QUINTA PARTE

I

HICIERON algunas locuras. Al llegar Ignacio, salieron los cinco un día, por la montaña secreta, vestidos de vaqueros del Oeste. El mal tiempo les obligó a refugiarse en una masía. Doña Elvira, cuando se enteró, se puso furiosa.

Hicieron teatro también. En una ocasión, Cosme y Monsi a dúo, debajo de aquel árbol que ahora, Viajera, está muerto. Cuando ensayaron con trajes y Monsi se presentó con el pelo alto y el refajo de cola de doña Elvira, a Cosme le cambió la cara. No del todo sorpresa, —ni contento— ni alarma.

La tarde que hizo su papel, entrado ya Septiembre, no sólo el corazón de actriz le latía. Las hojas del árbol desaparecido caían de veras, como pedía el autor. Con cada una de ellas, le parecía a Monsi que descendía sobre sus cabezas un signo de separación y de otoño. El drama los tomaba bajo su constelación. Cuando a primeros de Octubre dijo adiós, le rodaba por el alma esa impresión de sino bello y malo.

Pero en realidad el signo de otoño no tenía sentido. Ni lo tenía la inminencia de una declaración. En Septiembre, y luego en invierno en Barcelona, sigue —como en el más vulgar amour de tête— coleccionando los signos menudos del favor. El bien que busca no es otro que aquel de los tiempos en que se arañaba las piernas en las sillas de la playa para ir a encontrar a Gabriel Carles cuando, una vez, el amor fué vida y se sentaba bajo el cielo lleno de cohetes, pensando con absoluta certeza: “Es esto. Es él.”

Vuelve a casa. Nada nuevo durante el otoño. Trabaja y se esfuerza en un mundo bueno. Colabora en los problemas que presenta Mamá Ignacia a Mamá. La viajera, cuando compara los retratos de aquel invierno con otros posteriores, de niña bonita, les encuentra una curiosa expresión de madurez.