II
LOS animales... El paisaje en Clades es animal más que vegetal. En el patio saltan los perros. Dick, sensible y joven, le sigue a uno los pasos con las patas, y con los ojos el menor pensamiento. Saltan los perros, bulle el gallinero detrás de la tela metálica; en las jaulas llenas de verde, mastican los conejos como una cría de gusanos de seda. La oscura puerta de la izquierda exhala un mugido; se acerca otra pareja con paso tardo, llevándose religiosamente a sí misma, arrastrando el arado invertido o la carreta, erizada como ellos de astas. Hay más de cincuenta gallinas y a casi todas las conoce uno por la pinta. Reciben, según las horas, col y grano —como alternan los niños la papilla y la leche. Las cluecas están adentro, no se las puede tocar. Pero, de cuando en cuando, es lícito ponerse un conejo en las piernas, como en los tiempos del Jardín de Pomarets y el Mago Merlín. Con mucho cuidado vuelve uno a colocarlo en su jaula, que se abre por arriba lo mismo que una trampa. Mastican con los ojos fijos, como si comer fuese una tarea a destajo. Son tantos que no podrían jugar ni moverse. Y todo eso cría y se reproduce aún continuamente. Los intersticios de las jaulas se llenan de conejillos diminutos, los huevos se abren y salen de dentro aquellos copos de felicidad. La gracia misma parece haberlos engendrado. Y no tienen miedo. Con Miguel, sobre todo, se toman libertades —quizá porque, absorto en temor y maravilla, no mueve un pelo cuando los tiene encima. Y otros, y otros más. Papá retrata a Miguel cubierto de pollos. Otros aún. Cuando a una serie le apunta en el ala la primera pluma y en la pata el primer asomo de desgarbo, ya la próxima picotea el cascarón. Miguel, en cuclillas, se asfixia, se estrangula, nace con ellos. Sale la cabeza, la gallina ayuda: Ya están ahí puñadito de masa pringosa a punto para el rebozo y la sartén, y un instante después —oh milagro— pelusa de sol. Eugenia hace una seña, entreabre la puerta del establo y en medio está la ternerilla.
El establo no es lugar desagradable. Su fuerte olor es a verdad recia —no sórdida. Para la ternerilla, sin embargo, es un sitio inadecuado. Inmaculada, tierna y primorosa, inocente, está sobre las pajas casi tan fuera de lugar como un niño sagrado. Es extraño pensar que haya de crecer para convertirse en un animal de morros duros, que haya de echar espuma y llevar el yugo; o, de un saco informe, manar leche inagotable, rumiando aburrimiento. Casi quisiera uno, como los marajás que se enamoran de una chiquilla pobre, mandarla al colegio.
Está ahí, blanca, inocente, rodeada de pajas como de una aureola: suscitando, no obstante, con su presencia, pensamientos no del todo blancos. Aunque a Monsi le haya explicado María mil veces como era la caja de madera —igual que las de turrón— en que vino al mundo, y las cintas y los regalos que traía (y hasta vió una vez la almohadita), sería aventurado suponer que a los nueve años pueda uno estar convencido de que a los niños los dejan los ángeles en el balcón. Hace ya tiempo que Monsi cesó de ilusionarse con la simpática sorpresa que tuvo un día la feliz ocurrencia de darle a sus padres. Pero en tales cosas no suele ser preciso pensar. En la época en que Miguel llegó a casa, yacía Monsi sumida en sopor más espeso que el que Dios le infundió a Adán cuando hubo de arrancarle la costilla. Nunca le llevan a uno a visitar niños que tengan menos de dos meses. La Historia —texto escolar o artículo de revista— tiene a veces una palabra imprudente, pero veloz y fácil de enterrar. Prácticamente, esos asuntos no existían.
La ternera existe. Es evidente que no la trajeron los ángeles. Las caricias y felicitaciones que Eugenia dirige a la madre son de por sí elocuentes: la propia cría, temblorosa y lánguida, parece estar diciendo que ha atravesado alguna prueba. Durante unos instantes, el tufo de establo, de sano, pasa a ser turbio y Monsi, asustada, se pregunta qué dirá Mamá y se permite juzgar a Eugenia que no hizo bien en traerla aquí. Pero le lanza una mirada y Eugenia, colorada y rubia, seria con jovialidad, es la antítesis de la malicia y del pecado. Y Monsi no tiene curiosidades morbosas. Bien regulada para la eliminación, su alma posee, para expulsar o disolver ciertos problemas, la misma capacidad de olvido —lealtad e higiene— que aplica el creyente a las cuestiones sin respuesta. A la segunda visita, la ternera es ya un ser completamente terrenal, arraigado en la vida clara: ha roto el contacto con los inmundos poderes del trasmundo. En todo caso, ahí está, en pie ya sobre sus patitas tan delicadas y flexibles, inmaculada su piel blanca, inmaculada la gracia de sus gestos que no se ha manchado en los malos caminos por dónde ha venido. Saca, para mamar o para lamerse, una lengua grande y color de rosa que parece un juguete. Dice: “¿Soy yo acaso la hija del Erebo? ¿De qué te asustas? Si manos demoníacas rigen los destinos, los hombres no las ven. En el mundo todo es sencillo.”
¿Las personas? El automático Arturo y Juan, impenetrable como la sencillez. Dolly, dos años más que Andrea, nerviosa y tímida; Carola, nerviosa e incomunicativa, pero tímida no: secreta y capaz quizá de astucia femenina; pero disciplinada —juegos masculinos como un muchacho. Y la propia doña Blanca, criolla lánguida, y el propio don Antonio, castellano, quijotesco e iracundo, que no se sabe cómo está afincado aquí. ¿Han dejado algo? Aunque se desvanezcan, casi sin dejar rastro, a los diez días de no verlos, durante ese verano estuvieron muy vivos —la familia Gorgui tiene poco que ver con la materia de que se hacen los sueños. ¿Qué dejaron?
Tuvieron su papel en el mensaje. Sin ser del todo amigos, anunciaban la amistad. Han hecho presente y casi real la vida en grupo —en grupo en el campo. Por encima de los rituales contactos de Sitges, han enseñado la ocupación compartida, la broma vieja, el recuerdo común. En el seno de esa comunidad saltarina, Monsi se halla siempre en estado de inferioridad (es aún redondita), pero nunca se ha sentido humillada. Fuera de la célula Ella-Carola-Arturo, no se le ha dado importancia, pero ha tenido su puesto indisputable. Con su peculiar modo de ser, ha sido admitida y respetada. No se la ha oprimido. Los ásperos Gorgui, a su modo, enseñan la bondad. Un punto de afinidad más en la química de las almas, un hilo menos de espesor en la túnica de indiferencia y desgarro que viste a esa tribu desatentada y...
No ha sido aún. Los Gorgui, especie avalente, sólo piden y regalan holgura. No se ha hecho sino vislumbrar.
Trepando por el cerro espinoso, entre madroño, enebro y aliaga, camino del castillo de Palafox; blandiendo contra el viento, con brío de Walkiria, el vientre carolingio y jadeando un poco el pecho frondoso; empeñada a fondo en la faena de propulsar senda arriba tobillos y ancas; con una pamela pastoral en la cabeza, que fué de Monsi; con una guirnalda de margaritas y violetas de trapo en la copa de la pamela, que fué de Madame Estebanell; con un mechón entre amarillento y gris y grasiento colgando por detrás sobre el encajillo del cuello (también grasiento y gris); en la mano el en-tout-cas verdoso, en la cara, por ondas alternas, la combatividad de una heroína de la Independencia y el despertar de la virgen inocente; con una exclamación lírica en los labios, dulcemente anticuada, y algún girón de gasa flotando en pos de ella, como la estela de su alma; en este paisaje, en donde Monsi conoció un estilo de vida próximo a la Bibliotheque Rose, elegimos presentar a Mademoiselle Bertaud: Mademoiselle Bertaud, profesora de lengua francesa, institución tradicional y considerada amiga a quien Papá, por muy sutilmente que sonría, no sabe aún hablar sin un indefinible respeto de alumno.
En los acontecimientos de la vida de Monsi, poco o ningún influjo ha tenido Mlle. Bertaud, ni tendrá. Pero esto es una historia del alma. ¿Qué le debe el alma de Monsi a Mlle. Bertaud? ¿Qué ha aprendido de ella, queremos decir? (que le debe agradecimiento por mucho afecto y mucha solicitud es harto evidente). Le debe ante todo la labor de abeja que realiza, yendo y viniendo entre la colmena que es Monsi y la floración de la inteligencia de Papá. La influencia de Papá nutre el alma de Monsi, pero los gustos y las ideas de Papá en estado puro no son aún alimento asimilable. O han de ser administrados en cantidades mínimas. Mlle. Bertaud mascullea el polen, lo adoba con la saliva propia y elabora una miel muy adecuada para llenar este recipiente que es aún cera, o a lo sumo impersonal tarrito de cristal. El papel del ensayista, divulgador de teorías difíciles, lo realiza Mademoiselle Jeanne para todo lo que es punto de vista básico, convenciones y gracias del sentimiento. Lo hace con sutilezas de sofista y de poeta. De las profundidades densas de la literatura y de la historia —quizá para ella misma no del todo accesibles— Mlle. Bertaud sabe extraer el humanismo de los nueve años. En labios de la matemática doña Laura, la historia no es vida; el siglo XIV carecía de perspectiva histórica. Mlle. Jeanne es ochocentista cien por cien. Su sentimiento del pasado tal vez no sea fiel, pero es muy pintoresco. Entre los textos modernos de Papá, encuentra siempre medio de deslizar —y él no se lo impide— esos manuales deliciosos en que se entera uno de que el arzobispo de Reims llamó a Clovis “Fiero sicambrio” y de que el barquero llevaba a César y a su fortuna. Pero, si el sentir de Mademoiselle es romántico, su bagaje espiritual no lo es. Por sus dictados, pasan mezclados con Eugénie de Guérin, Sevigné, “Rodrigue as-tu du coeur?” y hasta, a veces, St. Simon. Posee los conocimientos bibliográficos que permiten procurarse esas antologías en que una muchacha de familia lettrée aprende a citar, con prontitud idéntica, “Le petit Savoyard” o “Tu l’as voulu George Dandin”. La saliva con que mastica Mademoiselle —Mamá también a veces— estos alimentos es hija de su esencia y quizá tenga sobre algunas materias un efecto degradante. No importa. Las inteligencias más altas no son las que educan mejor.
¿Qué más enseña? Enseña que, no sólo puede uno reírse de lo que quiere (María o Miguel), sino sonreírse de lo que respeta. Entre la veneración y la sonrisa, Señora, no hay más que un paso. Por ese paso estrecho avanzan los afectos de este mundo, danzando sobre la cuerda floja.
Imposible no sonreir cuando los martes, después de almorzar en familia, Mlle. Jeanne entona bostons ardientes, llevando el compás con su acorazada abundancia; —cuando, con modestia y malicia, consciente hasta las puntas de los dedos de los privilegios de gracia de la mujer francesa, hace girar su mole para mostrar de costado el efecto del petit coup de griffe que le propinó al último legado de Madame Estebanell (no muy nuevo, pero tan poco mugriento al recibirlo como después de tres días de contacto con los dedos de Mlle. Jeanne). Pero, en el año setenta y uno, Mademoiselle salió de Alsacia para no dejar de ser francesa. En la patria adoptiva en dónde Dios le deparó trabajo, desde que murió la madre a quien mantenía, ha vivido en un cuarto de convento atestado de fotos, animosa, optimista, iracunda —santa y decente ira de Dios—, dispensando y recibiendo los mil obsequios menudos que son la única alegría de su alma.
No hay comprensión sin humor, análisis sin ironía. Sonreir es entender. Quien se alivia del respeto puede medir y comparar. Mademoiselle es el primer objeto venerable que cae de lleno bajo la crítica de Monsi (Doña Laura y su mundo geométrico son objeto de respeto integral; María no se sabe si fué nunca respetada, pero la identificación con María es demasiado completa para llamarse crítica). Crítica: primer rasguño en la fe, primer paso hacia el conocimiento. Con los escombros de la seguridad, construye uno las torres del discernimiento que la adolescencia, luego, forrará de marfil.
Las cosas sólo pueden ser medidas mediante unidades de la misma naturaleza. La unidad natural de comparación es, para Mlle. Bertaud, doña Laura. Como ella, tiene Mademoiselle el rostro hecho de materia rugosa y roja, distinta de la que suele observarse en las mejillas de las demás mujeres. Pero estropajo y jabón de lejía mantienen la porosidad de doña Laura impecablemente fregada, como losas relucientes de cocina; el cutis de Mademoiselle combina los aceites naturales con un algún vago intento de suavizar artificialmente la “couperose”, y en ocasiones especiales se la ve empolvarse las narices con una borla diminuta y muy negra. Ambas despliegan al viento una vida heroica: gozo en su esfuerzo solitario y desprecio de los bienes mundanales (atemperado por cierto instinto feudal que inclina a mirar con afecto las casas aristocráticas dónde la vida es patriarcal, la sangre bien azul: si hay que servir, sirvamos a aquel cuyo servicio honra). Pero doña Laura, aunque tal vez encuentre más buena, por marquesa, a una marquesa buena, no la encontrará guapa si es fea. Si de la familia de una alumna hubo que recibir, en cierta ocasión, agravio o desaire, ni ansiará ni evitará relatarlo: referirá el asunto, si en la conversación surge naturalmente. Lo expondrá con una veracidad que es acto de humildad hacia Dios que le eligió su destino. Lo dirá un poco seria, por respeto a la propia dignidad; quizá con una gota convencional de dolor —porque una maestra está obligada a manifestar un mínimo de reprobación ante los errores de conducta. Contará esto, y contará los sustos y humillaciones que haya sufrido en un intento de conseguir trabajo interesante o promoción en un cargo. Y luego volverá a la lección y tendrá, durante un rato, una mirada de paladín alegre —quién sabe si levemente divertida. Como si dijera: “Estas son tus tretas, ¡oh vida! Y juega uno a hurtar el alma cuando embistes”.
Doña Laura no frecuenta como amiga las casas de sus alumnas; se mantiene a estelar distancia, sin duda porque la intimidad con que la recibirían sería sólo una apariencia de igualdad. Si asiste a la boda de una alumna favorita, se despedirá pronto, y alabará luego con una palabra casta y parca, la belleza de la novia; pero los sandwiches no los alabará. En su despojada vida, se mueve por anchos espacios desnudos que no intenta adornar con baratijas. Monsi ha visto las dos viviendas: Doña Laura habita, en la calle de la Princesa, el último piso de una casa cuya hermosa fachada la sorprendió. Bajo el terrado, a esas alturas en que la escalera ha dejado de ser de mármol, habitaciones muy grandes, suelos como las mejillas de doña Laura. Camas como las de Clades, algún armario rústico pero antiguo y, en el cuarto de estar, sillas de costura del tipo más sencillo. Espacio por todas partes, espacios desnudos, como en los conventos y, como en los conventos, cuadros de la Virgen en la pared. Pero no hay, como en los conventos, flores de trapo.
En un convento de verdad, y viejo, en la cumbre de una escalera color de calamocha que se retuerce como si ascendiera a una torre, en el fondo de un desván inmenso, entarimado de sucias tablas sin encerar; entre un cuarto de trastos y otro cerrado con llave que guarda la provisión de aceite, Mademoiselle ocupa dos estancias minúsculas en las que podría morirse cualquier noche sin que su voz se hiciera oir. Una vez dentro, es difícil recordar que en el desván o en ninguna otra parte del mundo exista el espacio vacío. Mesa, piano, secreter, maceteros; toneladas de romanzas hechas trizas; toneladas de figurines antiguos y revistas heredadas. Plantas artificiales, daguerrotipos, cubrelibros, tarjeteros, bomboneras; cajones de cartas, quinqués y, donde aún caben, los objetos de arte de confección casera. Mademoiselle pinta a la acuarela, pirograba, repuja, borda y tiñe al óleo bolitas de arcilla. Los resultados se apiñan en los estantes, se empujan y se apretujan sin cortesía unos a otros, como la población de una ciudad cuando va a la Feria. La habitación de Mademoiselle Jeanne se parece a una almoneda. Es un museo de recuerdos de honores ilusorios, de amistades que no fueron amistad del todo, de encuentros que la otra persona olvidó en el acto; quizá de un amor que no fué tampoco un amor.
En el desván polvoriento y vacío, Mademoiselle reúne una vez al año a sus alumnas y a sus madres. Olvidadas las menudas afrentas que refirió con coraje escondido y cornelianos refinamientos de puntillo, instala, sobre un baúl y un columpio de tablas a las invitadas que rechaza el gabinete, apenas capaz de digerir sus propios muebles.
Las sirve té claro en tazas muy finas desparejadas y pastas que son como las de todo el mundo sólo que un poco más secas —no se sabe por qué, puesto que no se tiene noticia de que vendan en ninguna parte pastas de rebaja. Monsi ve cerca a Carmen Sert, su competidora para el primer puesto de dictado y se divierte bastante.
Mademoiselle Jeanne en ese cuartito ahíto que sólo parece propicio a la inmovilidad, desarrolla su actividad implacable de Judío Errante del tiempo. Por supuesto, son aquí ocupaciones sedentarias. Ninguna de sus amistades ignora que Mademoiselle ha perfeccionado el arte de armonizar, desde su silla, cuatro ocupaciones a la vez. Durante la hora del día que el común de los mortales reserva para la nutrición únicamente, Mademoiselle come, lee, hace punto de media y toma un baño de piés.
Monsi se imagina que, en la cocina resplandeciente, de dónde se evaporó desde hace rato el rastro de la presencia impura que acudió durante unas horas a limpiar, doña Laura, ángel casero y feo (extraño figurársela con delantal), alza tapaderas, sazona y aliña con pulcra distancia, con matemática economía de gestos. Para ella y su padre, servirá el cocido con el ademán de un Chardin. Almorzará en el comedor, con primor severo. Durante veinte minutos, gozará en la obediencia, atendiendo todas las manías de un padre a quien no se sabe si venera mucho. Terminados los 20 minutos, pasará con exactitud de metrónomo a otra faena. Y no hay interés ni entusiasmo, ni calor de brasero capaces de demorar un segundo su aparición en la primera casa de la tarde —a esa hora en que, despeinada, jadeante, perdiendo el ovillo y las revistas que tiene que devolver, Mademoiselle se precipita hacia el tranvía, a tiempo de llegar solamente con veinte minutos de retraso.
Doña Laura es abiertamente autonomista, veladamente separatista y no sabe bien por qué. Durante los últimos años, el sentimiento regional se le ha vuelto sentimiento nacional. Hay que anotarlo, porque es éste el primer encuentro de Monsi con un problema grave.
En 1910, las maestras regionalistas son aún una minoría. El separatismo de doña Laura es un síntoma, si no precisamente de alta cultura, de aspiraciones a un grado de intelectualidad elevado; pues es por ahí por dónde a esa casi hija del pueblo el regionalismo ha podido venirle. Indica también que esa casi hija del pueblo tiene el corazón burgués. En el separatismo de doña Laura se aventa tal vez algo más que el sentimiento patrio. Abre paso a una vena oculta de combatividad. Palabra inexacta. Doña Laura no ha llegado aún a ser tan santa que pueda prescindir de toda ambición terrenal. En el mundo hay que desear algo y, como instaurar el reino de Dios en breve plazo no parece posible, aspira uno a instaurar el de la Generalidad. Doña Laura, que segó de su horizonte cariños ilusorios y bienes inalcanzables, cree en las venturas de un cambio político.
Monsi no entiende mucho. Algo adivina. Y ve que doña Laura lleva su separatismo con delicada elegancia. De una exposición de arte popular, de una fundación acertada, dice con ojos de madre joven y austera: “Así se hace”. Cuando en Historia ha de explicar antiguas revueltas, endereza el cuello con una gracia pura, dice modesta, sonriendo a su certeza: “¡Oh! Nosotros teníamos razón”. Pisa con cuidado en esta casa en que la familia no es catalana; pero en otra, en que el padre, falto de ambiente entre su gente femenina, quizá se acerque a comentar con ella una noticia, pisará igualmente ligero. Ni entusiasmo ni enfados están autorizados a alterar su voz y su paso.
Mademoiselle ha sufrido sin duda de los alemanes de modo más actual que doña Laura de los “castellanos”. Por eso quizá su emoción es menos comedida. Les odia. Están fuera de la ley de la cortesía. No viajará sola en un compartimiento con un prusiano, segura de que al llegar la noche sufriría insulto su madura virginidad. Al rozar ese tema, para no manchar sin duda su personalidad cotidiana (voluntaria o auténtica) abandona el vocabulario de Racine y la picardía de Sedaine. Emplea palabras adecuadas al asunto. Schubert se salva a veces. Beethoven ya no y Fausto va al infierno con el resto. Mademoiselle ha visto llorar en Mülhause a muchas Gretchen, para creer en su redención.
Y claro, cuando doña Laura pasa una tarde con sus compañeras —celadoras de un mismo ropero, alumnas de un mismo cursillo— solo comunica con ojos radiantes: “El trabajo adelantó”. Mademoiselle Jeanne, cuando va a Francia y se reúne una tarde con sus amigas a hacer punto para los niños pobres (en lugar de hacerlo, como aquí, para los niños ricos) escribe que la reunión fué muy notable, porque estaban presentes Zenaide B... que es institutriz en casa de una Montmorency, y Adela F... que es secretaria de la asociación coral de Bourges, directamente colocada bajo el patronato de Monseigneur; y dará a entender que la conversación fué un prodigio de ingenio. Y, sí: es cierto, todas las comparaciones salen a favor de doña Laura. Doña Laura sale intacta de cualquier comparación: es perfecta hasta en sus insuficiencias —todo lo perfecto es limitado. Mas nadie piensa que Monsi a los nueve años no entiende ya que hay una gracia en ser de arcilla. Piense. Cuando se ceba en la familia la gripe, Mademoiselle dedica el tiempo de la lección a hacerle a uno compañía. Aunque, cuando se está enfermo, se vuelve uno muy raro y lo quiere todo muy pulcro a su alrededor, siempre se termina encantada con la visita. Mademoiselle juega a las damas con afán de ganar, lee con deleite, en voz alta, libros de adolescente; goza pidiéndoles cosas a las muchachas. Pero ¿qué sucedería si viniera más de un minuto doña Laura (que sólo en caso de urgente necesidad se ofrecería)? Ángel doméstico, con su sola presencia invalidaría el encanto de la blandura —lo único bueno de una enfermedad. La enfermedad saldría de su clima natural de irrealidad y pereza y, en un cuarto aséptico, se enderezaría aplicadamente hacia la pureza de la salud. Cada hora de inmovilidad le acercaría a uno al desprendimiento, cada medicina a la salvación de su alma. Papá se asomaría a aquel aposento de la perfección vacío de humanidades, como si el alma se hubiese ya salvado. Y quién sabe si el enfermo, disuadido de perseverar en las miserias corporales, en vez de emplear el esfuerzo de una voluntad sin vacaciones hacia la convalecencia, no optaría por morirse del todo...
Esos libros que a Mademoiselle le gusta leer en voz alta, a menudo los ha prestado o regalado ella misma. Es Mademoiselle quien, solapadamente, en forma de obsequios de cumpleaños o premios de fin de curso, introduce en la vida de Monsi esa clase de libros en que la cenicienta de un manoir de Bretaña le roba el novio a una prima rica imperiosa (o la castellana rica despide al suyo, destrozándole el alma, para hacer feliz a una prima pobre). En vano lucha Papá paladinamente por mantener la imaginación de sus hijas incontaminada: Mademoiselle es astuta y considera esa clase de formación tan imprescindible como la instrucción religiosa. (La viajera que en las proximidades del año cincuenta mira hacia atrás está por darle la razón). Monsi recibe los libros con desconfianza, los lee con asiduidad y asco, como quien chupa el vigésimo caramelo. De cuando en cuando, una escena la vence. Y por más que haga, por más que en voz alta se burle según canon, queda enriquecida la provisión de temas que devanar, silenciosamente, por el paseo. Y de temas, también, que proponer al destino.
Como un cohete, sin dejar rastro, se desvanecen los Gorgui por el aire. Queda el recuerdo de la ternerita, el calor de los polluelos en la mejilla y en la mano. Queda el tibio y secreto animal, la corriente común que le riega a uno y a ellos y riega las cosechas. Pero esta semilla prosperará más tarde. La vegetación más fuerte de la montaña —que es cosa algo distinta— de momento la va a ahogar.
Van en Septiembre a esa excursión al castillo de Palafox. Muchos cerros, espesos de pinchos. Las piernas se aburren. Luego el castillo hace olvidar los arañazos. Quisiera uno quedarse a dormir.
Mucho más próximas, aunque todavía azules, de repente imponentes, se alzan despejadas las montañas. Como se saluda despreocupadamente a un bello semblante, mañana olvidado, que cinco años más tarde absorberá, súbitamente, la vida, Monsi sonríe con simpatía a ese perfil de piedra sin haber que ha de ser la forma de su alma: “Aquello es Matagalls”, dice Ignacio, que siempre lo sabe todo. “Ésas son las Agudas.”
El verano que siguió al de Clades hubo cambios en el mundo de Sitges. Aparecieron dos niñas nuevas —gemelas, rizos negros, origen sur-americano, que por alguna razón estaban en relación de amistad íntima con una de las familias de la colonia antigua. Con una familia que era además principal en Barcelona. (Esto lo sabía Monsi por intuición directa del mensaje de fisionomías y gestos, sin haberlo oído decir, ni tener noticia de que existiera en los periódicos eso que se llama “Notas de Sociedad”). Las niñas gemelas pertenecían a ese tipo de mujer que tiene el don de sembrar a su alrededor animación y barullo (a veces en provecho ajeno). Tenían bien pisados sus trece años, la niña de la familia amiga también. La raza dispersa conocida por el nombre de “Los pequeños” se congregó de pronto en tribu. Se conglomeró y se subdividió. Aparecieron tres chicos de entre catorce y quince —guapos los tres— que tal vez habían estado allí el verano anterior, pero no habían tenido importancia. Correspondió cada uno de ellos en suerte a una de las tres niñas mayores. La palabra “novios” no se pronunciaba, pero su esencia estaba en el aire.
Hubo una sección de pequeños-mayores y otra de pequeños-pequeños. La sección de pequeños era sólo un coro que rodeaba a los héroes de tragedia; pero raras corrientes empezaron a sacudirla y al cabo cada niña encontró pareja. Monsi también, aunque no la buscaba. Era un niño de su edad, un niño muy bueno, de una familia muy fina. Tenía una cara sonrosada, la mirada vacante y fiel, paciencia infinita. Monsi lo aborrecía y casi no se alegró de bailar el cotillón con un lazo de seda y crisantemos de papel en el hombro. Si por casualidad le tocaba a ella elegir pareja, él aguardaba ansioso, comiéndosela con los ojos. Monsi debió acordarse alguna vez de la Sombra de los Ojos Obscuros, que tenía facha viril. Aquel niño tenía nombre de niña: se llamaba Trinidad. Su madre le compraba dulces a Monsi para animarla a que le hiciera compañía.
Monsi conocía de toda la vida a la niña de la familia pudiente. Por virtud del viejo lazo, disfrutó, aquel verano en que tres años se convirtieron de pronto en inmensa distancia, de una situación excepcional. Circulaba entre grandes y chicos y, cuando alguna de las tres parejas se iba a quedar sola (o si estaba de monos y necesitaba para la conversación un tercero) se llamaba a Monsi, a cuyo lado se deslizaba luego Trinidad como una sombra. Ella también, entre los chicos mayores, había elegido su amor —no del todo sin esperanza porque las relaciones de las tres niñas eran tormentosas y variables— no del todo fijo porque se bifurcaba con los caminos que abría la esperanza. En general, él solía ser Carlos Regás, el más derecho, el más altivo; pero había también el rubio Jaime, pelado al cero, y Perico, moreno y rizado. Si Carlos tenía el noble atractivo de la esquivez, Jaime ofrecía las ventajas de un genio manejable y Perico las de un corazón universalmente cariñoso.
Fueron un par de meses extraños. Monsi iba de unos a otros como el paje favorito y enamorado de una comedia de Shakespeare, toda discreteos y cambios vertiginosos. Cuando uno de los mayores reñía con su pareja, iba a buscar en Monsi desahogo y buenas palabras. Cuando le quitaban la pareja, la sacaba a bailar —porque aquel año bailaron mucho los niños. Baile y juegos de salón, y cambiante esperanza, y caricia y prestigio de la intriga de ajena —para languidecer no quedó tiempo. Sumida en una corriente picante de burbujas doradas, sólo de tarde en tarde viene una punzada a avisarle lo que le falta. No les envidia a las niñas los largos, amanerados cuchicheos. Sólo quisiera poder pensar de alguien que lo mereciera: “Está por mí” y que él también lo pensara en secreto.
Sabe que es pequeña y está conforme con serlo. En sus menesteres va adquiriendo soltura. Una amiga de Mamá comenta en voz alta que siempre la ve hacer, entre los demás, las paces, y que ella no se pelea con nadie. Qué chica más complaciente. Monsi se sonroja.
Se ha de sonrojar mucho más una semana después. Vuelven a casa a cenar, es obscuro. Monsi va andando tranquilamente en familia. Treinta segundos apenas que se separó de sus amigos y ya no hay nada en el mundo más que noche, olor de mar y de brea y en el fondo, en La Punta, amargura de faroles turbios que llega de su pasado más hondo.
Y se alza la voz de Mamá —en aquel tono tan risueño, tan melodioso, tan manso, que anuncia siempre segunda intención:
—Monsi, ¿es cierto lo que se dice por ahí? Figúrate que Nieves pretendía la otra noche en el Pabellón que en el grupo de los pequeños este año todo son parejas y que casi cada niña tiene novio.
Sacudida. El mundo se pone aún más obscuro. El sonrojo cae violentamente sobre ella. Es la misma vergüenza que si tuviera dieciséis años y acabaran de encontrar a un hombre en su cuarto. Todo aquel juego en que era tan divertido intervenir se ha transmutado de repente. Dentro de la palma de la mano, la manzana de oro se convierte en sapo. Vergüenza, contaminación, furtivos reptiles. Eran novios.
—Nieves —continúa Mamá con inflexión de voz más vacilante y preocupada— me aconseja que te aparte del grupo...
“Sí, piensa Monsi, apártame. Puesto que no supiste protegerme, apártame. Puesto que ya no he de poder hablar a ninguno de ellos sin vergüenza.” Sin embargo, la vacilación preocupada de la voz de Mamá la tranquiliza un poco. Como si Mamá no fuera infalible, o el pecado no fuera tan cierto.
—Pero —dice Mamá— quedan ya pocos días, ¿y supongo que tú no tienes novio?...
—¡No! —contesta Monsi con cierta cólera. ¡Novio! ¡Trinidad! La voz es tan desdeñosa que Mamá recobra como por encanto el buen humor—. “No”, prosigue, y recobra su andar indolente y superior: “No; me lo figuraba. Procura apartarte un poco de Anita y las gemelas... por lo que de ellas se dice. Eso me basta.”
Eso te basta. Eso se dice pronto. Pero lo que queda de verano, el grupo manchado por el que habrá que manejarse escabulléndose como un traidor —todo está hecho trizas. Y ella misma... No ha tenido novio —pero Trinidad todo el día a su lado, los dulces con que su madre la soborna. Elenita, su mejor amiga, rubia y modosa siempre cosida a Ernesto, ¿serían novios? Y aquel mangonear y llevar y traer a los chicos —a veces con las manos.
“¿Me tendré que confesar?, piensa. No. ¿Qué iba a confesar? Si eran novios, yo no lo sabía. Y tener novio, ¿es pecado?”
Con cierto rencor mira la espalda de Mamá a quien ha dejado tomar la delantera. Porque la conciencia no reprocha nada claro y al mismo tiempo se siente deshonrada. (“¿A qué viene esto ahora? No me has protegido”). Deshonrada, ¿porque es temprano, únicamente?, ¿por haber puesto las manos antes de tiempo en lo que no es de uno —como si robara para su cuarto flores que hubieran venido para el salón? ¿o sólo porque el velo que cubre las cosas de la imaginación se ha desgarrado, porque lo irreal ha sido rozado por labios? ¿Es la ignominia —como a los tres años— de no poder echar cerrojos sobre la propia intimidad? No del todo; este pudor es menos decente. Siente uno la tensión del lazo que une inextricablemente vergüenza y amor.
Al día siguiente, la vida del grupo tiene gusto a piedras. No resulta, con todo, tan difícil obedecer como se temió. La voz de alerta ha debido cundir por otras casas y, no sin ocultas risitas, una compostura general impera en las conversaciones. Cuando empieza a aflojar, ya se va uno. Pero hace ya días que, despierta de su hechizo, Titania ha visto sobre los hombros de Carlos el altivo la cabeza de burro, y aquel año tarda mucho en prender el Amor de Invierno.
Otro invierno de paz. Más tranquilo tal vez que ninguno. Monsi crece en vida de familia como se crece en saber, está cada vez más iniciada, ya no es del todo una niña. Sabría, si fuera preciso, encargar ella misma los dulces de un día de fiesta, cada especialidad en el lugar debido, poner flores, adornar una torta de cumpleaños. Lleva en el alma el culto de las cien mil y una tradiciones domésticas, en la punta de la lengua el sabor peculiar de ese grupo que “ellos” componen y que está integrado, tanto como por seres humanos, por costumbres y por el olor y el color de los muebles. Tiene conciencia de las virtudes que corresponden a una persona de su raza. Pero aunque la noción de grupo sea tan fuerte, los individuos se afirman. Si ciertos órganos del alma absorben los jugos de un humus milenario, otros beben como luz del sol la presencia del más próximo prójimo. Ya no hay nada en torno que no sea un carácter. Papá y Mamá, con una parte de su personalidad envuelta aún en densas nubes, presentan grandes extensiones iluminadas a la exploración. La vida de familia, como un cake de frutas, tiene un gusto de conjunto y sabores individuales. Otro invierno tranquilo, con el comedor de arrimaderos cobrizos, el cuarto de estudio, las humanas letras. El profesor de violín ha perdido prestigio. Le va uno a oir, sin embargo, con orgullo; asombrada de que aquel junco que se cimbrea apasionadamente y a quien la gente aplaude sea en la propia vida algo más que una idea. Y, si alguna novedad quisiéramos señalar en ese invierno en que Monsi cumple los 11 años, tendríamos que elegir la música. O las muñecas de papel. (Pero no hacen sino empezar; y hemos de hablar de ellas más tarde.)
Del concierto, le gustaba salir por la noche (“la hora” aún tenía tendencia a pasarse después de un espectáculo de tarde; pero salir después de cenar es tonificante y alegre); ponerse el collar de coral de Mamá y el traje de foulard celeste en pleno invierno; y tomar un coche. Le gustaba la sala extraña, brillante de mosaicos, y ver la cara de las personas que fueron amigas de papá y mamá cuando eran jóvenes y las muchachas de quienes habla Ignacio. Todo muy tranquila y libre de espíritu. De visita en el mundo de las personas mayores en el que no cuenta uno aún, y basta con saber sonreir y saludar con gracia y compostura a un señor de pelo cano.
Le gusta, cuando aparecen los músicos, ese silencio reverente del público que siempre hace esperar que pueda ocurrir un milagro. Luego la música empieza y milagro rara vez hay. Se pierde el hilo. ¿Podría uno seguirlo, poniendo mucha atención? No vale la pena. Pero, de cuando en cuando, el inútil rumor hace pausa, suena un adagio y el aire se transmuta, el alma da aquella punzada de oro, duele sin dolor como en sueños —flota uno sin cuerpo mientras una voz feliz le habla al oído. ¿Qué dice la voz? Dice la verdad absoluta y la palabra que ha estado uno esperando, la que colma todas las ansias del corazón. Pero se despierta uno y no puede acordarse de lo que la voz ha dicho.
Pero en la primavera de 1911, como una lengua que creía uno estar estudiando inútilmente y en la que un día, de repente, las palabras empiezan por sí mismas a ordenarse en sentido, la sintaxis de la música —veladamente aún— elige revelarse. Ya no se pierde el hilo tan a menudo, aunque a decir verdad lo suelta uno muchas veces, distraído, para seguir los pensamientos que él mismo hizo nacer. Monsi empieza a distinguir. Beethoven —sólo le conoce en la orquesta— la aburre. La complace —sin quitarle el aliento— la lógica infalible de Bach. Hay otra cosa que sí quita el aliento. No se le lleva a uno flotando deshecho como los adagios. Al primer grito de las trompetas, todas las fibras del cuerpo responden. Todo lo que tiene uno de brío (y todo lo que no tiene) acude a la superficie de la piel. Las cosas del mundo alzan la cabeza, como hojas sedientas bajo la lluvia. Pasan, sobre el bosque del mundo, la lluvia y el vendaval feliz. El reino de lo absurdo, de lo heroico e inalcanzable se hizo carne. Tenlo. Una mano gigante lo ha sacado de la nada y lo presenta: “Mira. Existe.” Papá encoge los hombros con un gesto de duda: Tanto barullo... un poco largo. Pero los ojos de su hija relucen. Él, quizá siente por primera vez que se hace viejo.
Y quizá se equivoca. Aunque Monsi entienda también por instinto a Ravel (o al menos su ruido, que es como un juguete), no es quizá la modernidad lo que se estremece en ella cuando pasa desbocada por los aires, la cabalgata: Es la infancia. Está en su casa en este mundo de pinos y anillos y enanos y llagas de amor.
Años de paz... Ciudad florida girando en torno a un coche; estera rubia trenzada con sol de la inteligencia, maderas pelirrojas del comedor, Rostand, Botticelli, Polaire, Rotschild, Fouquières, Dourakine, Pickwick, Ivanhoe. Amor y doña Laura. “Rodrigue as-tu du coeur?” Tortas con velas, regalos para Mamá. La Gandara, Madame de Noailles, Tiziano, Miguel Angel. Humedades tristes de Clades a la hora en que en la vía del tren saltan los sapos. Y la ternera sobre unas pajas. Y Wagner.
Tantas cosas... Los años debieron volar. No: fueron muy lentos. Posiblemente, Monsi está en una época en que se sabe que ha de llegar a ser mujer, pero no se lo cree (aunque, al mismo tiempo, no tenga idea clara de las razones que le impiden ser mujer desde ahora). Creerlo o no creerlo, lo mismo da. El día de ponerse de largo está tan lejos que parece que tenga que cansarse uno de ir por el mundo, hora por hora, antes de llegar. Cada día es un extenso recorrido, cargado de estaciones que no se pueden evitar, de aventuras, no siempre gratas, que salen al paso por sorpresa. El mundo se está haciendo, punto por punto. El agua que mana de esa fuente, viajera, corre de prisa. Pero ¿cuántas gotas pasan por segundo? Si tuvieras que contarlas una por una, ¿cuánto tiempo echarías?