Capítulo VIII

Neit: una antigua diosa asociada con la caza y la guerra.

CAPÍTULO VIII

Amerotke siguió al paje por el pasillo. A cada lado, las paredes aparecían decoradas con grandes pinturas de las victorias de Egipto sobre sus enemigos. Los carros de guerra, pintados de color azul y oro, arrollaban a los nubios, libios y los guerreros de la Tierra de Punt. Los asiáticos vencidos miraban con asombro y espanto la gloria del faraón y el poder del ejército egipcio. Todas las pinturas llevaban una leyenda de alabanza.

En una de ellas se leía: «Él ha descargado su brazo. Él, el halcón dorado de Horus, se ha lanzado sobre sus enemigos. Él les ha roto los cuellos, les ha aplastado las cabezas, les ha quitado el oro y los tesoros. Él ha hecho que la tierra tiemble al escuchar su nombre».

Amerotke se preguntó si las inscripciones serían el epitafio de las glorias de Egipto. Con un niño faraón en la Casa de la Adoración, un círculo real dividido, y ahora el odio asesino que había estallado entre quienes gobernaban Tebas.

El paje siguió por el pasillo hasta que dobló a la derecha. Los guardias que custodiaban la puerta vestían el uniforme de gala: tocados rojos y blancos, corseletes de bronce y faldellines de cuero. Los soldados de uno de los regimientos de élite, que colaboraban en la vigilancia, permanecían atentos con los escudos preparados y las espadas desenvainadas. El muchacho se dirigió a uno de los soldados para informarle sobre quién era el visitante. Se abrió la puerta de bronce y Amerotke entró en los aposentos privados de Hatasu, que eran frescos y bien iluminados. Las paredes pintadas de un suave color pastel ofrecían un grato descanso a la vista después de la escenas guerreras en los pasillos. El aire olía a ocasis, a incienso y a los más fragantes perfumes de las flores plantadas en los tiestos y dispuestas en los jarrones que había en la habitación. El mobiliario era escaso: unas cuantas estatuillas de oro y plata, sillas y taburetes de madera pulida taraceada con marfil y ébano.

El paje lo dejó en la antecámara y salió por una pequeña puerta lateral. Amerotke intentó relajarse, contemplando las pinturas de los pescadores en el Nilo que arrojaban las redes y de las bailarinas de sinuosos cuerpos desnudos. Las oscilaciones de la luz parecían moverse graciosamente al tiempo que levantaban los sistros y aplaudían marcando el ritmo de su danza eterna.

—Mi señor.

El paje lo llamaba con ademanes imperiosos. Amerotke lo siguió a la habitación contigua y ahogó una exclamación de asombro. Se trataba de una habitación pequeña, las pinturas de las paredes ocultas porque solo había dos lámparas encendidas, una a cada lado de una silla de grandes dimensiones con la forma de un trono debajo de un dosel hecho de tela de oro. Hatasu ocupaba la silla, con la manos sujetando los brazos tallados con la forma de leopardos rugientes. Sus pies descansaban sobre un escabel cubierto con una tela de oro que mostraba a la diosa Maat sentada en actitud victoriosa sobre uno de los terribles demonios del mundo subterráneo. Sethos y Senenmut ocupaban sus asientos a cada lado de la reina.

Amerotke estaba seguro de que Hatasu había escogido esta habitación para transmitir la sensación de su poder real. Si se hubiera vestido con la corona o doble corona azul y hubiera empuñado el báculo y el mayal, habría tenido el mismo aspecto del faraón presidiendo la corte. Su rostro había cambiado, ya no parecía suave ni coqueto. Tenía los músculos de las mandíbulas tensos de furia, y le centelleaban los ojos. Amerotke miró a Sethos, y después hizo una reverencia. No le otorgaba más dignidad de la que se merecía, pero recordó la advertencia de Omendap: Hatasu quería dejar bien claro que ella era la regente. Se preguntó en secreto si también querría ser faraón.

—Alteza —Amerotke habló con voz firme—, me habéis mandado venir aquí.

—¡Si no quieres quedarte, mi señor Amerotke, te puedes marchar!

La voz de Hatasu sonó tensa y cortante. Amerotke exhaló un suspiro al tiempo que se levantaba, cruzando los brazos sobre el pecho. La mirada de Sethos se volvió alerta; movió la cabeza en un gesto casi imperceptible, como un aviso a Amerotke para que midiera sus palabras. El juez se sintió dominado por un arranque de rebeldía.

—Soy el juez supremo de la Sala de las Dos Verdades —manifestó—. Represento la justicia del faraón.

—Siempre has sido tieso como un palo. —Hatasu inclinó el torso hacia adelante, con una sonrisa en el rostro—. ¿Te acuerdas, Amerotke? Eras un po… po… poco —añadió burlonamente—, tar… tar… taaa… mu… do. ¿Te acuerdas de eso?

—Recuerdo las bromas. ¿Cómo podría olvidarlas? Vos y el gato, era gris, ¿no? Con los ojos tiernos y las garras afiladas. Algunas veces era difícil distinguir entre los dos, el gato o su dueña.

El silbido de la brusca inspiración de Sethos se oyó con toda claridad, pero Hatasu lo sorprendió. En sus ojos brilló un destello pícaro.

—Nunca has tenido pelos en la lengua, Amerotke. Has superado la tartamudez pero sigues teniendo el mismo rostro reservado, la misma pasión por la señora Norfret y la misma decisión para hacer lo correcto. ¿No te resulta aburrido?

—Alteza, me educaron en la corte de tu padre, así que si me aburro tengo la cortesía de ocultarlo.

Amerotke rabiaba, se le hacía difícil controlar la respiración. Quería caminar por la habitación, dar rienda suelta a su cólera, pero al mismo tiempo se sentía como un niño. ¿Estaba furioso o sencillamente tenía miedo?

—Algunas personas opinarían que eres un impertinente —intervino Senenmut. Se había reclinado con un brazo apoyado en el trono. Acariciaba la madera con tanto amor que Amerotke se preguntó si el sicario de Hatasu no ambicionaba ser el ocupante.

—¿Qué has dicho? —Amerotke ladeó la cabeza como si no hubiera entendido las palabras de Senenmut.

El supervisor de las obras públicas movió la mano para darse palmaditas en el muslo.

—Mi señor Amerotke —repitió—, algunas personas opinarían que eres un impertinente.

—Si ese es el caso, muchos dirían que ambos tenemos mucho en común.

Hatasu soltó una alegre carcajada y se levantó de un brinco. Fue hasta el juez y lo abrazó, con la mirada fija en el rostro del hombre. En la penumbra, Amerotke sintió como si hubieran retrocedido en el tiempo y él volviera a ser un mozalbete perseguido por una chiquilla traviesa en la casa del faraón. Mientras ella apretaba su cuerpo contra el suyo, él olió su sudor y los caros perfumes y aceites que impregnaban la túnica y el cuerpo. Hatasu le dio un beso en la mejilla para después caminar elegantemente de vuelta al trono donde se acomodó con un gesto petulante.

—¿Qué quieres, Amerotke?

—Que me dejen tranquilo.

—No, como juez supremo.

—Larga vida, salud y prosperidad para el divino faraón. Paz en su casa.

—Amerotke —interrumpió Sethos—. No te hagas el pacato con nosotros. Te lo preguntaré con toda claridad: ¿tú de qué lado estás?

Amerotke enarcó las cejas.

—Mucho me meto, mi señor, que estoy en el mismo lugar donde estaba antes.

—¡Eres un mentiroso! —intervino Senenmut, airado.

Amerotke dio un paso adelante y Senenmut levantó las manos.

—Te pido perdón, retiro lo dicho. Puedes ser muchas cosas, Amerotke, pero no eres un mentiroso. A menos que seas tonto, creo que eres un hombre íntegro. —En su rostro apareció un sonrisa retorcida—. Un poco mojigato, quizá demasiado serio. Pero ¿qué harías si en el reino estalla una guerra civil?

—Apoyaré al faraón contra sus enemigos —replicó Amerotke.

—¿Quiénes son los enemigos del faraón? —preguntó Hatasu, con una voz estridente. Extendió el brazo y abrió la mano.

Amerotke vio el cartucho real del niño faraón, los inconfundibles jeroglíficos que mostraban a Tot, el dios de la sabiduría, el nombre real del faraón y la doble corona de Egipto.

—Bien, ¿cuál es la ley? —añadió la reina.

—Aquel que tenga el cartucho, el sello de Egipto —respondió el magistrado—, manifiesta el poder divino de Amón-Ra.

—Yo lo tengo —afirmó—. Esos idiotas del consejo creen que mi hijastro me odia y me rechaza. ¡No es verdad!

Amerotke se inclinó para besar el cartucho.

—¿Qué quieres que haga? —le preguntó a Hatasu. Señaló a Sethos—. Allí tienes a quien es ojos y oídos del faraón. Si hay que buscar a los enemigos…

—¡Ah, conque era eso! —Hatasu sonrió—. ¿Creías que te había mandado a llamar para ser el cancerbero del faraón, para ladrar y enseñar los dientes? —La voz de la reina adoptó un tono práctico—. Lo único que quiero es que se investiguen esas muertes.

—¿Porqué?

—Porque el asesino quizá tiene señalados a alguno de los que estamos en esta habitación como su próxima víctima.

—¿Por qué? —insistió Amerotke deliberadamente.

—El faraón todavía es un niño —manifestó Sethos—. Quizás alguno de los miembros del círculo real cree que puede chapotear a través de un mar de sangre para hacerse con el trono de Egipto.

—No lo creo —replicó Amerotke—. Me parece —añadió dirigiéndose a Hatasu—, que las muertes están relacionadas de alguna manera con la muerte del faraón, tu marido. Él fue el primero en morir en cuanto llegó a Tebas y las otras muertes se produjeron inmediatamente después.

—Pero ¿por qué? —preguntó Hatasu.

Amerotke se arrepintió de su anterior hostilidad. Hatasu parecía vulnerable, confusa, con una expresión de miedo en los ojos. Sabe algo, se dijo el juez.

—¿No crees que lo averiguaremos si atrapas al asesino? —señaló Senenmut.

—Si atrapo al asesino tendremos al ejecutor y el motivo. No obstante, será una tarea difícil. Si comienzo por la muerte del divino faraón, entonces mi veredicto será que el capitán Meneloto es inocente.

—¿Aceptas el encargo? —insistió Hatasu.

—Lo acepto.

—¿Me informarás de los progresos directamente a mí?

—Si quieres. Pero una vez más, si acepto el encargo, tendré que comenzar interrogándote.

Hatasu se arrellanó en la silla.

—Pe… pe… pero… —El tartamudeo era auténtico y Hatasu sonrió burlándose de sí misma—. No sé nada. Recibí al divino faraón en las escaleras del templo de Amón-Ra, entramos, se desplomó y murió en mis brazos.

—¿No dijo nada?

—¡Nada! —contestó Hatasu, meneando la cabeza.

Miente, pensó Amerotke. Miró a Senenmut, preguntándose cuánto sabría el supervisor de las obras públicas.

—Yo me encontraba entre la multitud, delante del templo —se apresuró a decir Senenmut—. No era miembro de la comitiva del divino faraón.

—Yo incluso estaba más lejos —bromeó Sethos—. Me encontraba en la ciudad, controlando las multitudes reunidas en los muelles.

—El divino faraón murió al mediodía —prosiguió Amerotke—. ¿Qué pasó entonces?

—El cuerpo del divino faraón fue llevado a un templo mortuorio cercano y se llamó a un médico.

—¿Cuál? ¿Era Peay? —preguntó el magistrado.

—No, no, a un anciano de la Casa de la Vida. Buscó el latido vital en el cuello y el pecho del faraón y acercó un espejo a sus labios. Dijo que su alma se había marchado.

—Después de eso ¿qué ocurrió?

—Comenzaron las muestras de consternación y el caos en el exterior. —Hatasu se encogió hombros—. Habían ejecutado a los príncipes prisioneros, se habían producido señales y portentos en el patio, las palomas comenzaron a desplomarse en pleno vuelo.

—Sí, algo de eso me comentaron. ¿Qué les pasó a las palomas?

—Algunas personas dijeron que era un portento —respondió Hatasu con una mueca incrédula—. Otras, que los cazadores habían herido a las aves. Habían volado a través de toda la ciudad pero el intento de volar por encima de los muros del templo, que son considerablemente altos, fue demasiado para sus fuerzas.

—¿Se ordenó una búsqueda? Me refiero a si buscaron a los cazadores. ¿Murieron más pájaros aparte de las palomas?

Hatasu meneó la cabeza.

—No lo sé, permanecí con el cadáver de mi marido en el templo hasta el anochecer, no podía creer que estuviera muerto. No podía aceptar que hubiera volado al horizonte lejano. Me decía a mí misma que debía tratarse de algún terrible error.

—¿Quiénes vinieron a ver el cadáver?

—Vinieron unas cuantas personas: Rahimere, el general Omendap y otros del círculo real. Me hicieron preguntas, pero ya no recuerdo cuáles.

Amerotke asintió. Hatasu se había limitado a recitarle el protocolo de la corte. Cuando moría el faraón, su reina lo lloraba a solas; el proceso de embalsamamiento y la preparación del cuerpo para los funerales no comenzaba hasta después de la puesta de sol.

—¿Después llamaron a Peay?

—Yo me encargué de desnudar el cuerpo —explicó la reina—. La corona del divino faraón rodó por los suelos pero la trajeron con el cadáver. Le quité el faldellín, las muñequeras, el pectoral, las sandalias, y después lo cubrí con una sábana de lino. Ya era noche cerrada cuando Peay y los embalsamadores se presentaron para retirar el cadáver.

—¿Fue entonces cuando descubrieron la mordedura de la víbora?

—Sí, en la pierna izquierda del divino faraón, apenas por encima del talón.

—¿Quién la vio primero?

—Peay. Insistía en la ridícula idea de que el faraón podía estar sumido en un sopor muy profundo. —Hatasu separó los dedos de las manos y miró cómo la luz se reflejaba en sus anillos tallados con forma de serpientes—. El resto ya lo sabes: llamé a Sethos, que esperaba órdenes, y él se encargó de enviar a los soldados a la embarcación real. Encontraron la víbora, enroscada debajo del trono real; tan pequeña y sin embargo capaz de desencadenar el caos.

—¿Por qué se presentaron cargos contra Meneloto?

—Mi señor Sethos lo desaconsejó —manifestó Hatasu—. Pero estaba desesperada, furiosa. Creía sinceramente, y sigo creyéndolo, que la desidia de Meneloto le costó la vida al divino, faraón.

—Yo hubiera recomendado lo mismo que Sethos —intervino Senenmut con un tono desabrido—, pero en aquel momento nadie me pidió que opinara.

Hatasu deslizó la mano por el brazo de la silla, rozando con las uñas la rodilla de Senenmut.

—Meneloto fue puesto bajo arresto domiciliario —prosiguió la reina—, y llevaron el caso a tu corte.

—¿Se ha cursado una orden de busca y captura de Meneloto? —preguntó Amerotke.

—Los exploradores y los espías están avisados, pero, hasta donde sé, bien podría estar con los nómadas o los trogloditas en las Tierras Rojas.

Sethos se levantó un momento para coger un taburete y acercárselo a Amerotke, invitándole a sentarse con un ademán. El juez tomó asiento; se sentía incómodo pero, al mismo tiempo, complacido. «Esto es lo mío —pensó—. Revisar las pruebas, resolver un problema. ¿Cuánto de todo esto es verdad? ¿Si empiezo a tirar de una hebra, hasta dónde se desenrollará el ovillo, hasta dónde me conducirá?».

—Meneloto es escurridizo como una anguila —opinó Senenmut, en tono jocoso—. Mi señor Amerotke, ¿quieres un copa de vino?

—Ya he bebido bastante en el banquete.

—En la sala del consejo, Amerotke, dijiste que la visita del faraón a la pirámide Sakkara era importante. Sin duda, no es algo que se te ocurrió porque sí, ¿verdad? —preguntó Sethos.

—No es algo que se me ocurriera sin un buen motivo —respondió el magistrado—. Antes de comenzar el juicio de Meneloto, leí las declaraciones. No sucedió nada destacable después de las grandes victorias del faraón en el delta. Es algo que tiene relación con lo que dijo Meneloto en su declaración escrita a la corte. Hizo referencia al júbilo demostrado por el faraón por sus magníficos triunfos pero, después de visitar Sakkara, se comportó de una manera mucho más callada, incluso retraído. También se habló de lo mismo en la reunión del círculo real.

—Es verdad —confirmó Sethos—. Aunque, cuando el faraón regresó a la Gloria de Ra, yo y los demás emprendimos el viaje a Tebas para preparar su llegada.

—Mi señora, alteza —dijo Amerotke, sonriente—. ¿Por qué el divino faraón desembarcó en Sakkara? Sin duda, no sería solo para ver las pirámides, ¿verdad?

—En una carta que me escribió inmediatamente después de su victoria —contestó Hatasu—, mencionó que había recibido un mensaje, una misiva especial de Neroupe, el custodio y sacerdote de los templos mortuorios alrededor de las grandes pirámides en Sakkara; Neroupe era uno de los más leales partidarios de mi padre.

—He oído hablar de él —comentó Amerotke—; era un erudito. Estaba escribiendo una historia de Egipto. Le conocí en una ocasión durante una visita al Salón de la Luz en el templo de Maat.

—Neroupe cayó enfermo —añadió Hatasu—. Era un hombre muy anciano. Cuando el divino faraón llegó a los templos de Sakkara, Neroupe ya había muerto.

—¿Qué ocurrió después?

—La embarcación real fue llevada hasta la orilla —respondió Sethos—. El general Omendap confirmará estos detalles. El divino faraón desembarcó para dirigirse tierra adentro.

—¿Fuiste con él?

—No, me quedé en la nave con el visir, Bayletos y los demás. El divino faraón siempre me pedía que vigilara a sus funcionarios.

—¿Qué más?

—El divino faraón viajó solo. No. —Hatasu levantó un dedo—. Lo acompañaron Ipuwer, Amenhotep y un destacamento de la guardia real, no eran más de media docena. Permanecieron tres días en Sakkara.

—¿Meneloto los acompañó?

—Sí, Meneloto fue con ellos —admitió Sethos, con una expresión agria—. Era su deber cuidar la persona del faraón. Por lo que tengo entendido no ocurrió gran cosa: el divino faraón se alojó en casa de Neroupe, visitó los templos, los santuarios y las tumbas de sus antepasados; después regresó a la embarcación real.

—¿Le comentó a alguien lo que había ocurrido? —preguntó el magistrado.

El fiscal del reino negó con un ademán.

—Al día siguiente salí para Tebas en una barcaza. Traje cartas para su alteza y otros miembros de la familia. A mí y a los demás se nos encomendó que nos encargáramos de preparar el recibimiento al faraón.

Amerotke se cruzó de brazos. Recordó la ciudad de Sakkara con las grandes tumbas y mausoleos construidos centenares de años atrás como monumentos, los símbolos del poder y la gloria de Egipto. Ahora, desde que la corte real se había trasladado a Tebas, se había convertido en un lugar desolado y ruinoso, encajado entre los campos verdes a las orillas del Nilo y las ardientes arenas de las Tierras Rojas. Se sintió orgulloso, porque tenía razón: Tutmosis, Amenhotep e Ipuwer habían visitado los santuarios. Todos habían muerto mientras que Meneloto se enfrentaba a cargos muy graves y ahora había desaparecido. ¿O lo habían asesinado? ¿Quién estaba detrás de todo esto? ¿Rahimere y su facción? ¿Hatasu y Senenmut? ¿Era el amante de Hatasu? ¿Acaso su relación había comenzado mientras el divino faraón se encontraba lejos, dedicado a luchar contra los enemigos de Egipto?

—¿Mi señora?

Hatasu conversaba en voz baja con Senenmut. La reina se volvió.

—Dime, mi señor Amerotke. Creía que estabas durmiendo.

—¿El divino faraón te escribió? ¿O en los pocos minutos que estuvo con vida en el templo de Amón-Ra, mencionó que algo le preocupaba?

—Recibí una carta escrita inmediatamente después de abandonar Sakkara —manifestó Hatasu—. Hablaba de sus grandes victorias, e incluía frases para mí y para su hijo. Lo mucho que deseaba llegar cuanto antes a Tebas. —La mujer mantuvo el rostro inexpresivo para ocultar la mentira—. Pero nada más.

—¿Qué harás ahora? —preguntó Senenmut con voz áspera—. Amerotke, queremos que investigues todas esas muertes. De Ipuwer sabes tanto como nosotros, el comandante metió la mano en la bolsa y acabó mordido por la víbora, no sabemos cómo ocurrió. En cuanto a Amenhotep —el supervisor de las obras públicas levantó las manos en un gesto de impotencia—, ese es un asunto que te toca desentrañar. Tienes nuestra autoridad para actuar.

«Senenmut —pensó Amerotke— dice "nosotros" y "nuestra" como si ahora fuese el gran visir de Hatasu, su primer ministro de Estado». Miró a la reina quien le devolvió la mirada con frialdad. «Eres un zorra muy pícara —se dijo el magistrado— y en mi arrogancia te he juzgado mal, pues eres mucho más peligrosa y sutil de lo que creía. Hay cosas que no me dices, y en realidad no quieres que investigue. Esto no es más que una excusa, una mentira, un gesto de cara al público. El verdadero juego tendrá lugar aquí, en el palacio. En cuanto consigas hacerte con el poder, te olvidarás del tema, y si fracasas, ¿a quién le importará?».

—Tienes nuestro permiso para retirarte.

Amerotke se levantó, se despidió con una inclinación de cabeza y abandonó la habitación de Hatasu. Llegó a la sala de las columnas que se veía desierta. Habían apartado los cojines y las sillas, pero en la mesa estaban los platos y las copas. Vio que en el exterior ya era de noche. Escuchó el entrechocar de las armas de los centinelas, y por un momento pensó en Norfret, que ya debía estar de regreso en su casa, y se preguntó si lo mejor no sería ir a reunirse con ella. Recordó la cabeza cortada de Amenhotep, y, por supuesto, al pobre Shufoy, que seguramente le esperaba en algún lugar cercano a las puertas del palacio.

—Mi señor Amerotke.

El juez, sobresaltado, miró alrededor y advirtió la presencia de Omendap, de pie en las sombras, al abrigo de una columna.

—Nunca se me hubiera ocurrido que fuerais un gato, mi señor general, que vigila sigilosamente desde las sombras —comentó Amerotke, con un tono burlón, mientras saludaba al militar con un gesto—. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Me esperabais a mí o es que deseáis hablar en privado con la señora Hatasu?

Omendap pasó la pequeña hacha de plata de una mano a otra con actitud nerviosa. Sujetó a Amerotke por el brazo y lo empujó suavemente hacia la puerta.

—¿Habéis decidido a cuál de las facciones daréis vuestro apoyo, mi señor Amerotke?

—No, no lo he hecho. Estoy aquí para investigar unas muertes, incluida la de uno de vuestros oficiales superiores.

—Aquí estamos seguros —anunció el general, en cuanto llegaron a la puerta. Golpeó la hoja con los nudillos—. La madera es gruesa y nos encontramos bien lejos de cualquier espía en el balcón o en el jardín.

—¿Qué queréis decirme?

—Quería hablaros de vuestros comentarios sobre el viaje del divino faraón a Sakkara, donde fue para unos tres días. Supongo que ya os lo habrán dicho, ¿no es sí? Bien —añadió atropelladamente—, le pregunté a Ipuwer a su regreso qué había ocurrido. Ipuwer me respondió que no había sucedido nada extraordinario excepto que el faraón había salido por la noche. Ipuwer se quedó mientras que Amenhotep y Meneloto le acompañaban.

—¿Los comportamientos de Meneloto o de Ipuwer mostraron algún cambio después del regreso del faraón?

Omendap meneó la cabeza.

—Os hablaré de hombre a hombre, Amerotke. El divino faraón era epiléptico; tenía visiones y sueños. Soy un soldado, combato a sus enemigos y él puede hacer lo que quiera. Si desea salir por la noche para hacer un sacrificio o para rezar a las estrellas, es asunto suyo.

—Entonces, ¿por qué tuvo que morir Ipuwer?

—No lo sé, y por eso estoy aquí. Era uno de mis oficiales: valiente como león, leal, y con un corazón enorme. —En los ojos de Omendap brillaron las lágrimas—. Tendría que haber muerto con la espada en la mano, y no mordido como una vieja en una sala de consejo.

—¿Eso es todo lo que tenéis que decirme? —preguntó Amerotke, alerta ante la posibilidad de que la conversación derivara hacia algo que se pudiera considerar una traición.

—No, he venido para deciros dos cosas. —Omendap se mordió el labio inferior—. O, mejor dicho, tres. —Se acercó tanto al juez que Amerotke olió su aliento a cerveza—. Pero antes de hacerlo, mi señor Amerotke, permitid que os diga con toda franqueza que mi lealtad y la de mis oficiales continúa dividida. Sin embargo, si descubro quién asesinó a Ipuwer, eso nos decidirá. Si hay que llegar al derramamiento de sangre —Omendap apoyó el hacha de plata contra el pecho de Amerotke—, ni el cargo ni las amables charlas durante las cenas salvarán a nadie.

—Primero ibais a decirme dos cosas —señaló Amerotke, con un tono frío—, después habéis cambiado a tres. Mi señor general, tengo prisa.

—No pretendía amenazaros.

—No creo que lo pretendierais. ¿Cuáles son las tres cosas?

—En primer lugar, Ipuwer no cambió después de la visita a Sakkara, aunque si lo hizo Amenhotep, quien prácticamente dejó de asistir a las reuniones del consejo real. Las pocas veces que apareció lo hizo en un estado lamentable; llegué a pensar que estaba borracho. En segundo lugar, Ipuwer no informó de nada excepcional excepto de eso.

Omendap abrió la pequeña bolsa de cuero sujeta a la faja, sacó una estatuilla roja y se la entregó a Amerotke. El juez se acercó a una de las lámparas de alabastro para verla mejor, pues no era más grande que un dedo pulgar. Reproducía la figura de un hombre, un prisionero con las manos atadas a la espalda con un cordel rojo. También tenía amarrados los tobillos.

—El cordel rojo de Montu, el dios de la guerra —comentó.

—Sí, así es —afirmó Omendap—; reproduce la manera como los sacerdotes atan a los cautivos antes de ejecutarlos.

—Brujería. La obra de algún vendedor de amuletos o de un santón.

—Es un aviso —explicó el general—. Una advertencia del pelirrojo Set, el dios de la destrucción. No es solo un trozo de arcilla. Casi sin ninguna duda está hecho con barro de una tumba, mezclado con sangre menstrual y cagadas de mosca: es una ofrenda a un demonio.

—¿Ipuwer recibió esto?

—¡No, algo parecido! —Omendap le arrebató la estatuilla—. ¡Ese es el tercer asunto! Esta noche, cuando he entrado en el palacio, alguien me ha puesto en la mano esta porquería.

—¿Sabéis por qué os la enviaron?

—No. —Omendap guardó la figura en la bolsa—. ¡Haré que la destruyan en un fuego sagrado! Aunque no servirá de nada. —Tragó saliva—. ¡Es una maldición tan vieja como Egipto, una llamada del ángel de la muerte!