II
¿CASUALIDAD? ¿Compensación que la Providencia envía por ese esfuerzo y ese hueco de ser en casa uno solo? ¿O es obedeciendo, como la flor, a la ley de la hora, que aparece ahí por primera vez, al principio de la edad más clara (como una estatua graciosa que alumbra y señala la entrada de una avenida) esa forma no adulta pero ya acabada, tan clara ya como puede ser una sombra: —Sombra de los Ojos Oscuros, pasajero eterno, sonrisa de los mil antifaces, invariable sonrisa; tú, serpiente huidiza, arcángel, “dunkle der violinen”, brisa y sirocco de la vida— tu ya, o tu por fin, Amor?
Sombra condenada luego tanto tiempo a huir por laberintos, a ser rastro, a lo sumo, de un aroma tenso: sólo un poco de niebla y de chispas sonriendo bajo un antifaz que dobla corriendo la esquina, —hoy, favor o reclamo del destino, a la entrada del camino nuevo estás casi entera, casi quieta a la vista. Los ojos son de verdad obscuros y la mano que sostiene la diminuta antorcha quizá sea más honrada que otras manos que la recogerán en la carrera. Con todo, es una sombra; no más clara de lo que las sombras pueden ser.
Fué aquel verano mismo, ¿antes del golfo, cuando Rosi aún vivía (y entonces hubiera uno estado distraído y separado de Rosi desde antes de la muerte), o después, en la playa pálida y semi-desierta de a principios de otoño, en esa playa inofensiva sin baños ni grupos, por dónde pasea uno en paz por primera vez? ¿O al año siguiente, aunque se había ya crecido tanto? La memoria no contesta. Recuerda un amasar y tapetear de pasteles de arena más sabrosos que de costumbre, y la delicia de volar y ensancharse en el anónimo de los juegos nocturnos. No, en otoño no pudo ser (a menos que el idilio durara dos veranos). Salían todos los niños a reunirse y a jugar en la arena después de cenar.
Los niños no son más que eso: niños con quienes uno juega. Si apenas tuvieron cara de día, de noche no tienen ninguna. La playa está negra como el cielo. Por el cielo corren estrellas y caen; y corren y caen por la arena delantalitos blancos. Hace poco que se han inventado esos juegos nocturnos: La playa es tierna; puede uno tropezar mil veces sin hacerse daño. Sin hacerse daño, confiada, casi con gracia; en todo caso, sin que nadie lo vea. Flotando en esa confianza, liberado por la obscuridad del propio cuerpo y de la personalidad ajena, se brinca más ligero de acá para allá, casi se vuela. Monsi no es de las más diestras. Le ha gustado, como a todo el mundo, saltar el poyo de la playa, pero con prudencia. Pero este verano, en la arena, corre muy bien. Corren, vuelan, se esconden detrás de las barcas. Y si alguna vez la gallinita conserva la venda demasiado rato, hay una persona dispuesta a ser torpe a tiempo, o, en juegos de perseguir, a dar el quite; mejor: hay una mano, muy poco mayor que la propia, que en un momento dado tira hábilmente de uno o, discreta, ofrece equilibrio. Él tiene cara: tanta cara como puede tener una persona querida y tanta como una persona puede tener por aquel tiempo. Tiene, en todo caso, dos ojos muy grandes y negros y muy llenos de chispas que, en los encuentros con los farolillos de proa, manan (sabor rebajado pero genuino) unas gotas de las mieles mejores de la vida. Tiene una fisionomía especial, que en la memoria ha quedado: De serenidad viril y de paciencia un poco perpleja. Tiene además un nombre; un nombre completo con apellido. Se llama Gabriel Carles.
Amor pequeñito de los seis años. Amor de sabor auténtico y graduación baja plantado a la entrada del camino por donde solo encontrará uno luego los fantasmas de la imaginación y sus caprichos contrahechos: tienes el cuerpecillo chapado, carucha varonil, antes de tiempo, el gesto tranquilo, la sonrisa honrada. No solo eres casi real, tú que estás haciendo de ángel anunciador de la mentira, sino que, en el reino de la insensatez, casi fuiste una cosa sensata. Sin juegos ni apagones, sostienes con firmeza la diminuta antorcha. Tu mano segura está atenta a salvar de un mal paso y a devolver el equilibrio. Es probable que ninguna mano masculina vuelva a hacer otro tanto.
Mientras se piensa, la memoria se aclara. No, en otoño no pudo ser. Hubo un día de fuegos artificiales. Los fuegos son parte de la Fiesta Mayor. La Fiesta Mayor es en verano.
Monsi aborrece los fuegos; todo disparo, todo ruido fuerte la sacude dolorosamente. Suplicando un poco, suele conseguir quedarse en casa, y, aún después de acostada, esconde la cabeza en el embozo para no oir. Si hoy va tan decidida, lo que la mueve no es el deseo de pasar unas horas con el amigo, sino una forma embrionaria de aquella angustia de las fiestas a donde él va y uno no.
Los frunces del trajecito de gasa crujen con dignidad y gracia cuando Monsi se desliza, pinchándose las piernas, entre los respaldos de las sillas de palo y las rodillas de la gente. Ese llenar de sillas ásperas, que dejarán rastros de basura, espacios que eran puros y libres, ese cambiarlo todo un día, sólo para una fiesta que es como una mentira, es una cosa que suele herirle a uno en su fibra más limpia. Monsi se reconcilia con las sillas al oir crujir contra los barrotes el vestido blanco y recibir de las manos de Gabriel el programa. Monsi sabe que ella es una niña bien vestida, porque Mamá tiene más gusto que las otras señoras. Sin saber porqué, hubiera preferido esta noche bucles menos hechos, un peinado más tierno; pero, si así la ha puesto su madre, sabe que, a su modo, tiene que estar bien. Hay que pasar rozando las piernas de Gabriel: una sensación de confianza bastante simpática (quizá un poco íntima): pero luego, por razones de familia, él queda sentado en la silla de delante. Los cohetes vuelan —nuevos ricos del cielo que desplazan a las estrellas. Monsi zambulle la cabeza y se tapa los oídos— quién sabe si con coquetería. Él se vuelve, entre apiadado y divertido, le sonríe con su sonrisa de paciencia y le regala barquillos.
Y Monsi no pronuncia interiormente la palabra “enamorado”. La habrá visto en los cuentos. Aplicada a la vida, quizá no la conozca. Piensa: “Esto es lo que debiera ser. Así está bien. Es esto. Es él.”
—¿Dónde estarás ahora, Gabriel Carles, qué habrá sido de ti? ¿A quién le ha dado apoyo en este mundo tu mano firme, o a quién has engañado con tu sonrisa honrada?