Capítulo X

Osiris: la divinidad principal de Egipto; esposo de Isis. Muerto pero resucitado gracias a ella; se le representa como un hombre vestido con una túnica blanca muy ajustada, con el báculo y el mayal en las manos.

CAPÍTULO X

Hatasu se dio la vuelta en la cama y echó una ojeada a su alcoba. Las débiles llamas de las lámparas de aceite casi vacías hacían saltar las sombras, y las pinturas que adornaban las paredes parecían cobrar vida. Cogió un abanico de plumas de avestruz y se abanicó suavemente, gozando de la perfumada frescura sobre el rostro y el cuello. Las sábanas manchadas de sudor estaban hechas un ovillo a los pies de la cama con incrustaciones de ébano. Las hizo caer al suelo con un movimiento de sus largas piernas cuando se levantó. Se abrió paso entre las copas de oro dispersas por el suelo y a punto estuvo de tropezar con un ánfora de color azul, donde aún quedaba un poco de vino. Había varias túnicas y faldas hechas de un tela finísima y bordadas con hilos de oro. Vio una jarra de ungüento perfumado. Hatasu sonrió mientras leía la inscripción escrita con jeroglíficos dorados en el borde: «¡Vive un millón de años, amada de Tebas! Con tu rostro vuelto hacia el norte y tus ojos llenos de amor».

La reina se quitó la peluca sujeta con una diadema, la gargantilla de lapislázuli, los pendientes de oro. Miró por encima del hombro a Senenmut, que dormía a pierna suelta en el lecho, con su cuerpo membrudo y musculoso bañado en sudor. Había demostrado ser un auténtico semental en el amor: fuerte y poderoso. Habían bebido vino en las copas de oro y Hatasu había bailado para él, ataviada con las joyas y los vestidos de la esposa del faraón. Después, Senenmut la había poseído sin miramientos, con crueldad, tumbándola en el lecho para penetrarla brutalmente como si quisiera inundarle el cuerpo con su simiente. Volvió a la cama y acarició suavemente la nariz de Senenmut con la yema del dedo. ¿La amaba? ¿Por eso la había poseído una y otra vez? ¿O lo había hecho porque ella era una princesa de sangre real, la viuda del faraón, y al conquistarla, se había apoderado de Egipto, conseguido tierras y posición, todo lo que ansiaba ese ambicioso cortesano? ¿Podía confiar en él? ¿Sería el chantajista? ¿Era él el personaje anónimo que le enviaba los pequeños rollo de papiro con las amenazas, las advertencias y las instrucciones? Si lo era… Hatasu se inclinó un poco más para pasar el dedo por la garganta de Senenmut. ¡Si este hombre la traicionaba, bailaría para él, lo atiborraría con los más finos manjares y el mejor vino, gozaría con él como una gata en celo y, cuando estuviera dormido, le cortaría la garganta! Hatasu sonrió mientras se imaginaba la escena. Recordó la matanza de los prisioneros cuando el divino faraón regresó del delta. En aquella ocasión había estado a punto de desmayarse, pero ahora estaba dispuesta a chapotear por un mar de sangre para conseguir lo que era suyo. Mandaría a decapitar a Rahimere, a Omendap y a todos los demás y ordenaría colocar sus cabezas en la Casa de las Calaveras.

Hatasu se tumbó boca arriba y contempló el techo adornado con estrellas. ¿Qué había provocado el cambio? ¿Había sido la amenaza? ¿El encontrarse sola? ¿Era la perspectiva de ser enviada a la Casa de las Mujeres, a la Casa de la Reclusión? ¿Engordar y ver pasar los años entreteniendo su ocio con la pintura y el bordado mientras escuchaba los maliciosos cotilleos de la corte? ¿Había algo más? ¿Era ella un hombre encarnado en el cuerpo de una mujer? Recordó a la joven esclava con la que había mantenido una relación íntima antes de su matrimonio con Tutmosis. ¿O era porque se creía a pie juntillas que ella encarnaba Egipto? Así era como la llamaba su padre. El viejo y curtido guerrero la cogía entre sus brazos, la apretaba contra su pecho y la llamaba su pequeña Egipto. «¡Porque tú representas —le decía—, toda su gloria, su hermosura y su grandeza!».

Hatasu continuó abanicándose. Todo aquello era agua pasada. Su padre, su marido, se habían marchado al oeste, a la Casa de la Eternidad, y estaba sola. ¿Cuáles eran las amenazas? ¿Quién era el chantajista? ¿Cómo, en nombre de todos los dioses, se había enterado del secreto que su madre le había susurrado mientras se consumía de fiebre en su lecho de muerte? ¿Por qué había esperado hasta ahora para amenazarla? Las advertencias comenzaron muy poco antes del regreso de Tutmosis a Tebas. ¿Pretendía el chantajista controlarla, y a través suyo, controlar Egipto? ¿Acaso pretendía retirarla de la vida pública? ¿Era esto obra de Rahimere, Bayletos y todos aquellos sonrientes y mojigatos sacerdotes que se reunían en las habitaciones secretas de los templos para urdir sus traiciones? ¿O acaso era obra de Omendap y sus oficiales? El divino faraón siempre había sentido una gran afición por los jóvenes soldados. ¿Qué pasaría ahora? Todo esto era como un juego donde cada bando tenía sus piezas y las movía. Ella controlaba los palacios, Rahimere controlaba los templos, y ahora faltaba saber cuál sería el movimiento de los soldados.

La reina dejó el abanico. Era como esperar que se desatara la tormenta, aquellos súbitos y violentos aguaceros cuando los negros nubarrones tapaban por completo el cielo de Tebas. Senenmut le había informado de lo que estaba ocurriendo. Los espías y los exploradores comentaban que habían visto a los jinetes libios en las Tierras Rojas mucho más al este de lo que era habitual. El virrey de Kush se lamentaba de que los nubios hubieran dejado de pagar los tributos y de que las guarniciones y fortines más allá de la Primera Catarata se encontraban aisladas. Las patrullas egipcias habían sido víctimas de emboscadas. Pero ¿se avecinaba algo peor? Senenmut insistía en hablar del norte; ni uno solo de sus espías y exploradores había vuelto de aquella región. Le había descrito con toda claridad los peligros reales que amenazaban a Egipto: los etíopes, los libios y los nubios eran un incordio; molestos como las moscas que ahora volaban alrededor de las lámparas de aceite. En cambio, ¿qué pasaría si los mitanni, el gran poder asiático que ambicionaba las tierras de Canaán, avanzaban hacia el oeste? Podían enviar un ejército a través del Sinaí, y capturar las minas que abastecían a Egipto de oro, plata y piedras preciosas. Si avanzaban deprisa cabía la posibilidad de alcanzar el delta y tomar las ciudades del norte. ¿Qué sucedería entonces? Senenmut se lo había explicado valiéndose de un mapa rudimentario que dibujó en un trozo de papiro.

—Rahimere reclamará el envío de un ejército al norte o al sur. El comandante en jefe será Omendap, por supuesto, pero insistirá en que tú vayas con las tropas —había dicho su amante.

—¿Qué pasará si voy?

—¿Tú qué crees?

—¡Me derrotarán! Acabaré prisionera de los mitanni o regresaré a Tebas como un perro apaleado.

—Dirás como una perra —bromeó Senenmut—, como una perra apaleada, lista para que la encierren en la perrera.

—¿Qué ocurrirá durante mi ausencia? —le había preguntado ella.

—Mientras tú no estés, los mercenarios del visir se acercarán cada vez más al palacio. Sus oficiales encontrarán mil y una excusas para visitar a tu hijastro.

Hatasu exhaló un suspiro y se puso de lado. ¿Era este el motivo por el que se cometían los asesinatos? Sin embargo, no tenían sentido. Ipuwer había sido un buen comandante pero se le podía reemplazar. En cuanto a Amenhotep, tan importante en vida, nadie lloraba su muerte. Pensó en Amerotke. ¿Podía confiar en él? La muchacha cerró los ojos, necesitaba hablar con alguien de aquel terrible momento, cuando al arrodillarse junto al cadáver de su marido había encontrado un mensaje atado con un cordel rojo. ¡Necesitaba liberarse! Tenía que confiar en alguien. Se inclinó sobre su amante y sopló suavemente el rostro de Senenmut.

Amerotke se levantó mucho antes del amanecer y, al hacerlo, despertó a Norfret. Su esposa salió de la habitación, con los ojos somnolientos y la boca llena de preguntas. El juez la abrazó, disfrutando con el contacto de su cuerpo, de su delicioso perfume. Norfret quiso saber lo ocurrido la noche anterior y Amerotke le contó lo que consideró prudente. La mujer se apartó, con una expresión risueña.

—¡Amerotke, eres el peor mentiroso que he conocido en toda mi vida! La situación es grave, ¿no es así? Se aproxima el momento de desenvainar las espadas, y tú intervendrás.

Amerotke asintió.

—No me ordenes marchar —añadió Norfret, a modo de ruego—. No me ordenes marchar, Amerotke.

—Mi pequeña gata salvaje. —El juez sonrió—. ¿Qué me dices de los niños? Si las multitudes se lanzan a la calle, asaltarán Tebas.

—¿Las tropas están en la ciudad?

—Las tropas actuarán según las órdenes que reciban y quizá no haya nadie para darlas. Peor incluso, podrían sumarse a los motines. —Cogió las manos de Norfret—. Prométeme una cosa, si ocurre lo peor harás exactamente todo lo que te diga Shufoy.

—¡Shufoy! —exclamó Norfret.

—Shufoy es capaz de sacar agua de las piedras —replicó Amerotke—. No hay agujero del que no pueda salir; él solo vale más que todo un regimiento. Shufoy se encargará de llevarte a un lugar seguro.

Norfret le dio su palabra y volvió a su habitación. Amerotke pasó un momento por su despacho y después subió a la azotea para contemplar la salida del sol. Se había purificado el rostro y las manos con agua, y la boca y los labios con sal. En el instante en que el sol asomó por encima del horizonte, se puso de rodillas, con las manos extendidas y los ojos cerrados, y comenzó a rezar pidiendo al dios sabiduría y protección para su familia. Después se volvió hacia la izquierda, de cara al norte, para sentir la brisa fresca, el aliento de Amón.

Acabadas las plegarias, bajó para reunirse con sus hijos, que correteaban por el comedor mientras los sirvientes intentaban conseguir que desayunaran antes de salir a jugar. Amerotke respondió a las preguntas de los niños sin hacerles mucho caso y después volvió a su despacho en el último piso.

La salida del sol era ahora saludada en la ciudad por las trompetas del templo. La brisa arrastraba las notas mientras los rayos del sol se reflejaban en las placas de oro colocadas en las cúspides de los obeliscos, creando una aureola de luz. Amerotke se dedicó a repasar las cuentas del templo de Maat: las compras de provisiones, la venta de flores, el rendimiento de su participación en la compra y venta de incienso con la tierra de Punt. Shufoy se reunió con los niños en el jardín y, después de jugar con ellos durante un rato, les recordó con mucha solemnidad que debían tratarlo con más respeto. Amerotke había decidido no interferir en el negocio de la venta de amuletos de su criado. Sabía que era totalmente imposible evitarlo, porque Shufoy le escucharía obediente con los oídos pero con la mente cerrada.

—¡No os burléis de los ciegos, ni despreciéis a los enanos! —les gritó Shufoy a los chiquillos—. ¡No os ensañéis con un hombre castigado por los dioses!

«Cosa que no es precisamente tu caso», pensó Amerotke.

Norfret vino a sentarse con él. Hablaron de la entrada de su hijo mayor a la Casa de la Vida para cursar los estudios de escriba. Norfret vio que Amerotke tenía otras preocupaciones, así que le dio un beso en la frente y se marchó.

Poco después apareció Prenhoe y, como ya estaba avisado por Shufoy, confesó que era el cómplice del enano.

—Compartimos un profundo interés en los sueños —explicó con un tono quejumbroso—. Además, la venta de amuletos —dijo, sosteniendo la mirada de su pariente—, completa la magra paga de un escriba.

—Estás bien pagado, Prenhoe —replicó Amerotke. Levantó la tapa de un cofre pequeño que tenía sobre la mesa, sacó un bolsita y se la dio—. Esto es para ti. —Sonrió—. Prenhoe, eres un escriba muy bueno: eres inteligente e incisivo; observo cómo tus manos se mueven por el papiro. Tu resumen de las actuaciones de la corte es uno de los mejores que he leído.

En el rostro del joven escriba apareció una expresión de dicha.

—Estaba seguro de que hoy sería un día afortunado —comentó—. Anoche soñé que comía carne de cocodrilo…

—Sí, sí —le interrumpió Amerotke—. Al menos, eso es mejor que el sueño de Shufoy: soñó que copulaba con su hermana.

—¡Pero si no tiene!

—Lo sé —asintió Amerotke resignadamente—. Ahora escucha, Prenhoe, redacta las actas del juicio de Meneloto, y tráemelas lo antes posible.

El siguiente visitante fue el desconsolado Asural, quien entró en la casa como un dios de la guerra, con el faldellín de cuero, la coraza y un casco un tanto ridículo debajo del brazo. Amerotke agradeció para sus adentros que los niños no estuvieran presentes; de lo contrario, Asural hubiera tenido que desenvainar la espada y explicar por enésima vez cómo había luchado cuerpo a cuerpo con un campeón libio. El jefe de la guardia del templo se sentó en una silla y aceptó agradecido una copa de cerveza.

—¿Más robos? —preguntó el juez supremo.

—Sí, estatuillas y otros objetos pequeños: frascos de perfumes, cajas de costura, copas y platos.

Amerotke pensó en el cuento que estaba relatando a sus hijos.

—¿Ninguna señal de violencia en las puertas?

—¡Las puertas siempre están cerradas! Los robos solo se descubren cuando abren las tumbas para depositar otro cadáver. No hay entradas secretas ni túneles, solo los pequeños conductos de ventilación. —Asural se acomodó mejor en la silla—. Por cierto, antes de venir para aquí, uno de los novicios del templo dijo que había traído esto para ti.

Asural le entregó un rollo de papiro. Amerotke quitó el cordel y lo leyó:

—¡Es de Labda! —exclamó. Miró al guardia—. Quiere verme antes del anochecer, en el santuario de la diosa serpiente en el valle de los Reyes. Dice que no puede venir a la ciudad y me ruega que vaya.

—Es un lugar muy solitario —opinó Asural—. En el límite con el desierto; te conviene tener mucho cuidado. ¿Dice por qué quiere verte?

Amerotke miró una vez más el mensaje escrito por la mano profesional de un escriba.

—Afirma tener nuevas informaciones sobre la muerte del faraón, algo que ha llegado a su conocimiento.

—Ah, ya me olvidaba —dijo Asural, con un tono burlón—. También he venido a felicitarte por tu ascenso, todo un miembro del círculo real.

—¿Qué más te has olvidado? —preguntó Amerotke.

—La cosa ya ha comenzado.

—Por todos los dioses, Asural, ¿de qué estás hablando?

—Los primeros refugiados ya se encuentran en la ciudad, unos cuantos comerciantes y mercaderes de Menfis y otras poblaciones del norte. Solo es un rumor, los hombres del visir se los llevaron, pero el rumor dice que un gran ejército ha cruzado el Sinaí y a estas horas ataca el delta.

Amerotke se quedó de una pieza. En la infancia había escuchado hablar de los hicsos, los temibles guerreros con sus carros de guerra, que habían arrasado Egipto, provocando el hambre, las plagas y la destrucción. Su padre había comentado la crueldad de los invasores y Amerotke sabía lo suficiente de estrategia militar como para comprender la magnitud del terrible peligro que se avecinaba. Si un ejército hostil se hacía con el control del delta, caerían las ciudades del norte y Egipto quedaría partido en dos.

—Quizá solo sea un rumor.

—No lo creo —insistió Asural—. Tendrías que ir a la ciudad, Amerotke. ¡Averiguar lo que está sucediendo de verdad!

—Ya habrá tiempo más que suficiente para hacerlo —replicó el juez—. Si se produce una avalancha de refugiados, la Casa de los Secretos se ocupará del asunto. No querrán que cunda el pánico, al menos mientras el círculo real esté dividido. —Amerotke deseó haberse mordido la lengua al ver la súbita expresión de alerta en el rostro de su amigo.

—¿O sea que hay una división? —susurró el jefe de la guardia—. ¿Las historias que corren son ciertas?

—Vuelve al templo, a la Sala de las Dos Verdades —le respondió Amerotke—. Ordena que doblen las guardias y cierren todas las puertas. El tribunal no se reunirá en varios días; no hay ningún caso urgente.

Asural se levantó.

—¿Tienes alguna noticia de Meneloto? —preguntó el juez.

—Es como el humo del incienso —contestó Asural desde la puerta—: queda la fragancia pero, de Meneloto, ni el más mínimo rastro. Amerotke oyó el ruido de las fuertes pisadas de Asural, que bajaba las escaleras. Por un momento, el miedo fue como un puño helado apretándole el estómago, pero estaba decidido a no dejarse llevar por el pánico. Debía mantenerse ocupado. Cogió una hoja de papiro y la extendió sobre la mesa. Luego, abrió la caja que contenía los pinceles, los frascos de tinta y los estilos. Escogió un estilo, lo mojó en la tinta roja y comenzó a escribir rápidamente, de derecha a izquierda, utilizando el tipo de escritura que había aprendido en la Casa de los Escribas. Cerró los oídos a los lejanos gritos de sus hijos que jugaban entre los tamarindos y los sicómoros, espantando a las abubillas que se reunían alrededor del estanque. Cuando acabó la introducción, cogió un cuchillo pequeño y le sacó punta a otro estilo. ¿Qué sentido tenía todo esto?

Amerotke escribió el signo correspondiente a Tutmosis II, el divino faraón, místico, epiléptico; un valiente general y gran estratega. Había marchado hacia el norte para someter a los enemigos de Egipto, y la campaña fue un éxito. Los comandantes en jefe estuvieron con él mientras que su hermanastra y esposa Hatasu gobernaba Tebas. Amerotke dibujó una pirámide. Después, el divino faraón regresó al sur, deteniéndose en Sakkara para visitar las grandes pirámides y los templos mortuorios de sus antepasados. Tutmosis desembarcó de la falúa real con el comandante Ipuwer, el capitán Meneloto y el sacerdote Amenhotep. Fue a visitar las pirámides en secreto, en mitad de la noche. El juez escribió «¿por qué?» y, por un instante, miró la ventana por donde entraba la luz del sol.

«¿Por qué?», preguntó en voz alta.

¿Fue porque el faraón recibió una carta del anciano sacerdote Neroupe? Continuó escribiendo. ¿Cuál era el contenido del mensaje? ¿Por qué era tan importante? ¿Descubrió algo el faraón en aquel lugar? ¿Compartió el secreto con Amenhotep? ¿Se trataba de una cuestión religiosa? Tutmosis que siempre había sido el más devoto de los hombres; continuó con las plegarias y las ofrendas, aunque en privado, sin visitar ningún templo; mientras Amenhotep había dejado totalmente de interesarse por la vida y los dioses. ¿Por qué Amenhotep escribió los jeroglíficos correspondientes al uno y al diez? Amerotke recordó sus estudios cuando le habían enseñado que eran los números sagrados correspondientes a la esencia de Dios y a la culminación de todas las cosas.

Por último, los asesinatos. ¿Cómo murió el divino faraón? No había ninguna duda de que le había mordido una víbora. Pero ¿era esta la verdadera causa de la muerte? Todas las pruebas demostraban que no era así. ¿Por qué entonces utilizaron una víbora? Amerotke trazó el jeroglífico correspondiente a la víbora. ¿Existía algún significado ritual en el arma utilizada por el asesino? ¿Acaso la víbora representaba al gran leviatán del mundo subterráneo: Apep, el señor del caos y la noche eterna, que luchaba constantemente con el señor Amón-Ra y las fuerzas de la luz? ¿O quizás el ofidio representaba a Uraeus, la cobra atacante, en el casco del faraón, el símbolo de la resistencia a todos los enemigos de Egipto? ¿O sencillamente era un arma que el asesino manejaba sin problemas? Era obvio que el asesino sabía muchísimo de víboras. Si se las manejaba correctamente, y Amerotke había visto a los encantadores de serpientes en los mercados, las víboras se podían controlar con facilidad, se las podía transportar sin que representaran un peligro real para sus propietarios. En el rostro del magistrado se dibujó una expresión grave. Durante la ajetreada reunión del consejo, o mejor dicho durante el receso, alguien no tuvo más que cambiar los bolsos: meter la mano junto a una víbora significaba una muerte instantánea.

En cuanto al pobre Amenhotep, sin duda fue al encuentro de alguien que conocía, una persona de su confianza. El viejo y orondo sacerdote era una víctima fácil: lo atrajeron al antiguo templo ruinoso en las orillas del Nilo y lo asesinaron, para después cortarle la cabeza y enviársela a Rahimere con algún asesino a sueldo. La única descripción que tenían era que vestía de negro. Amerotke dejó el estilo sobre la mesa.

«¡Los amemet!», exclamó.

¿Eran ellos los que repartían las estatuillas? ¿Formaba parte de su ritual para romper la armonía de las víctimas? Amerotke siempre soñaba con que algún día capturarían a los siniestros asesinos y que sería él el encargado de juzgarlos en la Sala de las Dos Verdades. Sería un verdadero placer; los interrogaría hasta descubrir todos los asesinatos que habían cometido. Sin embargo, eso era algo tan imposible como atrapar los rayos del sol o capturar el aliento divino de Amón-Ra. Por lo tanto, ¿quién era el asesino?

Amerotke continuó escribiendo. ¿Sería Hatasu? ¿Su lugarteniente Senenmut? ¿Rahimere con su séquito de sicofantes? ¿Cuál era el propósito? ¿Venganza? ¿Mantener oculto un secreto? ¿O se trataba sencillamente de provocar el caos? El juez apartó el papiro, con un suspiro de rabia. La tarea era descorazonadora; nadie decía la verdad. La esposa del divino faraón podía revelar más, pero por el momento callaba. Lo estaba utilizando como una distracción, un gesto público de respuesta ante los asesinatos. Amerotke abandonó el trabajo y se desperezó. No faltaba mucho para el mediodía y en el jardín reinaba el silencio. Fue a su habitación y se tendió en la cama, con la mente ocupada por una confusión de imágenes y recuerdos. Oyó la llamada de Norfret pero le pesaban los párpados. Lo despertaron las sacudidas de Shufoy.

—El peso del cargo, ¿eh, amo? —comentó el enano con una sonrisa.

Amerotke se sentó en el borde del lecho, aceptó la copa de cerveza fría que Shufoy le puso en la mano y vio la fuente con pan recién cocido y trozos de ganso asado dispuesta en la mesa.

—Tendríais que reuniros con nosotros en el jardín —añadió Shufoy, observándolo con atención—. El sol ya ha pasado el mediodía; se está muy cómodo y fresco a la sombra de los sicómoros.

—Tengo que salir —replicó Amerotke. Fue hasta la mesa y comenzó a comer.

—¿Por qué? —preguntó el sirviente.

—Porque tengo que hacerlo —respondió el magistrado evasivamente—. Asuntos del círculo real.

—Me crucé con Asural —manifestó Shufoy—. Por lo tanto, prestad atención a mis palabras, oh amo, las encontraréis muy útiles.

—Mi corazón está harto de seguir tus consejos —afirmó Amerotke, citando otro proverbio.

—Sois como el aguzanieves —contraatacó Shufoy—. Uno de esos pájaros que, cuando el cocodrilo toma el sol en el fango y abre las mandíbulas, se mete en la boca para comerse los restos que quedan entre los dientes del cocodrilo. —El enano se acercó—. Cualquier día al cocodrilo se le puede ocurrir cerrar la boca y el aguzanieves se convertirá en un apetitoso bocado.

—¿Se puede saber quién es el cocodrilo? —preguntó Amerotke, dispuesto a mantener la conversación en un plano divertido.

—Id a la Casa del Millón de Años —respondió Shufoy—. Ese lugar está lleno de cocodrilos sedientos de sangre.

El juez supremo sonrió y acabó con lo que estaba comiendo.

—Hay otra historia, Shufoy, sobre los cocodrilos. Cuando toman el sol en el fango, con las grandes mandíbulas abiertas, una mangosta puede entrar, metérsele hasta el estómago, y entonces matar a la bestia abriéndose paso a dentelladas.

—¡Menuda mangosta!

Amerotke, riéndose de la salida del enano, fue a lavarse la cara y las manos, y se vistió con la túnica. Del interior de un baúl sacó un grueso capote militar, un cinturón de guerra con tachones de bronces y metió la espada y el puñal en las vainas.

—Dile a la señora Norfret que no tardaré en volver. No la asustes.

El juez bajó las escaleras sin hacer caso de las miradas de advertencia de Shufoy ni de la letanía de proverbios que estaba a punto de soltar. Se detuvo un momento en la planta baja para disfrutar de la fragancia de las flores del jardín, donde Norfret enseñaba a escribir a los niños.

«Me encantaría poder quedarme», pensó Amerotke. Sin embargo, el anciano sacerdote podría decirle alguna cosa importante. Consideró la posibilidad de llevarse un carro, pero la descartó porque solo conseguiría alarmar a Norfret y animaría a sus hijos a plantear un sinfín de preguntas. Se marchó por una salida lateral. No encontró a mucha gente en el camino. Vio acercase una procesión formada por sacerdotes novicios como escolta de un buey engalanado con cintas y flores, que tiraba de un carro. Se inclinó ante el paso de los sacerdotes y aprovechó para echar una ojeada al contenido del vehículo. Dio gracias a Maat de que Shufoy o Prenhoe no estuvieran con él: el carro iba cargado con huesos, una carga de muy mal agüero, procedentes del matadero del templo, que enterrarían en el desierto.

Amerotke no tardó en llegar a una de las puertas de la ciudad, abriéndose paso por las callejuelas flanqueadas por las casas de adobe de los artesanos y labriegos, que conducían hasta los muelles. No vio ninguna señal de la tensión de la que había hablado Asural: el mercado y los tenderetes estaban a rebosar, el aire tenía el olor punzante del natrón que los comerciantes utilizaban para embadurnar sus puestos y protegerlos de los millones de moscas. Un vendedor le cogió de la mano al tiempo que le anunciaba su mercancía.

—¡Tengo sebo de gato! ¡Si lo frota en el umbral de su casa nunca más verá a un ratón ni a una rata!

—¡No temo a las ratas ni a los ratones! —replicó Amerotke.

Apartó al vendedor y continuó su camino a lo largo del río. El sol estaba cada vez más bajo. Amerotke se detuvo un momento para comprar una calabaza de agua y se la echó al hombro. Se había marchado a toda prisa, pero ahora recordaba cómo en otros viajes al valle de los Reyes, el calor y el polvo que se pegaba en la boca y la garganta le habían martirizado.

El magistrado avanzó a paso ligero junto a un grupo de chiquillos que simulaban combates con cañas de papiro. Otros recogían excrementos de animales y los envolvían con paja. Los pondrían a secar al sol en los techos de sus casas para utilizarlos como combustible cuando llegara el invierno.

Un coro de muchachas al servicio de Hathor, la diosa del amor, había atraído una gran concurrencia que cerraba el camino. Amerotke se detuvo para contemplar el espectáculo: las muchachas vestían provocativamente y lucían largas pelucas aceitadas, entretejidas con cintas de colores. Alrededor de sus cuellos colgaban collares hechos con pimpollos de lotos, y en las orejas llevaban pendientes que reflejaban la luz del sol con cada movimiento. Iban desnudas, salvo por unas breves faldas de lino que se ondulaban sensualmente mientras las cantantes bailaban al ritmo de las palmadas.

Qué hermoso es, amado mío,

bajar contigo hasta el río.

Aguardo ansiosa el momento

que me pidas bañarme ante tus ojos.

Me sumergiré en el agua

y emergeré con un pescado rojo.

Yacerá feliz entre mis dedos.

Yacerá feliz entre mis pechos.

Ven conmigo, amado mío.

La sensualidad de la danza y lo provocativo de la letra, atraían la atención de los marineros, que coreaban cada estrofa y aceptaban entusiasmados los pequeños trozos de papiro con dibujos eróticos distribuidos por los músicos que acompañaban a las jóvenes. Un grupo de nubios vestidos con pieles de leopardo, se dejaron llevar por el ritmo de la música y quisieron sumarse al baile con las muchachas. Pero apareció la guardia y Amerotke aprovechó la confusión para rodear a la multitud y seguir por un camino que daba a los muelles donde se amontonaban las naves, barcazas y botes. Los mercaderes, los marineros, los alcahuetes, las prostitutas y centenares de curiosos se reunían en los tenderetes, donde vendían cerveza y vino para comprar y vender las más variadas mercaderías, charlar o sencillamente disfrutar de las últimas horas del mercado. El magistrado pasó de largo y siguió hasta más allá de las casas y los tinglados de los muelles, donde comenzaba un camino fangoso que cruzaba los cañaverales de papiro. Amerotke hizo una pausa para mirar hacia la necrópolis, limitada por los acantilados de granito de colores y de piedra caliza que marcaban el comienzo del valle de los Reyes. Cerró los ojos mientras acariciaba el anillo de Maat. Presentía el peligro; el sacerdote del culto de la diosa serpiente quizá tenía una información valiosa y debía acudir a la cita, pero así y todo rezó para que Maat le permitiera regresar sano y salvo.