Capítulo V
Neftis: «Señora de la casa». Como diosa de la naturaleza, representa el sol en su ocaso.
CAPÍTULO V
Hatasu, la esposa del gran dios Tutmosis II, que había viajado al horizonte lejano, ocupó su lugar en el círculo real del salón de las columnas de la Casa del Millón de Años, el palacio cercano al gran embarcadero sobre el Nilo. Se sentó en una silla delante de la mesa provista y miró a su alrededor. Aquella era la sala del trono, la fuente de todo el poder, pero la gran silla, el trono del viviente, con el hermoso dosel que mostraba la figura roja y dorada de Horus, y los brazos tallados como esfinges, estaba vacía. El escabel, bordado con hilo de oro, que mostraba los nombres de los enemigos de Egipto, se encontraba a un lado. Hatasu contempló las patas del trono, talladas con la forma de leones rampantes, y se mordió el labio inferior. ¡El trono debía ser suyo! Junto a la gran silla, sobre un pedestal, se encontraba la doble corona rojiblanca de Egipto, rodeada por la resplandeciente Uraeus, la cobra con los ojos hechos de rubíes, que infundía terror a los enemigos de Egipto. Al otro lado, sobre una mesa con la tapa de madreperla, estaban las insignias del faraón: el cayado, el látigo, la espada con forma de hoz y un poco más allá el chepresh, la corona de guerra del faraón.
Hatasu, ataviada con un sencillo vestido blanco y un collar alrededor del cuello, hacía lo imposible para ocultar sus sentimientos. Por derecho, aún debía llevar el tocado de buitre, la corona de las reinas de Egipto. Sin embargo, el encargado de las diademas, aquel sirviente de rostro avinagrado, aquella criatura al servicio de Rahimere el visir, le había dicho que no sería aceptable. Otros se habían aliado con él: el guardián de las joyas, el portador del abanico real, el mayordomo de los ungüentos reales; todos le habían dicho que su hijastro, Tutmosis, era, de hecho, el faraón, y que el círculo real decidiría quién asumiría la regencia.
«¿Qué edad tienes?», le había preguntado el encargado de las diademas.
«Sabes mi edad», le replicó Hatasu, con voz agria. «Aún no he cumplido los diecinueve». Se había tocado la garganta mientras añadía: «Pero dentro de mí llevo la marca del dios. Soy hija del divino faraón Tutmosis, y esposa del dios su hijo».
El encargado de las diademas le había vuelto la espalda, pero Hatasu estaba segura de que había murmurado a los otros sicofantes: «¿De veras?», cosa que había provocado risas bastante mal disimuladas.
«Sé donde querríais verme —pensó Hatasu mirando alrededor de la mesa—, me meteríais en la Casa de la Reclusión, en el harén con las otras mujeres, para que engorde atiborrándome de miel, pan y vino, y comiendo los mejores trozos de carne hasta terminar oronda como un tonel». ¿En cuál de todos estos hombres podía confiar? Estaba aquí solo por ser la hija de quien era y de quien había sido la esposa. Debía pensar con calma y mucha claridad. En el extremo más alejado se encontraba Rahimere, el gran visir, de rostro afilado y enormes bolsas debajo de los ojos. La nariz como el pico de un buitre hacía juego con su carácter. La cabeza afeitada y la constante expresión santurrona de Rahimere siempre le daba a Hatasu la impresión de estar viendo a un sacerdote. ¡Era astutísimo! Controlaba a los escribas de la Casa de la Plata y, por lo tanto, podía servirse a placer de los cofres llenos a reventar con lingotes de oro y plata, collares y piedras preciosas. Hatasu había aprendido muy pronto que todo hombre tiene un precio. ¿Rahimere los había comprado a todos? Los oficiales de la corte que se refrescaban el rostro con los abanicos perfumados o con plumas de avestruz. La fragancia refrescaba un poco el ambiente mientras que los abanicos ocultaban las expresiones. ¡No confiaba en ninguno de ellos! Eran como el agua, sencillamente se decantaban para el lado en que se inclinaba el recipiente. Así y todo, ¿quiénes más estaban en el círculo?, se preguntó la joven, abanicándose. Los demás eran diferentes: Omendap, comandante en jefe del ejército; siempre la había mirado con bondad aunque, la mayoría de las veces, parecía más interesado en sus pechos y su cuello que en su inteligencia. ¿Podía comprarlo con su cuerpo? ¿Y los otros soldados? Los comandantes de los regimientos de élite: el Amón, Osiris, Horus, Ra e Ibis. Los militares parecían francamente incómodos vestidos con las túnicas de lino blancas, y sujetando las pequeñas hachas de plata que eran el símbolo de sus cargos. ¿Qué le había dicho su padre?
«A los soldados, Hatasu, casi nunca se los puede comprar con oro y plata. Siempre lucharán por el faraón y la sangre real».
Hatasu notó una sensación extraña, miró a la izquierda y vio cómo un joven alto y bien afeitado la miraba fijamente. Se cubría la cabeza con un gorro muy ceñido y su rostro de mejillas regordetas y labios carnosos resultaba sumamente expresivo. El cuello de la túnica se veía algo sucio. Se tocaba suavemente la mejilla con el mango del espantamoscas de crin pero era su mirada lo que la retenía. Hatasu hizo un esfuerzo para no sonreír ante la lujuria de aquel escrutinio. Sin preocuparse en lo más mínimo de la etiqueta y el protocolo, el joven la estaba desnudando con los ojos. Asomó su lengua para lamerse la comisura de la boca. No parecía en absoluto molesto por haber sido descubierto ni cambió la mirada o la expresión. Le resultaba difícil estarse sentado quieto; mientras los demás ocupaban sus lugares y los ayudantes depositaban los documentos delante de cada uno de ellos, la mirada ardiente no flaqueó ni un momento.
Aquí tengo a un hombre al que podría comprar en cuerpo y alma, se dijo Hatasu, pero ¿quién era? Se volvió para hablar con el padre divino que estaba a su derecha, uno de los sumos sacerdotes del templo de Amón-Ra.
—¿Quién es aquel joven? —susurró—. ¿Aquel que parece estar tan molesto?
—Senenmut —gruñó el sacerdote—. Un advenedizo hecho y derecho.
—¡Ah, sí! —Hatasu volvió a mirar de reojo al joven, esbozando una débil sonrisa. ¡Senenmut! Había oído hablar de él: un hombre que se había elevado de la nada, un valiente guerrero, un magnífico soldado. Dejó el ejército para entrar en la corte y ascendió rápidamente hasta convertirse en supervisor de las obras públicas del faraón, en la sección de monumentos y templos. ¡Recordaría su nombre!
Oyó un carraspeo y, al volverse, vio cómo Sethos, que acababa de sumarse a la reunión, la obsequiaba con una sonrisa al tiempo que le guiñaba un ojo. Hatasu sonrió, mucho más tranquila; era un alivio ver un rostro amigo: ella y Sethos se conocían desde hacía años. Necesitaría el apoyo de este poderoso y rico señor, un sacerdote de la más alta jerarquía, fiscal del reino, los ojos y oídos del faraón. Sethos había sido uno de los amigos íntimos de su difunto marido, su voz tendría mucho peso en el círculo real. Hatasu inspiró con fuerza, las aletas de la nariz dilatadas mientras recuperaba la compostura. No debía dejarse llevar por el genio, ni permitir que estos enemigos vieran lo débil y vulnerable que era en realidad. ¡Un día ellos besarían la tierra que pisaba! Hasta entonces, reflexionó Hatasu con los ojos cerrados, tendría que enfrentarse a otros peligros. Una y otra vez había sido llamada a la pequeña capilla de Set, otra carta llena de amenazas enviada por aquel astuto chantajista. Si estos secretos, mencionaba, fueran divulgados, Rahimere se le echaría encima como el cocodrilo que era y la Casa de la Reclusión le parecería una alternativa muy placentera en comparación con otras cosas que podían hacerle.
«¡Que se sepa!».
Hatasu abrió los ojos, sobresaltada. Se habían cerrado las puertas de cedro, los escribas y los ayudantes habían abandonado la sala. Las lámparas de aceite resplandecían; había comenzado la sesión del consejo. Un sacerdote puesto en pie miraba hacia el trono vacío. De no haber muerto, Tutmosis estaría sentado allí pero su heredero dormía profundamente en la Casa de la Adoración, los aposentos privados del faraón.
—¡Todos te aclaman! —entonó el sacerdote, con las manos extendidas—. Rey del Alto y Bajo Egipto, portavoz de la verdad, preferido de Ra, el dorado Horus, señor de la diadema, señor de la cobra. ¡Gran halcón de plata que proteges Egipto con tus alas! —añadió el sacerdote, a pesar del hecho de estar hablando de un niño demasiado joven para tener esposa, y mucho menos para ir a la guerra—. ¡Poderoso toro contra los miserables etíopes! ¡Tus cascos aplastan a los libios!
El sacerdote continuó con el recitado de alabanzas mientras Hatasu reprimía un bostezo. Por fin, el sacerdote acabó con la letanía y se retiró. Rahimere dio un palmada y se inclinó hacia adelante, con una sonrisa de bienvenida.
—Tenemos asuntos que atender en el círculo real, el consejo está en sesión. —Miró a Bayletos, el jefe de los escribas, que se encontraba a su derecha—. ¡Los temas a considerar son secretos!
Hatasu adoptó una expresión impasible. Primero, se leyeron los informes de costumbre sobre el estado de las cosechas, las visitas de los enviados extranjeros, la cantidad de lingotes de oro y plata depositados en la Casa de la Plata, y la salud de las hermanas del faraón. La reina solo levantó la cabeza cuando Senenmut dio un breve y muy exacto informe de las tumbas reales. La voz del joven era suave pero clara. No miró a Rahimere sino a la reina, quien cruzó las manos complacida. Lo notaba en lo más profundo de su pecho, allí estaba un hombre que el gran visir no había podido comprar. Omendap, que no decía gran cosa desde la muerte del faraón, informó concisamente del despliegue de las tropas y el estado de las fortificaciones en las fronteras, a lo largo del Nilo y cerca de la primera catarata. Hablaba con frases cortas y abruptas. Hatasu notó un cosquilleo en el estómago cuando Omendap describió un panorama preocupante. Los espías y exploradores informaban de movimientos en las fronteras de Egipto. En las Tierras Rojas, los grandes desiertos al este y al oeste de Egipto, los libios reagrupaban a sus tropas. Los exploradores de la región sudeste hablaban de los rumores transmitidos por los vagabundos del desierto, según los cuales las tribus etíopes se habían enterado de la muerte del faraón, y recomendaban abiertamente a todos los pobladores del desierto que no hicieran caso de las patrullas fronterizas y los puestos aduaneros. Si no había faraón, afirmaban, no había razones para pagar tributos. Por último, más allá de la carretera de Horus que cruzaba todo el Sinaí hasta Canaán, los mitanni esperaban vigilantes.
—Es muy importante —concluyó Omendap—, que este consejo designe a un regente para que actúe en nombre del faraón.
—¡Dejadme marchar! —manifestó Ipuwer, comandante del regimiento de Horus, descargando un puñetazo contra la mesa—. ¡Escojamos a nuestros oponentes! ¡Traigamos a nuestros enemigos a Tebas donde les aplastaremos las cabezas y colgaremos sus cuerpos de las murallas para que sirvan de advertencia a todos los demás!
—¿Contra quién debemos marchar? —replicó Omendap—. ¿Contra los libios? No han hecho nada malo. ¿Los nubios? Quizá planean alguna travesura, pero por ahora están tranquilos. ¿Cómo sabemos que nuestros enemigos no han establecido una gran alianza secreta, que no están esperando que les ataquemos? Lo considerarán una muestra de debilidad y también un pretexto para la guerra. —Sus palabras produjeron un escalofrío entre los presentes.
Ipuwer se movió incómodo en su silla.
—Hay dos asuntos que reclaman una solución inmediata —prosiguió Omendap—: la muerte del faraón es un misterio que necesita ser aclarado, y hay que designar a un regente.
El comandante en jefe miró a Sethos. El fiscal del reino se apresuró a volver la vista hacia Hatasu que le respondió con una sonrisa.
—De acuerdo —intervino Rahimere, mirando a Hatasu con una expresión de malicia—. ¿Cómo va el caso contra el capitán Meneloto?
—No va —replicó Sethos, con un tono seco—. Todos los aquí presentes están enterados de lo ocurrido en la Sala de las Dos Verdades. Amerotke, el juez supremo, en lugar de resolver el misterio, lo ha complicado todavía más; ha suspendido la vista hasta mañana por la mañana.
Hatasu escuchó con atención mientras Sethos ofrecía un breve resumen de todo lo ocurrido en el tribunal. El fiscal del reino no la miraba y la reina sujetó el borde de la mesa con las dos manos. Un silencio siguió a las palabras de Sethos. «Rahimere va a atacar ahora», se dijo Hatasu. El gran visir había cogido el matamoscas y se golpeaba suavemente la mejilla con el mango del instrumento.
—¿Fue eso prudente? —preguntó.
—Sí, ¿fue eso prudente? —agregó su sicofante y mandado, Bayletos, jefe de los escribas de la Casa de la Plata.
En el rostro de Rahimere apareció una sonrisa taimada y sus ojos de lagarto se desviaron hacia Hatasu.
—El divino faraón ha viajado al horizonte lejano —comentó el visir—. Su marcha nos ha causado una profunda pena y angustia. Los ciudadanos de Tebas se cubren de polvo, echan cenizas sobre sus cabezas. Los lamentos se escuchan desde el más lejano norte en el delta, y en el sur hasta más allá de la primera catarata. ¡Sin embargo, se ha ido! ¿Para qué investigar la razón de su marcha? Un víbora mordió su talón. ¡Esa fue la voluntad de los dioses!
Hatasu permaneció en silencio; no les diría ni una palabra de aquello que le habían ordenado hacer. La persona que había escrito las cartas del chantaje había dejado bien claro cómo se debía explicar la muerte del faraón. Le resultaba imposible olvidar aquella terrible mañana cuando su marido se había desplomado delante de la gran estatua de Amón-Ra. Habían trasladado el cadáver a una capilla lateral. Mientras lloraba su muerte, había encontrado otra carta dirigida a ella, escrita por la mano desconocida. Le daba instrucciones precisas sobre lo que debía hacer. ¿Qué otra alternativa tenía excepto obedecer? Hatasu notó que se le ponía carne de gallina. El chantajista debía estar aquí, tenía que ser uno de estos hombres. ¿El propio Rahimere? Tenía que ser uno de los miembros del círculo real. Hatasu se había creído capaz de descubrirlo por su cuenta. ¿Acaso no habían llegado las cartas antes del regreso de su marido? En aquella ocasión, casi todos los miembros del círculo real habían regresado anticipadamente a Tebas, mucho antes de que volviera el faraón.
—¿Mi señora?
Hatasu levantó la cabeza; deseó que el hilillo de sudor que le recorría la frente no hubiera aparecido pero no se atrevió a levantar la mano para enjugarlo.
—Os pido perdón, mi señor visir. Estaba perdida en los dulces recuerdos de mi amado marido.
Hatasu se sintió complacida al ver que algunos de los comandantes asentían con una expresión de reproche en sus rostros. ¿Quizá Rahimere se había pasado de la raya? Después de todo, ella era la desconsolada viuda. Su marido, el divino faraón, había muerto en circunstancias misteriosas. Tenía todo el derecho de ordenar una investigación.
—Mi señora —insistió Rahimere. Sus ojos de lagarto parpadearon como lo hacían siempre que era sarcástico—. ¿Consideráis prudente que este asunto se convierta en el tema favorito de todos los cotilleos en el mercado? ¿Es verdad, mi señor Sethos, que como fiscal del reino os opusisteis a plantear el caso? ¿No fue ese vuestro consejo?
—Mi señor visir. —Senenmut levantó la mano derecha—. Mi señor visir, si la señora Hatasu, si su alteza —Senenmut recalcó el título— desea investigar este asunto, dejemos que así sea. Nadie de los aquí presentes ha hablado en contra. Nadie de los aquí presentes ha planteado ninguna objeción. El señor Amerotke es bien conocido como un hombre íntegro. Existe un misterio detrás de la muerte del divino faraón y en consecuencia debe ser investigado.
—Estoy de acuerdo —manifestó Sethos. Le recomendé a su alteza que no siguiera adelante con el tema como un caso de Estado. Sin embargo, como reina que reclama justicia…
Las palabras de Sethos provocaron un murmullo de aprobación y Hatasu se sintió más tranquila. Así y todo, Rahimere no estaba dispuesto a renunciar a la ventaja. «Da vueltas como un chacal» —pensó Hatasu—. «Quiere hacerse con la regencia y está dispuesto a controlar el consejo. Está decidido a demostrar que soy una cabeza hueca, una tonta. ¡Quiere mandarme a la Casa de la Reclusión! Coger al joven Tutmosis por el hombro y autoproclamarse regente del faraón». ¿Cuánto tiempo sobreviviría ella en la Casa de la Reclusión, desprovista de dinero, poder e influencia?
Rahimere acababa de abrir la bolsa de cuero con adornos de plata donde llevaba, como todos los demás miembros del consejo, los informes y documentos privados.
—Acabo de escuchar la opinión de Omendap sobre el estado de nuestras fronteras —dijo el gran visir—, y los informes recibidos de nuestros espías. Esta es la razón de nuestro encuentro. Sin embargo, las noticias son todavía mucho más graves. Dispongo de pruebas… ¿cómo lo diría? —Sonrió mientras sacaba un documento—, pruebas de que los príncipes de Libia y Etiopía están considerando establecer una alianza contra Egipto.
—Todo eso está muy bien —replicó Senenmut, con un tono insolente en su voz—. Pero, mi señor visir, a quien los dioses quieran conceder salud, riqueza y prosperidad, estábamos, si no me equivoco, discutiendo el informe de mi señor Sethos sobre el caso presentado ante mi señor Amerotke en la Sala de las Dos Verdades.
Hatasu miró a los demás. Sethos sonreía, con la cabeza baja y algunos de los generales se cubrieron el rostro con las manos. Rahimere había sido tan malicioso, albergaba tantas ganas de atacar, que había cometido una grave ofensa contra el fiscal general al pasar de un tema a otro sin siquiera un «con vuestro permiso». El rostro del visir enrojeció de furia; movió las manos para indicar a sus ayudantes que no intervinieran en esta discusión.
—Mis disculpas, mi señor Sethos —manifestó, con voz ahogada—. ¿Cuál es vuestro consejo?
—Debemos permitir que la justicia siga su curso —respondió Sethos tranquilamente—. Dejemos que mi señor Amerotke dicte su veredicto, tendremos que esperar su decisión. —Sethos apoyó las manos sobre la mesa, separando los dedos. Miró la pintura en la pared que tenía delante, una gloriosa escena en azul, verde y oro que representaba las victorias de los ejércitos de Egipto sobre la gente del mar—. Sugiero que mi señor Amerotke sea invitado a unirse al círculo real. Es, como todos sabéis, un hombre íntegro y sabio. Quizá nos interese que las preguntas que quiera formular se respondan aquí y no en la Sala de las Dos Verdades. Además —añadió Sethos, con un tono astuto—, tal vez necesitemos su buen consejo y sapiencia en los meses venideros.
—Pues entonces, que así sea —afirmó Rahimere—. Se hace tarde. —Dio un par de golpes con el dedo en un trozo de pergamino que tenía sobre la mesa—. Haremos un receso y después discutiremos el siguiente tema. Debemos enviar un ejército al sur, hasta la primera catarata.
—¿Por qué? —preguntó Omendap.
—Porque es de allí de donde vendrá el ataque —respondió Rahimere—. Debemos decidir cuál será el ejército y cuáles los miembros del círculo real que ayudarán al comandante en jefe. —La mirada del visir se posó por un instante en Hatasu—. ¿Quién mandará el ejército del faraón? —Rahimere dejó el matamoscas sobre la mesa—. He traído vino, el mejor de Moeretia. Bebamos una copa antes de reanudar la discusión.
La reunión fue suspendida. Los presentes recogieron los papiros y los guardaron en las pequeñas bolsas de cuero colgadas del respaldo de las sillas. Hatasu pasó la mano sobre la mesa; las uñas pintadas de rojo brillaron a la luz de las lámparas de aceite y las antorchas. La pintura era tan roja, tan líquida, que parecía como si hubiera sumergido las puntas de los dedos en un charco de sangre. «Si es necesario —se dijo— lo haré. Me tratan como si fuera una gata pero tengo garras y las usaré».
Sabía lo que Rahimere iba a recomendar, pues deseaba ver a Omendap y algunos de los otros generales lejos de Tebas: enviaría al sur a los regimientos de élite. El visir también recomendaría que ella fuera con las tropas, porque esa siempre había sido la costumbre. Si el faraón, el dios, no iba porque era un niño, ¿por qué no enviar entonces a la viuda del dios Tutmosis? Las tropas así lo exigirían. ¿No había marchado su abuela contra los libios? Rahimere aprovecharía la ausencia de Hatasu para maquinar un complot. Había una posibilidad todavía peor, pensó la reina mientras tecleaba con los dedos en la superficie de la mesa. ¿Qué sucedería si el ejército no conseguía la victoria? ¿Regresaría a Tebas para encontrarse con una casa vacía? ¿La encerrarían? Su mente trabajaba a una velocidad febril. No podía oponerse, no podía recomendar que fuera Rahimere: él era el gran visir, su tarea consistía en permanecer en la capital y ocuparse del gobierno.
—¿Mi señora?
Hatasu alzó la mirada. El resto del círculo real estaba de pie. Sethos, que hablaba con dos de los escribas, la miraba con una expresión extraña. Se habían abierto las puertas para permitir la entrada de los ayudantes y los sirvientes. La reina miró a su izquierda; Senenmut se encontraba a su lado con dos copas llenas de vino.
—Mi señora, ¿todavía lloráis?
Hatasu aceptó la copa de vino.
—La señora todavía llora —respondió, pero le sonrió a Senenmut con los ojos—. Os agradezco vuestro apoyo.
—Si no os sentís bien —dijo Senenmut, alzando la voz—, entonces, mi señora, os recomiendo tomar el aire, os despejará.
Hatasu salió al balcón junto a Senenmut, con la copa de vino en la mano. El aire nocturno, cargado con el perfume de las flores del jardín, le trajo agridulces recuerdos de su tímido marido, Tutmosis. A él le encantaba pasear con ella por el jardín, mientras hablaban sobre algún proyecto o discutían temas religiosos. Sí, Tutmosis siempre había mostrado un gran interés por los dioses, su naturaleza y su función. Ella acostumbraba a escucharlo solo a medias, pero ¿debía hacer lo mismo con Senenmut? Tendría que vigilar con mucha atención a este hombre.
—Una noche cálida y tranquila —comentó Senenmut—. Una noche ideal para dedicarla a la diosa Hathor.
—La diosa del amor —replicó Hatasu, sin volver la cabeza—. Es una diosa a la que no he prestado mucha atención. —Miró de reojo a su acompañante—. Al menos, por el momento.
—Una actitud muy prudente, mi señora. Esta es la estación de la hiena, el año de la langosta. —Senenmut hablaba deprisa—. Más allá de nuestras fronteras, en las Tierras Rojas, los enemigos de Egipto se preparan. Sin embargo, mucho más peligrosas son las víboras dispuestas a atacar en vuestra propia casa.
Hatasu le miró por un instante. ¿Estaba enterado de lo que ocurría? ¿Era Senenmut el chantajista?
—Habláis de víboras —manifestó Hatasu, con voz fría.
—Es lo más apropiado, alteza. —Senenmut remarcó el título con toda intención. Se acercó un poco más—. Alteza —susurró en tono ronco—, debéis confiar en mí.
—¿Por qué?
—Porque no podéis confiar en nadie más.
—¿Os ha sobornado Rahimere?
—Lo intentó.
—¿Puedo saber por qué rehusasteis la oferta?
—Por tres razones, mi señora: la primera, no me cae bien; la segunda, os prefiero a vos; y la tercera, que el soborno ofrecido no era lo bastante grande.
Hatasu se echó a reír.
—Muy bien, ahora decidme la verdad. —La reina pasó la copa de vino a la otra mano, y al hacerlo rozó la del hombre—. ¿Cómo os puedo sobornar?
—Con nada, mi señora. Pero, si tengo éxito, con todo.
—¿Con todo? —repitió Hatasu burlona. Le sonrió con picardía; sintió que la dominaba la excitación, allí tenía a un hombre que la deseaba; que la deseaba con desesperación y que estaba dispuesto a arriesgarlo todo por tenerla—. Decidme una cosa, mi muy capacitado supervisor de obras públicas, ¿cuál será la verdadera recomendación de Rahimere?
—Recomendará que se envíe un ejército al sur. Omendap ostentará el mando.
—¿Estuvisteis con mi marido en Sakkara?
Senenmut meneó la cabeza.
—¿Qué tenía que hacer un supervisor de obras públicas acompañando a un ejército?
—En otros tiempos fuisteis un soldado. Según me han dicho, capitán de un escuadrón de carros de guerra. —Le miró de los pies a la cabeza, imitando la actitud de una mujer que observa a un luchador antes de hacer su apuesta—. Tenéis las muñecas fuertes, las piernas firmes, el pecho ancho y no mostráis temor.
—Soy el supervisor de las obras públicas del faraón —insistió Senenmut con un tono seco—. Como os he dicho, Rahimere recomendará que un ejército marche hacia el sur y que vos lo acompañéis.
—Eso ya lo sé.
—No debéis negaros. —Senenmut se acercó un poco más, mirando por encima de la cabeza de la mujer como si discutiera algo de menor importancia—. Acompañad al ejército —insistió—, estaréis más segura. Si permanecéis en Tebas os matarán. Yo iré con vos.
—¿Qué pasará si fracaso?
—Entonces, fracasaré con vos.
—¿Y si triunfo? —preguntó Hatasu con sorna.
—Entonces, mi señora, triunfaré completamente.
—¿Esperaréis hasta entonces?
En el rostro de Senenmut apareció una expresión divertida.
—Mi señora, eso es cuestión vuestra. Sin embargo, prestad atención a mi consejo. Si podéis, acabad con el asunto presentado ante el señor Amerotke. Enterradlo de una vez, olvidadlo. —La miró con una expresión interrogativa—. Solo los dioses saben por qué lo pusisteis en marcha.
Senenmut estaba a punto de agregar algo más, cuando los ayudantes anunciaron que los consejeros debían regresar a la sala. Entraron y volvieron a cerrar las puertas. Hatasu se sobresaltó. Una lámpara de aceite se había caído del nicho, provocando un momento de confusión y unas cuantas risas nerviosas. Las llamas habían encendido una de las alfombras pero uno de los sirvientes se ocupó rápidamente de apagar el fuego y trajeron una lámpara nueva. Se entonó un salmo en memoria del divino faraón. No hacía ni un segundo que el sacerdote había acabado cuando se oyó un alarido escalofriante. Hatasu se volvió: el comandante Ipuwer se había levantado de un salto y se miraba el brazo con una expresión de horror dibujada en su rostro. Sobre la mesa estaba su bolsa con los documentos a medio sacar. Hatasu, atónita, vio la víbora que se movía entre las hojas de papiro.
Daga en mano, el general Omendap se lanzó sobre el ofidio pero falló el golpe. La víbora volvió a atacar, mordiendo a Ipuwer en el muslo. Omendap continuó lanzando cuchilladas mientras se apoderaba el caos de la sala del consejo. Se abrieron las puertas, y entraron los soldados. Ipuwer había caído al suelo y lo rodeaban los hombres de su regimiento. Cuando Omendap consiguió matar a la víbora, la levantó con la daga y la arrojó fuera de la habitación. Todos contemplaron impotentes la agonía de Ipuwer, los estertores de su cuerpo mientras el veneno corría por sus venas. Al cabo de un par de minutos, soltó un grito ahogado, tuvo una última convulsión, y la cabeza cayó a un lado, con los ojos vidriosos y la boca llena de espuma.
—¡Sacadlo de aquí! —ordenó Omendap—. ¡Yo me ocuparé de transmitir la noticia de su muerte!
Hatasu permaneció sentada, rígida como una estatua. La súbita muerte de Ipuwer le había hecho recordar las terribles convulsiones de su marido delante de la estatua de Amón-Ra, cómo los sacerdotes se habían llevado el cadáver a una pequeña capilla lateral y los horribles acontecimientos que se habían producido después.
Rahimere mandó salir a los ayudantes, soldados y sirvientes. Los miembros del círculo real volvieron a sentarse. Nadie dijo una palabra pero todos se movieron con cautela; las capas, los bolsos y el resto de las pertenencias fueron revisadas con mucho cuidado valiéndose de las puntas de las dagas, los bastones y los matamoscas.
—Un terrible y muy lamentable accidente —opinó Bayletos.
—¡Accidente! —se mofó Senenmut—. Mis señores, mi señora Hatasu. ¿Creéis que ha sido un accidente? ¿Acaso el comandante Ipuwer puso la víbora en su bolsa? Si lo hizo, ¿por qué no estaba allí al comienzo de esta reunión?
—Ipuwer ha sido asesinado —manifestó Sethos—. Alguien metió la víbora en la bolsa. ¡Un asesino dispuesto a seguir matando! El divino faraón no estará solo en su viaje al horizonte lejano.
—Estoy de acuerdo. —Rahimere miró a Hatasu con una expresión severa—. Se ha cometido un asesinato y prometo por el dios Tot, el portavoz de la verdad, que desenmascararé al asesino, o a la asesina, y lo llevaré ante la justicia para que reciba el castigo merecido.