15
Acuesto a los niños y los arropo. Los pequeños comparten dormitorio, y tengo que abrirme paso de puntillas para no tropezar con el desbarajuste de cosas desperdigadas por el suelo: el control remoto de la Wii, piezas de Lego, deuvedés de los Simpsons (fuera de sus cajas), bolsas de patatas fritas. Tirada sobre la litera de arriba, donde duerme James, hay una toalla todavía húmeda.
—Buenas noches, cielo —le digo.
Tengo prohibido besarle.
—Buenas noches, mamá.
Me agacho y ajusto las mantas de la litera de abajo, donde está acostado Sam. Tiene los ojos engurruñidos y sonríe enseñando las encías. Aún no se le han caído los dientes de leche. Los tiene tan desgastados que parecen piñoncitos.
—Mami —dice sin abrir los ojos—, ¿tú te sabes alguna tabla de multiplicar?
—Alguna —le digo, y le doy un achuchón y un beso en la mejilla.
Todavía tiene los carrillos regordetes de bebé; intenta apartarse porque lo beso con demasiado ímpetu, con demasiada vehemencia.
Entro en el dormitorio de Sally y veo que está tumbada de lado, vestida todavía. Tiene la cara empapada de lágrimas y mirada de total desolación.
—Venga, Sal, tienes que dormir.
Ella asiente, pero no se mueve.
—Tengo miedo, mamá —me dice, y le digo que lo sé.
Y me abrazo a ella.
Cuando ya está más calmada, vuelvo al piso de abajo e intento llamar por teléfono a Kate de nuevo, pero tampoco hay respuesta. Recuerdo nuestra conversación de por la tarde y hago memoria por si hubiera mencionado que no iba a estar en casa esta noche. Y una vez más me admiro de su valía como persona.
¿Cómo es posible no echarle la culpa al prójimo en semejantes circunstancias? ¿De dónde sacará ánimos no ya para abrirme las puertas de su casa, sino para exonerarme de culpa por la desaparición de Lucinda?
No es la primera vez que Kate se abre a mí y me demuestra hasta dónde puede llegar su comprensión. Ni la primera que nos deja a todos a la altura del betún en comparación.
Nunca habíamos comentado lo de aquella noche, Kate y yo. El hecho de que me pillara con Adam, el marido de su hermana, en el suelo del cuarto de baño después de aquella velada.
Nunca me había sacado el tema ni me había pedido explicaciones.
Y, al principio, yo quería explicarme, tenía necesidad de hacerlo.
Al principio, pensaba que si no lo soltaba reventaba. Tenía que decirle algo, quería que se hiciera una idea de por qué había ocurrido, de cómo habíamos acabado en aquella situación. Pero cada vez que nos encontrábamos a solas y yo hacía amago de sacar el tema, ella respondía con evasivas. No se le puede llamar de otro modo. Kate eludía todos y cada uno de mis intentos de explicarme.
Así que, con el tiempo, desistí. A medida que fueron pasando los meses comprendí que ni ella ni Adam tenían intención de sacar a relucir lo de aquella noche, y yo aprendí a sepultarla en el olvido como habían hecho ellos. Seguí el ejemplo de Kate, capté la indirecta implícita: «Mejor olvidarlo».
Solo que yo, a diferencia de Kate y Adam, no conseguía olvidarlo. La culpa y la vergüenza me remordían la conciencia.
Joe notaba que me pasaba algo, pero lo achacaba al cansancio. Estuve en un tris de contárselo infinidad de veces. Pero justo cuando creía que no iba a poder aguantar más, que tenía que confesar, en el último momento me echaba atrás.
Quisiera pensar que la idea de destrozar nuestro matrimonio se me hacía demasiado dolorosa, y supongo que hasta cierto punto eso era. Pero en realidad es porque soy una cobarde, una cobarde que había salido muy bien parada gracias a que su amiga, por la razón que fuese, decidió no delatarla.
Al final, sin embargo, llegué a la conclusión de que tenía que hablarlo con Kate como fuera. Fue hace cosa de un año; estábamos las dos en el campeonato de natación del colegio, y no sé cuál debió de ser el detonante, pero de pronto no pude contenerme.
El ruido en la tribuna era ensordecedor. Estábamos rodeadas de padres, todos jaleando a voz en grito a sus pequeños. Fergus y Sam aguardaban junto a los demás compañeros al borde de la piscina, con los ojos saltones tras las gafas de natación y sus flacuchas y blanquitas piernas cada vez más amoratadas por el frío y la humedad.
—¿Por qué nunca le contaste a Alexa lo que pasó? —dije volviéndome hacia ella.
—¿Lo que pasó de qué?
—Ya sabes —respondí sibilina—. Aquella noche que estuvimos cenando en tu casa, cuando entraste y nos viste a Adam y a mí en el cuarto de baño.
Kate se puso seria, pero no apartó la vista de la piscina.
—Siempre que he intentado sacar el tema me has evitado. —Entonces bajé la voz y me incliné hacia su oído—. ¿Qué pensaste de mí, Kate?
Entre el griterío circundante, Kate me respondió simplemente:
—Pensé que te sentías sola.
—¿Eso es todo?
Kate ladeó la cabeza.
—¿Ya está? ¿Eso es todo lo que pensaste?
—Pensé que mi hermana te había provocado —añadió a regañadientes—. Que llevaba casi toda la noche provocándote, haciéndote sentir insegura, y que había hecho lo mismo con su marido… así que, inevitablemente, encontrasteis consuelo el uno en el otro.
La miré de hito en hito, sorprendida al oírla hablar de lo ocurrido aquella noche con tanta naturalidad.
—¿Por qué no te chivaste?
—Porque no hubiera soportado que tanto tú como él echarais a perder lo que tenéis… solo por un momento de ligereza. Habría sido injusto destrozar a dos familias por un desliz, y además, que no era a mí a quien correspondía ese papel… Si tú o Adam decidíais sacarlo a la luz era cosa vuestra. Pero no quería que ninguno de los dos os vierais obligados por mi culpa.
Luego volvió a mirar hacia la piscina.
—Gracias —dije yo tímidamente por toda respuesta.
Y nunca más volvimos a mencionar el episodio.
Echo un vistazo al reloj ahora y veo que pasan de las nueve. Agarro el auricular e intento una vez más hablar por teléfono con Kate. Finalmente, responde y me dice que ha tenido que ir a Booths, a comprar algo para la cena.
—¿Booths? —le digo—. ¿Has ido al supermercado? ¿Esta noche?
—Sí, Lisa. Pese a todo, hay que comer.
—Claro —mascullo—. Debería haberte llevado yo algo —le digo, y suena como el pobre gesto que es.
Kate le resta importancia, como si no la estuviera decepcionado en todos los sentidos habidos y por haber. Ahora que, pensándolo bien, ¿qué iba a llevarle? ¿Nuggets de pollo? Kate no le daría de comer esas porquerías a su familia ni en las peores circunstancias.
Suspiro.
—Kate, no te lo tomes a la tremenda —le advierto con cautela, y al ver que no reacciona, continúo; cuanto antes lo suelte, mejor—. Sally nos ha dicho hace un rato que cree que Lucinda podría haberse fugado con alguien. Alguien mayor que ella. Un hombre.
Sigue sin reaccionar.
—Kate, ¿estás ahí?
—Sí, te escucho —responde, y detecto claramente el miedo en su voz.
—He llamado a la agente Aspinall y le he dejado un mensaje en el móvil explicándole lo que Sally nos ha contado. Supongo que ella también habrá intentado ponerse en contacto contigo.
—Sí —contesta sin más.
Imagino a Kate de pie en su precioso recibidor, junto a la mesita del teléfono. Los retratos de familia, las fotos de Lucinda y Fergus creciendo en edad a medida que ascienden las escaleras. La imagino con la vista clavada en esas fotos, escuchando mis palabras, sintiendo como si le desgarraran las entrañas.
—Lo siento mucho, Kate. Dios mío, cuántos desengaños te estás llevando con todos nosotros. No sé cómo decirte cuánto lo siento y cuánto desearía poder hacer algo, lo que fuera.
Oigo una profunda inspiración al otro lado.
—¿Por qué Sally no nos lo ha dicho antes?
—Tenía miedo. Temía que si te enterabas fuera aún peor. Lucinda le hizo prometer que no se lo contaría a nadie. Está muy apenada, Kate. Le he ajustado bien las cuentas, como ya imaginarás, aunque sea con retraso.
—No seas demasiado dura con ella… yo… yo creo que algo me temía.
—Ah, ¿sí? ¿Por qué? —digo con un hilo de voz.
—No estoy segura. ¿Sabes esas intuiciones que una tiene a veces? Hueles que algo no va bien, que se traen algo entre manos. Le pregunté un par de veces si estaba bien, pero sin intentar sonsacarla…
—Con las niñas es imposible… cuanto más las fuerzas, más se cierran.
Kate está de acuerdo.
—Supongo que esperaba a que saliera de ella y… —Le tiembla la voz al evocar el recuerdo—. Dios mío… Lucinda y yo somos «íntimas», Lisa. No debería haber esperado, ¿verdad? Si hubiera sido Fergus, no lo habría dejado escapar hasta que soltara prenda. ¡Dios mío! —exclama de nuevo, llorando.
—¿Kate? ¿Estás sola en casa? ¿Quieres que vaya?
—No —responde—. Está Guy. Esta noche no ha salido a buscarla. Es una tortura para él. Teme ser él quien la encuentre. Sé que es eso lo que le ronda por la cabeza. Además, de todos modos, Alexa volverá dentro de nada. Ha salido solo para hacerle la cena a Adam y acostar a los niños. Se quedará a pasar la noche aquí. Ha sido un consuelo que se haya ocupado de Fergus. Hoy no habría podido con él; en este estado, imposible.
Kate enmudece y la oigo inspirar entrecortadamente al otro lado.
—¿Lisa?
—Dime.
—Voy a colgar. Necesito desahogarme un rato llorando, ¿vale?
—Vale —le digo, y se corta la comunicación.
Me froto la cara con las manos y miro alrededor. Delante de mí, en el sofá, hay dos perros dormidos. Y en la butaca, acurrucado entre la camisa de franela de Joe, un gato. Pongo la televisión, para distraerme, y busco Sky Plus.
Veo que Joe ha grabado Kes otra vez. Y por partida doble. También tiene en lista Blade Runner: El montaje final, que ve casi una vez al mes. Dos episodios de Nazis: Un aviso de la Historia. Y una selección de partidos de fútbol del canal ESPN.
Sonrío un instante ante esa selección.
Me viene a la memoria una vez que vino Kate a casa y, al darse cuenta de que el partido que Joe estaba viendo por televisión era algo tipo el Manchester United contra el Liverpool de 1977, perpleja por completo, dijo: «¿Esto es un partido antiguo?». —Y miró a Joe como si estuviera mal de la cabeza—. «¿Para qué quieres ver un partido antiguo? ¿No sabes ya quien ganó?».
Joe le dirigió una sonrisa por toda respuesta.
Me pongo a zapear y al ver a Kate y Guy en las noticias el corazón me da un vuelco. Pulso el botón de standby automáticamente porque no me siento capaz de verlos. No puedo.
Me levanto, sin poder siquiera centrar la vista en la pantalla en negro al pensar en ellos dos allí, dentro del televisor, y me voy a la cocina. Con la cabeza inclinada sobre el fregadero, me pongo a rezar. Le pido a Dios que no tenga que pasar el resto de mi vida pidiéndole perdón a Kate porque su hija nunca volvió a casa.
Luego hago lo único que puedo hacer: beber.