Capítulo IV

Hathor: la diosa del amor egipcia

CAPÍTULO IV

Los golpes se hicieron más insistentes. Amerotke se levantó, fue a abrir la puerta y Asural entró en la capilla. En la penumbra, su rostro tenía un color ceniciento; sus ojos, por lo general con un brillo de alegría, mostraban una expresión furtiva. Dejó el casco en el suelo y comenzó a manosear la empuñadura de la espada que tenía la forma de una cabeza de chacal.

—Amerotke —susurró como si la habitación estuviera llena de testigos. Apuntó con el pulgar por encima del hombro—. ¿Os habéis dado cuenta de lo que se ha dicho allí?

—He escuchado las declaraciones.

—Mi señor, no juguéis conmigo. —Asural se enjugó el sudor de la calva abombada, y luego se secó la mano en el faldellín—. Mi mente no es tan espabilada como la vuestra, tan solo soy un soldado sencillo y honesto.

—Siempre desconfío de las personas que se proclaman a sí mismas sencillas y honestas —replicó el magistrado—, y no me vengáis con historias del pobre soldado, Asural. Sois listo, astuto y, aunque pesado de cuerpo, muy vivo. —Palmeó a Asural en el brazo—. Sois un zorro, Asural, y no será a mí a quien engañéis con vuestros modales de simplón. Pero sois un buen guardia: honesto, no aceptáis sobornos, y lo que es más importante, os aprecio y respeto.

Asural exhaló un suspiro y aflojó los hombros.

—Por lo tanto —prosiguió Amerotke—, no vengáis aquí con la pretensión de preocuparme más de lo que ya estoy. Sé lo que se dijo en la sala, y no creo que al divino faraón lo matara aquella víbora, ni vos tampoco. Pero cómo y por qué murió es un misterio. Tengo que decidir dónde acaba el poder de mi tribunal y dónde comienzan los tortuosos caminos del entorno real.

—También está el asunto del robo de tumbas —manifestó Asural, rascándose la calva—. Acabamos de recibir información de otro robo. Una anciana noble; casada con un general hitita que se afincó en Egipto; la familia fue a la tumba en los acantilados de la ciudad de los muertos, y la puerta falsa estaba intacta, lo mismo que la entrada secreta, no había señal alguna de violencia; pero se habían llevado del vestíbulo de la tumba los amuletos, los collares y las copas pequeñas. Presentarán una queja —añadió el jefe de la guardia—. Enviarán peticiones a la Casa del Millón de Años, y la consecuencia será que, al necesitar un chivo expiatorio, acabaré siendo el culpable.

—Eso me recuerda el cuento que les narraré a mis hijos esta noche —comentó Amerotke.

El jefe de la guardia se lamentó en voz alta de la indiferencia de su amigo.

—Os prometo —prosiguió Amerotke con un tono bondadoso—, que en cuanto acabemos con este asunto, nos ocuparemos de buscar a esos ladrones de tumbas capaces de atravesar la roca y los ladrillos. ¿Qué opináis de las pruebas presentadas contra Meneloto?

—Como vos mismo habéis dicho, por cada prueba presentada por quien es ojos y oídos del faraón, Meneloto aportó otra. Fue como una partida de senet donde los jugadores se cierran el paso el uno al otro.

—¿Qué opinión os merecen los testigos? ¿Peay?

—Ha presentado un testigo difícil; vive en las tierras sombrías entre el día y la noche. —Asural meneó la cabeza—. Peay frecuenta las prostitutas que viven cerca de los muelles, pero también le gustan los traseros de los chicos guapos. Es un hombre que bebe de muchas copas: algunas limpias y otras sucias.

—¿Es un buen médico?

—Es un hombre rico, no creo que se atreva a mentir. —El jefe de la guardia esbozó una sonrisa—. Cometer perjurio en la Sala de las Dos Verdades. A Peay no le gustaría pasar unos cuantos años trabajando en las minas de oro del Sinaí.

—¿Qué opináis de Labda?

—Vive en una cueva en el Valle de los Reyes. Es el guardián de un pequeño santuario de la diosa Meretseger, un hombre íntegro. —Asural hizo una pausa.

Desde los árboles del patio llegó el chistido de un búho, largo y lúgubre.

—Es hora de marcharnos —dijo Amerotke—. Encargaos de que el templo y mi habitación estén seguros. —Puso una mano en el pomo de la puerta.

—Tendríais que tomar precauciones.

—¿Qué queréis decir? —replicó el magistrado, volviéndose hacia el jefe de la guardia.

—No os hagáis el inocente conmigo —le reprochó Asural, con un tono un tanto burlón—. Toda Tebas está revuelta: los regimientos de Osiris e Isis están acampados ahora mismo a las puertas de la ciudad, y han traslado cinco escuadrones de carros de guerra desde el sur. Esta puede ser la estación de la siembra pero también es la estación de las hienas.

—Oh, venga, venga, Asural, sois el jefe de la guardia del templo, no un adivino. Decidme con claridad vuestras advertencias y portentos.

—Han ocurrido algunas cosas extraordinarias —le informó Asural—. Los astrólogos de la Casa de la Vida vieron caer una estrella desde el cielo, se ha visto a los muertos caminando por las calles de la ciudad al otro lado del Nilo. El heredero del faraón solo es un niño y a algunas personas les gustaría apoderarse del trono. Al menos, hasta que sea un hombre.

—Soy juez —le recordó Amerotke—, yo solo dispenso la justicia del faraón. —Abrió la puerta y salió a la Sala de las Dos Verdades.

El patio más allá de la sala estaba desierto: el santuario sagrado estaba cerrado, pero antes, los sacerdotes más viejos, los puros, habían rociado las puertas con incienso y después colocado un ramo de flores al pie. Los escribas habían guardado los libros de la ley, los almohadones y las sillas. La sala estaba desnuda y vacía. Amerotke siempre había considerado que así resultaba más majestuosa. Se arrodilló delante del santuario, con las manos extendidas, murmuró una breve plegaria de agradecimiento, y en cuanto acabó se puso de pie y abandonó el templo. Los guardias abrieron y cerraron las puertas de cobre pulido. Amerotke cruzó el salón de las columnas y pasó junto a los imponentes pilares. El camino de la Esfinge, el Dromos, también estaba desierto. Se había levantado una brisa fresca, y los últimos rayos de sol alumbraban las esfinges de piedra rosa y parecían darles una extraña vida propia.

Un grupo de novicios guiaban un hato de bueyes, con cintas de colores atadas en los cuernos, hacia uno de los mataderos para el sacrificio de la mañana. Un puñado de peregrinos cansados se amontonaban delante de la estela de Bes, el dios enano, al final de la avenida. Debajo de la feroz figura del dios enano, había una leyenda sagrada. Sobre la estela manaba el agua de una fuente que iba a depositarse en un recipiente de piedra. Los peregrinos llenaban los pellejos con agua, una segura protección, o al menos así se proclamaba, contra las picaduras de los escorpiones y las mordeduras de serpiente.

Amerotke pasó junto al grupo. En ese momento se encontraba en la enorme explanada del templo. Se detuvo. ¿Debía ir directamente a su casa? ¿O dirigirse al norte de la ciudad y hacerle una visita al sacerdote del templo de Amón-Ra a quien le había pagado para que rezara por la memoria de sus padres muertos? Amerotke recapacitó; aquel era el lugar donde había muerto el divino faraón, quizá creerían que se encontraba allí por un asunto oficial.

—¿Mi señor Amerotke?

El juez se volvió al escuchar su nombre.

—¡Ah, primo Prenhoe!

El joven escriba se acercó arrastrando los pies. Se le había roto el cordón de una de las sandalias.

—No quiero discutir el caso —le advirtió Amerotke.

Prenhoe hizo todo lo posible por ocultar su desilusión.

—Un día, primo —preguntó—, ¿me apoyaréis para que me designen juez? Me refiero, en uno de los tribunales inferiores.

—Por supuesto. Eres miembro del Colegio de Escribas y has aprobado los exámenes.

—Bien. —En el rostro delgado del joven apareció una sonrisa. Parpadeó—. Me ha parecido que hoy era un buen día. Anoche tuve un sueño.

—Prenhoe —dijo Amerotke—, no es hora de escuchar tus sueños, sino la de prepararse para dormir. —Sujetó al escriba por la muñeca—. ¡Vete a casa!

El primo se alejó. Amerotke caminó en dirección a las palmeras donde había visto a Shufoy muy ocupado con la venta de amuletos a la hora del mediodía. El enano dormía profundamente con la espalda apoyada en una de las palmeras, el bastón y la sombrilla de su amo a su lado, y una jarra de cerveza vacía sobre los muslos. No había ningún rastro de los amuletos ni del dinero que Shufoy había ganado con la venta.

Amerotke se puso en cuclillas y acercó la boca a la oreja del enano.

—Duerme sólo durante las horas de la noche —recitó sonoramente, citando uno de los proverbios de Shufoy—. Pero mientas Ra gobierna el día, utilízalo para la vida; usa la luz para la alegría, la salud y la prosperidad.

El enano se despertó en el acto.

—¡Oh amo! Habéis tardado mucho más de lo que esperaba.

Se levantó sin demora, guardando la jarra de cerveza en el morral que llevaba. Le entregó a Amerotke el bastón blanco que tenía la empuñadura tallada con la forma de un ibis, y ya se disponía a abrir la sombrilla cuando el magistrado le palmeó la cabeza como llamada de atención.

—¿Cuánta cerveza has bebido? —preguntó con tono burlón—. El sol ya se apaga, no me hace falta la sombrilla.

Shufoy hizo una mueca y, volviéndose, gritó con voz profunda:

—¡Abrid paso al señor Amerotke, juez supremo en la Sala de las Dos Verdades! ¡Divino servidor del amado faraón! ¡Escriba de la justicia! ¡Santo sacerdote! ¡Bendecido y tocado por la mano de Ra!

—¡Cállate! —Amerotke cogió al enano del hombro. Cada tarde pasaban por esta misma parodia.

—Pero, amo —protestó Shufoy, mientras que en su rostro desfigurado aparecía una sonrisa taimada—. Soy vuestro más humilde sirviente, y mi trabajo consiste en cantar vuestras alabanzas para que todos aquellos a los que nos acercamos sepan quién sois.

—Soy un juez —afirmó Amerotke—, que no se aguanta de pie. Lo último que necesito, Shufoy, es tener que soportar tus berridos por todo el mercado.

Shufoy intentó poner cara de compungido. Adoraba a ese alto y enigmático sacerdote, a ese juez imparcial que parecía tan duro. El enano sabía que era bueno y amable, aunque quizá demasiado solemne.

—Sólo cumplo con mi trabajo —gimoteó con picardía.

—Pues yo con el mío —respondió Amerotke, iniciando la habitual discusión.

Salieron de la explanada para entrar en el mercado.

—¿Cuál es vuestro trabajo, amo? —Shufoy se apoyó en la sombrilla como si fuera un bastón de mano.

—Observar, escuchar y juzgar. —Amerotke mantuvo una expresión imperturbable. Señaló a un hombre moreno, vestido con prendas un tanto chillonas, que llevaba amuletos de oro en las muñecas y pendientes en las orejas; el desconocido descansaba a la sombra de una palmera donde una vieja de pelo gris vendía jarras de cerveza amarga de Nubia.

—Por ejemplo, aquel hombre —añadió el juez—. Míralo, Shufoy. ¿Qué dirías tú que es?

—¿Un sirio? —replicó el enano—. ¿Un mercader?

—¿Un mercader haraganeando a la sombra de una palmera y bebiendo cerveza?

Shufoy volvió a mirar con más atención.

—Te diré quién es —afirmó Amerotke—. Tiene el rostro curtido, la piel renegrida por el sol, así que trabaja a cielo abierto. No calza sandalias; sus pies son duros y callosos pero no es un mendigo, porque viste bien. La daga que guarda en la faja es curva y no está hecha en Egipto. Está sentado en el suelo con la espalda apoyada en un árbol y sin embargo, parece andar muy cómodo y relajado. Yo apostaría a que es fenicio, un marino, un hombre que ha navegado hasta aquí para vender la carga que transportaba y que le ha dado permiso a la tripulación para que se corra una juerga.

—¿Cuánto apostáis? —preguntó Shufoy.

—Una moneda de plata —respondió Amerotke, impávido—. Ve y pregúntaselo.

El enano se acercó al desconocido. El hombre lo miró de arriba abajo pero respondió a sus preguntas; luego se giró para sonreírle a Amerotke y añadió algo más. Shufoy volvió a reunirse con su amo. Parecía furioso.

—Teníais razón —dijo, apretando la barbilla contra el pecho al tiempo que miraba a Amerotke por debajo de las cejas abundantes—. ¡Es un marinero fenicio! Estará aquí durante dos días y os envía sus saludos. ¡Conoce al señor Amerotke!

El juez se echó a reír y siguió caminando.

—¡Sois un tramposo! —protestó Shufoy, apresurándose para alcanzar a su amo—. ¡No os debo nada!

—Por supuesto que no. Quiero decir, ¿cómo podría mi humilde sirviente saldar semejante apuesta?. Te pago bien, pero tú no eres un mercader, ¿no es así, Shufoy? No tienes nada que vender, no tienes una tienda.

Shufoy desvió la mirada.

—Tengo hambre —afirmó, quejoso—. ¡Me suena el estómago! Es una maravilla que no os cobre por dejarle batir como un tambor para hacerle saber a todo el mundo que os acercáis. Quizá tendría que hacerlo, dejar que suene para que todos dijeran: «Aquí viene el pobre y viejo Shufoy, el famélico sirviente de Amerotke. ¡El juez no debe estar muy lejos!».

—Comes muy bien —afirmó su amo. Palmeó la calva del enano—. La verdad es que te estoy engordando para el sacrificio.

Amerotke siguió caminando por la calle pavimentado con piedras de basalto. Shufoy iba detrás, rabiando por las bromas de su amo. No dejaba de citar proverbios como: «Aquellos que ahora ríen muy pronto llorarán, mientras que aquellos que ahora sufren muy pronto, además de reír, llenarán los estómagos vacíos».

El juez cruzó el mercado donde todavía reinaba una gran actividad. Los barberos armados con navajas curvas se afanaban en sus puestos a la sombra de los árboles, afeitando las cabezas de los clientes hasta dejarlas lisas como cantos rodados. Una infinidad de marineros borrachos de cerveza barata, rondaban en busca de algún prostíbulo donde pasarían de juerga el resto de la noche. Los guardias, armados con gruesas porras, los vigilaban de cerca, dispuestos a intervenir ante la primera señal de desorden.

Los tenderetes ocupaban todos los lugares disponibles en las pequeñas plazoletas y las callejuelas adyacentes. Amerotke no percibió ninguna tensión. Muchas tiendas se encontraban aún abiertas, pues solo habían cerrado los pescaderos y los carniceros, porque los productos que por la mañana eran frescos a estas horas se habían podrido por el calor. Un grupo de mendigos se amontonaba delante de una panadería, esperando que sacaran el pan que se horneaba en la arena caliente del jardín detrás de una casa. En otro tenderete vendían semillas de cebolla, una manera infalible, según pregonaba el vendedor, de taponar los nidos de víbora. También ofrecía otras «delicadezas»: excrementos de gacela para acabar con las ratas, colas de jirafa para usar como espantamoscas cerca de los potes de miel, y cajas de semillas de alcaravea para endulzar.

La multitud resultaba alegre y bulliciosa. Los chiquillos corrían entretenidos en sus juegos, y se cruzaban en el camino de los carromatos, cargados hasta los topes y tirados por bueyes, que circulaban lo más rápido que podían en dirección a las puertas de la ciudad, para llegar antes de que sonaran los cuernos de concha que anunciaban el comienzo del toque de queda. Los mercaderes ricos, sentados en literas cargadas a lomos de una pareja de burros, gritaban y hacían gestos con los espantamoscas para que la muchedumbre les abriera paso. Dos nomarcas, gobernadores de provincias, también intentaban abrirse camino hacia la Casa de Plata. El gentío no hizo caso de los estandartes con las insignias de los nomarcas: uno, un conejo, y el otro, dos halcones. Todos estaban más interesados en el cuentista de la ciudad fronteriza de Syena, un hombre bajo y enjuto que había amaestrado a una pareja de monos para que uno a cada lado, sostuvieran teas, mientras él contaba sus aventuras a través de mares y tierras que sus oyentes nunca verían. Su competidora, una bailarina y contorsionista apostada unos pasos más allá, intentaba atraerse al público con el ritmo de las castañuelas y el repicar de los cascabeles que llevaba sujetos en las muñecas, los tobillos y la cintura. Giraba y se retorcía con mucha gracia mientras una muchacha tocaba un tambor y otra la flauta. Unos cuantos hombres contemplaban el espectáculo, sentados sobre los talones, y aplaudían. El cuentista, convencido de que estaba perdiendo el favor del público, comenzó a añadir detalles cada vez más inverosímiles.

Amerotke sonrió divertido y continuó su camino. Se volvió un momento, esperando ver a Shufoy con su expresión desconsolado, pero el enano había desaparecido. El juez contuvo su impaciencia, había amenazado con ponerle una cadena alrededor de la cintura y llevarlo como a un mono amaestrado, pues Shufoy se distraía con cualquier cosa y desaparecía continuamente. Amerotke temía por él; con el rostro desfigurado y la pequeña talla resultaba una presa apetecible para los vendedores de carne. Podían secuestrarlo, meterlo en una barca y llevárselo para venderlo a algún rico mercader, coleccionista de curiosidades. El magistrado, que había visto muchos casos parecidos en la Sala de las Dos Verdades, empleó el bastón para abrirse paso entre la muchedumbre.

—¡Shufoy! —gritó—. Shufoy, ¿dónde estás?

Vio al enano, delante de una multitud que se había reunido alrededor de un tamarindo. De una de las ramas colgaba un cartel anunciando las curas milagrosas de un médico, un especialista, un «guardián del ano».

Amerotke, mascullando por lo bajo, se abrió paso. El médico tenía al paciente tendido boca abajo sobre una estera, las piernas extendidas, y estaba a punto de curarle una fístula. El magistrado cerró los ojos; le resultaba imposible comprender el profundo interés del enano por el funcionamiento del cuerpo humano. Cogió al sirviente por el hombro.

—La señora Norfret nos espera.

—Sí. —Shufoy dirigió una última mirada al médico que se inclinaba sobre el paciente—. ¡Seguro que sí!

Siguió a su amo entre la multitud y por el camino que serpenteaba hasta la grandes puertas de la ciudad, flanqueadas por dos torres muy altas.

Amerotke se dio cuenta por primera vez de que algo había cambiado. Por lo general, los guardias de la ciudad descuidaban bastante sus tareas, más interesados en sus juegos de azar que no en vigilar a los que entraban y salían, o si era la hora de cerrar las puertas. En ese momento, una compañía del regimiento de Amón montaba guardia, con las espinilleras de cuero y los petos relucientes a la luz de las antorchas sujetas en las lanzas clavadas en el suelo. Los oficiales observaban atentos a los que salían. Uno de ellos reconoció a Amerotke y le saludó con una leve inclinación, al tiempo que con un ademán ordenaba a los centinelas que lo dejaran pasar sin molestias.

El juez y el enano cruzaron las puertas y siguieron por la calzada de basalto. A la derecha, se veía el resplandor de la luna en el Nilo y las velas de una nave a punto de zarpar; un grupo de niños jugaba entre los papiros. A la izquierda, se extendían las chozas de adobe de los campesinos que emigraban en masa a la ciudad. Como no podían permitirse comprar o construir una casa dentro de las murallas, recogían barro de las orillas del río, lo mezclaban con paja y las edificaban aquí. El barrio era un laberinto de miserables chozas que albergaban no solo a los trabajadores de las canteras o de la ciudad, sino también a fugitivos de la ley. Aun así, no resultaba desagradable. Los vecinos, sentados en la calle, charlaban, reían y contemplaban los juegos de los niños desnudos. El aire olía a pescado salado, cerveza barata y al pan apelmazado que horneaban estas gentes. Algunos se levantaron cuando Amerotke pasó junto a ellos, y observaron con atención. El juez oyó mencionar su nombre; luego los hombres se sentaron. No tardó en pasar por el Pueblo de los Impuros. La calzada subía por una ladera muy empinada, y Amerotke se detuvo cuando llegó a la cima para disfrutar del frescor de la brisa. Al otro lado del río se veían las luces de la Ciudad de los Muertos, los talleres y las funerarias.

Amerotke pensó en la tumba de sus padres al otro lado de los acantilados rocosos; prometió que la visitaría lo antes posible. Debía comprobar que todo estaba en orden y que el sacerdote que había contratado se encargaba de dejar comida delante de la entrada e iba allí todos los días para decir las plegarias. El juez también pensó en los robos. ¡Debía tratarse de un ladrón muy habilidoso! La mayoría de los saqueadores de tumbas optaban por el camino más fácil y reventaban la entrada pero, al hacerlo, no tardaban en despertar las sospechas de los demás. Al final, siempre acababan cogiéndolos y recibían un cruel castigo. Sin embargo, según afirmaba Asural, estos ladrones eran diferentes: entraban y salían como sombras. Amerotke se preguntó si estos saqueadores habían encontrado la tumba del faraón en cuya corte se había criado, el viejo guerrero Tutmosis I. Se estremeció al recordar las historias. Tutmosis envió a miles de criminales y esclavos a un valle solitario donde se edificó en secreto la tumba, con una entrada muy bien disimulada. Luego asesinó sin piedad a todos los trabajadores para que no pudieran revelar el secreto. ¿Era verdad que el Ka, el espíritu de aquellos muertos, cruzaba el Nilo por las noches para visitar los hogares de aquellos a los que habían amado?

—Amo, creía que teníamos prisa. Por cierto, ¿habéis visto a los soldados?

Al parecer, Shufoy se había olvidado de su enojo por haberle privado del espectáculo ofrecido por el médico.

—¿Qué soldados? —replicó Amerotke.

—Los que estaban en la puerta. ¿Es verdad, amo, que la Casa de la Guerra no tardará en reemplazar a la Casa de la Paz?

—El divino Faraón se ha marchado al horizonte lejano —contestó el juez—, y su hijo, Tutmosis III, es el heredero. Surgirán ciertas tensiones cuando haya que decidir quién ejercerá la regencia pero, al final, todo irá bien.

Amerotke intentó infundir un tono de confianza en su voz pero, aunque volvió el rostro, Shufoy comprendió que su amo solo pretendía tranquilizarlo. El enano escuchó los comentarios y los rumores mientras vendía los amuletos sentado a la sombra de la palmera. El círculo real, cuyos cancilleres rodeaban al joven faraón, estaba dividido. No tardaría en aparecer un líder que se haría con el poder pero ¿quién sería? ¿Rahimere, el gran visir? ¿El general Omendap, comandante de los ejércitos del faraón? ¿O Bayletos de la Casa de la Plata? También se había mencionado otros nombres y en especial el de Hatasu, esposa y hermanastra del difunto faraón. Los mercaderes estaban preocupados y no habían tenido ningún reparo en manifestar su intranquilidad a viva voz. Escuadrones de carros de guerra y batallones de infantería habían dejado sus posiciones en las fronteras para emprender camino a la capital. ¿Qué pasaría entonces?, preguntaban los mercaderes. ¿Los habitantes del desierto, los libios, los nubios, atacarían las caravanas? Si las galeras de guerra remontaban el río hasta Tebas, ¿reanudarían sus actividades los piratas del Nilo?

—Creo que debéis tener mucho cuidado —dijo Shufoy, acercándose a Amerotke para coger la mano de su amo mientras que con la otra sostenía la sombrilla—. Me he enterado de vuestra decisión. La gente se pregunta cómo un faraón mordido por una naja no muere hasta entrar en la casa de Amón-Ra.

—¿Qué más dice la gente? —preguntó Amerotke, con un tono divertido.

—Que todo esto es un juicio, y serán los dioses quienes impartan justicia.

—Entonces tendremos que esperar su sentencia. —Amerotke exhaló un suspiro—. Pero de momento, Shufoy, estoy cansado y hambriento.

Continuaron la marcha y pasaron juntos a los altos muros de otras residencias palaciegas, con las grandes puertas de madera cerradas a cal y canto durante la noche. Cada día se edificaban nuevas casas en esta agradable y elegante zona residencial, muy cerca del Nilo, lo que facilitaba abrir canales para el abastecimiento de agua para las viviendas y los jardines.

Por fin llegaron a la residencia de Amerotke. Shufoy golpeó en el portillo abierto en las enormes puertas de madera.

—¡Abrid! —gritó Shufoy—. ¡Dejad paso al señor Amerotke!

El portillo se abrió de inmediato. Amerotke cruzó la entrada; le encantaba esta hora del día. En cuanto se cerró el portillo, sintió como si estuviera en otro mundo. Su propio paraíso: amplios jardines, viñedos, colmenas, flores y árboles. El portero reñía a Shufoy. El juez echó una ojeada, todo parecía en orden. Había encendido las lámparas de alabastro colocadas en soportes de piedra. Miró el cenador con el techo piramidal que daba al estanque y a la estatua de Khem, el dios de los jardines.

Caminó por la avenida bordeada de árboles que conducía hasta la casa principal, un gran edificio de tres plantas, subió los escalones, pasó entre las columnas pintadas y llegó a un vestíbulo donde las gruesas vigas de cedro aguantaban el techo pintado de color rosa. Un friso de flores acanaladas adornaba la parte superior e inferior de las paredes rojizas. El aire olía a mirra e incienso.

Los sirvientes trajeron una jarro y una palangana para que Amerotke se lavara. Este se sentó en un taburete y se quitó las sandalias. Mientras se lavaba los pies en la palangana y después se los secaba con una áspera toalla de lino, oyó las risas y los gritos de sus dos hijos jugando en el piso superior. Shufoy le alcanzó una copa de vino blanco para que enjuagara la boca y se lavara los dientes. Oyó un ruido y alzó la cabeza. Norfret había bajado las escaleras. Se maravilló ante su belleza; le recordaba muchísimo a la estatua de Maat: los ojos endrinos brillaban, resaltando el contorno de trazo negro, y se había pintado los labios carnosos de color rojo ocre. Vestía una túnica plisada con flecos y un chal bordado sujeto por delante con un broche de piedras preciosas. Se acercó, y el chancleteo de las sandalias de tiras plateadas marcó el ritmo de sus pasos. Llevaba una peluca nueva de trenzas aceitadas y entretejidas con cintas doradas. Alrededor del cuello le colgaba un collar de gemas azules y amarillas, que relucían con la luz de las lámparas de aceite. Las sirvientas sirias la escoltaban. Amerotke captó la mirada de una de ellas, Vaela, que se apresuró a mirar en otra dirección; los ojos ardientes de la muchacha siempre le hacían sentir incómodo. No era insolente ni atrevida pero, una y otra vez, Amerotke la sorprendía mirándole con fijeza, como si le estuviera analizando. Norfret se puso de puntillas y lo besó primero en las mejillas y después en los labios. Apretó su cuerpo contra el de su marido.

—Te esperaba más temprano. ¿Qué ha sucedido?

Amerotke miró a las criadas por encima de la cabeza de su esposa, quien se volvió y chasqueó los dedos. Toda la servidumbre, excepto Shufoy, se retiró en el acto. Norfret lo llevó a la enorme sala de banquetes, con las columnas pintadas de un color verde claro y adornadas en los dos extremos con flores de loto amarillas: encima de las pequeñas mesas pulidas se habían colocado de pan y frutas y en un extremo de la sala estaban los grandes cascos de vino que desprendían una agradable fragancia. El mobiliario, del mejor cedro y sicómoro con incrustaciones de marfil y plata, incluía divanes con reposacabezas, cofres de tapas curvas, además de sillas y taburetes. Tapices de colores decoraban las paredes, y las alfombras de lana teñida cubrían la mayor parte del suelo de mosaicos relucientes.

Cerraron las puertas. Norfret volvió a besarle en los labios y le hizo sentar en una silla junto a una de las mesas; luego le sirvió una copa de vino, ligero y refrescante.

—¿Qué ha pasado? Me han llegado rumores…

Amerotke fijó la mirada en la copa. ¿Tantas ansias tenía de saberlo? ¿Significaba tanto para ella?

—Meneloto es inocente —respondió—. Solo los dioses saben la verdad oculta detrás de la muerte del faraón.

Bebió un trago de vino e intentó no hacer mucho caso del largo pero apresurado suspiro de Norfret. ¿Era de alivio?

—Tenía buen aspecto —añadió. Levantó la copa y le sonrió por encima del borde—. Mostraba su porte habitual. Tiene el coraje de un león. Pero él siempre ha sido así, ¿verdad?

Norfret se limitó a sonreír. Amerotke se maldijo para sus adentros. Ella no parecía en absoluto inquieta o asustada, y el magistrado comprendió que se estaba portando como un estúpido. El caso que le había tocado juzgar era la comidilla de Tebas. ¿Por qué no iba estar interesada su esposa? ¿Qué pruebas tenía, aparte de los rumores y cotilleos, de que ella había sido amiga íntima de Meneloto? Pero aun si era cierto ¿significaba que se habían acostado juntos?

—¡Papá! ¡Papá!

Los gritos fueron acompañadas por unos estrepitosos golpes en la puerta que se abrió a continuación. Los dos hijos de Amerotke, Ahmase y Curfay, desnudos excepto por los taparrabos y perseguidos por Shufoy, que imitaba a un mandril, entraron corriendo en la sala.

—¿Habéis comido? —Tiró de los bucles de cada uno de sus hijos. ¿Era posible que solo hubiera una diferencia de dos años entre ellos? Si no hubiese sido porque Ahmase medía cuatro dedos más, le hubiese resultado difícil distinguirlos.

—Comeremos en la planta de arriba —anunció Norfret—. Así disfrutaremos de la brisa. —Obsequió a Shufoy con una sonrisa deslumbrante—. ¡Puedes venir con nosotros!

Subieron a la planta de arriba, donde los sirvientes habían servido pato asado, potes de miel y fuentes de verduras. Las lámparas estaban encendidas, y la silla de respaldo alto, que era la favorita del señor de la casa, se encontraba cerca de las puertas abiertas que comunicaban con el balcón. La noche era clara y las estrellas tan brillantes que Amerotke tuvo la sensación de que las tocaría si estiraba la mano. Los niños charlaban entre ellos y Norfret mantenía la cabeza inclinada para escuchar mejor a Shufoy. Amerotke nunca había comprendido la relación entre el enano y su esposa. Sabía que Shufoy la hacía reír con las divertidas descripciones del mercado, y de las astucias y las triquiñuelas de los comerciantes y mercaderes.

—¡Cuéntanos un cuento! —dijo Ahmase, en cuanto acabaron de comer—. ¡Papá, nos prometiste que nos contarías un cuento!

—Ah, sí.

—Lo prometisteis —afirmó Shufoy, con los ojos brillantes, mientras se frotaba el horrible hueco donde había estado la nariz—. ¡Me huelo una bonita historia!

Los niños y Norfret se rieron.

—Había una vez un faraón —comenzó Amerotke—, que construyó una sala del tesoro muy pero que muy segura. Tenía puertas secretas que solo él podía abrir, pero no había pasajes secretos ni ventanas. Envenenó al arquitecto, el hombre murió y el perverso faraón no hizo ningún caso del sufrimiento de la pobre viuda y sus dos hijos.

—¿Qué faraón era? —preguntó Curfay.

Curfay, a sus cinco años, era un preguntón nato.

—Uno muy antiguo —respondió Amerotke—. El caso es que, una vez muerto el arquitecto, el faraón trasladó todo su oro y plata a la nueva sala del tesoro. Sin embargo, a la mañana siguiente del traslado, descubrió que faltaban parte del oro y la plata.

—¿Las puertas no estaban abiertas? —preguntó Ahmase.

—Las puertas continuaban cerradas y con los sellos intactos, y ya os dije que no había ventanas ni entradas secretas.

—¿Qué pasó entonces?

—El faraón pidió la opinión de sus consejeros más sabios. —Sonrió—. Pero continuaré con la historia mañana por la noche. Venga, es hora de irse a la cama.

Shufoy cogió a sus pupilos y se los llevó de la habitación. Amerotke miró a través de las ventanas abiertas en dirección al Nilo y se preguntó cómo habrían recibido en el palacio real el veredicto dado en la Sala de las Dos Verdades.