34

El hombre que abre la puerta suda a mares y las venas se destacan como cuerdas en sus grandes bíceps bronceados como si estuviera en medio de una sesión de gimnasia cuando nos presentamos sin previo aviso.

No disimula el desagrado al encontrarse con dos extraños en su galería, uno con pantalones de motociclista y un polo del FBI, y el otro con un uniforme caqui, y un viejo Land Rover aparcado a la sombra de un roble junto a las espalderas de los jazmines que separan su propiedad de la vecina.

—Lamento molestarlo. —Colin abre la billetera y le muestra la placa de médico forense—. Nos encantaría que pudiese dedicarnos unos minutos de su tiempo.

—¿De qué va esto?

—¿Es usted Gabe Mullery?

—¿Pasa algo?

—No estamos aquí en acto de servicio y no pasa nada. Ésta es una visita informal y nos iremos si usted nos lo pide. Pero si me da un minuto para que se lo explique, le estaríamos muy agradecidos —dice Colin—. ¿Es Gabe Mullery el dueño de la casa?

—Soy yo. —No se muestra dispuesto a darnos la mano—. Ésta es mi casa. ¿Le ha ocurrido algo a mi esposa? ¿Todo va bien?

—Supongo que sí. Discúlpenos, si le hemos asustado.

—No me han asustado. ¿Qué desean?

Muy atractivo, con el pelo oscuro, los ojos grises y una mandíbula poderosa, viste unos pantalones de chándal cortos y una camiseta blanca estampada con la leyenda «U.S. NAVY NUKE: si me ve corriendo ya es demasiado tarde». Tapa la puerta con su cuerpo musculoso, y salta a la vista que no le gusta en absoluto que los extraños se presenten sin llamar primero, no importa la razón.

Sin embargo, no quiero dar al hombre que vive en la antigua casa de los Jordan la oportunidad de negarse. Tengo que ver el jardín y averiguar qué hacia Gloria Jordan la tarde del 5 de enero.

No creo que podara, y quiero saber por qué regresó a su jardín muy temprano a la mañana siguiente, lo más probable para ir a la vieja bodega bajo tierra, seguramente forzada a volver allí en la oscuridad total más o menos a la hora en que ella y su familia fueron asesinados. Tengo un escenario imaginario basado en mi interpretación de las pruebas, y la información que Lucy me envió por email en el trayecto hasta aquí solo refuerza mi conclusión de que la señora Jordan no fue una víctima inocente, y decir esto es quedarse corto.

Sospecho que en la noche del 5 de enero ella pudo echar clonazepam en la bebida de su marido para asegurarse de que dormiría como un leño. Alrededor de las once, bajó las escaleras y desconectó la alarma para dejar la mansión y a su familia vulnerables ante un robo que no podía haber previsto que acabaría de la manera que lo hizo. Lo que tenía en mente estaba mal y en su mayor parte era una tontería, no tan diferente de una gran cantidad de planes elaborados por personas infelices que quieren escapar de sus matrimonios y son seducidas a creer que tienen derecho a tomar aquello que consideran merecido.

La señora Jordan con toda probabilidad nunca tuvo la intención de que sus hijos fueran a sufrir ningún daño y mucho menos ella misma, y quizá ni siquiera su marido, contra quien sospecho había llegado a experimentar un resentimiento profundo por no decir odio. Es posible que estuviese decidida a alejarse de él, pero probablemente lo que quería era tener un dinero oculto, algo propio, y no necesariamente verle muerto. Un plan sencillo, un simple robo en una noche de enero, después de un día de tormentas intermitentes y fuertes vientos helados, como señalaba la información meteorológica que me envió Lucy. Nadie decide limpiar el jardín en tales condiciones, y no hay ninguna prueba de que la señora Jordan llegase a podar ni una rama seca la tarde antes de su muerte.

¿Qué estaba haciendo junto a las paredes derrumbadas y la tierra hundida, que a mí me parecieron en las fotografías las ruinas de un sótano de un siglo anterior? Quizás intentaba ser más astuta que su cómplice o cómplices, y la triste ironía es que ella no hubiera sobrevivido, incluso si hubiera sido honrada. No reconoció al diablo en la persona con quien había hecho amistad y en quien había llegado a confiar, y debió de suponer que todo quedaría perdonado si la fortuna en oro que sospecho que había prometido compartir no aparecía por ninguna parte, porque había decidido quedársela para ella y la había escondido.

—Escuche, no le culpo por no querer que le molesten —dice Colin en la calurosa galería con sus majestuosas columnas blancas y una vista de un cementerio que data de la revolución americana.

Las ráfagas de aire caliente traen el olor a césped recién cortado.

—Estoy harto del maldito caso —afirma Gabe Mullery—. Ustedes y los periodistas, y lo peor son los turistas. La gente que llama al timbre y quiere hacer un recorrido por la casa.

—No somos turistas y no queremos ese tipo de recorrido.

Colin me presenta, y agrega que regresaré a Boston en un par de días y queremos echar un vistazo en el jardín de atrás.

—No quiero ser grosero, pero ¿para qué diablos? —protesta Mullery y, más allá de él, a través de la puerta abierta, está la escalera de madera de abeto, y el rellano cerca del vestíbulo donde encontraron el cuerpo de Brenda Jordan.

—Tiene todo el derecho a ser grosero —contesto—, y no está obligado a dejar que vea la propiedad.

—Es cosa de mi esposa y ella la reformó por completo. Ahí tiene su despacho. Por lo tanto, cualquier cosa que espere encontrar es probable que ya no exista. No entiendo su objetivo.

—Si le parece bien, me gustaría una mirada rápida de todos modos —digo—. He estado revisando algunos datos…

—Es por el caso —exhala con fuerza, llevado por la exasperación—. Sabía que era un error comprar esta casa ahora con su ejecución que será nada menos en la mierda de Halloween. Como si nos gustase quedarnos en la ciudad para eso. Si por mi fuese, cerraría este puñetero lugar, llamaría a la Guardia Nacional, y me largaría a Hawái a esperar a que todo pasase, no sé si lo entiende.

Está bien.

Se aparta para dejarnos entrar.

—Es ridículo tener esta conversación —continúa, irritado—, y menos afuera con este calor y que te vea todo el mundo. Comprar este maldito lugar. Jesús. No debería haber escuchado a mi esposa. Le dije que estaríamos en la ruta turística y que no era una buena idea, pero ella es la que está aquí la mayor parte del tiempo. Yo viajo mucho. Ella debe vivir donde quiera, y me parece justo. Lamento que unas personas murieran aquí, pero los muertos están muertos y lo que detesto es que la gente viole nuestra intimidad.

—Le comprendo muy bien —asiente Colin.

Entramos en el gran vestíbulo de una casa que parece tan familiar que es como si hubiera estado en ella antes, y me imagino a Gloria Jordan en las escaleras, descalza y con su camisón de franela azul con motivos florales, que va hacia la cocina donde esperó a que llegase compañía y se pusiera en marcha una conspiración. Quizás estaba en alguna otra parte de la casa cuando rompieron el cristal de la puerta y entró una mano para abrir la cerradura con la llave que no debería haber estado allí. No sé dónde estaba cuando asesinaron a su esposo, pero no en la cama. No es allí donde ella se encontraba cuando la apuñalaron veintisiete veces y la degollaron, un exceso que asocio con la lujuria y la ira.

Lo más probable es que el ataque tuviese lugar en la zona del vestíbulo, donde pisó descalza su propia sangre y la sangre de su hija asesinada.

—Supongo que se habrán dado cuenta de que no soy de aquí —comenta Mullery. Al principio pensé que podría ser inglés, pero su acento suena más a australiano—. Sidney, Londres y luego a Carolina del Norte para especializarme en medicina hiperbárica en Duke. Terminé aquí en Savannah mucho tiempo después de los asesinatos, por lo que las historias sobre este lugar no significan mucho para mí o les aseguro que nunca hubiese venido a verla cuando la pusieron a la venta hace unos años. La miramos y para Robbi fue amor a primera vista.

«No era el matrimonio perfecto que pintaron», me escribió Lucy en su mensaje con el añadido de la información recopilada en los archivos consultados, que muestran el retrato de una mujer desgraciada, con un pasado autodestructivo, que se casó con Clarence Jordan en 1997 y de inmediato tuvo mellizos, un niño y una niña llamados Josh y Brenda. Una historia de Cenicienta le debió de parecer a sus conocidos cuando a la edad de veinte años fue contratada como recepcionista en la consulta del doctor Jordan, y al parecer fue así como se conocieron. Quizás él creyó que podía salvarla, y por un tiempo ella debió de estar estabilizada, lejos de sus primeros años de caos y problemas, perseguida por las agencias de cobro mientras pagaba con talones sin fondos, se emborrachaba en público, y se mudaba de un apartamento barato a otro cada seis meses o un año.

—¿Kings Bay?

Colin supone que Gabe Mullery está en la base de los submarinos Trident II de la flota del Atlántico, que llevan armamento nuclear, a menos de ciento cincuenta kilómetros de aquí.

—Oficial médico de buceo en la reserva —dice—. Pero mi trabajo está aquí en el Hospital Regional. Medicina de emergencia.

Otro médico de la casa, pienso, y espero que sea más feliz que Clarence Jordan dedicado a controlar a su esposa con la mayor discreción, quizá confiando en su pública amistad con el presidente de la agencia de noticias que en aquel entonces era propietario de varios periódicos, cadenas de televisión y emisoras de radio, alguien que estaba con el doctor Jordan en los comités y fundaciones de caridad y que podía manipular lo que podía acabar en la prensa.

Los medios no informaron ni una palabra sobre la recurrencia de la señora Jordan en la mala conducta, la serie de acontecimientos tristes y humillantes iniciada partir de enero de 2001, cuando fue arrestada por robo después de ocultar un vestido caro debajo de la ropa y olvidarse de quitar la etiqueta de seguridad. Una llamada de atención, un reclamo de ayuda, pero se me ocurrió que era algo más traicionero mientras leía el email de Lucy.

La señora Jordan actuaba de una manera que podía castigar a un marido que la descuidaba y tenía rígidas expectativas sobre el papel y la conducta de su esposa, y ella respondía apuntando a su orgullo, su imagen, sus estándares imposibles de alcanzar. No habían transcurrido ni siquiera dos meses desde el incidente del robo en el centro comercial Oglethorpe que ella empotró su coche contra un árbol y fue acusada de conducir bajo los efectos del alcohol. Y cuatro meses más tarde, en julio, llamó a la policía, ebria y beligerante, para denunciar que había habido un robo en la casa. Los detectives respondieron y en su declaración afirmó que el ama de llaves había robado monedas de oro por valor de al menos doscientos mil dólares que estaban ocultas debajo del aislamiento en el ático. El ama de llaves nunca fue acusada, y la denuncia se archivó después de que el doctor Jordan informase a la policía que lo había cambiado de lugar, una inversión que había tenido durante años. Estaba bien guardado dentro de la casa y no faltaba nada más.

Pero ¿qué pasó con el oro entre el mes de julio y el 6 de enero?

Supongo que el doctor Jordan podría haberlo vendido, aunque, según la información de Lucy, el precio estaba en su punto más bajo en el año 2001, un promedio de menos de trescientos dólares la onza, y parece extraño pensar que no habría esperado a una subida, sobre todo si tenía el oro desde hacía tiempo. No hay pruebas de que necesitara dinero. Su declaración de impuestos de 2001 mostró ganancias y dividendos de las inversiones por un total de más de un millón de dólares. Sea lo que sea que pasó con el oro, parece un hecho que desapareció después de los asesinatos.

No hay referencias a propiedades robadas y los informes de los investigadores indican que las joyas y la plata de la familia no parecen haber sido tocados.

Gloria Jordan, desde luego, no acabó con una pequeña fortuna en oro, porque es probable que fuese ella quien lo cambió de lugar la última vez, diría que la tarde antes de su muerte y, aunque creo que nunca nadie sabrá exactamente qué pasó, tengo una teoría basada en los hechos tal y como los conocemos. Creo que simuló un robo para explicar la desaparición de aquello que ella misma tenía la intención de robar, y luego decidió no compartir el botín con un cómplice o más de uno si fingía que no lo encontraba. Su esposo debió de esconderlo una vez más, y ella lo sentía muchísimo, pero no era culpa suya.

Solo puedo imaginar lo que pudo haber dicho cuando su cómplice o los dos se presentaron, pero creo que la señora Jordan se enfrentó a una fuerza del mal mucho más brillante y cruel de lo que podía evocar en sus peores pesadillas. Sospecho que en la madrugada del domingo 6 de enero se vio obligada a revelar el escondite del oro y tal vez mientras ella estaba en el jardín cerca de los restos del viejo sótano recibió el primer corte. Una posible advertencia. O quizás el comienzo del ataque, y ella huyó a la casa donde fue asesinada y su cuerpo llevado a las escaleras para ser mostrado impúdicamente en la cama junto a su esposo muerto.

—Así que echamos una ojeada y nos pareció un gran lugar, y me impresionó, lo admito —nos dice Gabe Mullery—, y a un precio estupendo, y entonces el agente inmobiliario entró en detalles sobre lo ocurrido aquí en 2002, y no es de extrañar que fuese una ganga. A mí no me entusiasmó todo aquel rollo de la asociación, el karma o como se llame, pero no soy una persona supersticiosa. No creo en los fantasmas. Lo que he llegado a creer es en los turistas, en los idiotas que tienen el sentido y las costumbres de las palomas, y yo no quiero un ambiente de carnaval ahora que está fijada la fecha de su ejecución.

No habrá ejecución. Me aseguraré de ello.

—Es una vergüenza que no se hiciese cuando estaba prevista, que el juez la postergara. Lo que queremos es que se acabe de una vez por todas, para que el tema se hunda hasta el fondo, fuera de la vista y se olvide. Con un poco de suerte, llegará el día en que la gente dejará de pedir una visita.

Haré lo que sea para garantizar que Lola Daggette nunca vea la cámara de la muerte, y tal vez llegará el día en que no tendrá nada que temer. No a Tara Grimm, ni a los guardias de la GPFW, no a Payback como si fuese pagar el precio final, y quizás el precio final es uno con el nombre de Roberta. Cualquier cosa puede ser un veneno si tomas demasiado, incluso el agua, dijo el general Briggs, y quién puede saber más de los medicamentos y los microbios y sus posibilidades fatales que un farmacéutico, un alquimista malvado que convierte un fármaco destinado a curar en una poción de sufrimiento y muerte.

—Dígame lo que quiere ver —me dice Gabe Mullery—. No sé si puedo ayudarla o no. Aquí vivió otro propietario antes de que yo la comprara, y realmente no conozco los detalles de cómo era cuando asesinaron a aquellas personas.

La cocina es irreconocible, reformada en su totalidad, con muebles nuevos y modernos electrodomésticos de acero inoxidable y un suelo de baldosas de granito negro. La puerta que da al exterior es sólida, sin cristales, tal como dijo Jaime, y me pregunto cómo lo sabía, pero tengo una conjetura. Ella no habría dudado en caminar hasta aquí y entrar fingiendo ser una turista o haber tenido la audacia de decir quién era y por qué estaba interesada.

Veo un ordenador portátil en una parte de la barra, donde no hay lugar para sentarse y trabajar. Hay un teclado inalámbrico en una mesa y contactos en todas las ventanas que veo, un sistema de seguridad mejorado que podría incluir cámaras.

—Hace muy bien en tener un buen sistema de seguridad —le comento a Gabe Mullery—. Si tenemos en cuenta la curiosidad de la gente por este lugar.

—Sí, se llama Browning nueve milímetros. Es mi sistema de seguridad. —Sonríe—. Mi mujer es una loca de los artilugios, los interruptores en las ventanas, sensores de movimiento, cámaras de vídeo, la monda. Le preocupa que la gente crea que aquí tenemos drogas.

—Dos mitos urbanos —comenta Colin—. Los médicos tienen drogas en su casa y ganan montones de dinero.

—Yo estoy ausente la mayor parte del tiempo y ella vende droga para ganarse la vida. —Abre la puerta de la cocina—. Otro mito urbano es que los farmacéuticos tienen un buen fajo en la casa —añade cuando bajamos las escaleras de piedra que llevan al camino de losas de piedra y césped, y oigo música en la galería solarium, que está montada como un gimnasio, y sin duda es donde estaba Gabe Mullery cuando nos presentamos. Antes de eso, quizás estaba cortando el césped.

Reconozco el suelo de mosaico rojo detrás del cristal, donde hay un banco de abdominales y bastidores con pesas y, apoyadas en la parte de atrás de la casa, dos bicicletas con ruedas pequeñas y marcos de aluminio con bisagras, una roja con el sillín y el manillar subidos, la otra plateada y para alguien más bajo. Junto a ellas hay una cortadora de césped, un rastrillo y bolsas llenas del césped cortado.

—Creo que lo mejor será dejarla pasear —opina Mullery, y puedo decir por su comportamiento que no desconfía en lo más mínimo de nosotros y no tiene ni idea de que tal vez debería hacerlo—. La jardinería no es lo mío. Éste es el dominio de Robbi —dice como si no sintiese un interés particular, y no queda nada de lo que una vez hubo aquí.

Los olivos fragantes y los arbustos, la estatuaria, la rocalla, los muros derruidos han sido reemplazados por una terraza de piedra caliza construida sobre lo que sospecho que una vez fue una bodega, y detrás de la terraza hay una dependencia pequeña pintada de color amarillo pálido con una mansarda de tejas y una chimenea de ventilación que parece industrial, y en los aleros hay cámaras de tipo bala. Hasta ahora he contado tres, y escondido detrás de boj hay una unidad de climatización y un pequeño generador de respaldo, y hay postigos en las ventanas como si la esposa de Gabe Mullery estuviera esperando un huracán y un corte de energía y le preocupasen los intrusos y el espionaje. El edificio está protegido en tres lados por espalderas blancas cubiertas de hiedra roja y espino de fuego.

—¿Qué clase de trabajo hace Robbi en su despacho? —le formulo a su marido lo que sería una pregunta normal en circunstancias normales.

—Cursa el doctorado en química farmacéutica. Estudia en línea, escribe su tesis.

Nunca me diría nada de esto si no fuera un inocente, un guerrero grande y fuerte que no sabe que vive con el enemigo.

—¿Cariño? ¿Quién hay?

Una voz de mujer, y ella aparece por un lado de la casa. Camina con calma pero con un propósito, no hacia su marido sino hacia mí.

Vestida con pantalones de lino natural y una blusa fucsia, con el pelo recogido, no es Dawn Kincaid, pero podría serlo si Dawn no tuviese muerte cerebral en Boston y estuviese un poco más rellena, más en forma. Veo el anillo de baguette y el reloj grande y negro, y sobre todo su rostro. Veo a Jack Fielding en los ojos, la nariz y la forma de su boca.

—¿Hola? —le dice a su marido sin dejar de mirarme—. No me dijiste que tendríamos compañía.

—Son médicos forenses y querían echar una ojeada por aquello de los asesinatos —explica su apuesto marido, que es médico de la Reserva Naval, muy atareado, que se ausenta con frecuencia y la deja sola para hacer lo que quiera—. ¿Cómo es que estás en casa tan temprano?

—Se presentó un poli con pinta de chico malo —explica, sin quitarme los ojos de encima—. Hizo un montón de preguntas a cuál más extraña.

—¿Te las hizo a ti?

—Preguntó por mí. Yo estaba en la trastienda, pero oía todo el asunto y pensé que era molesto. —Me mira con los ojos de Jack Fielding—. Quería comprar una bolsa Ambú y preguntó si teníamos un desfibrilador. Herb y él charlaron sin parar, y luego salieron afuera a fumar. Decidí marcharme.

—Herb es un idiota.

—Habrá que recoger todos esos montones de césped cortado —se queja, pero no mira a su alrededor. Me mira a mí—. Ya sabes lo mucho que me desagrada. Por favor, asegúrate de recogerlo todo. No me importa si son un buen fertilizante.

—No había terminado. No te esperaba en casa tan pronto.

Creo que deberíamos contratar a un jardinero.

—¿Por qué no nos sirves un poco de agua y algunas de esas galletas que hice el otro día? Acompañaré a nuestros visitantes en un breve recorrido.

—¿Colin? Mientras recorro el jardín, lo que queda, quizá podrías darle a Benton un mensaje de mi parte —le digo sin quitar los ojos de ella, y sé que Colin intuye que algo va mal.

Le doy el número del móvil de Benton.

—Quizá podrías hacerle saber que él y sus colegas necesitan ver lo que Robbi ha hecho en su jardín. Convirtió el viejo sótano en una oficina muy funcional, diferente de todo lo que he visto hasta ahora. Robbi de Roberta, me imagino —le digo a Colin, sin perder de vista a la mujer, y le oigo hablar por el móvil.

—Sí, en el patio trasero —dice Colin en voz baja, pero no le da la dirección ni menciona donde estamos, y sospecho que Benton puede estar de camino.

—Es tal cual me gustaría hacer en casa, construir una oficina en la parte de atrás que sea tan segura como Fort Knox, un lugar donde quizá guardaban oro antes de que lo robasen —le suelto a la cara a Roberta Price—. Con un generador auxiliar, ventilación especial, mucha privacidad y cámaras de seguridad que podría controlar desde mi mesa. O mejor aún, de forma remota. Mantener un ojo vigilante a quién va y viene. Si no le importa, mi marido y sus colegas se dejarán caer por aquí —le digo a Roberta cuando se cierra la puerta de la cocina, y me pregunto si Colin va armado.

—¿Price o Mullery? —le pregunto—. Supongo que adoptó el nombre de su marido, Mullery. El doctor Mullery y señora en una hermosa casa histórica que debe de tener recuerdos especiales para usted —añado con frialdad mientras oigo a lo lejos el retumbar de un motor de gran potencia.

Se me acerca y se detiene. Veo como hierve su ira porque está acabada y lo sabe, y vuelvo a preguntarme si Colin va armado y si ella lo está, y al mismo tiempo que me pregunto todo esto, me preocupa más el marido saliendo de la casa con su pistola de nueve milímetros. Si Colin apunta con un arma a Roberta o la derriba, podría acabar golpeado hasta la muerte o recibir un disparo, y no quiero que Colin dispare a Gabe Mullery.

—Cuando su marido salga de la casa —le digo a ella mientras Colin se nos acerca—, dígale que la policía está en camino. Ahora mismo el FBI viene hacia aquí. No quiero que resulte herido, y acabará lastimado si usted hace un movimiento precipitado. No corra. No haga nada o conseguirá que se encuentre en medio del barullo. Él no entenderá qué ocurre.

—Usted no ganará.

Mete la mano en el bolso, y tiene los ojos vidriosos. Le cuesta respirar, como si estuviera muy agitada o a punto de atacar, y el sonido de un motor de gran potencia que parece ser de una moto suena muy cerca, en el mismo momento en que su marido aparece por un lado de la casa con botellas de agua y un plato.

—Saque la mano del bolso. Muy despacio —digo, y el rugido del motor nos envuelve y de repente se detiene—. No haga nada que nos obligue a responder.

—Parece que tenemos compañía.

El marido cruza el patio cubierto de recortes de césped frescos, y suelta las botellas y el plato cuando Roberta Price saca la mano del bolso con un recipiente blanco con forma de bota, y suena un disparo cerca de la casa.

Roberta da un paso y cae al suelo, con la cabeza sangrando, y un inhalador para el asma cae a su lado en el césped, y Lucy corre a través del patio, con una pistola empuñada con ambas manos y le grita a Gabe Mullery que no se mueva.

—Siéntese tranquilo y poco a poco.

Lucy continúa apuntándole mientras él está en su patio trasero, pasmado.

—¡Tengo que ayudarla! —grita—. ¡Por el amor de Dios deje que la ayude!

—¡Siéntese! —le ordena Lucy, y oigo el ruido de las puertas de un coche que se cierran—. ¡Mantenga las manos en alto donde pueda verlas!

Dos días más tarde.

La campana en la cúpula dorada del Ayuntamiento suena en lentos y fuertes toques en un Día de la Independencia brumoso que no incluye los fuegos artificiales para algunos de nosotros. Es lunes y, si bien el plan era salir temprano para el largo vuelo de regreso a casa, ya es mediodía.

En el momento en que aterricemos en la base Hanscom de la fuerza aérea al oeste de Boston serán las ocho o las nueve de la noche, y nuestro retraso no se debe al clima sino a los vientos de los humores de Marino, que soplan a rachas y cambian de dirección a cada momento. Insistió en llevar su camioneta a Charleston donde quiere que aterricemos en el camino, por si acaso decide volver a casa con nosotros, porque dijo que no está seguro. Es posible que se quede aquí en Lowcountry a pescar o pensar, y podría buscar un barco de segunda mano o decidir tomarse un año sabático. Que podría terminar de nuevo en Massachusetts, era difícil de decir, y mientras reflexiona sobre lo que debe hacer consigo mismo, descubre otras formas de demorarse.

Necesita más café. Podría hacer una última salida para comprar pastelillos de hojaldre rellenos de carne y huevos, que no se consiguen en el norte. Debería ir al gimnasio. Debería devolver la motocicleta alquilada a la concesionaria, para que Lucy no tenga que hacerlo. Ha tenido de sobras con todas las entrevistas con la policía y el FBI, todos los trámites burocráticos, como dice, que acompañan a un tiroteo, y te deja una mala sensación matar a alguien y descubrir que la persona no iba a sacar un arma, sino la cartera, el carné de conducir o un inhalador. Incluso cuando el cabrón se lo merecía, prefieres que no caiga porque alguien siempre va a cuestionar tu juicio, sigue y sigue, y eso te estresa más que tener a la persona muerta, si eres sincero contigo mismo. Él no quiere que Lucy monte en moto en este momento y le preocupa que pilote debido a lo que él imagina que es su estado de ánimo.

Lucy está muy bien. Marino no. Hizo un recado después de otro, y cuando por fin estaba preparado para hacer el viaje de dos horas hasta Charleston, decidió que quería todas las provisiones y enseres que yo había comprado, que de todos modos no pueden caber en el helicóptero, señaló. No es que yo tuviese planeado transportar las ollas y las sartenes adicionales y los alimentos envasados y una cocina de dos fuegos, todo el camino de regreso a Nueva Inglaterra, pero insistió en quedárselo. No ha tenido la oportunidad de equipar su nueva casa en Charleston, explicó, mientras apilaba todo lo que encontraba en las cajas que consiguió en una tienda de licores, sin olvidarse de las bolsas de patatas fritas abiertas y la mezcla de frutos secos, y los recipientes usados y el detergente del lavavajillas y el jabón líquido para las manos.

También un secador de pelo de viaje que no necesita para su cabeza calva y una plancha de viaje y una tabla de planchar que nunca usará en sus telas de mezclas sintéticas.

Recoge las especias y varios frascos de aceitunas casi vacíos, encurtidos y conservas de frutas, y un plátano, condimentos, galletas, servilletas de papel, cubiertos y platos de plástico, papel de aluminio y una pila de bolsas de plástico plegadas. Luego va de habitación en habitación y recoge todos los artículos de tocador del hotel como si se hubiese convertido en un acaparador.

—Como los recolectores o como los llamen en la televisión —comento—. Escarban en los desechos y la chatarra de otras personas y no tiran nada. Ésta es una compulsión nueva.

—Es miedo —dice Benton, con el ordenador portátil en la falda y el móvil en la mesa junto a su silla—. Miedo a que pueda deshacerse de algo o perderlo de vista y luego necesitarlo.

—Pues le enviaré otro mensaje. Se acabaron las excusas, él viene a casa con nosotros. Yo no lo quiero aquí solo cuando no está pensando con claridad y en medio de una nueva compulsión.

Aterrizaremos en Charleston, no importa lo que diga, y si es necesario, iré a su casa y le sacaré de allí.

—No le quedan muchas compulsiones para elegir —señala Benton mientras va pasando los archivos—. Se acabó la bebida, se acabó el tabaco. No quiere engordar, por lo que no recurrirá a la comida, y comienza a acumular cosas. El sexo es una compulsión mejor.

Relativamente barata y no requiere espacio de almacenamiento.

Abre otro email que desde mi asiento veo que es del FBI, quizás enviado por un agente llamado Phil con quien Benton habló por teléfono hace apenas un rato.

Ha sido una mañana muy ocupada en la sala de estar de nuestra suite del hotel, nuestro campamento con su espectacular vista del río y el puerto. Desde que salió el sol, Benton y yo hemos estado preparándonos para regresar al norte, y procesando la información que siguen recopilando a lo que parece ser la velocidad de la luz. No estoy acostumbrada a que una investigación se haga como una guerra, con múltiples ataques en múltiples frentes, realizados por las diferentes ramas de las fuerzas militares y la policía, todo ello ejecutado con una energía y un ritmo frenético, que resulta deslumbrante. Pero la mayoría de mis casos no son una amenaza para la seguridad nacional ni de interés para el presidente, y los laboratorios y equipos de investigación funcionan a paso redoblado, como lo expresó Lucy.

Hasta el momento la información ha estado bien controlada y se mantiene fuera de las noticias, mientras el FBI y la Seguridad Interior continúan su incesante búsqueda para asegurarse de que nada de lo que Roberta Price manipuló pueda haber encontrado su camino en el economato de una base militar, en un avión de transporte, o un destructor con tropas, en un submarino armado con misiles nucleares, en manos de los soldados en combate o en cualquier otro lugar. Se han confirmado los análisis de ADN, de huellas dactilares y las comparaciones, y es un hecho que Roberta Price y Dawn Kincaid son las dos caras de la misma maldad, gemelas idénticas o clones, como algunos investigadores se han estado refiriendo a las hermanas que crecieron una sin la otra y luego se reunieron para formar un catalizador que creó tecnologías siniestras y causó un número indeterminado de muertes.

—El temor que crea —digo—. Es lo que tiene a Marino corriendo en círculos y fuera de la ciudad. Ves la muerte todos los días, pero cuando se trata de los casos en que trabajas te engañas y tienes la sensación de que puedes controlarlo o que, si lo entiendo bastante bien, no te va a pasar a ti.

—Fumar aquel cigarrillo en la puerta de la Farmacia Monck’s se acercó demasiado a la temeridad —señala Benton cuando suena su móvil.

—¿Después de lo que vio en el sótano? Supongo que sí —asiento—. Desde luego, sabía lo que podía ocurrir.

—Te puedo sugerir un enfoque —le dice Benton a quien acaba de llamar—. Basado en el hecho de que se trata de alguien que se siente completamente justificado. Ella le ha hecho un favor al mundo al librarlo de los malos.

Comprendo que habla de Tara Grimm, que ha sido detenida, pero aún no está acusada de ningún delito. El FBI está haciendo tratos, dispuesto a negociar con ella a cambio de información sobre otras personas en la GPFW, como el guardia Macon, que podría haberla ayudado a ejecutar las sentencias que ella decidió que ciertas reclusas se merecían, y lo hizo compenetrado del todo con una envenenadora de una inteligencia diabólica que necesitaba practicar.

—Tienes que apelar a su verdad —dice Benton—, y su verdad es que ella no hizo nada malo. Darle a Barrie Lou Rivers un último cigarrillo con el filtro impregnado con… Sí, yo lo diría directamente, pero teniendo en cuenta que ella no cree que estaba mal.

Sí, una buena manera de decirlo. A punto de ser ejecutada, iba a morir de todos modos, un final misericordioso comparado con lo que ella les hizo a todas aquellas personas que envenenaba con arsénico. Sí, correcto. No era misericordioso, fumar algo con la toxina botulínica, una manera horrible de morir pero deja de lado esa parte. —Benton termina su café, escucha, mira hacia el río y dice—: Quédate con lo que quiere creer de sí misma. Eso es, tú también odias a las personas malas y comprendes la tentación de tomar la justicia en tus manos. Ésa es la teoría. Quizá Tara Grimm, a la que deberías tratar de alcaide Grimm para reconocer su poder… Siempre se trata de poder, eso es. Quizá se decida a decirlo, que era un cigarrillo, la última comida, lo que sea, pero lo único que hizo fue asegurarse de que Barrie Lou Rivers y las demás recibieran lo que merecían, hacerles a ellas lo mismo que habían hecho a sus víctimas, ojo por ojo con un poco de algo añadido. Como se dice, remover el puñal en la herida.

—No sé qué puede darle una nueva percepción al respecto —digo cuando Benton acaba la conversación telefónica—, porque por mal que se sienta Marino por lo que le pasó a Jaime, está en su naturaleza sentirse peor por lo que podría haberle sucedido a él.

—La percepción no es su fuerte —opina Benton—. Corrió un riesgo estúpido. Es como beber, ponerte al volante y luego conducir por una autopista donde abundan los accidentes. Espero que Phil haga lo que dije —añade. Phil es uno de los muchos agentes que he conocido en estos últimos dos días—. Alguien así y tienes que apelar a su convicción en lo que han hecho. Alimentar su narcisismo. Le estaban haciendo un favor al mundo.

—Sí, hay personas que se lo creen. Hitler, por ejemplo.

—Excepto que en Tara Grimm no era obvio —dice Benton—. Transmitía la imagen de una persona humanitaria que dirigía una prisión tan ejemplar que servía de modelo. Ofertas de trabajo, visitas de autoridades deseosas de hacer un recorrido.

—Sí, vi todos los premios en sus paredes.

—El día que tú estuviste allí —añade—, un grupo de una prisión para hombres de California fue recibido con todos los honores y estaban pensando en contratarla como su primera alcaide.

—Será una ironía si acaba en el Pabellón Bravo. Quizás en la antigua celda de Lola Daggette —comento.

—Lo haré saber —dice Benton en un tono seco—. Eso y la sugerencia de Lucy de que Gabe Mullery, como el familiar más cercano, decida desenchufar a Dawn Kincaid.

—No sé qué pasará —señalo, aunque Gabe Mullery no será quien tome la decisión de desconectar el soporte vital de Dawn Kincaid.

Al parecer, nunca había oído hablar de ella más allá de un vago recuerdo del nombre o uno similar que apareció en las noticias, en relación con los asesinatos de Massachusetts. Sabía que su esposa, Roberta Price, había sido criada por una familia de Atlanta, que a veces veían en las vacaciones, pero no sabía nada de una hermana.

—Mi conjetura es que la trasladarán a un centro diferente —supongo—. Una pupila del estado conectada a un respirador hasta que llegue el día en que esté clínicamente muerta.

—Más consideración de la que recibió cualquiera de sus víctimas —dice Benton.

—Suele ser el caso. Me siento mal por no haber escuchado a Marino cuando señaló los elevados niveles de adrenalina y CO, y que estaba prohibido fumar en las cárceles. Podría haberme preguntado cómo era que Barrie Lou Rivers los tenía, y no presté atención porque no me interesaba en ese momento. Estaba concentrada en otra cosa. Quizá si se lo digo, dejará de ser tan duro consigo mismo por no prestar atención cuando estuvo en la Farmacia Monck’s y mangó un cigarrillo.

—Entonces puede que no seas tan dura conmigo por la misma razón. —Benton alza la mirada y busca mis ojos, porque hemos cruzado unas cuantas palabras al respecto—. Tú me dijiste algo importante y yo tenía mi mente en otra cosa. Es comprensible.

—Puedo preparar más café —decido.

—No estaría mal. No pretendí poner una traba. Lamento haber sido desagradable.

—Es lo que has dicho. —Me levanto de mi silla mientras un barco portacontenedores desfila por delante de nuestras ventanas, empujado por los remolcadores—. No tienes que ser agradable cuando se trata del trabajo. Solo que me tomes en serio. Es todo lo que pido.

—Siempre te tomo en serio. Solo que en aquel momento había otras cosas que tomaba más en serio.

—Jaime, y luego manga un cigarrillo que pudo haberle matado, y sí está traumatizado… —digo, porque no quiero seguir hablando de las disculpas de Benton, y la cocina de repente parece desolada y vacía, como si ya nos hubiésemos ido de aquí— tendrá que comprenderlo o acabará haciendo cualquier otra cosa poco inteligente, como beber de nuevo, renunciar del todo al trabajo y pasar el resto de sus días pescando con aquel amigo que es patrón de un barco de alquiler.

Preparo el café en la cafetera del hotel porque Marino se ha apropiado de la Keurig que compré.

—Fumar en la puerta de la farmacia donde trabaja una envenenadora —continúo—. No es que nadie estuviese seguro de eso todavía, pero estaba haciendo preguntas sobre ella. Lo pensaba.

—¿Qué le dijiste? No comas ni bebas nada a menos que estemos absolutamente seguros —dice Benton mientras le sirvo el café.

—Como el susto del Tylenol. Darse cuenta de lo que podía pasar hace que no quieras confiar en nada. Es eso o pasarte a la negación. Después de lo que hemos visto, creo que elegiría la negación. —Vuelvo a la cocina y mis pensamientos vuelven a la vieja bodega detrás de la hermosa casa antigua, donde Roberta Price ayudó a asesinar a toda una familia cuando solo tenía veintitrés años—. No volvería a comer ni beber nada y tampoco compraría cualquier cosa de los estantes —agrego.

No sé si alguna vez usó el arma que se encontró, un cuchillo plegable de acero inoxidable con una hoja de siete centímetros y una guarda con forma de águila que es compatible con las medidas de las heridas y las extrañas contusiones lineales en los asesinatos de los Jordan. Pero me imagino que apuñalar a las personas hasta la muerte era la especialidad de Dawn, su hermana gemela, mientras que Roberta prefería el asesinato a distancia. Sospecho que conservó el cuchillo durante todos estos años como un recuerdo o un icono, en una caja de palisandro bajo tierra en un espacio construido con mucho esmero con control de temperatura y humedad y ventilación especial.

En el interior del sótano reconvertido, accesible por una trampilla oculta con una alfombra en el suelo del despacho, había un impresionante inventario de cigarrillos, comida precocinada, autoinyectores y otros productos que Roberta Price decidió manipular, mientras realizaba pedidos regulares a varias empresas en China, que venden la toxina botulínica serotipo A sin hacer muchas preguntas. Los equipos encargados de los materiales peligrosos encontraron, entre otras cosas horribles, sobres viejos y los sellos de correos con adhesivo en el dorso que requieren humectación, no solo aquéllos con temas festivos y sombrillas de playa, sino una variedad de artículos de papelería y sellos obsoletos que compró en internet.

Deduje que la mayoría de estos artículos estaban destinados a los reclusos, sellos y papelería no importa de qué tipo, codiciados por personas encerradas y desesperadas por comunicarse con el exterior. Es probable que nunca averigüemos a cuántas personas mató con un agente que provocaba una muerte agonizante, que imitaba los fuertes ataques de asma sufridos no solo por ella, sino también por la hermana gemela que no conocía, nacidas el 19 de abril de 1979, a solo unos pocos kilómetros de la GPFW en el Savannah Community Hospital. Separadas en la infancia, ninguna de las dos sabía de la existencia de la otra hasta poco después del 11S, cuando Dawn comenzó a investigar la identidad de sus padres biológicos, y sus pesquisas la llevaron al descubrimiento de que tenía una hermana gemela.

En diciembre de 2001 se encontraron por primera vez en Savannah, ambas maldecidas con lo que Benton llama trastornos de personalidad graves. Sociópatas, sádicas, violentas y una inteligencia brillante, ambas habían tomado decisiones de una similitud inquietante. Dawn Kincaid habló con una persona de la oficina de reclutamiento de las Fuerzas Aéreas sobre la posibilidad de alistarse después de la universidad, interesada en la seguridad informática o la ingeniería médica, y miles de kilómetros al este una hermana gemela estaba interesada en los programas de formación científica de la Marina.

Separadas e independientes, en costas opuestas, Roberta y Dawn fueron rechazadas por culpa del asma y se inscribieron en programas de posgrado. Dawn estudió ciencia de los materiales, en Berkeley, mientras que Roberta asistió a las clases del Colegio de Farmacia en Athens, Georgia, y en 2001 comenzó a trabajar en la farmacia Rexall cerca de la casa de los Jordan. Los fines de semana y los días festivos se ocupaba de suministrar metadona en la Liberty Halfway House, donde tuvo que conocer a Lola Daggette, una adicta a la heroína en tratamiento.

Las recientes declaraciones que Lola ha hecho a los investigadores son consistentes con lo que le dijo a Jamie. Lola no tenía conocimiento personal de lo que ocurrió en la madrugada del 6 de enero, un domingo, cuando Roberta tenía que suministrar metadona en la clínica médica, que estaba en la misma planta que el cuarto de Lola, y ninguna de las habitaciones de las residentes tenía cerradura.

Una drogadicta con importantes limitaciones intelectuales y problemas con el control de la ira era un blanco fácil de culpar y, aunque no es posible reconstruir con exactitud lo que sucedió, la teoría es que Roberta entró en la habitación de Lola en algún momento y cogió un par de pantalones de pana, un jersey de cuello alto y una cazadora de su armario, que ella o Dawn usaron cuando cometieron los asesinatos. Después, Roberta entró en la habitación de Lola mientras ella dormía, dejó la ropa ensangrentada en el suelo del baño y a las ocho de la mañana estaba repartiendo la metadona en la clínica médica.

—La muerte es una empresa muy personal y solitaria, y nadie está preparado de verdad para ella, por mucho que nos convenzamos a nosotros mismos de lo contrario —le digo a Benton cuando vuelvo a sentarme con el café—. Es más fácil para Marino centrarse en todo lo que cree que le pasa a Lucy en este momento. O estar obsesionado por conseguir que sus armarios estén a rebosar.

—Está en la etapa de la negociación.

—Supongo que sí. Si equipa la cocina, acumula un montón de comida y pertrechos, no se va a morir —opino—. Si hago A y B, entonces no sucederá C. Tenía cáncer de piel y de repente decide convertirse en un contratista privado y en la práctica renuncia a su trabajo conmigo. Quizás eso también era negociación. Si hace un gran cambio de vida, significa que todavía tiene un futuro.

—Creo que Jaime fue el factor más importante. —Benton lee los emails mientras habla—. No el cáncer de piel. Ella siempre supo la manera de hacer que Marino viese castillos en el aire. Todavía no te ha sucedido lo mejor. Algo mágico está por venir.

Estar con ella validaba su falso engaño de creer que no te necesita, Kay. Que no ha pasado la mitad de su vida siguiéndote de un lado a otro.

—Es una pena si no le hice ver castillos en el aire —musito en el mismo momento que suena el timbre—. Todavía es peor si siente que ha desperdiciado la mitad de su vida por mí.

—No he dicho que la perdiese. Sé que no ha perdido nada.

Benton me besa.

Nos besamos de nuevo y nos abrazamos, y luego vamos hacia a la puerta. Colin está allí con un carro que no necesitamos, porque Lucy ya se llevó las maletas para cargarlas en el helicóptero.

—No lo sabía —dice Colin que empuja el carro vacío hacia el ascensor—. Me he acostumbrado a tenerte cerca.

—Con un poco de suerte, la próxima vez traeremos algo mejor a la ciudad —le contesto.

—Vosotros, los norteños, nunca lo hacéis. Fabricáis balas de cañón con las campanas de nuestras iglesias, quemáis nuestras granjas, voláis nuestros trenes. Haremos un pequeño rodeo, iremos al SCH en lugar del aeropuerto. No está mucho más cerca, pero Lucy no quiere vérselas con la torre y toda esa gente corriendo vestida con trajes encurtidos, algo que me imagino que no quiere decir literalmente.

—Militares —dice Benton.

—Vale, trajes de vuelo, los verdes, supongo. Me pregunté a qué se refería cuando hablaba a mil por hora al respecto, y me imaginaba a las personas vestidas como los encurtidos —continúa Colin y no estoy seguro de si se está haciendo el gracioso—. De todos modos, creo que las cosas están bastante resueltas, allí y en Hunter. Al parecer están haciendo inspecciones en pista y a ella ya la han inspeccionado una vez y quiere salir de allí, y me ha pedido que la avise cuando estemos cerca. No quiere esperar en el hospital y tener que moverse si llega una ambulancia aérea. Algo poco probable en el SCH, pero más vale prevenir que curar.

Entramos en el ascensor y la cabina de cristal comienza a bajar, y cuando pasamos por debajo de los balcones cubiertos de hiedras me imagino a las reclusas trabajando en el patio de la prisión y paseando a los galgos, todas ellas fantasmas de sí mismas, las abusadoras y las abusadas, y luego almacenadas en un lugar comprometido, en una empresa letal secreta. Me imagino a Kathleen Lawler y Jack Fielding la primera vez que se vieron en aquel rancho para jóvenes con problemas, una conexión que puso en marcha una serie de acontecimientos que han cambiado y quitado vidas para siempre, incluidas las suyas.

—Tú consigue entradas para los Bruins o, mejor aún, para los Red Sox y puede que te visite alguna vez —propone Colin.

—Si alguna vez piensas en dejar el FBI.

Cruzamos el vestíbulo, en nuestro camino hacia un viaje de calor intenso y viento ardiente.

—No insinuaba la posibilidad de un trabajo —me corrige y subimos al Land Rover.

—Siempre tendrás abiertas las puerta del CFC —declaro—. Tenemos algunos cuartetos muy buenos, y aquí dentro sí que hace calor —agrego, y él pone en marcha el ventilador—. Haría un buen servicio a las ventiscas, las borrascas de nieve, las tormentas de hielo.

Llamo a Marino y me doy cuenta por el ruido que todavía está en la camioneta, camino de Charleston o quizá marchándose. No tengo ni idea de lo que se trae entre manos.

—¿Dónde estás? —pregunto.

—A unos treinta minutos al sur —contesta y suena apagado, quizá triste.

—Aterrizaremos en Charleston sobre las dos y necesito que estés allí.

—No sé…

—Pues yo sí, Marino. Cenaremos tarde, celebraremos el Cuatro de Julio en el norte con una comida opípara e iremos a recoger a los perros todos juntos —le digo con el antiguo hospital a la vista.

El Savannah Community Hospital fundado poco después de la guerra civil, donde Kathleen Lawler tuvo gemelos hace treinta y tres años, es de ladrillo rojo con remates blancos y ofrece un servicio completo, pero no una muy buena atención. No es frecuente que los helicópteros aterricen aquí, explica Colin. El helipuerto es una pequeña zona de césped con una manga de viento naranja deshilachada al fondo, rodeada de árboles cuyas copas se agitan y sacuden cuando aparece el 407 negro y se posa con suavidad con los talones de los patines.

Le gritamos adiós a Colin por encima del estruendo del batir de las palas, y me acomodo en el asiento delantero izquierdo, y Benton ocupa el trasero, y nos abrochamos los cinturones de seguridad y nos ponemos los auriculares.

—Estamos un tanto apretujados aquí dentro —le digo a Lucy, vestida de negro, que observa sus instrumentos, ocupada en lo que más le gusta, desafiar la gravedad y saltar obstáculos.

—Un lugar viejo como éste y nunca se tomaron la molestia de quitar unos cuantos árboles.

Oigo su voz en los auriculares y noto que despegamos dejando el hospital bajo nuestros pies.

Colin se hace más pequeño en el suelo y nos saluda con el brazo, mientras ascendemos en vertical por encima de los árboles.

Nos nivelamos y viramos hacia los edificios y tejados de la ciudad vieja, y más allá está el río y lo seguimos hasta el mar, con rumbo noreste hacia Charleston y luego a casa.