TERCERA PARTE

I

EN el fondo del valle salta el torrente. El agua corre entre las losas y las peñas salientes, con un lujo de embalses, de remansos y rápidos. La vertiente es fragosa y fresca, la selva la ocupa en parte. Hasta la misma orilla desciende una vegetación extraña de altas hierbas y helechos gigantes, de plantas con espinas como dardos, con flores del tamaño de la faz humana. En los huecos de algunas rocas, se ven lechos de musgo que podrán, si es preciso, servir de cama. ¿Será posible alcanzarlos? No hay rastro de vereda en la pendiente abrupta; pobre del que ruede por el peñascal o se desplome dentro del agua furiosa. Si se llega al rellano de musgo, habrá medio, seguramente, de apuntalar la tienda en los salientes de piedra. ¿Y luego? El paso es muy difícil. ¿Se arriesgará uno a embarcar más allá de los rápidos? Pasados los saltos, se encajona el torrente entre dos lienzos de roca. Arboles de treinta metros asoman por encima sus raíces colgantes. Cruzan sus ramas. ¿Quién se adentra por el túnel en una balsa mal atada? ¿Qué lluvia de flechas no puede llover del techo de follaje? Mientras los viajeros consideran la idea, un saurio gigante aparece en la orilla, sobre una de las losas relucientes. Susto. El brusco movimiento de retroceso hace perder pie a uno de los viajeros que rueda la cuesta. Es una suerte que quede colgado de un arbusto. Abajo, en el remanso, nada un horrible crustáceo, remando con negras patas siniestras.

Peligro, traición perpetua de la bella Naturaleza embustera. Embriaguez también. Qué aliento irremplazable se desprende de tí, tierra virgen, que transforma la vida. Colgada la vida de un hilo a cada instante, cada instante un esfuerzo para mantenerla a flote, pero qué tesoro de aroma y de espacio cada instante. Existir ágilmente. Cada instante en sí mismo un fin. La empresa que hizo emprender el camino está olvidada...

No; no hemos saltado diez años y con ellos el Océano. ¿Es esto una lectura, un paraje soñado? Tampoco. Se huele y se toca. Para sumirse en él basta hacer en tren un trayecto de hora y media y tener cinco centímetros de estatura.

Eso basta. El vuelo aislado de la imaginación no bastaría. Hasta el sueño necesita un estribo dónde afirmar el pie. De papel impreso o de esperanza; y a falta de eso, estos cuerpos diminutos que sienten en su carne dura, y transmiten, las sacudidas del suelo desigual y del miedo.

Pero el espectáculo se detiene en seco. Monsi recoge un puñado de personajes. Se acuesta en el suelo. Finge pereza. Revuelve los muñecos en la falda. Alguien se acerca, pero no muy de prisa y, en vista de que hay tiempo, Monsi reúne con precaución la tribu enana y, en el fondo de la bolsa de labor, la esconde como un vicio.

—¿Jugabas? —dice el que llega. (Nunca una aventura permanece del todo secreta.)

—No. Tengo calor.

—Hace calor —suspira él—. Papá le ha dicho a Quimet que acabe de llenar la alberca. ¿Vendrás a vernos bañar?

—Sí.

—¿No te quieres bañar?

—No.

—Tienes miedo —dice él sin desprecio ni ternura. El tono más objetivo del mundo.

Tiene los ojos de un amarillo parduzco. El pelo rapado le viste el cráneo con una sombra de color más indeciso aún. Su esmirriada carne gris pertenece al orden zoológico que María clasifica en la familia de los “gusarapos”. Monsi ha intentado enamorarse de él, pero no ha podido. Cuando, al segundo día, Arturo habló bajito, en un tono de voz insinuante, el corazón de Monsi dió un aviso: “¡Alerta! ¡Ocasión!” Fué imposible. El cuerpecillo de lombriz de tierra es lo de menos: esta lombriz, en un momento dado, se convierte en alambre, se vuelve casi pájaro. Trepa a los árboles, da una vuelta en el trapecio, tres saltos mortales en el suelo. Lo que le digan. Lo que le digan, eso es lo malo. Lo que diga Carola, lo que diga Monsi (que casi no dice nada). Lo que diga su padre o lo que ordene la ocasión. Si pasa junto al matorral de zarzas ha de coger moras, aunque se pinche. Si sus hermanos saltan el arroyo, salta por otro sitio más difícil. Si nadie tiene una idea, sólo es un gusarapillo enroscado. Luego saldrá disparado como un juguete mecánico. Sus acciones no tienen sentido. Los ojos tampoco. La voz insinuante y el gesto dócil sólo quieren decir que, dentro de aquel mono atrevido, hay una gota de esencia de niña.

Se enamora uno, pues, de Juan que le lleva a uno ocho años y reúne las condiciones de un amor de verano. En los ojos, pasea algunas luces, no del todo civilizadas pero cariñosas. De la hermosa boca mulata y del corpachón indolente y gimnasta desciende hacia el mundo cálido buen humor. Ahora está en pie, en el borde de la alberca. Don Antonio dirige el baño con la imponente majestad que proviene, no de una actitud olímpica, sino de una ilimitada capacidad para enfadarse. Saltos, brazadas, todo está reglamentado. Arturo, boca abajo, abre y encoge los miembros como una araña. Adentro, afuera, una, dos, diez veces. Carola, demasiado alta y morena para gusarapo, nerviosa y toda ella alambre, chorrea lastimosamente por las trenzas, y tiembla, como una yegua antes de la carrera, de deseo del agua y temor del padre. Bien quisiera Don Antonio gobernar las zambullidas y los saltos de Juan; pero se estrella contra una capacidad para no asustarse de magnitud idéntica a la suya para gritar. Y si tiembla un poco la capa de gelatina que viste superficialmente al Hércules niño, es sólo de risa interior.

Éste es un amor muy manso, benigno; casi un amor de conveniencia. El corazón tiene sus tradiciones: cuando hay otra cosa a mano, no se recurre al rey Ricardo o al señor que bajó del tren en Granollers; negarse a la cara más próxima, casi sería un desaire. Éste es un amor de compromiso, todo es de rigor, todo está en regla. El corazón tiene horror al vacío. Llevarlo hueco es un estado semejante al de hallarse en ayunas. Este amor es perfectamente regular: no se dicen nada; —aunque la comunidad veraniega sea tan reducida, la juventud aquí como en Sitges, está dividida en niños y mayores. Y Juan, desde que Monsi gritó cuando hizo ver que la quería tirar al agua, sabe que es de esas gallinas a quien hay que dejar en paz. Pero, al cabo del día, Monsi habrá recibido su parte —no despreciable— de miradas joviales empapadas de bondad animal. El corazón es ya experto, sabe jugar. Está convenido que ellos pueden, lo mismo que uno, contentarse con distancia, aunque la emprendedora naturaleza masculina garantice que, algún día, la pasión desbordará. Está convenido que la gracia del amor florece tras larga temporada de silencio y desdén.

Está en el borde de la alberca y se seca los rizos con una toalla a cuyo amparo, sin provocar la cólera olímpica, le es posible reir. Hay comodidad —tranquilidad— en la seguridad de verse mañana y tarde. Hay un elemento de saciedad que, en otras circunstancias, sólo la voluntad de él podría proporcionar. ¿Es esa saciedad lo que desprecia? Falta el elemento romántico de la sorpresa y la huida. No, francamente, sería exagerar mucho pretender que esa figura, casi siempre presente, casi nunca altanera, signifique, como el paisaje que la rodea, una anunciación. Tan cerca, está muy lejos. Es sólo el puñado de lastre en el corazón que se necesita para navegar con pleno equilibrio por el torrente encajonado, en la piragua que acechan los saurios.

Porque, aunque haya que reducir la anchura del torrente hasta hacerlo caber en el arco de las piernas de Monsi, aunque las peñas puedan ser utilizadas para espantar perros forasteros, no deja de ser cierto que (¿modestamente? ¿fantásticamente?) ha cambiado el horizonte. Siempre quisiera uno creer que las grandes revelaciones fuesen sorpresas generosas, se abrieran de una vez; en realidad los grandes milagros de la vida tienen todos su preparación, casi su aprendizaje. Los anuncia primero el deseo, luego hacen un tímido ensayo de poner pie en la tierra bajo un disfraz sencillo.

Aunque el mundo siga viviendo en paz y corran “años tranquilos”, en la vida de Monsi han empezado a pasar cosas. No mucho. Se ha salido del ritmo invariable Barcelona-Sitges, Sitges-Barcelona. Están aquí porque Papá hace un puente y en verano le es molesto ir y venir. Nadie ponderó a Clades como una maravilla: sus vagos atractivos fueron alabados como por consuelo. Pero no hace falta consuelo por verse arrancado a las viñas, las adelfas y la arena pegajosa de Sitges.

Llegó y había tres cosas: el paisaje, los animales y los Gorgui. La masía también. Para subir al piso principal, había que pasar por la cocina del “masover”. Estaba limpísima, pero a Monsi se le antojó sucia porque olía a cuadra. El orgullo dió algunas punzadas al pensar que, junto a la villa endomingada, del otro lado de la verja, ellos y los colonos vivirían, al fin y al cabo, bajo un mismo techo. Se mordió los labios al adentrarse en la ahumada ignominia bajo la inspección impertinente y muda de los niños Gorgui —se los mordió con paciencia; sabe ya que en la urdimbre de la vida entran una gran cantidad de hilos de humillación. Pero luego, cuando conoció bien a los colonos y se hubo hecho amiga de Eugenia y daba con ella de comer a los bichos, pasar por la cocina era lo que le gustaba más. Penetraba uno en el antro de una voz que casi se adivinaba que era la de la tierra. La hubiese uno entendido mejor si se hubiese atrevido a pararse y a mirar todos los pucheros, y las herramientas puestas en pie. Pero no se sabía si les gustaba que les vieran guisar y comer.

Saluda uno, pues, al pasar, una confusión de caras serias, de objetos no urbanos y de codiciado olor a escudella. Saluda al techo, colgado de maíz como si fuera siempre fiesta. Pasa, y Dick, el perdiguero de los ojos dorados, se levanta y sale con ella.

En frente tiembla la cortina de álamos como la propia luz de la mañana; y realmente, casi se oye un instante en el aire la voz del ángel de las cosechas.

Arriba, el piso principal era rústico con un acento señorial. Había camas incrustadas como en Sitges, un comedor infinito con alacenas que guardaban olor a comestibles de familias raras, difíciles de situar. Había encima de una cómoda, bajo fanales, dos ramos de cera y conchas; en el cuarto de Monsi, grabados románticos con el ojo de la Providencia mirando entre nubes desde un triángulo.

Un pasillo pasa por delante de la puerta del cuarto de Mamá y lleva a la solana. Cuadrada, encaladas de rosas las arcadas. Entre las arcadas corre sincero el viento. Hay una vista blanda sobre un mundo contento y vario. La solana de Clades es la primera aparición de las opciones que continuamente ofrece el mundo. Mamá está allí tan bien y tan fresca. Pero quedarse hubiese sido renunciar a leer bajo el Fresno. Cómo debían pasarse las mañanas en Clades quedó siempre sin resolver como queda sin resolver en qué hubiese uno debido emplear la vida.

¿El paisaje? Era más bien confuso. Al salir del pueblo, grande y tranquilo, más rural, más severo que cuanto antes se hubiera conocido, se cruzaba la riera. Una riera como otra cualquiera, salvo que tiene dos brazos. Arena, charcos grandes. En las orillas de las pozas, crece la planta saponaria que tiene flores color de rosa, pálidas y, como las del alelí, siempre mustias. En los rincones de caña y juncos, las pozas intentan hablar de un país de aguas verdes y ninfas con pelo de hierbas; pero, antes de que hayan dicho mucho, les tapa la boca la col, que asoma la cabeza desde el surco en cuanto cambia de postura el sauce.

Después de la riera la alameda. El uso descubrió que era muy larga y honda, uniformemente tapizada de trébol. Verde y muy florida (nostalgia). Pero trébol al fin y al cabo. Y por lindero la vía del tren. Al atardecer, hasta la misma vía del tren —que hay que seguir— llega un aliento húmedo, entre las traviesas danza un enjambre de sapos microscópicos. Es triste. Pero es profundo.

Como lindero la vía del tren. Luego el camino, el patio, la masía, el jardín del chalet, el bosque cercado. A la derecha el prado y, en el hoyo, las moreras del tennis. El fresno lo domina, enjaulado en su banco de piedra; de su copa inquieta caen orugas verdes, erizadas de púas, incrustadas de turquesas. Pasado el Fresno, sigue el camino particular hasta la carretera. De este paisaje humanizado, la mayor sorpresa de Clades, nadie habló. Esa riqueza de vida patriarcal, esa abundancia, ese parentesco con Les Malheurs de Sophie.

El prado que desciende hasta el tennis —nada de trébol; césped auténtico— es una especie de lujo también. Único en la comarca, no se sabe de dónde ha venido. Lo puso ahí la acequia. Paralela al camino que va de la vía del tren a la casa, canta la acequia. Gorjeo artístico, civilizado —regular como un ejercicio. Su voz es parte del paisaje de Clades. Voz de trabajo, de ganar dinero. Pero insistente, pero nostálgica. Anunciación.

El resto un poco informe. Los eternos cerros de robles se suceden sin sentido. Ni largos horizontes ni perfiles claros. Detrás de cada colina aparece otra igual, en distinta postura. Robles, retama, enebro. Pero hay un punto en que el pinar se encajona y se ensancha, y tiene amplios caminos arenosos, y en otoño nacen los “rovellons” que huelen a musgo.

Hay también otro prado, en un hontanar, tan pequeño que por su tamaño apenas merece el nombre. Es de hierba alta; una fuente escondida lo encenaga sin ruido. Le llaman el Robledal —no se sabe por qué puesto que lo pueblan álamos en un país en que todo son robles. El lugar huele a Garcilaso. A fines de Julio lo siegan. Cuando el heno está seco, llenan con él una carreta. Monsi, Carola y Arturo la cabalgan, mitad Reyes Magos, mitad aldeanos de égloga.