culto de la diosa serpiente. Habló de víboras, de najas, pero también hizo una sorprendente mención a ti. Cuando describió la naturaleza ponzoñosa de las víboras, dijo: «¡Mi señor Sethos también sabe todo esto!». En aquel momento nadie le prestó atención, pero tú sí. Labda se refería al hecho de que, aunque tu padre era un sacerdote al servicio de Amón-Ra, tu madre era una sacerdotisa del culto a la diosa serpiente Meretseger. Ella, por supuesto, tenía un amplio conocimiento de las víboras, de las najas que abundan en el desierto y en las riberas del Nilo. Su tumba en la necrópolis lo atestigua. Mi pariente, Prenhoe, fue hasta allí para investigarlo. Él fue quien trajo a mi atención las palabras del anciano sacerdote. Prenhoe puede ser un soñador, pero también es un observador muy atento. Encontró las tumbas de tus padres, en el exterior hay una figura de tu madre.
Sethos desvió la mirada.
—La recuerdas bien, ¿verdad? Viste el atuendo de las sacerdotisas, y sostiene una víbora mientras enseña a un niño, con un mechón de pelo que le cae sobre la frente, a sostenerla. Tú eres aquel niño, experto en el manejo de las víboras. —Amerotke se acomodó mejor en el cojín—. Tú cogiste una víbora y la llevaste a bordo de la galera real, mientras que el instrumento que le diste a la divina Hatasu es algo de uso común entre los sacerdotes de ese culto.
Sethos respiraba ahora agitadamente, con la cabeza echada hacia atrás y los párpados entrecerrados.
—Si sabes como manejar a las víboras —prosiguió Amerotke—, no son peligrosas. Llevaste una a la sala del consejo, oculta en la bolsa de escriba. Bien alimentada y amodorrada por el calor y la oscuridad de la bolsa, la víbora permaneció tranquila. Cuando el consejo hizo un receso, aprovechaste para cambiar las bolsas de lugar. El infortunado Ipuwer metió la mano en la bolsa creyendo que era la suya y la víbora lo atacó en el acto. En cuanto a Omendap, ¿contenía el vino algún destilado obtenido del veneno de una víbora? ¿Colocaste las ánforas emponzoñadas entre sus pertenencias personales antes de salir de Tebas, o durante la marcha hacia el norte?
—¡Pruebas! —reclamó Sethos, furioso—. ¡Todavía tienes que presentar alguna prueba!
—Creíste que todo se perdería en la confusión —prosiguió Amerotke, sin hacer caso de la protesta—. Pero entonces sospechaste que me estaba acercando demasiado a la verdad. También comprendiste el peligro que representaba el viejo Labda: él recordaba a tu familia, tu preparación, y había que silenciarlo. Acudiste a su santuario, lo mataste y después me enviaste una nota falsa para que acudiera a la caverna. Tú retiraste los tablones. Podían pasar varios meses antes de alguien descubriera lo que hubieran dejado de mí las hienas; otro misterio para confundir las mentes y alimentar los rumores en Tebas. —El juez hizo una breve pausa—. Hubiera desaparecido lo mismo que Meneloto. Los amemet tenían que llevarlo a las Tierras Rojas, asesinarlo y enterrar su cadáver. Toda Tebas habría creído que el criminal se había dado a la fuga. ¡Confusión y más confusión! ¿Fue el jefe de los amemet el encargado de repartir las estatuillas con el cordel rojo, el anuncio de la muerte? Por cierto, ¿te informó de que Meneloto había escapado?
En el rostro de Sethos se dibujó una mueca feroz.
—Como fiscal del reino —continuó el magistrado—, no me cabe duda de que sabías cómo comunicarte con aquel grupo de asesinos. Tuviste que pagarles muy bien para que siguieran al ejército, a la espera del momento más oportuno para atacarme a mí, a Omendap o a Hatasu. —Amerotke unió las manos como si fuera a rezar—. Conozco el gran secreto —afirmó en voz baja—, leí la estela en Sakkara. —Hizo otra pausa, la mirada fija en el rostro de Sethos—. Nos siguieron a Meneloto y a mí hasta la gran sala subterránea. Capturamos a uno de ellos, así fue cómo conseguí todas las pruebas que necesitaba.
—¡Están todos muertos! —replicó Sethos, colérico. Cerró los ojos al comprender el terrible error que acababa de cometer.
—¿Fuiste tú en persona a comprobarlo? —preguntó Amerotke—. ¿Entraste por el pasaje secreto?
Sethos permaneció en silencio, la cabeza gacha.
—Mira las pruebas —le urgió Amerotke—. Como fiscal del reino conocías la existencia de los amemet. Eras confidente íntimo del divino Tutmosis. En la época de tu noviciado, ayudabas a la reina madre Ahmose en el culto. Estabas al corriente de sus curiosas ideas sobre la concepción de Hatasu. Te encontrabas en los muelles el día en que el divino faraón regresó a Tebas. Tú estabas presente en la Sala de las Dos Verdades cuando el viejo sacerdote habló de tus antecedentes familiares. Eres un experto en víboras. Asistes a la reunión del círculo real en cuyo transcurso asesinaron a Ipuwer. Amenhotep confiaba en ti y, desde luego, nunca se le hubiera ocurrido no obedecer a tu llamada, a pesar de que sufría una depresión y rehuía el contacto con los demás. Eras amigo del general Omendap, a nadie le habría llamado la atención verte cerca de su tienda y sus posesiones personales. No te estoy juzgando pero, si ahora estuviéramos en la Sala de las Dos Verdades, no vacilaría en decir que tendrías que responder por tus actos.
Sethos se pasó una mano por el rostro, esbozando una sonrisa.
—Al final —comenzó a decir con voz pausada—, al final, Amerotke, salí victorioso. Conseguí aquello que los dioses deseaban que consiguiera. Tutmosis me reveló todo lo que había descubierto en Sakkara. —Extendió las manos, separándolas—. ¿Qué podía hacer? ¿Permitir que aquel soñador regresara a Tebas? ¿Que destruyera el culto de los templos que lleva siglos de existencia? ¿Que saqueara los tesoros? ¿Qué expulsara a los sacerdotes? ¡Era como un niño con un juguete nuevo! ¡Me lo contó todo como si esperara que comenzase a dar saltos de alegría! —Meneó la cabeza—. Me apresuré a regresar a Tebas, e imploré a los dioses que me guiaran. La profanación de la tumba, las palomas heridas, no fueron más que una reacción de pánico, pero cuando Tutmosis sufrió un ataque y murió, me di cuenta de que los dioses habían respondido a mis plegarias. Podía controlar a Hatasu, o al menos eso creí, pero nos demostró que todos estábamos en un error, ¿no es así, Amerotke? Tiene mucho más valor que su marido y su padre juntos. Sí, lo admito, pretendía sembrar la confusión, que reinara el caos, para que se perdiera todo recuerdo de las ideas y las revelaciones de Tutmosis. Creí que el juicio de Meneloto serviría para crear más disensiones, nuevas incertidumbres. Me pregunté muchas veces cuánto sabría, lo que podría manifestar en el juicio. Pero, por supuesto, mi señor Amerotke presidía la sala. Era consciente de que había cometido un error. Meneloto tendría que haber muerto asesinado pero escapó. ¿En cuanto a los demás? —El fiscal se encogió de hombros—. Había que acallar a Amenhotep y me pregunté si el divino Tutmosis le habría dicho algo a Ipuwer o incluso al general Omendap. Creí que si fomentaba la rivalidad entre Hatasu y Rahimere, ya nadie se acordaría de los estrambóticos planes del faraón muerto. —Levantó las manos en un gesto muy expresivo—. Tutmosis había fallecido pero ¿quién más lo sabía? ¿Hatasu? ¿Rahimere? ¿Omendap? ¿Meneloto? ¿Amenhotep? Si la sucesión al trono era pacífica, ¿quién sabe qué ideas, a cuál más descabellada, se podían proponer? ¡No lo entiendes, no tenía elección! Tutmosis, o cualquiera de aquellos a los que hubiera convencido de sus ideas, podía atacar al corazón mismo de la religión de Egipto. Lamento mucho el episodio de los amemet y lo ocurrido en el valle de los Reyes, pero una vez más, no podía hacer otra cosa. —Inclinó el cuerpo hacia delante, mirando fijamente al juez—. ¡Los dioses me guiaban. Amerotke! Seth gobernaba mi alma. ¿Qué importancia tienen las vidas de los hombres comparadas con los deseos de Amón-Ra?
—Morirás por lo que has hecho —señaló Amerotke.
—Todos moriremos, Amerotke. Cada día que pasa las sombras se alargan y se acercan. Te pido un único favor: no quiero que me entierren en las Tierras Rojas, o que cuelguen de una cruz mi cuerpo desnudo; no quiero ser objeto de la mofa de la chusma, no quiero que los demás conozcan los motivos que me impulsaron. Deja que la arena cubra Sakkara y que la pirámide de Kéops conserve sus secretos. —Se pasó la lengua por los labios resecos—. Me gustaría beber una copa de vino, solo un poco.
Amerotke se levantó para ir hasta la bandeja que había dejado uno de los sacerdotes para la diosa, y llenó hasta la mitad una copa. Entonces oyó un ruido, y, al volverse, vio a Sethos con la cabeza echada hacia atrás, vaciando en su boca las últimas gotas de un líquido contenido en un pequeño frasco que había sacado de la bolsa. El fiscal dejó caer el frasco vacío.
—Veneno —dijo—. Un veneno que parará el corazón y coagulará la sangre.
Se tendió en el suelo como un niño dispuesto a dormir, con la cabeza apoyada en el bolso. Tendió una mano.
—No quiero morir solo, Amerotke.
El juez se arrodilló a su lado. Cogió la mano de Sethos, que ya se notaba fría y pegajosa aunque el apretón era firme.
—Reza una plegaria por mí —susurró Sethos—. Permite que mi cadáver sea enterrado correctamente. Deja que mi Ka entre en la sala de Osiris, dónde responderé por lo que he hecho.
Durante unos momentos permaneció tranquilo, luego el cuerpo de Sethos se retorció en un espasmo, una espuma amarillenta resbaló por la comisura de los labios, y la cabeza cayó a un lado. Amerotke soltó la mano, rezó una breve plegaria y después miró la puerta cerrada del camarín, los boles de incienso, las copas y los platos sagrados. Inclinó la cabeza.
—Al final —afirmó—, solo queda la verdad.