II

LA tradición habla de una Edad de Oro, una época contenida en sí misma, de corazones alegres sin horizontes de ansia; y en la historia de Monsi hay una edad de oro. Habría que situarla en los veranos de 1911 y 1912.

No pertenece por lo tanto a la prehistoria, sino a un tiempo en que la crónica de la memoria —superficial, si se quiere, vacía de consideraciones profundas es detallada ya y precisa— cargada de retratos que revelan una intuición segura de los caracteres. (La historia filosófica y evolucionada de edades más adultas no producirá retratos de ese vigor). Si se piensa además que Monsi tiene ya la sensibilidad a punto para gozar de todo lo bueno, pero no se ha asomado aún siquiera al hastío; que todas las instituciones de su vida son sólidas, pero que ha nacido ya el examen, podría uno pensar que edad dorada fué solamente un Siglo de Oro. No sería cierto. En los siglos de oro, el arte era joven, pero el hombre era viejo. Los hombres tenían fe en sus empresas, pero desconfiaban unos de otros y recibían saetas de los siete pecados capitales. Los veranos 1911-1912 fueron una auténtica edad de oro en que los cuerpos eran ágiles y las artes —que más tarde crecieron en el terreno de la infelicidad y a su vez lo abonaron— vivían aplicadas y alegres, libres de la maldición de engendrar con dolor el espíritu y de producir pan.

Mamá anuncia siempre esas cosas con cierta prosopopeya. Pero, después del preámbulo y de la fiesta en el pelo y la sonrisa encantada como si el mundo y la casa de A... los hubiese hecho ella, lo que viene a decir es esto:

—Chicos, alégrense. Papá ha hablado con doña Elvira. Van ustedes a ir a A... este verano.

La noticia no es una novedad del todo; durante un par de meses ha estado en el aire. El nombre de A... y el de los Salt no han sido nunca desconocidos. Andrea estuvo allí con Mamá Rosa cuando era pequeña. Otras personas han estado también. Ese año el piso está vacío, el médico ha dicho: “Montaña”, y ellos van. Monsi, sin embargo, no se figuraba que esto fuera a ocurrir. A... pertenece al orden de cosas que nunca se creyó que fuesen para uno.

Al oir la noticia, Ignacio y Andrea levantan la cabeza. Ignacio y Andrea, dos personas; no, como en otra era, meros objetos de la naturaleza cuyas esquinas se han explorado. Las almas, como los cuerpos, son unidades encerradas en sí mismas. No son del todo penetrables, pero enseñan el color de la piel y dejan transparentar una red de motivos. En ese sentido, Ignacio es más persona que Andrea. En Andrea se dan soluciones de continuidad, domina un elemento oscuro —eso que se llama “saltos de humor”. Hay algo dentro de ella que es como un volcán. No se sabe cuándo entrará en erupción ni por qué, pero es seguro que, periódicamente, echará fuego. (No arrasa nada; es un espectáculo de orden estético, más bien simpático.) No importa. Andrea, que fué duendecillo maligno, correligionaria de cultos esotéricos, desahogo de ocultos instintos de rencor y ese ser tan útil que le envidia a uno sus collares y sus lápices y a quien puede uno envidiar los suyos, hoy es una persona. Si además es un poco volcán, sospecha uno que los volcanes tienen también sentido.

Ignacio y Andrea levantan la cabeza. Ignacio sin gran interés: atado a sus padres no ha de pasar en A... muchos días. Y es posible que la soledad de A... no le atraiga. “Sale” ahora, como dice Papá con palabra afrancesada, ha hecho amistad con las familias de algunos compañeros, ha reanudado relaciones de su padre. En un ambiente de obsequios de flores y de etiqueta, mantiene (lícitamente) con una porción de muchachas esas relaciones sin nombre que existían en Sitges, el último año, en el grupo de los niños.

Andrea escucha de otro modo —con una mirada de avidez y recelo. Es la mirada de un ser insuficientemente domesticado aún. Pero ¿quién dice que en el fondo de Monsi no haya también otra gota de recelo? Sólo que es un recelo muy manso y civilizado —sin enemistad. Por instinto vuelve los ojos al álbum que tenía abierto en las rodillas, a esa riqueza sin contactos ni engaño. Se trata seguramente de una noticia muy buena, que es mejor, sin embargo, dejar digerir antes de asimilarla del todo. Vuelve a su lámina. Hace ya mucho tiempo que perdió en gran parte aquella capacidad de contemplación casi erótica ante el lomo vidriado de un jarro o el cuero de la tapa de un libro. Mira uno la lámina, no obstante, y el mundo cambia. La lámina es un mundo cerrado, donde cabelleras, carne y tejidos son de otra sustancia y el tiempo queda prendido en un gesto feliz. A su alrededor, el mundo grande cambia también. Se vuelve más claro porque alguien ha pintado este azul.

Monsi tiene gran tendencia a contestarle a la vida, como la Virgen de la lámina: —Hágase en mí según tu voluntad.

Le gusta a Mamá que las cosas se aprecien. Habrá larga ocasión de hablar de A... De desear y entusiasmarse. De admirarse. De espantarse un poco (Schreckliches Anbeginn). A... se eleva por la imaginación cada vez más. Cumbres de dos mil metros (la mitad, por desgracia, del pico de Aneto; de todos modos, vertiginoso), hierba legítima, bosques de hoja caduca, fresas silvestres —será como el extranjero en casa. Y la casa tan bonita, que nadie sabe explicar. Y los Salt. Papá y Mamá, a los chicos, apenas los conocen. A través de algunas palabras, Monsi entiende que no son gente corriente. Mamá espera que los Salt le gustarán.

Eso es lo grave. Pasará uno una especie de examen, quedará uno descalificado a los propios ojos si no consigue agradar. Contra los Salt no estará uno defendido por la relativa esquivez de Papá. Estarán siempre entre Monsi y la montaña y le robarán el espacio en que el alma se ensancha. Será como una faena. ¡Bah! quién sabe. Piensa uno en las caras de las criadas nuevas que, al principio, son como piedras en un colchón y luego se disuelven muy deprisa.

Pero, como la vida se da tan gran arte para convertirlo todo en preocupaciones menudas y caseras, el deseo de la belleza, el temor ante la amistad, van volviéndose al correr las semanas una cuestión de alpargatas cerradas y abriguitos de punto, de trajes de percal y aparatos de acetileno. De ayudar a Mamá, que al principio intenta obligarla y se descorazona pronto al verla tan amarilla. Y por último coche de estación, facturaciones y un ferrocarril con olor a carbón como otro verano cualquiera.

Como otro cualquiera, no. Pasadas las primeras estaciones, el radio de los picnics invernales, las colinas crecen y se arraciman, como un bosque de cerros. Ola tras ola, un mar de pinos. No redondos, como en Clades. Espeluznados, vaporosos, sobre cada copa un nimbo dorado. Corre, muy hundido, un torrente espumoso y verde como agua marina. En el nimbo cobrizo de esos cerros podría sonar cobre de trompetas. Paisaje de Walkyrias. Pero, paisaje triste, paisaje monótono. No apetece uno vivir aquí. ¿Llama Mamá prados a ese trocito junto al agua?

—No; A... está aún lejos. A... es distinto. Lugar altivo, antes de entregarse le hará a uno pasar por diversas pruebas... entre otras el desierto. Cada vez menos árboles —y de pronto un paisaje horrible. Hierba calcinada y líquenes. Losas de pizarra como tortugas gigantes. Y la montaña ¿dónde se ha ido? Dios mío, es aquí donde se baja.

Lo mismo que cuando uno se angustia al leer el capítulo triste de una novela que ya se sabe que ha de acabar bien, Monsi contempla desazonada la montaña fugitiva. Ahí está, dibujando de un solo trazo en el cielo su mole imponente, esa sierra azul-violeta que, antes de ahora, había enseñado a retazos su perfil. Pero tan lejos.

En dos horas, apenas se alcanzará otra vez la región de los pinos. Está aguardándoles un coche simpático, híbrido de landó urbano y carretela campesina. El aire se llena de cascabeles, el alma también. Increíblemente pronto el paisaje se anima. ¿Qué hay en esas lomas rojizas —solo encinas aún— para que su línea, su arranque, digan ya osadía? Cada masía bermeja es un nido de águila. ¡Pero no son ya encinas! A la derecha ya no lo son. Y, solo y perdido como un pájaro que se cayó del nido, en la orilla del bosque se ha posado un pinabeto pequeñito. Qué hondos y sinuosos los cauces, qué altivos los álamos. Y por fin, asombroso y tierno y comestible para el alma, ese verde desconocido de la hoja hacinada que en primavera nace y en otoño se muere y que no han regado mangueras sino las copiosas tormentas de Dios. Un poco flacuchos y encogidos aún, descienden hacia uno de los castaños. Y otros que todavía no tienen nombre. Otro abeto, y otro, un poco más grandes, —postes y centinelas que indican el camino. Fragor. El arroyo es casi tan ancho como un río y bulle. Las olas del paisaje se agitan, se encrespan. Se entrecruzan. Aquello tan alto, ¿es un convento, una fortaleza? Fragor, bosque, altura. Encrucijadas; y todo un lado del paisaje aún triste. Paisaje de guerrillas y de Guerra Carlista. A cada paso, a la entrada de una senda, hay una cruz.

No, ¿quién se acuerda ya? Ahora ya no es paisaje de guerra, es el país de las corzas y las hadas. ¿Qué ha ocurrido? Cambia el mundo, la vida cambia. El mundo es todo hojas. Sonríe entero, sin un resquicio para el mal. Cae sobre uno como una cascada, chorreando infinita invención. Barrancos, gargantas —arcas de un tesoro vegetal que quisieras contar hoja por hoja; senderos que nunca seguirás; primor de las innumerables formas que componen un solo temblor. El álamo blanco está de pie como un jefe entre los álamos negros que suenan como arpas. Los cerros siguen como un cortejo, se cierran como un santuario, se abren como la primavera. Y cuando se está en lo más hondo del templo, se descorre un momento la cortina y aparece esa presencia que es como la de Dios, pero más humana, y distinta al mismo tiempo de todo lo humano. Santa faz de las cumbres que hoy te es dado mirar cara a cara.

¿Y qué es esa voz que llena todo el ámbito del aire, que no tiene fin ni principio, que barre el último gramo de peso que al pasado le pudiera quedar, y al futuro? ¿Qué es esa voz, más tierna que la música, que llega del fondo de una amistad más antigua que la memoria; que acude, como mañana acudirá el amor —ay, mucho más piadosa— a una cita acordada antes de que viera uno la luz?

Es la canción de la inocencia del mundo, la mina del cristal de los ritmos, es el Evangelio de una salvación sin dolor, la voz de la serenidad humana —es el agua que corre.

Y después, ¡oh paisajes, lo más tangible y seguro que existe, diría uno, lo más inmutable; traidores e inestables, en realidad, como el carácter ajeno, como el propio, como la vida! Un par de vueltas más y Monsi se encuentra frente a una iglesia, a la entrada de un valle arenoso plantado de patatas. Y la sierra, no se sabe cómo, está otra vez más lejos.