Capítulo I

A Maat, la diosa de la verdad egipcia, se la representa como una mujer joven con una pluma de avestruz en el pelo.

CAPÍTULO I

Tutmosis, preferido de Amón-Ra, la encarnación de Horus, gobernante de la Tierra Negra, rey del Alto y Bajo Egipto, se reclinó en su trono con incrustaciones de oro y miró por encima de la borda de la barca real. Cerró los ojos y sonrió. ¡Regresaba a su hogar! No tardarían en pasar el meandro y entonces vería Tebas en todo su esplendor. En la ribera oriental, las murallas, las columnas y los pilones de la ciudad y, al oeste, las colinas como panales de la necrópolis. Tutmosis separó los pies calzados con sandalias de oro mientras la embarcación se balanceaba suavemente con el cambio de rumbo; la proa, con la forma de la cabeza de un halcón, continuó surcando las aguas mientras la inmensa vela flameaba al perder el viento. Se oyeron gritos. Arriaron la vela y la barca recuperó la velocidad a medida que los remeros, con los torsos desnudos, se inclinaban sobre los remos, obedeciendo las órdenes de los timoneles que de pie en la popa se ocupaban de manejar las grandes palas que hacían de timón. El jefe de los pilotos comenzó a cantar en voz baja un himno de alabanza a su faraón.

Ha destrozado a sus enemigos, es el señor de los cielos,

ha barrido a sus rivales, ¡grande es su nombre!

¡La salud y los años añadirán a su gloria!

¡Es el halcón dorado! ¡Es el rey de reyes!

¡El amado de los dioses!

Los soldados y los marineros, que vigilaban desde la proa para ver a tiempo la presencia de cualquier traicionero banco de arena, se sumaron al canto. Los remos bajaban y subían, y el sol se reflejaba en las salpicaduras provocadas por las palas.

Tutmosis, el rostro impasible debajo de la corona de guerra azul, miró a los soldados agrupados a popa. Rahimere, el visir; Sethos, el fiscal del reino; Omendap, el general en jefe de sus ejércitos, y Bayletos, el jefe de los escribas, se habían adelantado para preparar el recibimiento del faraón en Tebas. En aquel momento, solo quedaba Meneloto, el capitán de la guardia, quien estaba sentado con sus oficiales, discutiendo sobre las tareas y las onerosas obligaciones que les esperaban en Tebas. Por encima de la cabeza del faraón, los grandes abanicos de plumas de avestruz perfumadas creaban una brisa aromática, olas de frescor a medida que aumentaba el calor y el sol se hacía insoportable, a pesar de la toldilla de seda que le daba sombra. Tutmosis escuchaba el cantar de sus glorias, pero ¿tenían alguna importancia? ¿A él qué más le daba? Había visitado la Gran Pirámide en Sakkara, leído los secretos en la estela sagrada, tropezado con los misterios. ¿Acaso no había escuchado la palabra de Dios? ¿No le habían sido revelados los misterios sencillamente porque él era sagrado y el elegido?

—¡De oro son tus miembros y de lapislázuli tus manos! —cantó el poeta real, sentado en cuclillas a la izquierda del faraón, repitiendo las alabanzas de los marinos y los remeros—. ¡Bello es tu rostro, oh faraón! ¡Poderoso es tu brazo! ¡Justo y noble en la paz! ¡Terrible en la guerra!

El receptor de estas rimbombantes frases parpadeó. ¿Qué importancia tenían estas lisonjas? ¿O los tesoros acumulados en las bodegas de las galeras de guerra imperiales que navegaban a popa y a proa mientras él surcaba el Nilo? Las riquezas eran pasajeras.

El faraón movió la cabeza y contempló, entre la calima, las riberas donde ondeaban los estandartes multicolores de sus escuadrones de carros de guerra, que lo escoltaban y protegían en su viaje sagrado a Tebas. ¡Todo ese poder era ilusorio! Las armas de guerra, los regimientos de élite, distinguidos con los nombres de los dioses: el Horus, el Apis, el Ibis y el Anubis, no eran más que polvo sobre la faz de la tierra. Tutmosis conocía el secreto de los secretos; se lo había escrito a su muy amada y noble esposa Hatasu y, a su regreso, le diría todo lo que había descubierto. Ella le creería lo mismo que su amigo el sumo sacerdote, Sethos, el guardián de los secretos del faraón, «ojos y oídos del rey». Tutmosis exhaló un suspiro y dejó a un lado la insignia, el mayal y el cayado. Tocó el resplandeciente pectoral colgado alrededor del cuello y movió las piernas; se oyó el tintineo de las placas de oro cosidas al faldellín, que chocaban entre sí con cada movimiento.

—¡Estoy sediento!

El copero, desde el otro extremo de la tienda de seda, levantó el cáliz de marfil. Probó el vino dulce y se lo pasó a su amo. Tutmosis bebió y después le devolvió la copa. En aquel momento, el vigía de proa gritó un aviso y Tutmosis miró a estribor. Pasaban por la curva. Tebas estaba cerca. La embarcación se acercó a la orilla. En los cañaverales junto a la costa, un hipopótamo, asustado por el ruido, comenzó a revolverse haciendo que grandes bandadas de gansos remontaran el vuelo por encima de los papiros. Los escuadrones de carros en la orilla oriental, que se preparaban para abandonar la escolta y unirse a las otras tropas agrupados en las afueras de la ciudad, apenas si se veían. Tutmosis suspiró, complacido. ¡Estaba en casa! Hatasu, su reina, le estaría esperando. ¡Descansaría en Tebas!

En el pórtico del templo de Amón-Ra, un grupo de mujeres jóvenes permanecía a la sombra de las inmensas columnas. Llevaban pesadas pelucas de largo y brillante pelo negro rizado que les llegaba hasta los hombros; túnicas plisadas de las más finas y casi transparentes telas cubrían sus cuerpos desde el cuello hasta los pies, calzados con sandalias de plata; y tenían las uñas de manos y pies pintadas de color rojo oscuro. En las manos enjoyadas sostenían los sistros, unos instrumentos musicales metálicos que consistían en unos arcos atravesados por varillas y con un mango. Cuando se los hacía sonar agitándolos, producían un sonido discordante y un tanto siniestro. Por ahora permanecían en silencio, pero no tardarían en sonar como saludo al regreso de su dios. Eran las sacerdotisas de Amón-Ra, reunidas alrededor de Hatasu, la reina del faraón. También ella iba vestida de blanco. Sobre su tocado de oro descansaba la corona del buitre de las reinas de Egipto, y en sus manos sostenía el cetro y el bastón de mando. Hatasu oyó los cuchicheos y las risitas de las sacerdotisas pero no desvió la mirada de sus ojos maquillados con una raya negra. Permaneció impasible como una estatua, mirando desde lo alto el patio, iluminado por el sol, donde las filas de sacerdotes rapados y vestidos con túnicas blancas esperaban el regreso de su marido. Una suave brisa aliviaba un poco el calor y hacía ondear los banderines y estandartes colgados en los grandes pilares de piedra. Hatasu miró por encima de las cabezas de los sacerdotes en dirección al segundo patio donde se apretujaban los funcionarios y administradores colocados según el rango y dirigidos por oficiales con los bastones de mando. Más allá de este segundo patio, comenzaba la Vía Sagrada, que se extendía hasta la ciudad. Allí los ciudadanos ocupaban los laterales de la avenida de las Esfinges, apretados entre las inmensas estatuas de granito negro, que reproducían a bestias agazapadas con cabezas humanas y cuerpos de león.

La brisa trajo hasta Hatasu el sonido lejano de la música, el clamor de las trompetas. Vio los destellos de las armaduras y las primeras columnas de soldados marchando por la Vía Sagrada. La guardia real egipcia, los negros del Sudán y la Shardana, mercenarios extranjeros con los ornamentados cascos astados. ¡Tutmosis regresaba a casa! Hatasu se sentía feliz pero tenía miedo. Había leído el mensaje con mucho cuidado y no dejaba de preguntarse si el misterioso escritor se atrevería a compartir tales secretos con su marido y hermanastro. Hatasu levantó la cabeza, los coros habían comenzado a cantar un himno de alabanza.

¡Ha descargado el puño!

¡Ha dispersado a sus enemigos con el poder de su brazo!

¡La tierra, a su largo y su ancho, está sometida a él!

¡Aplasta a sus enemigos como las uvas debajo de sus pies!

¡Es glorioso en su majestad!

El canto se vio apagado por una tremenda ovación de triunfo. El faraón había llegado a la Vía Sagrada y muy pronto desembocaría en el templo. En los patios interiores, los altos mandos y las filas de sacerdotes enmascarados dejaron de susurrar y permanecieron en un silencio nervioso. Su faraón regresaba triunfal, Amón-Ra había glorificado su majestad, pero también habría una revisión. Se abrirían los libros, se repasarían las cuentas, los jueces y los escribas serían llamados a la presencia real. Como susurró uno de ellos: «El gato real retorna a su cojín».

Hatasu se acercó al final de las escaleras, y las sacerdotisas se desplegaron detrás de la reina. En ese momento, todos miraron hacia las grandes puertas de bronce que guardaban los patios interiores del templo. Escucharon los gritos de: «¡Vida! ¡Prosperidad! ¡Salud!». Un toque de trompeta, que sonó como un bramido, impuso silencio. Se oyó el anuncio de un heraldo: «¡Cuán espléndido es nuestro señor que regresa victorioso!».

Se abrieron las grandes puertas de bronce y entró la vanguardia del desfile: los sacerdotes con las túnicas blancas, los oficiales de la guardia real con sus altos tocados de plumas, los resplandecientes collares de oro y los brazaletes, las puntas de las lanzas señalando el cielo. Hatasu vio a los miembros del consejo de su marido. El cortejo se detuvo, sonó otro toque de trompetas y entró el faraón. Precedido por los portadores de sus estandartes, Tutmosis viajaba en un palanquín de oro y plata cargado a hombros por doce nobles. El palanquín se detuvo y todos los presentes se prosternaron. Se oyó entonces un nuevo toque de trompeta. Hatasu se levantó con mucha gracia, al tiempo que las sacerdotisas pasaban a su lado para bajar las escaleras, sacudiendo los sistros y cantando el himno de bienvenida. Bajaron el palanquín, los oficiales se apiñaron y Tutmosis descendió del trono. Los sacerdotes formaron una muralla a su alrededor, mientras se arreglaba las vestiduras y preparaba para subir las escaleras. Hatasu se puso de rodillas y juntó las manos como si fuera a rezar. Contempló la sombra de su marido que subía lentamente y cerró los ojos. ¡Si pudiera sentir la alegría de este momento! ¡Si pudiera decirle a su marido cómo el ahket, la crecida del Nilo, había sido la más provechosa en muchos años! Que los informes de los nomarcas, los gobernadores de los nomos, solo hablaban de cosas buenas.

Cuando abrió los ojos, una sombra caía sobre ella. Hatasu inclinó la cabeza, pero la mano de su marido le levantó la barbilla y ella le miró. Tutmosis sonrió; sin embargo, su rostro, debajo de la pintura ceremonial, se veía pálido y descompuesto. El trazo negro alrededor de los ojos solo realzaba su cansancio. A la reina la asaltó un pensamiento terrible: aquí estaba su esposo, preferido de los dioses, conquistador de sus enemigos, y sin embargo tenía el aspecto de haber cruzado el río de la muerte y no haber encontrado nada sino polvo. Tutmosis inclinó un poco la cabeza, con una mirada de placer. Susurró: «¡Cuánto te he echado de menos! ¡Te quiero!», luego abrió la mano para mostrarle una flor de loto de oro, tachonada con piedras preciosas, que colgaba de una cadena de plata. Colocó la joya alrededor del cuello de la reina y la ayudó a levantarse. El faraón de Egipto y su reina se volvieron, con las manos extendidas, para recibir las aclamaciones y los aplausos de la muchedumbre.

Sonaron las trompetas, chocaron los címbalos, se elevaron grandes nubes de incienso, que perfumaban el aire y purificaban a todos los allí reunidos. El faraón no hablaría: su boca era sagrada, sus palabras preciosas. Aún debía comunicarse con los dioses. Volvieron a sonar las trompetas y los miembros de la guardia real se apresuraron a formar un pasillo. Por allí avanzaron tambaleantes los más importantes prisioneros de guerra del faraón: cautivos de pelo oscuro y piel cobriza, desprovistos de sus armaduras y ornamentos, y con las manos atadas por encima de las cabezas. Les obligaron a arrodillarse al pie de las escaleras. Hatasu cerró los ojos, pues sabía lo que estaba a punto de suceder. El faraón hizo un gesto cortante y los verdugos reales se adelantaron. Los prisioneros, amordazados además de maniatados, no pudieron gritar mientras les cortaban las gargantas. Los cadáveres bañados en sangre fueron desparramados en el patio, delante de los dioses de Egipto y el poder del faraón.

—Se ha acabado —susurró Tutmosis.

Hatasu abrió los ojos pero no se atrevió a mirar abajo. El aire tenía otro olor, el hedor de la muerte y de la sangre. Solo deseaba que su marido no se entretuviera y que entrara en el templo para rociar con incienso la gran estatua de Amón-Ra. Suspiró más tranquila cuando Tutmosis se volvió y, con las aclamaciones de la muchedumbre resonando en los oídos, entraron en la frescura del peristilo y avanzaron por el suelo de mármol, entre las hileras de columnas pintadas. La gran estatua de Amón-Ra, sentada en su gloria, se alzaba ante ellos. El faraón se detuvo, contemplando las llamas en el gran brasero delante de la estatua. Se adelantó un sacerdote con un cuenco de oro en la mano y, con la mirada gacha, ofreció el cuenco y una cuchara al faraón. Tutmosis no se movió. Hatasu lo miró expectante. ¿Qué le pasa?, se preguntó. Había conseguido grandes victorias en el norte y ahora, como su padre, debía dar las gracias. ¿O es que ya lo sabía? ¿Habían enviado a un soplón a su campamento en el norte? Tutmosis exhaló un suspiro, dio un paso al frente y echó una cuchara de incienso sobre la estatua. Hatasu, detrás de su marido, esperó a que Tutmosis se arrodillara en el cojín rojo con borlas doradas, pero no lo hizo. Se quedó mirando el rostro de granito negro del dios. Levantó las manos, con las palmas hacia adelante, igual que quien va a rezar una plegaria, pero las bajó con un gesto de cansancio, como si le faltaran las fuerzas.

—¡Mi señor, mi majestad! —susurró Hatasu—. ¿Qué pasa?

Tutmosis miraba hacia el patio con los ojos casi desorbitados. Habían cesado las aclamaciones, y en su lugar se oía un murmullo de descontento, de furiosa protesta. Un sacerdote entró a la carrera. Se prosternó.

—¿Qué ocurre? —preguntó Tutmosis.

—Un presagio de mal agüero, majestad; una paloma ha volado sobre el patio.

—¿Y?

—¡Tenía el cuerpo herido, roció con su sangre a la multitud antes de caer muerta del cielo!

Tutmosis se tambaleó, comenzó a temblarle la barbilla, se le torció la mandíbula, se llevó una mano a la garganta. Echó la cabeza hacia atrás y la gran corona roja y blanca cayó al suelo. Hatasu soltó un alarido y lo sujetó mientras caía, intentando contener las terribles convulsiones de su marido. Lo bajó suavemente hasta el suelo, el cuerpo rígido, los ojos en blanco. Una baba espumosa apareció en la comisura de los labios pintados con carmín.

—¡Amado mío! —susurró Hatasu.

Tutmosis se relajó entre sus brazos, levantó la cabeza y abrió los ojos.

—¡No es más que una máscara! —gimió.

Hatasu se agachó para escuchar los susurros. Tutmosis, el preferido de Ra, sufrió un último estertor y murió.

Durante el mes de Mechir, en la estación de la siembra, después del duelo oficial que siguió a la muerte repentina del faraón Tutmosis II, Amerotke, juez supremo de Tebas, dictaba sentencias en la Sala de las Dos Verdades en el templo de Maat, la señora de las divinas palabras, la divina portavoz de la verdad. Amerotke se sentaba en una silla baja hecha de madera de acacia. La tela del cojín era sagrada y los jeroglíficos bordados ensalzaban la gloria de la diosa Maat. Los bajorrelieves tallados en las paredes de la sala representaban a los cuarenta y dos demonios, extrañas criaturas con las cabezas de serpientes, halcones, buitres y carneros. Cada uno empuñaba una daga. Debajo de cada uno aparecía el nombre pintado en rojo brillante: «tintorero de sangre», «devorador de sombras», «tuercecuello», «ojo de fuego», «quebrantahuesos», «aliento de fuego», «pierna ardiente», «colmillo blanco». Estas criaturas rondaban las salas de los dioses, dispuestas a devorar las almas que eran sopesadas en la sagradas balanzas de la justicia divina y no daban el peso. Delante de Amerotke estaban las tablas de cedro con las leyes de Egipto y los decretos del faraón. Detrás se encontraban las grandes estatuas de granito negro del dios Osiris sosteniendo la balanza de la vida o la muerte eternas, y Horus, el siempre vigilante.

La sala tenía columnas pintadas de colores brillantes, y, entre ellas, si miraba a un lado, Amerotke podía contemplar si lo deseaba el jardín de Maat, una amplia extensión de hierba verde donde los rebaños de la diosa pastoreaban a la sombra de árboles frondosos y los pájaros de alegres colores revoloteaban alrededor de las fuentes que descargaban sus aguas en grandes estanques. Sin embargo, Amerotke, sentado con las piernas cruzadas, estudiaba los papiros desplegados en el suelo mientras el resto de la corte esperaba en silencio. A un lado se sentaban los escribas con las cabezas afeitadas y vestidos con túnicas blancas. En las mesas pequeñas sobre las que se inclinaban afanosos, tenían los utensilios para escribir: potes de tinta roja y negra, cuencos con agua, estilos, cañas huecas con un extremo aguzado, pinceles, piedra pómez, potes de cola y unas navajas pequeñas para cortar el papiro.

Prenhoe, el más joven de los escribas, miró al juez con una expresión expectante. Amerotke era pariente suyo y Prenhoe le admiraba y envidiaba. A los treinta y cinco años, Amerotke había ascendido a juez supremo en la Sala de las Dos Verdades. Hombre inteligente y sagaz, nacido y criado en la corte, Amerotke se había ganado fama de ser justo e íntegro. Parecía más joven de lo que era. Llevaba la cabeza afeitada, excepto un mechón de lustroso pelo negro que, trenzado con hilos dorados y rojos, colgaba sobre su oreja derecha. Su cuerpo era nervudo y esbelto como el de un atleta, y vestía con elegancia la túnica blanca con ribetes rojos. Prenhoe, en cambio, se sentía incómodo: quería quitarse la túnica, salir y bañarse en el estanque sagrado, para limpiarse el sudor. Afortunadamente, el caso que atendían estaba a punto de cerrarse. Amerotke le había advertido a Prenhoe que ese sería un día oscuro, pues se dictaría una sentencia de muerte.

Amerotke se acomodó en el cojín. La luz se reflejó en el pectoral de Maat hecho de oro y sujeto a una cadena dorada que le rodeaba el cuello. El juez jugó con el pectoral mientras contemplaba furioso al prisionero arrodillado. Miró a la derecha, donde una pareja de mediana edad se abrazaba con los rostros bañados en lágrimas. Un poco más allá, apretujados entre dos columnas, estaban los testigos. Amerotke inspiró con fuerza, miró los capiteles color rojo oscuro y tallados con la forma del loto que remataban las columnas. Todo estaba preparado. A un extremo de la sala, junto a la puerta de la verdad, esperaban los guardias, vestidos con faldellines de cuero y cascos de bronce, y armados con porras y escudos. El comandante, el jefe de la guardia del templo, estaba con ellos: un hombre calvo, bajo y fornido, un primo lejano del juez.

—¿Queda algo más por decir? —preguntó Amerotke, levantando una mano.

—No hay nada más, mi señor —respondió el jefe de los escribas, inclinado sobre su mesa—. El caso ha sido expuesto, se ha interrogado a los testigos, se han tomado los juramentos.

—¿Hay alguien entre vosotros que —Amerotke miró a los escribas— en presencia de la señora Maat, pueda dar algún motivo por el que no se deba dictar una sentencia de muerte?

Los escribas permanecieron en silencio y algunos menearon la cabeza, Prenhoe con mucho vigor. Su pariente le miró y esbozó una sonrisa. Amerotke apoyó las manos sobre las cajas de tapas curvas que había a cada lado de su asiento. Las cajas, construidas con madera de acacia y sicómoro, guardaban pequeños relicarios de Maat. Prenhoe contuvo el aliento, se iba a dictar sentencia.

—¡Bathret! —Amerotke se inclinó hacia adelante y miró directamente al acusado—. ¡Levanta la cabeza!

El prisionero obedeció.

—Ahora daré a conocer mi sentencia. Aquí, en presencia de los dioses de Egipto. Que el señor Tot y la señora Maat sean mis testigos. ¡Eres un hombre cruel y perverso! Tus actos fueron una abominación a los ojos de todos. ¡Un hedor apestoso en las narices de los dioses! Trabajabas en la necrópolis, la ciudad de los muertos. Tu tarea era preparar los cadáveres de los fallecidos para la sepultura, ayudar en los ritos de purificación para que el Ka de los muertos pueda viajar a las grandes salas de la justicia divina. Se depositó una gran confianza en ti y has abusado de ella. —Amerotke señaló al hombre y a la mujer a su derecha, que lloraban con desesperación—. Su única hija murió de una fiebre. Te entregaron su cadáver y tú abusaste de ella, utilizando su pobre cuerpo para tus propios placeres. Los miembros de tu cofradía te sorprendieron copulando con el cadáver de la joven. ¡Un acto vil y blasfemo! ¡Solo el hecho de que te entregaran a la justicia del faraón —Amerotke miró al grupo de purificadores y embalsamadores— les ha permitido escapar de todo el peso de la ley! —El juez dio una palmada y los anillos centellearon—. Ahora esta es mi sentencia: serás llevado a las Tierras Rojas al sur de la ciudad, nadie te acompañará excepto los guardianes de esta corte, cavarán una tumba y te bajarán a su interior. ¡Te enterrarán vivo! —Amerotke dio otra palmada—. ¡Qué se registre la sentencia y se ejecute inmediatamente!

El condenado se resistió furioso, insultando a Amerotke a gritos, mientras los policías lo sujetaban para sacarlo de la Sala de las Dos Verdades. Amerotke ordenó con un ademán que se acercara el grupo de embalsamadores y los padres agraviados. Los hombres estaban asustados, los rostros pálidos y los ojos muy abiertos ante la presencia de este juez y su terrible sentencia. Cayeron de rodillas y extendieron las manos.

—¡Piedad, señor! —suplicó el jefe de cabeza afeitada y mejillas fofas—. ¡Piedad y perdón!

—Era uno de los vuestros —señaló Amerotke, con voz impasible—; debe pagarse una compensación.

—Se pagará, señor. En oro y plata de la mejor calidad —sollozó el hombre—; con el sello del aquilatado bien claro y nítido.

Amerotke lo miró con dureza, los ojos grandes y oscuros del juez casi traspasaron el alma del hombre.

—¿Hay algo más? —gimió el jefe de los embalsamadores.

Amerotke continuó mirándolo, con una mano en el pectoral de Maat.

—¿Qué más podemos hacer? —preguntó otro de los embalsamadores.

El juez desvió la mirada hacia el nuevo interlocutor.

—Podemos hacer mucho más —se apresuró a decir el jefe. No era nada tonto y había visto la expresión de desagrado en el rostro del juez—. Construiremos una tumba, con galerías, capillas, cámaras y depósitos para esta encantadora familia que ha sufrido tanto.

Amerotke miró a los padres de la víctima; oyó un murmullo de descontento entre los embalsamadores.

—¿Alguna objeción? —preguntó Amerotke—. ¿Alguien más entre vosotros desea unirse a vuestro compañero en las Tierras Rojas?

—No, mi señor —respondió uno de los embalsamadores. Su tono era sincero, su mirada firme—. Lo que hizo fue una abominación y no pido compasión para nosotros, pero ¿ser enterrado en la tierra ardiente? ¿Sentir como la tierra te llena la boca y los ojos? ¿Morir de una muerte tan horrible oyendo solo los aullidos de las hienas como un himno a tu alma que está a punto de atravesar el desierto de la muerte?

—¿Me pides compasión?

—Sí, mi señor. Me humillo en el polvo ante vos, ese hombre era mi primo.

Amerotke miró a los padres de la joven muerta.

—Nada puede vengar el insulto a vuestra hija —declaró—. ¿Aceptáis la compensación ofrecida?

Los padres asintieron, el marido con un brazo sobre los hombros de la mujer.

—¿Queréis que se muestre compasión?

—Por el bien del alma de nuestra hija, mi señor —respondió el hombre—, la muerte será suficiente.

—Que así quede registrado —manifestó Amerotke. Llamó a uno de los correos que estaban detrás de los escribas—. Decidle a quienes se llevaron al prisionero, que es decisión de esta corte que al condenado se le dé veneno antes de ser enterrado.

El correo partió de inmediato. Amerotke se levantó, señal de que la sesión había concluido.

—Esta es la sentencia de la corte —anunció—. El caso está cerrado.

Los embalsamadores se marcharon haciendo múltiples reverencias, agradecidos de que no les hubieran incluido en ningún castigo. Amerotke dio la mano a los padres, avisándoles que debían acudir a él e informarle inmediatamente si no recibían toda la compensación. Luego entró en la pequeña antecámara que utilizaba como capilla privada, se arrodilló ante el camarín sagrado donde estaba la estatua de Maat, echó incienso en el brasero y puso en orden sus pensamientos. Le alegraba haber acabado con el caso. Se sentía satisfecho con el embalsamador, que no había tenido miedo, y de que se hubiera hecho justicia. El caso había escandalizado a Tebas y también había causado un gran daño a la cofradía de embalsamadores, así que su sentencia quizá restauraría el equilibrio. Cerró los ojos y le rezó a la diosa para pedirle sabiduría. Le esperaban otros asuntos. Oyó el ruido de unos pasos.

—¡Mi señor, debemos irnos!

Amerotke exhaló un suspiro y se levantó. El jefe de la guardia del templo estaba en el umbral, con el bastón de mando en una mano y la otra apoyada en el pomo de la espada. El juez disimuló una sonrisa. Daba lo mismo el tiempo que hiciera, ya podía hacer un calor y una humedad insoportable en la sala, que Asural siempre insistía en llevar el corselete de bronce, el faldellín de cuero y el casco empenachado que ahora sostenía debajo del brazo. Sin embargo, aunque era una persona quisquillosa y dada a las discusiones, el jefe era un hombre al que no se podía comprar o sobornar.

—Muy pronto será la hora —añadió Asural. Sonrió y los pliegues de grasa casi ocultaron sus ojos—. Celebro la sentencia; enseñará a esos rufianes del otro lado del río una lección que nunca olvidarán.

Se apartó para permitir el paso del juez supremo pero luego lo cogió por el codo. Amerotke sonrió; esto era algo que le encantaba a Asural, pues demostraba a todos los presentes en la sala que el juez supremo y él no solo eran colegas sino buenos amigos.

—Me gustaría poder adelantar en el otro asunto —murmuró Asural.

—¿Más robos? —preguntó Amerotke.

—Se trata de algo muy astuto, muy hábil —afirmó el jefe de la guardia—. Las tumbas siempre están selladas. Sin embargo, cada vez que las abren para introducir otro cadáver, siempre falta algo. Dicen que es obra de los demonios, si no es así, ¿cómo puede la carne y la sangre pasar por las gruesas paredes de ladrillos?

—¿Qué se llevan los demonios?

—Collares, estatuillas, anillos, cajitas, cuencos menudos y copas.

—¿Nada de gran tamaño?

—No. —El jefe de la guardia meneó la cabeza.

—¿O sea que tenemos a unos demonios a quienes solo les interesan los objetos preciosos pequeños? ¿Nada grande o incómodo de llevar?

El jefe de la guardia observó el rostro de Amerotke para ver si se estaba burlando.

—No creo que sean demonios —opinó el juez—, sino un ladrón muy astuto. ¡Prenhoe! —llamó.

El escriba, que estaba reunido con sus colegas, charlando tranquilamente ahora que había concluido el caso, se levantó de un salto. Acudió a la llamada, intentando disimular una mancha de tinta en la túnica.

—¿Sí, Amerotke… quiero decir, mi señor?

—Averigua el nombre de ese embalsamador que habló para pedir piedad, quizá pueda ayudarnos. La respuesta a los robos en las tumbas está en saber muy bien qué contiene cada una. Alguien que conozca bien la necrópolis será de gran ayuda.

—Sí, mi señor, y el otro caso… —Prenhoe le miró, expectante.

—Todo está preparado —contestó Amerotke—. Solo desearía no ser yo quien deba juzgarlo.

Miró la estatua de Maat. Tres meses atrás, el faraón Tutmosis había regresado victorioso de la guerra solo para morir repentinamente a los pies de la estatua de Amón-Ra. Su fallecimiento había causado una gran consternación en la corte y la ciudad. La gente rumoreaba: su hijo, que llevaba su mismo nombre, solo era un niño de siete años, mientras que la viuda, la reina Hatasu, no estaba preparada para gobernar. Se hablaba de una regencia, del poder en manos del gran visir Rahimere. Por supuesto, tuvieron que investigar la muerte súbita del faraón: llamaron al médico real y así descubrieron la mordedura de una víbora en un talón del cadáver real. Entonces todo el mundo recordó el aspecto débil y enfermizo del faraón mientras lo transportaban en el palanquín por la Vía Sagrada. El único momento en que el pie sagrado había tocado el suelo fue cuando dejó su trono a bordo de la galera real. Se realizó una exhaustiva búsqueda y encontraron una víbora debajo del trono real. No se sospechó en ningún momento que se tratara de un acto premeditado, pero el dedo de la acusación había señalado a Meneloto, el capitán de la guardia del faraón. Le habían acusado de negligencia, de faltar a sus deberes, y ahora debía comparecer ante Amerotke en la Sala de las dos Verdades.

—¿Qué hora es? —preguntó Amerotke, volviendo a la realidad.

Prenhoe fue a mirar la clepsidra colocada junto a un pequeño estanque en un extremo de la sala.

—¡Las once! —gritó—. ¡Tenemos tres horas!

—También está el otro asunto —insistió el jefe de policía.

El murmullo de los escribas sonó más alto. Amerotke se volvió a tiempo para ver a dos figuras grotescas que avanzaban hacia él. Vestían faldellines rojos y dorados, cintos negros tachonados cruzaban los pechos desnudos, y cubrían sus rostros con las máscaras de chacal del dios Anubis al tiempo que empuñaban los bastones con conteras de plata que eran el símbolo de su oficio. Amerotke se tocó el pectoral de Maat y rezó pidiendo coraje. Los dos emisarios del jefe de los verdugos saludaron al juez supremo con sendas reverencias.

—¡Todo está preparado! —dijo uno, y la voz detrás de la máscara sonó hueca.

—¡Se ha de cumplir la sentencia! —afirmó el otro.

—Lo sé, lo sé —replicó Amerotke—, y yo debo ser testigo. —Hizo un gesto—. ¡Entonces que se cumpla!