30

Estoy en casa, en la ducha, lavándome el cuerpo tras el contacto con el de Kate. He puesto la ropa a lavar en un ciclo con agua bien caliente y Joe está sentado en el váter (vestido, con la tapa bajada), elucubrando sobre el ánimo de Kate.

Tengo los nervios a flor de piel todavía; mis extremidades no me responden como debieran. Al agacharme para enjabonarme las piernas, casi resbalo y me caigo.

En casa no tenemos ducha propiamente dicha, nos duchamos en la bañera, que es muy útil para lavar a los perros cuando vuelven de su paseo cubiertos de excrementos de zorro, pero no tiene el clásico relieve rugoso y antideslizante de los platos de ducha. Y en este momento no me vendría nada mal. El mes pasado tuve que tirar la alfombrilla de la bañera al darme cuenta de que la parte de abajo se estaba transformando en un auténtico experimento biológico.

—¿Fergus llegó a ver a su madre inconsciente? —me pregunta Joe.

—No, me las ingenié para que no saliera de su habitación hasta que se la llevaron en la ambulancia.

—Pobre chaval. Va acabar todavía más rarito de lo que es.

—¡Joe! —le reprendo.

—¿Qué? Tú eres siempre la primera en decir que es rarito.

—Sí, lo es… pero aun así… —Cierro el grifo—. Pásame la toalla, anda.

Joe se levanta y recorre mi cuerpo desnudo con la mirada.

—Qué buena estás, Lise —dice en voz baja y despliega la toalla ante mí. Luego me envuelve en ella y me besa la frente mojada—. No se te ocurra nunca hacer una cosa así. No podría vivir sin ti, Lise. Ninguno podríamos.

—No tengo intención —le digo y le beso en la boca.

Su cuerpo, como de costumbre, responde de inmediato.

—¿Tienes ganas? —me susurra, inesperadamente.

—No tenemos tiempo…

—Claro que lo tenemos.

—No me parece oportuno, tú y yo aquí liados en el cuarto de baño y Kate mientras en pleno lavado de estómago.

—No tenemos por qué contárselo —dice, insuflándome su cálido aliento en la boca—. Además, esta mañana le has salvado la vida. Seguro que nos lo perdonaría… Si lo piensas bien, de hecho está en deuda contigo…

Joe desliza los dedos bajo la toalla. Sus manos se posan bajo los pliegues de mis nalgas.

—Pero si Lucinda estuviera aquí, Kate no se habría tomado esas pastillas, Joe, y eso es todo culpa mía, además…

Pese a las protestas, mi voz suena cada vez más entrecortada.

—Lo necesito, nena —dice atrayéndome con fuerza hacia sí mientras la toalla cae al suelo.

Desliza la lengua entre mis labios. Estamos apretados el uno contra el otro.

—Vale —digo—. Vale, pero tendremos que darnos prisa.

—Eso está hecho —dice él, desabrochándose el cinturón de los vaqueros.

Me vuelve de cara a la bañera. Me levanta la pierna derecha y dejo un pie apoyado en el borde de la bañera y, como sé que no tengo estatura suficiente para esa postura, echo el peso hacia atrás. Luego busco apoyo con el pie izquierdo sobre la puntera de acero de su bota.

Lo siento dentro de mí y espiro. Dejo escapar un hondo suspiro y casi me desplomo contra él. Siento un alivio sobrecogedor y gimo, sujeta con firmeza entre sus brazos. Gracias a Dios, todavía me desea. Pese a lo que le hecho, todavía me desea.

Momentos después, se me ocurre que vista desde cierto ángulo podría parecer una niña, una niña pequeña que está aprendiendo a bailar con los pies apoyados sobre los zapatos de su padre.

Bueno, hasta cierto punto, vaya.

Bajo a la cocina, con los muslos temblequeando como si llevara dos horas haciendo estiramientos en la máquina tensora del gimnasio, y oigo que suena el teléfono. Agarro el auricular justo en el momento en que mi voz salta en el contestador automático: «Hola, ahora mismo no estamos en casa, si quieres dejar…».

—¿Diga? —contesto sin resuello, aturullada—. Soy yo…

—Lisa, acabo de llamarte al trabajo, pero me han dicho que aún no habías llegado.

Es mi madre.

Se niega a llamarme al móvil, por no gastar. Antes prefiere telefonear al pueblo entero intentando localizarme que soltarle veinte peniques a British Telecom.

—Me he retrasado porque…

—Da igual —dice, interrumpiéndome—. ¿Te has enterado? Han detenido a Guy Riverty, y…

—¿Qué?

Pronuncia las palabras lentamente, como si hubiera mala conexión.

—Que han… detenido… a…

—Sí, sí, ya te he oído. Pero ¿por qué? ¿Por qué lo han detenido?

Da una calada honda al cigarrillo. Las primeras palabras salen entrecortadas porque habla exhalando el humo a la vez.

—El porqué no lo sé. Marjorie Clayton había ido a entregar medio cerdo a la casa de enfrente y ha visto como se lo llevaban. Puestos a adivinar, para mí que piensan que ha tenido algo que ver con la desaparición de su hija.

—No, no puede ser, yo…

Me interrumpe de nuevo, justo cuando iba a contarle cómo había encontrado a Kate a primera hora.

—Siempre, siempre es el padre —afirma mi madre, en un tono de voz triunfal—. No sé por qué la policía no lo detuvo en un primer momento, en vez de perder el tiempo. Podrían haberse puesto a…

La voz se apaga.

No tiene ni idea de qué podría haber hecho la policía, pero eso no le impide opinar.

—¡Dios mío! —exclamo.

Entonces oigo que Joe baja por las escaleras.

—¿Qué ha pasado? —pregunta moviendo los labios sin voz mientras se sube todavía los pantalones.

En el rostro lleva esa mirada alelada de profunda satisfacción que solo puede deberse al sexo. Ahora mismo podría pedirle que hiciera lo que fuera y probablemente me diría que sí. Supongo que ya lo ha hecho.

Dejo a mi madre con la palabra en la boca.

—Un segundo, mamá, que está aquí Joe… —Tapo el auricular con la mano—. Han detenido a Guy —le digo.

Las cejas de Joe se disparan hacia arriba.

—¿Joe? —oigo decir entretanto a mi madre—. ¿Qué hace en casa? ¿Por qué no está trabajando?

—Pues porque no —contesto cortante—. ¿Qué más te ha contado Marjorie?

Marjorie tiene una granja en Troutbeck. La mujer se pasa la vida quejándose de lo duro que es hoy día vivir del campo, pero bien que puede costearse un flamante Land Rover Discovery de siete plazas. Hacen una pareja de lo más extraña, ella y mi madre. Mi madre sí es cierto que no tiene ni un céntimo, pero ni se le ocurre cuestionar la supuesta pobreza de su amiga Marjorie.

—Dice Marjorie que Guy Riverty iba hecho una furia.

—No me extraña… ¡Dios mío! —exclamo, sacudiendo la cabeza.

—¿Qué pasa? —dice Joe, moviendo de nuevo los labios sin emitir sonido alguno.

Tapo el auricular una vez más.

—Que está enfadado —susurro, y Joe levanta la vista al cielo como diciendo: «No jodas».

—A su mujercita no le va a hacer ninguna gracia —dice mi madre.

—Kate ha intentado suicidarse esta mañana. He sido yo quien la ha encontrado.

La oigo sofocar un grito.

—Pues entonces tiene que ser verdad —dice un segundo más tarde.

—¿Qué tiene que ser verdad?

—Que fue él quien secuestró a su hija. ¿Por qué iba a querer esa mujer quitarse la vida si no?

—Pues porque ayer desapareció otra adolescente, por ejemplo. O porque quizá al enterarse pensara que su hija ya no iba a regresar. —Le contesto con aspereza—. No juzgues tan fácilmente, mamá.

—No iba a dejar huérfano al pequeño —replica mi madre cortante.

—¿Y tú qué sabes? ¿Qué sabemos nadie?

—Esa mujer no haría algo así.

—Yo sé que yo no haría una cosa así, pero no sé lo que haría ella, y tú tampoco. Mira, la verdad, lo último que necesito en este momento es que te me pongas en plan cotilla.

—¿Y cómo es que la has encontrado tú y no su marido? —pregunta.

Callo un instante.

—Porque Guy no estaba en casa —respondo a regañadientes.

—¿Y dónde estaba?

—No lo sé.

Mi madre resopla con sorna.

—Pues, mira, si quieres que te dé un consejo, yo no me acercaría ni loca a esa casa. Y desde luego no me presentaría allí sola. A saber qué tejemanejes se traen. —Viendo que no hago comentarios, añade—: De todos modos, Marjorie dice que Guy Riverty es un grosero y un arrogante.

—Ella también es una grosera y una arrogante.

—Te voy a colgar.

Oigo el clic al otro lado, y entorno los ojos. No sé por qué, pero no puedo pensar con claridad, no consigo poner orden en mis pensamientos y analizarlos uno tras otro. Me cuesta un esfuerzo sobrehumano.

Kate ha intentado suicidarse.

Guy está detenido en comisaría.

Lucinda sigue desaparecida.