29

Son casi las nueve de la noche cuando Marino y yo llegamos al hotel, con la parte de atrás de su camioneta repleta de bolsas de alimentos y otras necesidades básicas, incluidas cajas de botellas de agua, un conjunto de ollas y sartenes y utensilios de cocina, un horno con grill y una cocina de butano portátil.

Después de recogerme delante del edificio de Jaime, mientras Chang y Colin limpiaban la escena del crimen, le pedí que me llevase a hacer unas compras. Primero visitamos un Walmart para comprar, como le dije, todo lo indispensable para montar un campamento. A continuación, fuimos a un Fresh Market para una provisión de alimentos básicos y después a una tienda de licores. Por último, nos detuvimos en una tienda especializada en Drayton Street que Jaime recomendó anoche por su surtido de cervezas sin alcohol, y recordé lo que algunos podrían ver como la coincidencia de la proximidad, por un lado, y la insensatez de la misma, por el otro.

Si bien entiendo el concepto de aleatoriedad fundamental, la teoría preferida de los físicos según la cual el universo existe a causa de una tirada de dados llamada Big Bang y, por lo tanto, podemos esperar que un desorden sin sentido presida nuestra vida cotidiana, no la acepto. Con toda sinceridad, no me lo creo.

La naturaleza tiene sus simetrías y sus leyes, aunque estén más allá de los límites de nuestra comprensión, y no hay accidentes, en realidad no, solo etiquetas y definiciones a las que recurrimos a falta de cualquier otra manera de dar sentido a ciertos acontecimientos, sobre todo a aquéllos más terribles.

El Chippewa Market está a solo unas pocas calles del apartamento de Jaime y la antigua casa de los Jordan, y a la vuelta de la esquina de la antigua casa de acogida, en Liberty Street, donde vivía Lola Daggette cuando la detuvieron por asesinato. Pero Savannah Sushi Fusion está a unos veinticinco kilómetros al noroeste de donde vivía Jaime y, de hecho, está más cerca de la prisión de mujeres de Georgia que de los ocho kilómetros cuadrados del distrito histórico de Savannah.

—Las ubicaciones nos dicen algo. Hay una razón para ellas y contienen un mensaje —le digo a Marino cuando salimos de la camioneta al aire caliente y húmedo de la noche, y el agua cae de los canalones y gotea de los árboles, y los charcos en las calles de la ciudad a nivel del mar tienen el tamaño de estanques pequeños—. Jaime se metió justo en medio de algún tipo de matriz, en el patio trasero del mal, y el restaurante sushi es el comodín, muy lejos hacia el noroeste, como si fueses al aeropuerto o a la prisión, que podría ser como ella lo descubrió. Pero ¿por qué no utilizar un lugar más cerca de donde vivía, si pensaba pedir que le trajesen la comida varias veces a la semana?

—Se anuncia como el mejor sushi de Savannah —responde Marino—. Es lo que me dijo una vez cuando yo estaba con ella y se lo trajeron. Le pregunté: «¿Cómo puede ser que comas esa mierda?», y me contestó que pasaba por ser el mejor sushi de la ciudad, pero que no era tan bueno como el que comía en Nueva York. No es que sea bueno en absoluto. El cebo es cebo y las lombrices solitarias son lombrices solitarias.

—¿Cómo se puede hacer una entrega en bicicleta desde allí? Parte del camino es autopista. Por no hablar de la distancia en este tiempo.

—Eh, necesito un par de carros —le grita Marino a un botones—. De ninguna manera dejaré que nadie suba esta mierda —me hace saber—. Si te vas a tomar todo este trabajo para garantizar que todo es seguro, entonces no dejaremos nada fuera de la vista. Posibilidad cero de que manipulen nuestras cosas. No voy a decir que estés como una cabra. Pero estoy seguro de que cualquiera que nos vea nos tomará por locos. Como La tribu de los Brady que se van de vacaciones y no pueden permitirse el lujo de salir a comer una hamburguesa o una pizza.

No me fío de nada. Ni de una taza de café o una botella de agua, a menos que la compre. Hasta que no entendamos mejor lo que está ocurriendo, nos vamos a quedar aquí en Savannah y ninguna comida o bebida nos será traída de ningún restaurante o servicio de habitaciones, y no probaremos los alimentos precocinados ni saldremos a comer fuera. También he avisado que no habrá servicio de limpieza. Nadie fuera de nuestro círculo entrará en nuestras habitaciones y punto, a menos que sea un policía o un agente de confianza, y alguien tendrá que estar aquí a todas horas para asegurarse de que no entra nadie ni nadie toca nada, porque simplemente no sabemos a quién o a qué nos enfrentamos. Haremos nuestras camas, vaciaremos nuestra basura y limpiaremos lo que ensuciemos lo mejor que podamos, y comeremos lo que yo prepararé como si estuviéramos en cuarentena.

Marino lleva dos carritos de equipaje a la parte trasera de la camioneta y comenzamos a descargar los utensilios de cocina, los electrodomésticos, las botellas de agua, de cerveza sin alcohol y de vino. El café, las frutas y las verduras frescas, las carnes, los quesos, las pastas, las especias, los productos envasados y los condimentos. Como si fuésemos los Boxcar Children instalándose.

—No veo dónde está la coincidencia. —Continúo hablando de la geografía—. Quiero que tengamos una vista aérea; quizá Lucy pueda proyectar un mapa satélite en la pantalla del televisor y podamos echar un vistazo desde muy cerca, porque significa algo.

Empujamos nuestros carros cargados a tope por el vestíbulo, más allá de la recepción y el bar atestado, y la gente mira a la pareja vestida con uniformes de campo que parece que se mudan o van a montar un puesto de avanzada, y supongo que no se equivocan.

—Sin embargo, Jaime no estaba cuando ocurrió —dice Marino mientras seguimos nuestro avance hacia el ascensor de cristal—. No estaba en aquel apartamento, en el centro de la matriz, o el patio trasero del mal, o lo que sea. No estaba aquí en 2002, cuando asesinaron a los Jordan. —Pulsa el botón del ascensor varias veces—. Por lo tanto, sea lo que fuere lo que la ubicación podría haber significado en aquel entonces, ahora no significa lo mismo. Es como sumar peras y manzanas. Eres tú que te imaginas cosas. Sin embargo, no sabía nada del restaurante de sushi y la bicicleta.

—No son peras y manzanas.

—Excepto que si vas a envenenar su comida, no sería tan difícil si era cliente habitual de un lugar y le servían cosas a domicilio muy a menudo. Es la única conexión que veo. Un lugar que ella usaba siempre. No importaba dónde estuviera.

—¿Cómo podrías saber que Jaime utilizaba ese lugar a menudo y que tenían su tarjeta de crédito en el archivo, a menos que estuviese a la vista? ¿Dentro de la zona de reparto? ¿A menos que vosotros fuerais conocidos de alguna manera en el mismo entorno?

—¿Cómo diablos piensas tanto? A mí no me queda ni un solo pensamiento en mi maldita cabeza y me muero de ganas de fumar, lo admito. ¿Lo ves? Nada de evasivas. No compré cigarrillos durante nuestra maratón compradora. Pero necesito uno de verdad y sería capaz de tomarme una docena de Buckler’s o lo que haga falta.

—No puedo decirte cuánto lo siento —le repito cuando se abren las puertas del ascensor.

Entramos y las bolsas de plástico se balancean colgadas de los bordes de los carros.

—Además, tengo un hambre de mil demonios. Como me pasa en aquellas ocasiones cuando nada de lo que voy a hacer consigue que me sienta bien —afirma, y está cada vez más gruñón, a punto de estallar.

—Voy a preparar unos espaguetis muy sencillos y una ensalada mixta.

—A lo mejor quiero que el servicio de habitaciones me sirva una maldita hamburguesa con queso, tocino y patatas fritas.

Irritado a más no poder pulsa el botón de nuestro piso, luego lo pulsa de nuevo, y a continuación pulsa el botón para cerrar las puertas.

—No me llevará mucho tiempo. Bebe todas las Buckler’s que quieras y date una ducha caliente. Te sentirás mejor.

—Lo que quiero es un maldito cigarrillo —afirma mientras el ascensor de cristal despega como un helicóptero perezoso, y sube a poca velocidad por encima de las plantas con sus balcones cubiertos de hiedra—. Tienes que dejar de decirme que me sentiré mejor. Por eso la gente va a las reuniones. Porque se sienten como una puta mierda y quieren matar a todos los que les dicen que se sentirán mejor.

—Si lo que necesitas es encontrar una reunión de Alcohólicos Anónimos, estoy segura de que podremos averiguarlo.

—Antes, que me follen.

—No te ayudará recaer en las cosas que te hacen daño —digo.

—No me sermonees. Ahora mismo no lo soporto.

—No era mi intención. Por favor, no fumes.

—Si tengo que bajar al bar para pedir uno, lo haré. Tú no quieres que te venga con evasivas, ¿verdad? Así que te lo digo. Quiero un maldito cigarrillo.

—Entonces iré contigo. O Benton.

—Diablos, no. Ya le he aguantado lo suficiente para un día.

—Tiene todo el derecho de estar desolado y decepcionado —respondo en voz baja.

—No tiene nada que ver con la decepción —replica.

—Por supuesto que sí.

—Tonterías. No me digas con qué tiene que ver.

Apenas podemos vernos entre todas las bolsas y cajas mientras discutimos sobre lo que no se siente, y sé que en la raíz de su ira está su dolor, y está aplastado. Tenía sentimientos hacia Jaime de los que soy consciente a cierto nivel, pero es probable que nunca sepa su extensión, o si se sintió atraído por ella, o si estaba enamorado, y sé a ciencia cierta que había ligado su futuro al de ella. Él iba a ayudarla y esperaba hacerlo en esta parte del mundo donde le gusta el estilo de vida y el clima. Ahora todo eso ha cambiado para siempre.

—Mira —dice Marino cuando el ascensor se detiene en la última planta—. A veces no hay nada que consiga que alguien se sienta mejor. No puedo soportar lo que le hicieron, ¿vale? Me vuelve loco que estuviésemos allí comiendo con ella en su propia maldita sala de estar y no tener ni idea. Jesús. Ella estaba comiendo el veneno delante de nuestros ojos, y va a morir y no tenemos ni idea, y me voy y luego te vas tú. Maldita sea. Y ella se quedó sola mientras pasaba por aquel infierno. ¿Por qué diablos no llamó al nueveunouno?

Pregunta lo mismo que preguntó Sammy Chang, la pregunta que haría la mayoría de las personas.

Empujamos nuestros carros por el balcón que rodea el atrio del hotel, en dirección a una serie de habitaciones que componen el campamento, una suite para Benton y para mí, con una habitación que comunica a cada lado, una de Lucy, otra de Marino.

—Ella estaba bebiendo —le recuerdo—. Algo que desde luego no ayudó a su buen juicio. Pero el factor más relevante es la naturaleza humana, y es típico demorarse en hacer algo tan drástico como llamar a una ambulancia. Es curioso que llamemos a la policía a toda prisa y en cambio no hagamos lo mismo para llamar a un equipo de rescate o a los bomberos, porque tendemos a sentir vergüenza cuando nos hacemos daño a nosotros mismos, o por accidente iniciamos un incendio en nuestra casa. Nos sentimos mucho más cómodos cuando llamamos a la policía para que detenga a alguien.

—Sí, como la vez que se incendió la chimenea, ¿lo recuerdas?

¿Mi vieja casa en Southside? Me negué a llamar. Subí a la azotea con la manguera, una estupidez como una casa.

—Las personas demoran, postergan las decisiones —digo mientras continuamos empujando los carros, y las hiedras que cuelgan de los balcones en cada planta me recuerdan a Tara Grimm y la hiedra del diablo en su despacho, que deja crecer fuera de control para enseñar a los demás una lección de la vida.

Cuidado con lo que dejas echar raíces, porque un día será todo lo que hay. Algo echó raíces en ella y lo único que queda es la maldad.

—Mantienen la esperanza de que se sentirán mejor o podrán solucionar el problema por sí mismas y luego llegan al punto sin retorno —añado—. Como aquella señora con el cubo. ¿La recuerdas? Murió envenenada con CO, cuando intentaba apagar las llamas, la casa se quemó y los bomberos encontraron su cadáver carbonizado junto al cubo. Es todavía peor en aquéllos que trabajan en profesiones como las nuestras. Tú, Jaime, Benton, Lucy, yo, todos nosotros seríamos reacios a llamar a la policía o a pedir una ambulancia. Sabemos demasiado. Somos unos pacientes terribles y, por lo general, no seguimos nuestras propias reglas.

—No sé. Si no pudiera respirar creo que llamaría —dice Marino.

—O podrías tomar Benadryl o Sudafed o buscar un inhalador o un EpiPen, y cuando nada funcionase, es probable que no estuvieras en condiciones de llamar a nadie.

Benton debe de haber oído que veníamos por la galería abierta porque la puerta de la suite se abre antes de que lleguemos. Sale al exterior y mantiene la puerta abierta de par en par. Tiene el pelo húmedo y se ha cambiado de ropa, recién duchado y fresco, pero sus ojos están nublados por lo que ha sucedido y lo que le preocupa, y me imagino que Lucy le preocupa por encima de todo. No he hablado con ella desde que la vi por última vez cuando yo estaba en el ascensor del edificio de Jaime, camino de descubrir una respuesta que daría cualquier cosa por cambiar.

—¿Cómo están las cosas?

Es mi manera de preguntarle por mi sobrina.

—Estamos bien. Pareces agotada.

—Estoy como si me hubiesen dado una paliza. Creo que es la descripción más adecuada —contesto, mientras él nos ayuda a entrar los carros en la suite, y hago una pausa para quitarme las botas—. Me iré a asear en un minuto, pero deja que primero arregle las cosas y ponga en marcha la cena. Te prometo que estoy bien. Todo el día en vehículos sin aire acondicionado, bajo la lluvia, y tengo un aspecto penoso y no huelo bien, pero nada de qué preocuparse.

Como si ellos nunca hubiesen estado conmigo después de haber estado en la escena del crimen o en la morgue.

—Lamento no haber tenido acceso a un vestuario cuando dejé el apartamento.

Hablo y me disculpo porque no hay señal de Lucy, y eso no puede ser bueno.

Estoy segura de que sabe que estamos aquí, pero no ha salido a recibirnos, y yo lo interpreto como una señal de peligro.

—Pero es casi seguro que es algo que comió Jaime —explico—. Tengo una sospecha muy fuerte de la presencia de toxina botulínica en su comida, y también quizás en la comida de Kathleen Lawler. El hospital donde está ingresada Dawn Kincaid tendría que hacerle un análisis, pero es probable que ya lo hayan pensado, y estoy segura de que tiene acceso a las pruebas fluorescentes, que son muy sensibles y rápidas. Quizá quieras mencionárselo a alguien de allá arriba. Uno de los agentes que trabajan en su caso —le reitero a Benton.

—Al parecer, ella no había comido nada cuando comenzó a tener síntomas —señala—. No creo que hayan considerado que la envenenasen con la comida pero comunicaré tus sospechas sobre la posibilidad de botulismo.

—Quizás algo que bebió —contesto.

—Quizás.

—¿Podrías obtener un inventario detallado de lo que había en su celda, a lo que pudo haber tenido acceso?

—Seguramente no te permitirán tener esa información —dice Benton—. Es probable que tampoco permitan que yo la tenga por razones obvias. Si tenemos en cuenta de qué te ha acusado Dawn Kincaid.

—Tu error fue no golpearla bien fuerte con la linterna de mierda —opina Marino.

—Desde luego ahora nadie va a culparme por lo que le ha pasado. ¿Qué pasa con el restaurante de sushi? ¿Sabemos algo más?

—Kay, ¿quién me lo va a decir? —dice Benton con paciencia.

—Sí, todo el mundo se calla la boca cuando lo único que quiero hacer es impedir que esa persona asesine a alguien más.

—Todos queremos lo mismo —afirma—. Sin embargo, tu vinculación con Dawn Kincaid, Kathleen Lawler y Jaime crea más de un problema cuando se trata de compartir información. No puedes trabajar en estos casos, Kay. No puedes y punto.

—El hecho es que no voy a transferir una neurotoxina como la botulínica de mi ropa o las botas, por supuesto, pero me las voy a quitar de todos modos —decido—. Por desgracia, las habitaciones vienen con lavadora y secadora, así que no había manera de evitarlo. Si pudieras buscar las bolsas de basura que acabo de comprar —le pido a Benton—. Mi camisa y los pantalones van en una y las enviaré a lavar o, mejor aún, las tiraré. También mis botas. Quizá todo, no lo sé. Quizá podrías traerme una bata.

—Creo que iré a lavarme.

Marino coge dos botellas de cerveza sin alcohol, sin que le importe que no estén frías, y cruza la sala para ir a la puerta que comunica con su habitación.

Saco las toallitas desinfectantes de mi bolso y me limpio el rostro, el cuello y las manos, como lo he hecho varias veces durante el día. Benton me da una bata y abre una bolsa de basura. Me quito el uniforme que he usado desde que salió el sol, los pantalones cargo y la camisa negra que Marino metió en una bolsa de viaje semanas atrás, cuando se estaba fraguando un plan que no era lo que pensaba. Jaime nos engañó a todos. No sé el alcance de su engaño o sus motivos, o en última instancia lo que tenía en mente.

Un engaño que no era correcto o justo y en gran parte cruel, pero ella no merecía morir y menos de una manera tan terrible.

La cocina tiene armarios con vajilla y cubiertos, una nevera y un microondas. Instalo la cocina de butano y el horno con grill, y empezamos a guardar alimentos y suministros. No hay ninguna señal de Lucy. Su habitación está apartada de la zona del comedor, a la derecha de la sala, y la puerta está cerrada.

—No he tenido tiempo de ir a una farmacia. —Desenvuelvo las ollas y las sartenes y quito las etiquetas de los utensilios que he comprado—. Una con cosas que debemos tener a mano, pero no había nada abierto después de las seis, no es el tipo de la farmacia que tengo en mente que vende equipo médico y suministros. Le daré una lista a Marino y quizá pueda comprar lo que necesito por la mañana.

—Me parece que lo tienes todo cubierto —opina Benton con una calma que solo consigue ponerme más nerviosa, como si se augurase una gran tormenta.

—Una bolsa Ambú. Debería tener por lo menos una. Algo muy simple, pero que marca la diferencia entre la vida y la muerte. Yo solía llevar una en mi coche. No sé por qué no la llevo ahora. La complacencia es una cosa terrible.

—Lucy ha estado en su habitación trabajando en sus ordenadores —dice Benton, porque no he preguntado por ella directamente y él sabe la razón—. Salió a correr y después los dos fuimos al gimnasio. Creo que está en la ducha o lo estaba hace unos minutos.

Lavo la tabla de cortar nueva y dos cazuelas nuevas.

—Kay, vas a tener que ocuparte de esto de otra manera —comenta Benton mientras coloca las botellas de agua en la nevera.

—¿Ocuparme de ella o ocuparme de lo que le pasó a Jaime?

¿Qué es lo que tengo que manejar en esta situación en la que nadie quiere que yo maneje nada en absoluto?

—Por favor no te pongas a la defensiva.

Encuentra un sacacorchos en un cajón.

—No lo hago. —Pelo una cebolleta y lavo los pimientos verdes, mientras Benton se decide por una botella de Chianti—. Procuro no estar a la defensiva. No intento otra cosa que ser responsable, hacer lo correcto y seguro. —Comienzo a cortar la verdura a dados—. Para hacer todo lo que pueda. Admito que siento haberos metido a todos en esto y no sé cómo disculparme por una cosa así.

—No nos metiste en nada.

—Tú estás aquí, ¿no? Encerrado en una habitación de hotel en Savannah Georgia, con alguien que se ve obligada a tirar su ropa. A mil seiscientos kilómetros de casa y con miedo a beber agua.

Benton abre el vino y parece que vamos de camino a una repetición de la última noche juntos en Cambridge antes de venir a Savannah contra su voluntad. En la cocina, cocinando y cortando las verduras, el agua hirviendo, bebiendo vino y sosteniendo una discusión cada vez más acalorada hasta olvidarnos de comer.

—No he hablado con Lucy durante todo el día porque estaba donde he estado y hacía lo que hacía —añado y él me mira en silencio, a la espera de que salga lo que siento de verdad—. Pensé que lo mejor era hablar con ella en persona —continúo—. No por teléfono mientras estaba dando vueltas en la ruidosa camioneta de Marino.

Benton me da una copa de vino y yo no estoy de humor para saborearlo. Mi estado de ánimo me incita a beberme toda la copa de un trago. Lo pruebo y noto el efecto de inmediato.

—No sé cómo tratarla. —De pronto estoy llorosa y tan cansada que apenas puedo aguantarme de pie—. No sé lo que debe pensar de mí, Benton. ¿Cuánto sabe de lo que ocurrió? ¿Le han dicho que Jaime chapurreaba las palabras y se le cerraban los párpados cuando estaba con ella anoche y así y todo la dejé sola?

¿Que estaba furiosa y disgustada con ella y me marché sin más?

Comienzo a verter el agua embotellada en una olla y Benton me detiene. Me quita la botella. La deja en la encimera y lleva la olla al fregadero.

—Basta —dice—. Dudo mucho que el agua del grifo esté envenenada y si lo está entonces nada de lo que hagamos nos salvará a nosotros ni a nadie, ¿de acuerdo? —Llena la olla, la coloca en la cocina de butano y enciende uno de los fuegos—. ¿Comprendes que tu vigilancia, si bien en gran medida es apropiada, en otras no lo es? ¿Tienes alguna idea de lo que está pasando contigo ahora mismo? Porque creo que es bastante obvio.

—Podría haberlo hecho mejor. Podría haber hecho más.

—Tu defecto es sentirte de esa manera por todo y sabes por qué. No quiero entrar en el pasado, tu infancia y lo que te hicieron ciertos hechos. Sonaría simplista y sé que estás cansada de oírmelo decir.

Echo sal en el agua de la olla y abro los botes de tomate triturado.

—Te hiciste cargo de un padre que se estaba muriendo y no pudiste salvarle después de años de intentarlo y fue durante la mayor parte de tu infancia. —Benton repite lo que ha dicho tantas veces—. Los niños se toman las cosas a pecho de una manera que no hacen los adultos. Quedan marcados. Cuando sucede algo malo y hubieses podido impedirlo, te echas la culpa.

Añado la albahaca y el orégano a la salsa, y me tiemblan las manos. El dolor se mueve a través de mí a oleadas, y por encima de todo estoy decepcionada de mí misma porque podría haberlo hecho mejor. Pese a lo que Benton está diciendo, fui negligente.

Al diablo con mi niñez. No puedo atribuirle mi negligencia. No hay excusas.

—Debería haber llamado a Lucy —le digo a Benton—. No hay ninguna buena razón para no hacerlo, excepto la evasión. Lo evité. Lo evité desde que os vi a los dos por última vez en el edificio de apartamentos.

—Es comprensible.

—No lo convierte en correcto. Voy a entrar en su habitación y hablaré con ella a menos que no quiera hacerlo. No la culparé.

—No te culpa —declara—. No está contenta contigo pero no te culpa. Mantuve algunas conversaciones con ella y ahora es su turno.

—Me siento culpable.

—Vas a tener que parar.

—Anoche estaba indignada, Benton. Me marché furiosa.

—Tienes que acabar con esto de una vez por todas, Kay.

—Casi la odiaba por lo que le hizo a Lucy.

—Tu odio estaría más que justificado por lo que te hizo a ti.

Ya es bastante malo lo que le hizo a Lucy, pero no sabes el resto.

—El resto es lo que encontramos hoy en su apartamento. Ella está muerta.

—El resto comienza en Chinatown. No hace ni dos meses, como Jaime te hizo creer, como le hizo creer a Marino cuando él tomó el tren para ir a verla a Nueva York. Comenzó en marzo, poco después de que Dawn Kincaid intentase matarte.

—¿Chinatown? No sé de qué me hablas.

—Ella te manipuló para traerte a Savannah, para obtener tu ayuda, y manipuló al FBI y no hay duda de que manipuló a Marino —explica Benton—. Forlini’s. Sé que recuerdas el lugar porque estuviste allí con Jaime en muchas ocasiones.

Un abrevadero popular entre los abogados, los jueces, los policías de Nueva York y el FBI, Forlini’s es un restaurante italiano que bautiza sus reservados con los nombres de los comisionados de la policía y los bomberos, la misma clase de funcionarios políticos que Jaime afirmó que la echaron del trabajo.

—Por supuesto no sé todos los detalles que pudo haberte dicho anoche —Benton continúa—, pero lo que comunicaron más tarde por teléfono fue suficiente para que hiciera algunas preguntas, mirase en algunas cosas, y en una de ellas los nombres de los dos agentes que supuestamente se presentaron en su apartamento y le preguntaron cosas de ti. Ambos son de la oficina de campo de Nueva York, y ninguno de ellos estuvo nunca en su apartamento. Se encontró con ellos en Forlini’s una noche a principios de marzo y habló de esto y lo otro, como Jaime sin duda sabía hacer.

—¿Compartió información sobre mí? ¿Es ahí donde nos lleva esto? —Me decido por la pasta—. ¿Para ponerme en una posición comprometida y mostrarme lo mucho que necesitaba su ayuda?

—Creo que estás captando la imagen.

La expresión de Benton es dura y triste a la vez. Veo su decepción en la caída de los hombros y las sombras de su rostro. Jaime le gustaba mucho, en los viejos tiempos, y sé lo que pensaría de ella ahora, viva o muerta.

—Es una cosa muy despreciable —afirmo—. Cotillear con el FBI que quizás había una base para la defensa de Dawn Kincaid.

Que soy inestable y potencialmente violenta, o estaba motivada por los celos. Solo Dios sabe lo que dijo. ¿Por qué lo haría? ¿Cómo pudo hacerlo?

—Cada vez más desesperada y triste. La certeza de que todos iban a por ella, que tenían celos, eran competitivos y menos dignos, cuando en realidad lo era ella —señala Benton—. La podríamos analizar por el resto de nuestros días y nunca lo sabríamos de verdad. Pero lo que hizo estuvo mal. Fue imperdonable, tenderte una trampa, poniéndote en peligro para que hicieras lo que ella quería, y no eres la única persona a la estuvo poniendo en la picota en los últimos tiempos. Cuando hablé con un par de agentes que la trataban con frecuencia, oí historias.

—¿Tienes alguna idea de lo que está pasando? ¿Quién podría haberla matado? ¿Quién podría estar haciendo esto? ¿El FBI?

—Voy a ser muy directo, Kay. No tenemos ni puta idea.

Machaco el ajo fresco y echo aceite de oliva en la salsa y busco el sobre de parmesano reggiano rallado. Está en un cajón de la nevera, donde lo puso Marino, y encuentro que cada vez que busco comida, condimentos o lo que sea, está en el lugar equivocado y tengo la sensación de estar caminando en círculos y no puedo pensar con claridad.

—Quizá puedas ayudarme a poner la mesa —le sugiero a Benton, cuando se abre la puerta a la derecha de la zona del comedor, y dejo lo que estoy haciendo. Me quedo inmóvil.

Lucy tiene el pelo húmedo y lo lleva peinado hacia atrás. Descalza, con el pantalón del pijama y una camiseta gris del FBI que tiene desde que estuvo en su academia.

Quiero decirle algo, pero no puedo.

—Hay algo que tienes que ver. Algo que también necesitas oírme —dice como si no hubiera pasado nada, pero veo la hinchazón alrededor de los ojos y la expresión de su boca.

Sé cuándo ha estado llorando.

—Me conecté con la cámara de seguridad —añade Lucy, y miro a Benton y su rostro que no se puede leer, pero sé lo que piensa sobre lo que ella ha hecho.

Él no quiere tener nada que ver y empieza a remover la salsa de tomate, de espaldas a nosotras.

—Yo me hago cargo de lo que falta —dice—. Creo recordar cómo hervir la pasta. Os avisaré cuando esté lista. Vosotras dos conversad tranquilas.

—¿Marino te dio la contraseña? —le pregunto a Lucy mientras la sigo a su habitación.

—Él no necesita saberlo —contesta.