VI

UN poco antes de empezar la primavera, dos acontecimientos variaron el signo del invierno. Pasó otra vez el ángel de la muerte: reapareció, con disfraz más sencillo, el de la amistad.

En Febrero, el abuelo andaluz estaba en cama: era la bronquitis de todos los años. De repente los salones con olor a gato del “piso de abajo” se llenaron de agradecidos; Mamá se hizo casi invisible y tenía el semblante descompuesto. Los balones de oxígeno circularon otra vez.

No la dejaron entrar en el cuarto, salvo para decir adiós; eran las ideas extranjeras de Papá. Pasó los tres últimos días en el comedor del piso de abajo, muy decentemente recogida —no se sabe si en respeto o emoción (el abuelo había sido un personaje más que una persona y la muerte a los sesenta años quizá le parecía tan natural y fácil como el matrimonio a los veinte). Mamá Ignacia seguía desgranando solitarios en la camilla, con la sortija del demonio en el dedo, y su primo Ángel le hacía el amor. No para casarse, naturalmente; como hacen el amor los hombres a las muchachas que tienen al lado muchas horas. No era ningún síntoma, no significaba nada respecto a la Vida, a la que Ángel tampoco pertenecía.

Le hablaba de los Salt, era amigo de Cosme por causa de aquellas viejas relaciones de familia. No de lo que hacían —no hacían nunca nada nuevo: de lo que leían, de lo que decían. ¡Qué distantes parecían, qué extraños y fríos, referidos así, a través de otra mente! Pero apuntaba en su memoria los nombres de los libros. Ángel le contó el argumento de Clara d’Ellebeuse, que la dejó pensativa.

El lunes de Carnaval, a primera hora de la noche, murió el abuelo, y a Monsi al cabo le sorprendió: tan grave como era la pérdida y había faltado en el aire no sé qué de anunciación de dolor. Mientras Papá e Ignacio salían a cumplir las diligencias del momento y Mamá se acostaba un poco, Monsi estuvo mirando la calle, detrás de los balcones que nadie se había acordado de atrancar. Los cristales se estremecían con el sucio, infrahumano chillido de las máscaras. En un libro, un contraste gastado; pero en la vida todo es nuevo y la insolente indiferencia del mundo le apretó la garganta.

El abuelo andaluz había hecho muchos favores a gente de toda especie. Las honras fúnebres y los pésames tuvieron un aspecto de exequias semi-oficiales. Se asombraba uno de verse tan importante. Sic transit gloria mundi. Una semana después de aquella pompa, empezaron Ignacio y Mamá Ignacia los preparativos para trasladarse a un piso muy pequeño; y pronto fué visible por mil señas que Ignacio tenía miedo de que sus amigos y los de su padre le olvidaran.

Vilaseca y Azuaga fueron fieles, seguramente. Pero la diferencia de costumbres ponía una distancia: eran amigos —camaradas ya no. El luto, además, obligaba al recogimiento —a Monsi tanto como a Ignacio. Los muchachos venían menos por el piso de abajo (que ahora era el “piso de enfrente”) y Monsi dejó de preocuparse de ellos.

Por aquel tiempo, tal como a los catorce años se cuenta, la amistad entre Monsi y Fina era ya vieja. No se habían hecho amigas —las hicieron. A consecuencia de un encuentro entre las familias, que desde años atrás se habían perdido de vista —mandaron a Monsi una tarde a casa de Ríes. Fina y ella se gustaron en seguida. Como algunos matrimonios de raison, aquella amistad elegidas por terceros salió perfectamente. En cuanto a saber y gusto, Fina no era del todo Mercedes, ni su tío Daniel, Cosme. Un sucedáneo, pero el mejor.

En primavera creció la amistad. En otra ocasión hablaremos de Fina: de sus frígidas ternuras, sus defensas y sus exigencias, su imaginación de pájaro feliz. Y de su tío inválido: primer drama y primer misterio que era dado contemplar de cerca y que no llegó uno a instalar en la cámara secreta, porque se dió cuenta en seguida de que en la de él no quedaba sitio libre. Cada amistad, como cada amor, tiene su estilo. Monsi, que había sido expansiva con Mercedes, le agradecía a Fina su graciosa reserva; todo ocurría —cordialísimamente— a cierta distancia. También le agradecía su prodigiosa belleza, que en la calle no se veía porque iba prodigiosamente mal arreglada.

Era un ambiente suave el de los Ríes. No lo regía doña Elvira, sino la admirable abuela de Fina. Suave y sensato. Las torres de marfil, se enfundaban allí en correctas fachadas de piedra. La Vida, que había huído a la Feria de Vanidades; regresó a casa.