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Joanne Aspinall, agente de la Unidad de Investigación, está casi llegando a la comisaría cuando recibe el aviso sobre la desaparición de la niña. Una adolescente de trece años. Una niña no precisamente con mucho mundo. Joanne se pregunta hasta qué punto se puede tener nunca mucho de eso. ¿Y qué si hubiera sido una adolescente espabilada? ¿Acaso habría cambiado algo que estuviera acostumbrada a manejarse sola por la vida? ¿Le restaría eso urgencia al caso?
Una desaparición es una desaparición. No debería haber ninguna diferencia.
Al ver la foto, sin embargo, Joanne siente un escalofrío. Es cierto que la niña aparenta menos edad de la que tiene. Hasta un punto asombroso incluso. Además, debe reconocer, aunque solo sea para sus adentros, que las adolescentes que pingonean por ahí con sus Wonderbra y sus botas de caña alta por lo general siempre terminan por hacer aparición. Esas suelen volver a casa avergonzadas y contritas, apesadumbradas y asustadas, deseando no haber infligido un tormento así sus padres. Porque en realidad lo único que pretendían fugándose era demostrar que eran capaces de hacerlo.
Joanne tampoco era tan distinta de joven. También ella se había marchado de casa, también ella le había gritado a su madre que ya tenía edad para cuidar de sí misma, desesperada porque se la tratara como a una persona madura. Cuando madurez precisamente era lo que menos tenía.
Es extraña esa confianza en sí mismas que de pronto adquieren las niñas a esa edad, piensa Joanne, y decide que a los niños esa confianza suele sobrevenirles más tarde. Más o menos en la frontera de los dieciséis. De pronto se ponen gallitos, y te encuentras con que chavales que nunca se habían metido en líos de buenas a primeras empiezan a causar problemas.
Justo la semana anterior había llegado una circular a la comisaría: el ejército buscaba jóvenes cuya vida pudiera «dar un giro completo con la orientación adecuada».
Añadía: «Podrían tener mucho que ofrecer al Ejército británico». Qué duda cabe, pensó Joanne. Lamentablemente, el instinto de supervivencia brilla por su ausencia entre los jóvenes; están dispuestos a lanzarse a la batalla tan campantes, convencidos de que son infalibles, indestructibles. No era de extrañar que el puñetero ejército intentara captarlos.
Tras un rápido vistazo al atestado sobre la desaparición, Joanne se dirige al domicilio de la niña. Conoce la casa. Antiguamente había sido una rectoría, antes de que la Iglesia la pusiera en venta. Demasiado grande y costosa de calentar para el clero.
La familia no es conocida de la policía; pocos habitantes de Troutbeck lo son. No es una población de esas.
Joanne tiene pocos delitos graves a los que enfrentarse en la jurisdicción del Parque Nacional. Es una de las zonas más seguras para vivir de toda Gran Bretaña. Todo el mundo se conoce de vista, por lo que es difícil esconderse si uno la pifia, se carga a alguien o comete alguna ilegalidad.
La gente viene a vivir aquí buscando una vida mejor, mejor para sus hijos. Y, en consecuencia, generalmente no se hacen notar. Procuran no incordiar al prójimo. Se consideran unos privilegiados por vivir aquí y hacen todo lo posible para asegurarse de seguir siéndolo.
Aunque no es fácil mantener una residencia en esta zona.
El precio de la vivienda se ha disparado, y no existe tejido industrial de ningún tipo. Si quieres instalarte en esta comarca, más vale que cuentes con un buen modo de ganarte la vida, de lo contrario no vas a durar mucho aquí. Los que llegan con la idea de abrir un coquetón saloncito de té, una floristería o un taller artesanal se quedan con un palmo de narices al darse cuenta de que no les llega para pagar la hipoteca.
Joanne ha observado que los recién llegados hacen gala de ser «de la comarca» en cuanto llevan a lo sumo un par de años residiendo aquí. Lo dicen como si fuera motivo de orgullo. Nunca acabará de entenderlo. Ella es de aquí de toda la vida. Pero no está segura de que eso sea algo de lo que enorgullecerse.
Su madre y la tía Jackie dejaron atrás Lancashire para venirse a vivir al Distrito de los Lagos cuando eran jóvenes, con la idea de trabajar como camareras de hotel, y Jackie se mofa de que la acepten como alguien «de la comarca».
—¿Yo de la comarca? —dice burlona—. ¿Para qué? Qué poco sentido del humor…
Joanne se aproxima a la casa de los Riverty y reduce la velocidad.
La hija de los Riverty no es la típica adolescente que se fuga de casa. Salta a la vista. No, Lucinda Riverty no es en absoluto de esa clase de niñas.
Joanne se ajusta el sujetador y se apea del coche, pensando que antes, cuando era una agente de policía uniformada, al menos le salía la ropa gratis. Ahora encontrar un atuendo profesional adecuado le lleva tanto tiempo como el papeleo burocrático. Y con su desorbitada talla 100, copa J, de sujetador, es complicado encontrar blusas y camisetas con las que no parezca un tonel.
Se sube la cremallera de la parka y cruza el jardín delantero de la casa de los Riverty, consolándose al pensar que al menos podrá llamar tranquilamente a la puerta sin temor a que la confundan con una stripper a domicilio disfrazada de poli.
Cosa harto improbable dadas las circunstancias, en cualquier caso.
—¿Señora Riverty?
La señora dice que no con la cabeza.
—Soy su hermana, Alexa. Pase, están todos dentro.
Joanne le muestra fugazmente su tarjeta de identificación policial, pero Alexa no le echa ni un vistazo. Tampoco le pregunta quién es; nadie se preocupa por esas cosas en momentos así. Te franquean la entrada sin pensárselo dos veces, no tienen tiempo que perder.
Están castigándose ya por los segundos desperdiciados hasta el momento. Cuando supieron que pasaba algo raro, que pasaba algo malo, cuando empezaba a mascarse la tragedia.
Alexa le indica con un gesto que avance hacia delante y a la derecha. Joanne cruza el umbral y se limpia los zapatos en el felpudo del recibidor. Tiende la vista hacia el frente: paredes pintadas en sobrios tonos pastel, escaleras enmoquetadas con estera de algas naturales, elegantes retratos en blanco y negro de los niños salpicados aquí y allá. Joanne se fija en la foto de una niña de unos cinco años vestida de bailarina, con un ramillete de tulipanes en una mano y un bolsito de tela colgado de la muñeca: supone que será Lucinda.
La estancia está ya abarrotada, algo también habitual en estas circunstancias. Todo el mundo acude de inmediato. La familia en pleno, los amigos. Gente que viene a hacer compañía, a acompañar la espera.
Joanne ya está acostumbrada. Acostumbrada a los semblantes que la reciben, expectantes a la par que confusos. ¿Quién es esa de la parka negra? ¿Qué viene a hacer aquí?
—Soy Joanne Aspinall, agente de la Unidad de Investigación —anuncia.
Siempre es mejor presentarse con el título completo. Las mujeres, particularmente, no saben muy bien cómo reaccionar ante una mujer policía vestida de paisano. ¿Ha venido para consolar a la familia? ¿Para preparar el té? Será un familiar… Seguro que no es policía de verdad.
No están seguros. Mejor presentarse formalmente y explicar cuál es el motivo de su visita desde un principio.
Las miradas se apartan de Joanne y se dirigen hacia una señora rubia con aspecto desconsolado que está sentada en el centro de un desvencijado sofá color marrón topo.
Es el cuarto de juegos de los niños. La habitación donde van a parar los trastos viejos, las cosas que ya no tienen valor, que a nadie le importa si se estropean porque se derrame algún líquido encima o se manchen de rotulador.
En un rincón hay un televisor de hace cuatro años, y bajo él una pila de cajas de videojuegos: PlayStation, Wii, Xbox. Joanne ha oído hablar de todos ellos, pero como no tiene hijos, no sabría distinguir cuál es cuál.
La señora rubia hace ademán de levantarse, pero Joanne la detiene:
—No se levante, por favor. ¿Es usted la señora Riverty?
Y la señora asiente con la cabeza, solo levemente, y al hacerlo derrama sin querer la taza de té que tiene en la mano. Le tiende la taza al señor que está sentado a su lado.
Joanne vuelve la mirada hacia él.
—¿El señor Riverty?
—Guy —responde él, amagando una sonrisa, pero parece que hoy el rostro no le responde como debiera.
El señor Riverty se levanta del sofá. Hay angustia en sus ojos, y una congoja tremenda en su semblante.
—¿Ha venido para ayudarnos? —pregunta.
—Sí —responde Joanne.
Sí, para eso está aquí. Joanne está aquí para ayudarles.
Es la segunda adolescente que desaparece. Por eso la han enviado directamente al domicilio de la familia. Si Lucinda hubiera sido la primera en desaparecer, el interrogatorio preliminar hubiera corrido a cargo de la pareja policial de rigor. Pero la jefatura de Joanne trabaja conjuntamente con la de Lancashire en este caso, y tras la mala actuación policial en la investigación de varios secuestros al sur del país, se han disparado las alertas.
Hace dos semanas desapareció una adolescente en Silverdale, población perteneciente al condado de Lancashire, lindante con Cumbria.
Se llamaba Molly Rigg. Otra niña que aparentaba menos edad de la que tenía. Otra que «no tenía por qué desaparecer», como dijo el jefe de Joanne.
Molly Rigg no dio señales de vida hasta la caída de la tarde, a treinta kilómetros de su domicilio, cuando entró en la agencia de viajes de Bowness-on-Windermere.
Era noviembre, fuera llovía a cántaros y la agencia estaba repleta de clientes deseando escapar del mal tiempo; quizá con un pack «Todo incluido» a República Dominicana. Joanne lo había visto anunciado en el escaparate: 355 libras por persona (bebidas de marca aparte).
Molly entró en la agencia de viajes desnuda de cintura para arriba, sin idea de dónde estaba, ni de qué población era aquella. Escogió la agencia de viajes en particular porque le pareció que las personas que trabajaban allí dentro serían «gente maja».
Y lo fueron.
El director echó a la clientela lo más discretamente posible, mientras las dos pintarrajeadas barbies que atendían el mostrador tapaban a Molly con toda una serie de prendas propias. Cuando Joanne llegó a la agencia, se las encontró a las dos agarradas a Molly, protegiéndola con tanto empeño que su trabajo le costó despegarlas de la niña.
Una de ellas, Danielle Know, le contó que había levantado la vista de sus programaciones de vuelo y descubierto a Molly plantada en medio de la agencia, en silencio, con el agua de la lluvia chorreando por sus desnudos hombros y su joven torso, abrazándose el cuerpo y temblando.
Y que se quedó boquiabierta cuando Molly le preguntó, con toda serenidad y cortesía: «¿Podría llamar a mi madre, por favor? Necesito que me ponga con mi madre».
Molly declaró más tarde que un hombre con acento refinado, que hablaba como los personajes de la serie The Darling Buds of May, la había llevado a una habitación y la había violado repetidas veces. La madre de Molly era fan de dicha serie y solía ver las reposiciones que pasaban por el canal ITV3 los domingos por la tarde mientras Molly hacía sus deberes delante de la chimenea.
Joanne se pregunta hasta qué punto Kate y Guy Riverty estarán al corriente del caso de Molly. O hasta qué punto se habrían interesado por aquella pobre niña antes de verse en estas circunstancias, las peores, con su hija Lucinda desaparecida.
Kate Riverty le pregunta a Joanne si la desaparición de su hija podría estar relacionada con la misma persona.
—Mejor no pensar en eso ahora mismo —responde Joanne—. Por el momento no tenemos ningún indicio de que se trate del mismo individuo.
Evidentemente, no es eso lo que piensa. Pero sabe, por muy entera que la señora Riverty procure mostrarse, que ninguna madre estaría dispuesta a oír una verdad así.
Pero, por otra parte, tampoco desea especular con la posibilidad de que lo suyo haya sido un secuestro.
Cuando un hijo no vuelve a casa, los padres enseguida dan por sentado que ha sido víctima de un secuestro.
Mejor no sacar a colación las estadísticas. Mejor no hacer mención del número de adolescentes que se fugan de casa. Si se te ocurre insinuar que podría no tratarse de un secuestro, se monta el drama.
Joanne observa los desencajados rostros que la rodean. Lo último que desea es hacer un drama.