Capítulo IX

Isis: la principal diosa de Egipto, a menudo representada como una joven con un jeroglífico por trono.

CAPÍTULO IX

Amerotke dejó a Omendap. Al salir de la sala, bajó las escalinatas hasta la gran explanada delante del palacio. Allí abundaban los mercenarios, vestidos con las armaduras de sus regimientos; los shardana de rostros largos y afilados con los yelmos con cuernos; los dakkari con tocados a rayas y rodelas colgadas a las espaldas; los radu con largas capas y cintos bordados, los pendientes y collares resplandecientes a la luz de las antorchas, las pieles negras cubiertas con tatuajes azules; los shiris, con gorras, armados con arcos de hueso cortos; los nubios, negros como la noche, con los taparrabos de piel de leopardo y los tocados de plumas. Todos haraganeaban en los pórticos o cerca de las paredes del palacio con las armas apiladas siempre a mano. Miraron a Amerotke con expresiones de malhumor mientras el juez se abría paso con una sonrisa cortés y palabras amables. Los mercenarios solo se apartaban cuando veían el pectoral y el anillo del cargo.

La tensión era palpable: las tropas regulares estaban al mando de Omendap y marcharían cuando él les diera la orden. En cambio, los mercenarios respondían a las órdenes de Rahimere y él los hacía avanzar poco a poco, como una manera de presionar a los ocupantes del palacio. Mientras los regimientos de élite y los escuadrones de carros de guerra continuaran leales a la corona, estos auxiliares, que solo peleaban por dinero, no moverían un dedo.

Amerotke llegó a las puertas de la muralla y volvió la vista. Si Rahimere decidía atacar, se dijo, el palacio caería en el acto. La revuelta se propagaría como el fuego, y la chusma abandonaría las misérrimas viviendas junto al río para lanzarse al saqueo. ¿Qué podría hacer él? No se impartiría justicia y la masa sin ninguna duda atacaría las residencias y mansiones en las afueras de la ciudad. No habría ningún santuario seguro. Amerotke pensó en sus amigos en Menfis e incluso en los comandantes de las guarniciones río abajo; tenía que hacer planes.

Amerotke abandonó los terrenos del palacio y caminó por la ancha avenida. Las antorcha, atadas a los postes, disipaban la oscuridad, ayudadas por la luz de la luna llena que flotaba como un disco de plata en el cielo azul oscuro. No percibió ninguna tensión en el lugar. La muchedumbre noctámbula, como de costumbre, estaba más preocupada con las compras y las ventas, aprovechándose del buen tiempo y la promesa de excelentes cosechas. Un grupo de sacerdotes vestidos de blanco pasó por su lado, con el estandarte de Amón-Ra en la vanguardia. Los escoltaban unos cuantos mercenarios, Amerotke se detuvo para permitir el paso de una procesión funeraria. Los miembros de una familia que había perdido a su gato se habían afeitado las cejas, como dictaba la costumbre, y llevaban la momia del animal en un ataúd hasta el Nilo para transportarlo hasta la necrópolis de los gatos en Bubastis. La familia había alquilado plañideras profesionales que se echaban cenizas sobre las cabeza, y caminaban delante de la procesión, levantando grandes nubes de polvo. Las plañideras no interrumpían ni un instante sus conmovedores sollozos e imploraban a los dioses que el gato viajara al oeste y que, cuando llegara la hora, se reuniera en el paraíso con sus amos.

Amerotke miraba a uno y a otro lado, buscando a Shufoy. Se distrajo un momento al ver a un grupo de esclavos junto a un olivo: su amo los había comprado hacía poco y ahora los estaban marcando en la frente. Frotaban un puñado de hollín en las heridas abiertas. Tenían a los esclavos bien sujetos; el dueño no prestaba atención a los alaridos; el hollín aseguraba que las heridas no acabarían nunca de cicatrizar y por lo tanto quedarían marcados como de su propiedad durante el resto de sus vidas. El magistrado desvió la mirada. Detestaba estos actos, no había ninguna necesidad de hacerlo, y menos a la vista del rostro desfigurado del pobre Shufoy. Unas cuantas prostitutas pasaron junto al juez, con las mejillas pintadas de color rojo; los círculos de trazo negro y verde hacían más brillantes los ojos de las mujeres. Vestían túnicas blancas de una tela casi transparente que dejaba muy poco a la imaginación, y las pelucas de trenzas empapadas de aceite se movían de una manera tan provocativa como sus caderas. Una de las mujeres captó la mirada de Amerotke y se detuvo: hizo un gesto obsceno con las manos, llamándole, pero el magistrado rechazó la invitación con un gesto de cabeza. Las prostitutas hubieran insistido, pero en aquel momento aparecieron unos jóvenes, probablemente sacerdotes, que ocultaban las cabezas rapadas con sombreros de paja, y trabaron conversación con las mujeres quienes los recibieron con gritos de alegría, y comenzaron a discutir entre risotadas el precio de una noche de entretenimiento en alguna casa alegre.

En la gran plaza del mercado reinaba un gran bullicio. Entre la muchedumbre se mezclaban mercaderes, comerciantes, timadores, marineros de permiso y funcionarios de los nomarcas que habían venido a la ciudad a rendir cuentas. Habían abierto un tenderete de comidas: íbices y gacelas, compradas a los cazadores, se asaban lentamente en largas parrillas colocadas sobre un lecho de brasas. El apetitoso olor flotaba en el aire nocturno, ocultando los olores mucho más desagradables de las letrinas públicas y el de los ciegos sentados en sus excrementos, que tendían sus manos esqueléticas, pidiendo un bocado o una limosna. Un grupo de cantores pertenecientes al coro de un templo se abrió paso entre la multitud, interpretando un himno a un dios que Amerotke nunca había oído mencionar. Su canto fue interrumpido bruscamente por una violenta disputa entre un encantador de serpientes y un vendedor de pájaros. Por lo visto, una cobra se había escapado de su canasto para después deslizarse hasta una de las jaulas, y valiéndose de su larga lengua había matado a una de las aves, sacándola entre los barrotes sin que el dueño se diera cuenta hasta que fue demasiado tarde. Los dos hombres comenzaron a forcejear y uno de ellos rodó por el suelo, chocando contra uno de los cantores. La reyerta hubiera ido a más de no haber aparecido la guardia del mercado, que se encargó de restaurar la paz con sus largos bastones.

Amerotke maldijo por lo bajo mientras continuaba buscando a Shufoy. Se topó con unos juerguistas, completamente borrachos, que iban de una taberna a otra cargando el féretro cuya tapa reproducía la imagen de un amigo al que deseaban conmemorar. Vieron al magistrado e intentaron que se uniera a la juerga, pero Amerotke no les hizo caso. Uno de ellos se puso furioso ante la negativa y avanzó tambaleante, con los puños apretados y la boca llena de babas. Un guardia, que había visto el pectoral de Amerotke, se interpuso en el camino del borracho y lo empujó suavemente para que volviera a reunirse con sus compañeros.

—¿Os puedo ayudar, señor? —preguntó el guardia, dándose golpecitos con el bastón contra la pantorrilla desnuda. Entrecerró los párpados—. Sois el señor Amerotke, ¿verdad? ¿El juez supremo en la Sala de las Dos Verdades? —Inclinó la cabeza en un saludo formal—. No tendríais que estar aquí, señor. Esta es una noche de jolgorio —vio la expresión de extrañeza en el rostro de Amerotke—. Es la fiesta de Osiris —añadió el guardia.

—Sí, sí. Lo había olvidado. —Exhaló un suspiro—. Estoy buscando a… —Hizo una pausa—. Busco a mi criado. Es un enano, Shufoy; tiene el rostro desfigurado. Él…

—No tiene nariz. —El joven guardia sonrió—. ¿Un vendedor de amuletos? —Señaló hacia uno de los rincones del mercado—. ¡Está por allí, y por lo que vi está haciendo un pingüe negocio!

Amerotke le dio las gracias y continuó su camino entre la muchedumbre. Había más árboles en esta parte de la plaza: unas cuantas acacias, olivos y palmeras, cuyas ramas ofrecían sombra durante el día y un punto de encuentro por la noche. Shufoy se encontraba sentado junto a una palmera, con una capa extendida en el suelo. El enano, encaramado a un tonel, proclamaba ser un gran brujo, un vendedor de amuletos garantizados como la mejor protección contra los demonios, las brujas, y los hechizos de enemigos y rivales.

El juez no salía de su asombro. El puesto de Shufoy ofrecía un gran surtido de objetos: estatuillas de Bes, el dios enano, anillos con el escarabajo de la suerte, amuletos cubiertos de jeroglíficos mágicos como el ojo de Horus; cruces ansadas, pequeñas estelas de la diosa Taweret con orejas en todo el borde, una señal segura de que la diosa escucharía cualquier plegaria. Shufoy exhibía los artículos, proclamando sus virtudes a voz en grito a una multitud que le observaba boquiabierta.

—¡He viajado a través de las Tierras Negras y las Tierras Rojas! —afirmó el enano con voz tonante—. ¡Os traigo la suerte y la buena fortuna! ¡Amuletos y escarabajos! Medallones y estatuillas que os darán buena suerte y una infalible protección contra los demonios. Tengo cera sagrada. —Se agachó un poco al tiempo que en su rostro aparecía una expresión de picardía—. Si te la pones en la oreja durante la noche —le dijo a un campesino, embobado con su charla—, evitarás que un demonio te eyacule en el oído. Todos mis talismanes —entonó, irguiéndose otra vez—, os protegerán de las flechas de Sekhmet, la lanza de Thot, la maldición de Isis, la ceguera provocada por Osiris o la locura causada por Anubis.

—¿También los protegerá de las mentiras y falsedades de los charlatanes? —gritó Amerotke, acercándose.

La transformación de Shufoy fue algo digno de verse. Saltó del tonel y, en un abrir y cerrar de ojos, los amuletos, los talismanes y todos los demás objetos acabaron envueltos en la capa, al tiempo que espantaba a los clientes. Después se sentó en el barril y miró a su amo con una expresión compungida.

—Creía que os habíais marchado a casa —gimió—. Que habíais montado en vuestro carro sin preocuparos del pobre Shufoy, abandonado a su suerte. El hombre tiene que trabajar —añadió el enano, citando uno de los dichos de los escribas—, de la mañana a la noche para ganarse el pan con el sudor de su frente. —Exhaló un suspiro—. Mi rostro está pálido, me gruñe la barriga, en mi bolsa no hay más que polvo.

—¡Cállate! —Amerotke se sentó en cuclillas junto a su sirviente—. Shufoy, tienes una habitación para ti solo en mi casa, comes y bebes como un escriba, tienes prendas de la mejor calidad. —Cogió la capa raída del enano—. Pero insistes en vestir como un sirio que vagabundea por el desierto.

Los ojos de Shufoy brillaron al escuchar el famoso proverbio en labios de Amerotke.

—Sí, más te vale recordarlo —comentó el juez—. Pero no vale para ocultar la verdad. ¿A qué viene todo esto? —Puso una mano sobre el envoltorio con los objetos mágicos—. ¡Tú no eres hechicero!

—¿Cómo ha ido la reunión del consejo? —preguntó Shufoy, ladeando la cabeza y con una mirada soñadora en los ojos.

—¡No cambies de tema! —replicó el magistrado—. ¿Dónde consigues todas estas baratijas? ¿Dónde las ocultas? ¿Dónde guardas las ganancias?

—Anoche soñé —dijo el enano, balanceándose en el tonel—, anoche soñé que había capturado a un hipopótamo y lo preparaba para asarlo. Eso significa que vos y yo comeremos en palacios. Más tarde soñé que copulaba con mi hermana.

—No tienes ninguna hermana —le interrumpió Amerotke.

—No, pero si la tuviera sería como la muchacha de mi sueño; eso significa que aumentarán mis riquezas. También soñé, amo, que vuestro pene se alargaba y que recibíais un arco dorado: una señal muy clara de que vuestras posesiones se multiplicarán y que ostentaréis un cargo muy alto.

—¡Prenhoe! —Amerotke se puso de pie y obligó al enano a que se bajara del tonel—. Esta es la primera vez que hablas de sueños. Has estado hablando con Prenhoe, ¿verdad? ¡Es allí donde guardas estas cosas, en su casa! Os repartís las ganancias. Me preguntaba cómo era que no te podía pillar, pero ahora está claro: cuando Prenhoe se va a su casa, te avisa de que voy a salir y tú lo ocultas o él se lo lleva.

Shufoy se rascó la barba.

—Es un buen negocio, amo. No hacemos mal a nadie y vivimos tiempos difíciles.

—¿A qué te refieres?

—No tengo nariz, amo, pero tengo oídos, ojos y un cerebro que se enrosca como una serpiente. Es algo que se rumorea por toda la ciudad. Se aproxima una guerra, ¿no es así? —Miró la luna con expresión expectante—. La violencia se apodera de los corazones; la plaga azotará la tierra y correrá la sangre por todas partes. Los muertos serán enterrados en el río —añadió Shufoy sonoramente—, y los cocodrilos acabarán ahítos de tanta comida.

—¿Has estado bebiendo? —preguntó Amerotke, con tono severo.

—Solo un poco de cerveza, amo.

Amerotke meneó la cabeza en un gesto de resignación.

—Yo cuidaré de tus baratijas. Ve y averigua dónde vivía el sacerdote Amenhotep.

Shufoy se marchó presuroso, más que agradecido por no tener que seguir discutiendo el tema. No tardó en regresar. Se echó el saco al hombro mientras le decía al juez:

—Venid conmigo, amo.

El enano guio a Amerotke fuera de la plaza del mercado y por las intrincadas callejuelas. A cada lado, se alzaban las casas de adobe de los campesinos y trabajadores, con las ventanas sin tapar y las puertas abiertas. Hombres, mujeres y niños se amontonaban alrededor de las hogueras. Se levantaban al ver pasar a Amerotke, ansiosos por vender sus baratijas. Shufoy anunciaba a viva voz quién era su amo y las sombras retrocedían. Cruzaron otro tramo de campo abierto y después siguieron por un callejón oscuro. Aquí las casas eran más grandes, rodeadas de tapias y con las puertas reforzadas con flejes de bronce. Shufoy se detuvo ante una de las entradas y comenzó a aporrearla con todas sus fuerzas. Amerotke se apartó un poco para mirar por encima de la tapia. Los postigones de la casa de tres pisos estaban cerrados y no se veía ninguna luz.

—¿Quién es? —gritó una voz de mujer.

—¡El señor Amerotke, juez supremo en la Sala de las Dos Verdades! ¡Amigo del divino faraón! —tronó el enano—. ¡Abre!

Se abrió la puerta. Una anciana con una pequeña lámpara de aceite en la mano asomó la cabeza. El rostro sucio y arrugado mostraba los surcos trazados por las lágrimas.

—¿Es que no tenéis ningún respeto? —gimoteó—. ¡Mi amo está muerto! ¡Vilmente asesinado!

—Por eso estamos aquí.

Amerotke apartó a Shufoy y cruzó la entrada. Cogió a la anciana por el brazo y la acompañó amablemente por el sendero bordeado de acacias hasta la casa principal. Olió la fragancia de las flores, la dulzura del lagar, el aroma del pan recién cocido y los apetitosos olores de las frutas y las carnes asadas.

—¿Tu amo era un hombre rico?

—Era sacerdote en el templo de Amón-Ra —respondió la vieja con voz temblorosa—. Sacerdote personal del divino faraón. —Se enjugó las lágrimas que una vez más le rodaban por las mejillas.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Amerotke.

Entraron en el vestíbulo; las paredes y las columnas las habían pintado hacía poco con escenas de cacerías y de la vida de los dioses, pero el suelo estaba sin lavar. En el aire había un olor rancio y agrio. Las plantas de los tiestos colocados en un rincón tenían las hojas de un color amarillento pardusco por la falta de riego.

Las moscas volaban sobre un plato de comida olvidado en una silla. Los postigones estaban cerrados y el zumbido de los mosquitos, volando alrededor de las lámparas de aceite, resultaba irritante, aumentando la sensación de desconsuelo. Era casi como si Amenhotep, enterado de la proximidad de la muerte, hubiese perdido interés por vivir.

—¿Tu amo estaba bien?

—No. —La anciana sacudió la cabeza. Dejó que el chal bordado que le tapaba los hombros cayera al suelo. El vestido de lino que llevaba se veía sucio, le venía grande y dejaba a la vista la garganta esquelética y los pechos flácidos. Luego añadió con voz triste—: No salía de su habitación. Apenas si comía, pero en cambio no dejaba de beber. Le advertí varias veces que era muy malo beber con el estómago vacío, pero no me hacía caso. Nunca salía, dejó de ir al palacio y a los templos, tampoco recibía visitas.

Amerotke frunció la nariz cuando olió el hedor de las verduras podridas que llegaba de la cocina.

—No me dejaba limpiar —se quejó la vieja—. Despidió a los sirvientes y a los esclavos. Incluso a las muchachas que bailaban y lo entretenían.

—¿Qué sabes de su muerte? —Amerotke miró por encima del hombro. Shufoy no había entrado en la casa; el juez rogó para sus adentros que su sirviente no estuviera haciendo alguna travesura en el jardín.

—Llegó un mensajero —respondió la criada—, y a mí no me gustó nada su aspecto. Claro que casi no le vi el rostro porque iba vestido de negro de pies a cabeza, como uno de esos vagabundos del desierto, y solo se le veían los ojos. Afirmó tener un mensaje para mi amo, me lo entregó y se marchó en el acto.

—¿A qué hora se presentó?

—Esta mañana, a primera hora. Llevé el mensaje a la habitación del puro. —La vieja empleó el título que a menudo se daba a los sumos sacerdotes—. Abrió el mensaje y se alteró mucho: me despachó con un gesto, no paraba de mascullar. El puro tenía muy mal carácter, a veces me tiraba cosas. Desde la muerte del divino faraón se había convertido en un recluso. —Miró al visitante—. Sois el señor Amerotke, el juez, ¿no es así? ¿Os han enviado a investigar?

—Sí —asintió Amerotke—. ¿Sabes qué provocó el cambio de humor de tu amo?

—Al principio pensé que había sido la muerte del divino faraón, pero no lo sé porque dejó de hablar conmigo. No quería hablar con nadie. Venid, os lo mostraré.

La vieja le guio a través de la casa en penumbras. Atravesaron un patio donde había una fuente y el aire olía mejor gracias a la fragancia de las flores y siguieron por un pasillo. La criada arrastraba los pies al caminar al tiempo que sostenía en alto una lámpara de aceite, una sombra en movimiento dentro de un círculo de luz. Se detuvo ante una puerta y Amerotke comprobó que se trataba de la entrada de una pequeña capilla, muy parecida a la que tenía en su casa. El interior estaba tan sucio y descuidado como el resto de la vivienda. Las pinturas de Amón-Ra, con los brazos extendidos aceptando la adoración de sus fieles, adornaban las paredes. A su lado aparecía representado el dios Horus con la cabeza de halcón, cargado con la bandeja de las ofrendas. El camarín del naos, que guardaba la imagen, estaba abierto; la estatuilla parecía un tanto patética y las ofrendas se habían vuelto rancias, como si no las hubiesen cambiado en varios días. La arena esparcida sobre el suelo se veía pisoteada, el recipiente del incienso frío, la resina negra y endurecida. El cántaro de agua bendita, que el sacerdote usaba para purificarse, estaba roto en suelo. En cualquier otra circunstancia, Amerotke hubiera dicho que habían profanado el santuario. En la estancia pobremente iluminada por la llama oscilante de la lámpara, todo parecía indicar que Amenhotep había abandonado a sus dioses o creído que los dioses lo habían abandonado.

La anciana estaba otra vez junto a la puerta y contemplaba el exterior. Amerotke se acercó.

—¿Amenhotep no te dijo nada?

—Ni una palabra, mi señor. Comía muy poco, pero bebía mucho vino; algunas veces dormía; otras se quedada sentado en su habitación hablando consigo mismo.

Amerotke recordó la cabeza cortada que le habían entregado a Rahimere como un macabro regalo durante el banquete. La cabeza no estaba rapada, y las mejillas y el mentón mostraban la barba de varios días. Amenhotep no se había tomado siquiera la molestia de purificarse, la primera obligación de todo sacerdote.

—¿Leyó el mensaje? —insistió Amerotke.

—Lo leyó. —A la vieja se le quebró la voz—. Después se acercó a una de las lámparas y lo arrojó a las llamas. Por la tarde se puso una capa, cogió su bastón y se marchó sin decir palabra.

—¿Me dejas ver su habitación?

La criada lo llevó de vuelta a la casa y subieron las escaleras. Los aposentos privados estaban sucios, desordenados y apestaban como si el sacerdote no se hubiera preocupado de utilizar la letrina, y en vez de eso, hubiera orinado por los rincones. En el dormitorio había restos de comida por todas partes. Amerotke hizo una mueca de desagrado al ver cómo dos ratas, que estaban sobre un taburete acolchado, huían en busca de refugio. Esperó mientras la vieja encendía varias lámparas de aceite. Era obvio que Amenhotep, en sus buenos tiempos, había disfrutado de una vida de lujos: la cama, hecha de sicómoro, tenía el cabezal con incrustaciones de oro; las sillas y los taburetes estaban taraceados con marfil y ébano; y los cojines eran de las telas más finas. En las mesas y las estanterías había copas de oro y plata, alfombras de pura lana cubrían el suelo, y los tapices adornaban las paredes. Amerotke abrió un pequeño cofre lleno de turquesas y otras piedras preciosas procedentes de los yacimientos en el Sinaí; otro cofre contenía algunos deben de oro y plata, brazaletes, pulseras, pectorales y collares de gemas.

—Todo esto no significaba nada para él —se lamentó la anciana—, nada en absoluto. Acostumbraba a ir al lago de la Pureza, está en el jardín; y se bañaba tres veces cada día. Sin embargo, en los últimos días ni siquiera se cambiaba de túnica.

Amerotke recogió un rollo de papiro y abrió el broche. Se trataba de una hermosa copia del Libro de los Muertos, algo que todos los sacerdotes conocían y estudiaban cuidadosamente. Contenía las oraciones y preparativos que el alma necesita en su viaje a través de los aposentos del mundo subterráneo, donde es juzgada por Osiris y los otros dioses. Estaba escrito con los preciosos jeroglíficos del «Medu Nefter», el lenguaje de los dioses. Amenhotep, en su aparente desvarío, había cogido una pluma y, con tinta roja y verde, tachado los símbolos y desfiguró las bellas pinturas. Una y otra vez había escrito en el margen los jeroglíficos correspondientes a los números uno y diez.

El magistrado dejó el rollo en la cama y se acercó a la ventana. Lo hizo con muchas precauciones, con la mirada puesta en el suelo; una habitación como esta, llena de restos de comida, resultaba una tentación para las serpientes y otros peligros. Contempló el cielo nocturno. ¿Qué había provocado esta transformación? ¿Amenhotep se había vuelto loco? Eso parecía. ¿Qué había llevado a esta situación a un sacerdote rico y arrogante? Había abandonado hasta los ritos más elementales, se había despreocupado de los dioses y de sus obligaciones en el templo. ¿Se debía a la muerte del faraón, o a alguna otra causa? ¿Había sucedido algo mientras el faraón viajaba desde Sakkara? Miró por encima del hombro. La anciana sirvienta había cogido un plato de oro con gemas en el borde y removía los restos de comida con una expresión desdeñosa.

—¿El cambio se produjo después de su regreso a Tebas? —preguntó Amerotke.

—Sí. Desconozco el motivo. —La vieja se sorbió los mocos—. Solo quería comer cordero y cebollas.

—Pero eso les está prohibido a los sacerdotes; los mancilla, los convierte en impuros.

—Se lo dije a Amenhotep pero él se rio. Dijo que quería llenarse la barriga con cordero y cebollas, y que no comería otra cosa. —Miró al juez con el rostro empapado de lágrimas—. ¿Por qué murió, mi señor? Oh, era un presuntuoso —añadió—, pero también era muy bueno. Me traía regalos.

—¿Recibió alguna visita?

—Solo una. No, no. —La vieja dejó caer el plato—. ¿Dónde está? —Se acercó a un rincón mal iluminado—. A primera hora de esta mañana. Duermo muy poco, me encanta ver la salida del sol, es un espectáculo glorioso ver al señor Ra en su barca iniciar su viaje a través del cielo.

—¿Encontraste alguna cosa?

—Sí. Fui a la entrada y abrí la puerta para ver si habían dejado algo: comida fresca, provisiones y vino. Mi amo siempre insistía en tener la copa llena. Encontré una bolsa pequeña de tela atada con un cordel rojo. —La voz de la anciana sonó a hueca mientras se agachaba para buscar en las sombras—. Se la traje a mi amo y él la abrió. ¡Sí, aquí está!

Se acercó para entregarle a Amerotke una figurilla de cera que reproducía a un hombre ligado de pies y manos con un cordel rojo.

—¿No sabes qué es esto?

La vieja forzó la mirada para ver mejor la figurilla.

—Es una muñeca —respondió—, el juguete de alguna niña.

Amerotke dejó el objeto sobre una mesa.

—Sí —asintió, exhalando un suspiro. Apoyó una mano sobre el hombro de la criada—. Pero quémala —añadió en voz baja—. ¡Limpia esta habitación y quema la muñeca!

Bajó las escaleras y salió al jardín. Shufoy se encontraba en la puerta, con su atillo de baratijas bien protegido.

—El corazón de un hombre se purifica si espera con paciencia —recitó el enano.

—O durmiendo plácidamente todo una noche —replicó Amerotke—. Nos vamos, Shufoy.

El sirviente abrió la puerta y salió detrás del juez. Mantuvo la cabeza gacha, pues no quería que su amo advirtiera su preocupación por lo sucedido. Mientras esperaba a su amo, Shufoy decidió darse una vuelta por el jardín para ver si encontraba algo que valiera la pena llevarse. Pero apenas emprendió el paseo, llamaron a la puerta y se apresuró a regresar, preocupado por la seguridad del envoltorio que había dejado en la entrada. La persona que había llamado iba vestida de negro; le entregó un paquete pequeño, al tiempo que le decía con un tono imperioso: «¡Para tu amo!».

El desconocido se marchó inmediatamente. Shufoy, impulsado por su insaciable curiosidad, desanudó el cordel rojo. En su rostro se dibujó una expresión de horror mientras contemplaba la figurilla con los tobillos y las muñecas atadas como un prisionero preparado para el sacrificio. Comprendió en el acto lo que era aquello: una amenaza, un mensaje del dios Seth. ¡Habían marcado a su amo para la destrucción! Sin vacilar, aplastó la figurilla contra el suelo. Como decían los proverbios: «La curiosidad no se puede explicar» y «No es obligación del sirviente destrozar la armonía en el corazón de su amo».

En la entrada de la gran caverna que había en el extremo más lejano del valle de los Reyes con vistas a la polvorienta extensión, el asesino, el devoto de Seth, permanecía sentado, con las piernas en posición de flor de loto, contemplando la noche. La caverna era muy antigua, con las paredes cubiertas de extraños símbolos. Se la conocía como uno de los santuarios de Meretseger, la vieja diosa serpiente, pero ahora estaba vacía. El viejo sacerdote, el mismo que había hablado con tanta claridad ante Amerotke, yacía en un rincón, con la garganta abierta de oreja a oreja, la cabeza aplastada, la sangre como un gran charco oscuro y pegajoso alrededor de su cuerpo esquelético. El asesino alimentó el fuego con trozos de estiércol seco. Tenía que mantener la hoguera bien viva porque más allá de la saliente rocosa se extendían las Tierras Rojas, la guarida de leones, chacales y las grandes hienas cuyos aullidos rasgaban la noche. Desvió la mirada un momento hacia la lanza, el arco con la forma de una cornamenta de búfalo y la aljaba llena de flechas que tenía a su lado. El fuego podía mantener alejadas a las hienas pero las flechas representaban una seguridad añadida, una protección contra los voraces criminales de la noche.

El asesino se acercó un poco más a la hoguera y miró las estrellas más allá de la boca de la caverna, mordisqueó un trozo de sandía y contempló el cadáver. Había hecho su sacrificio a Horus: una garza, y ahora este viejo sacerdote. Cerró los ojos e inspiró con fuerza. Luego invocó a los seres grotescos del mundo subterráneo: el bebedor de sangre del matadero, los devoradores junto a las balanzas, el gran destructor, el comedor de sangre, el quebrantahuesos, el devorador de sombras, el pregonero del combate. Rezó para que Sekhmet, la diosa leona, y Seth, el dios de las tinieblas, la muerte y la destrucción, escucharan su llamada y enviaran a los demonios en su ayuda.

Un poco más allá del cadáver del anciano estaban los cuerpos de dos babuinos sacrificados como ofrenda a los asesinos en las sombras. Recitó los nombres de sus enemigos, implorando a los dioses del mundo subterráneo que los inscribieran en las listas de aquellos que morirían antes de acabar el año. Tenía que hacerlo. En caso contrario, Egipto no se salvaría, ni los dioses estarían protegidos. ¿Qué importancia tenía si sus actos provocaban el caos durante un tiempo? Sin embargo, debía ser astuto además de despiadado. ¡Sobre todo con Amerotke! ¡Con él no serviría la súbita mordedura de una víbora! El asesino contempló la destrucción que había provocado y agachó la cabeza como una muestra de agradecimiento. Escuchó los gritos de las hienas. Eran la respuesta a sus plegarias: ahora sabía cómo acabar con el justo y siempre inquisitivo juez supremo de la Sala de las Dos Verdades.