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Dejo a Sam en el colegio, hablo con la señora Corrie, su maestra, sobre la fiesta navideña, y acuerdo con ella que haré unas cuantas hornadas del único plato que se me da bien: el pastel de calabacín. Lo mío no es la cocina, ya se ha dicho. La receta es prácticamente la misma que la del pastel de plátano pero, por la razón que sea, a la gente le impresiona muchísimo más.

—¿Cómo está Kate? —me pregunta discretamente la maestra de Sam, moviendo los labios sin voz.

—Bien —contesto, sin voz también.

Anoche llamé al hospital y me dijeron que, si no surgía ningún contratiempo, le darían el alta a lo largo del día de hoy. Al expresar yo mi preocupación por su estado de ánimo, me dijeron que ya habían evaluado el caso y le sería asignada una asistente psiquiátrica para que le hiciera compañía en su domicilio durante la convalecencia.

La señora Corrie me pregunta cuándo creo que Kate «volverá a la normalidad». Subtexto: ¿estará en condiciones de echar una mano en la fiesta navideña o no? Absurdo insinuarlo siquiera, teniendo en cuenta que Lucinda sigue desaparecida, y el estado en que se encuentra Kate en estos momentos. Pero comprendo que lo pregunte, porque sin su ayuda están perdidos.

Kate es el pilar de todos los festejos para recaudar fondos que organiza el colegio. Sin ella, la fiesta navideña será un desastre. Nadie colaborará según lo prometido. Nadie llevará los premios, el vino, los pasteles, los juegos. No se hará nada sin el amable acicate de Kate. Tal y como están las cosas, lo más probable es que la fiesta acabe costando dinero incluso.

Hace un día tan gris como aseguraron. Y tan templado. La temperatura ha subido notablemente y no necesito los guantes, ni el gorro. El tubo de escape del coche sigue petardeando, pero hago oídos sordos. Tendrá que esperar.

Cuando llego al trabajo, Lorna me cuenta que ha actualizado la página web y que han dejado un mensaje telefónico en el contestador avisando de que nos traerán de vuelta a Bluey a última hora de la mañana. Ya han tomado las muestras que necesitaban. Y hay otro mensaje: un mensaje embarullado de una mujer de Grasmere que suena desesperada (además de borracha). Dice que quiere que vayamos a recogerle un perro, urgentemente, porque sus circunstancias han cambiado, y que ella no puede venir a traérnoslo porque la grúa se le ha llevado el coche. Es un doberman.

—¿Le has devuelto la llamada? —le pregunto a Lorna.

—No responde. Se habrá caído redonda. Pero ha dejado una dirección. ¿Piensas subir por allí?

—Según vaya la mañana.

—No te lo tomes a mal, pero pareces cansada.

—Digamos que no ha sido la mejor semana de mi vida.

—¿Quieres que me acerque yo? —se ofrece Lorna.

—No te preocupes —respondo con una sonrisa—. Prefiero echarme a la carretera que limpiar perreras… lo siento.

—Por probar nada se pierde.

Lorna se ha teñido otra vez el pelo con henna y el tinte le ha manchado la piel por detrás de las orejas y la nuca. No digo nada. Tiene las uñas marrones también.

—¿Qué tal está tu amiga? ¿Han encontrado ya a su hija? —Digo que no con la cabeza—. Tiene que ser horrible —añade, y siento que algo se agita levemente en mi interior.

Me quedo abstraída mirando la puerta.

—Lisa, ¿te encuentras bien? —me pregunta Lorna preocupada.

—¿Qué? Sí —respondo enseguida—. Tengo que ocupar la mente cuanto antes, eso es todo. ¿Cómo están esos gatitos?

—Solo ha sobrevivido uno. Ya lo he bautizado: se llamará Campeón.

—Muy apropiado —le digo, y voy hacia la trastienda para ocuparme de él y ver si puedo darle algo de comer con la jeringuilla.

Al entrar veo que Lorna ha metido a los dos últimos gatitos en una bolsa de plástico para luego tirarlos al contenedor, y oigo los débiles maullidos de Campeón.

Me agacho para meter la mano en la jaula y lo cojo. Tiene el lomo negro azabache, el pecho y el vientre blancos y un pequeño triángulo de pelo negro bajo el mentón. Parece un diminuto James Bond vestido de esmoquin. Ronronea entre mis manos. Lo examino a ver si tiene pulgas y enseguida encuentro dos. Agarro la lendrera para quitárselas antes de ponerme con la jeringuilla. Este sobrevive, me digo.

Le inspecciono las encías —saludablemente sonrosadas— y los ojos le brillan.

—Tú no te me mueras, ¿eh? —le digo, y él se me queda mirando con sus picarones ojazos bien abiertos.

Un momento después siento que el móvil me vibra en el bolsillo y miro la pantallita. Veo que es un mensaje de Kate y me da un vuelco el corazón.

«Gracias por salvarme la vida. ¡Qué haría yo sin ti!», dice el mensaje simplemente.

«¡Para lo que gustes!», le contesto, y suspiro.

Seguramente ya va de camino a casa.