31

Antes de pasar a la sala de interrogatorios, la agente Joanne Aspinall se detiene un instante para componer el semblante. Entra en la sala con rostro inexpresivo y aire de serena eficiencia. El agente Colin Cunnigham ya está dentro con Guy Riverty, pero será ella quien conduzca el interrogatorio.

Joanne toma asiento frente a Guy y advierte con exasperación que tendrá que recolocarse la tira izquierda del sujetador. Le roza sobre una zona donde ya tiene la piel levantada, y se le está clavando de mala manera.

Presiente que el gesto va a malograr el aire de profesionalidad del que pretendía hacer gala; y no se equivoca. Al introducir el índice derecho por dentro de la blusa, repara en la sombra de desdén que atraviesa fugazmente el semblante de Guy Riverty antes de que aparte la mirada.

Ofendida, Joanne está en un tris de tomárselo a pecho, pero enseguida se recuerda a sí misma que es lógico que su persona despierte repulsa en Guy Riverty. A él le gustan las mujeres flacas. Flacas y de trece añitos como mucho.

Por primera vez desde el comienzo de la investigación, a Joanne se le ocurre preguntarse si será casualidad que su mujer, Kate, sea también delgada en extremo, que sea una mujer con cuerpo de niña.

Joanne deja sus notas sobre la mesa y reprime una sonrisa. Acaba de recordar un chiste perversamente cruel que oyó el otro día sobre Victoria Beckham que decía algo así como: «Victoria es tan flaca que no puede bañarse con el agua demasiado caliente o se convierte en caldo».

Guy Riverty está retrepado en la silla, con un pie cruzado sobre la rodilla opuesta, haciendo alarde de hastío y exasperación.

La espesa mata de pelo le cae hacia un lado, apartada de la cara. Es un peinado de niño guaperas demasiado juvenil para su edad, pero que quizá surta efecto con ciertas mujeres, piensa Joanne.

Lleva la misma ropa con la que Joanne lo vio por la mañana: pantalones de pana color beige, jersey negro de punto fino y cuello alto, además de botines negros. Ha dejado la chaqueta sobre el respaldo de la silla. Si no fuera porque tiene cara de haber pasado mala noche, parecería el Santo. La mirada de Joanne se posa en un pegote rojo con aspecto sospechoso que hay en el muslo derecho de Guy.

La actitud del señor Riverty es distinta por completo a la de hace dos días, cuando Joanne habló con él por primera vez. Entonces se mostró nervioso y alterado, pero totalmente dispuesto a colaborar. A hacer lo que fuera con tal de recuperar a su hija. Joanne recuerda haber pensado que de haberlo sorprendido con algún ruido habría pegado un bote en el asiento como un gato espantado. Tenía los nervios a flor de piel.

Ahora, sentado frente a ella, irradia tranquilidad y chulería, un talante nada característico de quien en breve va a ser interrogado. Su actitud molesta un tanto a Joanne, la pone más en guardia todavía.

—Muy buenas, señor Riverty.

Él levanta la palma de la mano, como respondiendo con sarcasmo a su saludo pero sin mudar el impasible semblante.

—Supongo que ya le habrán dado algo de beber, ¿no?

—Un café —responde, entre bostezos—. Asqueroso, por cierto.

—Tendrá que disculparnos —dice Joanne—, hemos agotado las reservas de lattes descremados. Vamos a ver, señor Riverty, no se le ha detenido oficialmente, pero sabrá que vamos a proceder a la grabación de este interrogatorio, ¿verdad?

Guy asiente con la cabeza y mira con desdén a Joanne.

—¿Se puede saber qué hago aquí perdiendo el tiempo con usted mientras mi mujer se debate entre la vida y la muerte en el hospital?

Joanne extrae el capuchón del bolígrafo y hojea deliberadamente las notas que ha desplegado sobre la mesa. Sin levantar la mirada, le dice:

—Creo que ya ha sido usted informado de que se espera una recuperación completa de su esposa, la señora Riverty, de manera que, de hecho, no está debatiéndose entre la vida y la muerte.

Joanne levanta la mirada de la mesa.

—Tengo la certeza de que se pondrá bien —añade sonriente—. Bien, procedamos entonces con…

—¿Qué pasa si me niego a contestar a sus preguntas?

—Que no podremos eliminarlo de la investigación con la rapidez necesaria para que acuda al hospital a ver a su mujer. O para regresar a casa y cuidar de su hijo. Sería una lástima que confundieran de nuevo al pequeño con un cambio de planes, ¿no le parece? Ya ha sufrido bastante estos últimos días… Es un crío reservado, ¿verdad?

Guy repasa a Joanne de arriba abajo con la mirada.

—Proceda.

Joanne sonríe satisfecha.

—¿Tiene algún inconveniente en que le confisquemos el teléfono móvil?

El señor Riverty introduce la mano en el bolsillo de la chaqueta y desliza el móvil sobre la mesa en dirección a Joanne.

—A efectos de esta grabación —declara Joanne—, dejo constancia de que el señor Riverty entrega su teléfono móvil a la agente Aspinall. ¿Algún inconveniente en que se proceda al registro de su domicilio?

Guy niega con la cabeza.

—Ninguno.

—Bien. De acuerdo. Empecemos, entonces.

Guy extiende las palmas sobre la mesa.

—Adelante.

Bolígrafo en mano, Joanne le pregunta:

—¿Diría usted que es feliz en su matrimonio, señor Riverty?

—¿Cómo?

—Que si son felices en su matrimonio, usted y la señora Riverty.

—¿Y a usted qué coño le importa? —contesta mirándola fijamente.

—¿Quiere usted a su mujer?

—¿Y eso qué tiene que ver con nada de todo esto?

Joanne aguarda. Sostiene su mirada.

—Sí, la quiero —contesta secamente—. Claro que la quiero.

—¿Qué razón, según usted, podría tener su mujer para haber intentado suicidarse esta mañana?

Guy arrastra la silla hacia atrás, haciendo ademán de levantarse.

—No pienso contestar a más gilipolleces.

Joanne prosigue implacable.

—No me gustar perder el tiempo con preguntas irrelevantes, señor Riverty. Mi tiempo es tan valioso como el suyo. Más, de hecho. Sobre todo cuando la vida de dos chicas está en peligro… De modo que si no le importa…

—¿Qué tiene que ver esto con la búsqueda de mi hija?

Joanne arquea una ceja sin apartar la mirada.

—Responda a la pregunta, si es tan amable.

—No tengo ni la menor idea de cuál ha podido ser el motivo —dice—. No ha dejado ninguna nota. Creo que es a ella a quien debería preguntárselo.

—Eso me propongo hacer. Pero antes me gustaría conocer su opinión al respecto. ¿Habían discutido, tal vez?

—Sí, pero no por eso.

—Entonces sabe por qué lo hizo.

—Yo no he dicho eso. Solo digo que no ha sido a consecuencia de una discusión. Somos un matrimonio, lo raro sería que no discutiéramos. Nuestra hija está desaparecida. Es un infierno vivir así. Todo el día con el alma en vilo. Lo raro sería que no discutiéramos. Kate está hecha polvo, no puede más… —Luego sacude la cabeza—. ¿Qué estoy diciendo? Es natural que esté desbordada… ¿quién no lo estaría en una situación así? Nadie.

—¿Por qué cree que lo hemos traído a comisaría para tomarle declaración?

Guy se encoge de hombros.

—Ignoro por completo en qué estarán pensando. Pero sospecho que no tienen ni puta idea de dónde está mi hija, ni tampoco del paradero de la otra adolescente desaparecida, o sea, que están desesperados. Quieren dar la impresión de que están haciendo algo…

Joanne se salta dos páginas del bloc de notas que tiene delante. Intenta disimular, porque la situación, en efecto, empieza a ser desesperada.

—Su esposa le proporcionó una coartada para ayer por la tarde, ¿no es cierto?

—No sé por qué me lo pregunta si ya lo sabe. Ya hemos hablado de esto no sé cuántas veces… tantas, que he perdido la cuenta.

—¿Dónde estaba usted ayer noche?

—En casa.

—¿Está usted seguro?

—Sí, estoy seguro.

—¿Y esta mañana, cuando la señora Kallisto ha encontrado a su mujer inconsciente?

—Estaba fuera.

—¿Dónde?

—No viene al caso.

Joanne ladea la cabeza.

—Yo creo que sí.

—¿Estoy obligado a responder?

—No, pero…

—Entonces no responderé.

—Señor Riverty, permítame que se lo explique de nuevo: en este momento, no está usted detenido oficialmente. Pero esa circunstancia puede cambiar en este mismo instante si decide no colaborar con la investigación. De usted depende. Pero yo en su lugar me ahorraría muchos disgustos, no digamos ya mala prensa, y contestaría a las preguntas que le estoy formulando.

—Para detenerme necesitan acusarme de algo. ¿De qué pretende acusarme, agente?

—Sabrá usted que podemos mantenerle aquí retenido sin necesidad de una acusación previa, ¿no es cierto?

Guy la mira fijamente, impertérrito.

—Lo sé. Pero, si es así como piensa proceder, entonces más vale que disponga lo que se va a hacer con mi hijo. Porque Fergus estará esperando que alguien vaya a recogerlo al colegio.

El rostro de Joanne no registra su intento de confundirla. Riverty pretende apelar a su sentido maternal, una táctica poco habitual en un sospechoso, aunque tampoco inusitada.

Lo más habitual es que reaccionen soltando improperios al ser interrogados. Joanne está acostumbrada. Es algo que espera. La han llamado de todo. Y a menudo los peores insultos salen por boca de las mujeres. Mujeres a las que nunca imaginarías capaces de generar tanto odio contra otra mujer.

A Joanne ya nada la sorprende. En un trabajo como el suyo, hay que vérselas con la escoria de la sociedad. Siempre las mismas familias, las mismas caras, los mismos problemas, una y otra vez. Nada de eso la afecta. O al menos eso procura demostrar.

Tapa el bolígrafo con el capuchón y se yergue en el asiento.

—La responsabilidad de disponer quién recoge a su hijo del colegio sigue siendo suya, señor Riverty. ¿Desea que se interrumpa el interrogatorio para hacer alguna llamada?

Joanne hace una pausa, esperando una respuesta. En vista de que el sospechoso no responde, añade:

—La verdad es que me vendría bien un café, así que quizá sea el momento de interrumpir la sesión.

Guy no abre la boca; se limita a entornar los ojos ligeramente tratando de disimular su ira.

Joanne empuja el teléfono hacia él y se levanta de la silla.

—Tómese el tiempo que necesite —dice—. No hay prisa, tenemos todo el tiempo del mundo. Iré a tomarme uno de esos asquerosos cafés. —Y añade, como de paso—: Ah, tal vez le interese ponerse en contacto con su abogado, así mata dos pájaros de un tiro…

Joanne recoge sus papeles, intercambia una mirada con el agente Cunningham y al salir al pasillo casi se da de bruces con Cynthia Spence. Cynthia forma parte del personal civil y ha sido contratada por la comisaría para que eche una mano al desbordado departamento de investigación. En otro tiempo había formado parte del Cuerpo y ahora presta su ayuda a la Policía de Cumbria en los interrogatorios protocolarios.

Joanne ha trabajado con Cynthia en varios casos. Es una profesional muy competente.

—¿Qué?, ¿ha cantado? —pregunta Cynthia, señalando con la cabeza hacia Guy Riverty.

Joanne se aleja del delgado rectángulo de cristal ignífugo que hay en la puerta, apartándose del campo de visión de Guy Riverty.

—No suelta prenda —responde Joanne—. Se niega a contármelo todo.

—¿Lo has dejado solo un rato a ver si recapacita?

—He tenido muy buena maestra, Cynth.

Cynthia lanza una rápida ojeada a Guy.

—Déjalo ahí dentro como mínimo media hora.

—¿Tanto?

—Fíjate en lo inquieto que está ya. Sospecho que no es una persona acostumbrada a esperar. Y desde luego no es de los que fingen echar una cabezadita sobre la mesa; últimamente me ha tocado bregar con varios así. Si lo dejas ahí dentro un buen rato, acabará soltando lo que quieras.

Alguien rompe a reír a carcajadas al otro extremo del pasillo, y al volverse, Joanne y Cynthia ven a dos administrativas colgando unas tiras de espumillón en torno a la puerta de su despacho. Una está subida a una escalera de mano, con la mano metida entre las piernas y partiéndose de risa. La otra hace girar unas bolas navideñas como si las llevara pegadas a los pezones. Cynthia sacude la cabeza en dirección a ellas con indulgencia y se despide de Joanne diciéndole que ya se pondrán al día más tarde.

Joanne va a por su café de máquina y se deja caer un momento por el despacho de Ron Quigley, solo para saber si ha surgido algo nuevo en su ausencia.

Ron está hablando por teléfono, con aspecto atribulado. Le hace una seña a Joanne con la palma de la mano para que no lo interrumpa pero le indica que no se vaya. Ha ocurrido algo. Algo importante. Ron anota una dirección y asiente con la cabeza mientras recibe instrucciones.

—¿Y a qué hora ha sido? —pregunta—. Ya, ya… entiendo. Voy para allá ahora mismo, inmediatamente.

Traza un círculo en el aire con el índice, indicando que casi ha concluido la conversación. Ron Quigley no suele alterarse tan fácilmente y Joanne siente un repentino cosquilleo de ilusión a la vez que un inminente temor. Es raro que a estas alturas las novedades traigan buenas noticias. Confía en que no haya desaparecido otra adolescente más, en primer lugar porque sería una tragedia, naturalmente. Pero, además, porque no le quedaría más remedio que dejar en libertad a Guy Riverty, puesto que esta vez tendría la coartada perfecta: ella misma lo estaba interrogando.

Ron cuelga el auricular y arranca la hoja del bloc donde ha tomado sus notas.

Antes de dirigirse a Joanne, inspira profundamente.

—La chica número tres ha aparecido. Las circunstancias son idénticas: fue abandonada en Bowness, no tiene idea de dónde está y cree haber sido violada. Puede que repetidas veces. No la han encontrado en muy buen estado.

Ron habla con la mandíbula tensa. Le cuesta escupir las últimas palabras.

—Entonces ¿qué ha sido de la número dos? —pregunta Joanne—. ¿Qué pasa con Lucinda Riverty? Si la uno y las tres están de vuelta, ¿qué hay de Lucinda?

—Gran misterio —dice Ron con semblante sombrío—. Tenemos reunión con el inspector jefe dentro de cinco minutos, quizá arroje alguna luz sobre el asunto.

—Y mientras, ¿qué hago con Guy Riverty?

—¿Sigue en la sala de interrogatorios?

Joanne asiente con la cabeza.

—¿Ha soltado ya dónde estaba esta mañana?

—No, dice que no guarda relación con la investigación.

—¿Que no guarda relación? —Ron ladea ligeramente la cabeza—. Pues entonces deja al cabrón que espere.