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Desde que Kathleen Lawler fue puesta bajo protección, pasa encerrada veintitrés horas al día en el interior de una celda del tamaño de un cobertizo para herramientas, con vistas a través de una malla metálica a la hierba y las vallas de acero. Ya no puede ver las mesas de hormigón, los bancos o los macizos de flores que describió en los correos electrónicos que me enviaba. En contadas ocasiones atisba a otra interna o un perro rescatado.
En la hora que se le permite de recreo camina en «aburridos cuadrados perfectos» dentro de un área pequeña como una jaula, con un guardia que la vigila sentado en una silla junto a un surtidor de agua fría de veinticinco litros de color amarillo brillante. Si Kathleen quiere un poco de agua, le pasan un vaso de papel entre los eslabones de la cerca. Se ha olvidado del contacto humano, del roce de los dedos contra los suyos o de lo que es sentirse abrazada, dice con un toque dramático, como si ella hubiera estado en el Pabellón Bravo la mayor parte de su vida en vez de solo dos semanas. Comenta sobre la nueva situación en la que se encuentra que es como estar en el corredor de la muerte.
Añade que ya no tiene acceso al correo electrónico ni a las demás reclusas, a menos que griten de una celda a otra, o con mucho sigilo hagan carambola pasando notas plegadas que llaman «cometas» por debajo de las puertas, una hazaña que requiere un ingenio y una destreza bastante notables. Le está permitido escribir un número limitado de cartas al día, pero no puede permitirse el lujo de comprar los sellos y recalca que está muy agradecida cuando «las personas ocupadas como usted se toman la molestia de pensar en las personas como yo y nos prestan un poco de atención». Cuando no está leyendo o escribiendo, mira la tele en un televisor de trece pulgadas, de plástico transparente, con tornillos que no se pueden manipular. No tiene altavoces internos y la señal es débil, la recepción muy mala en su nuevo entorno, la peor de todas, y conjetura que se debe a «todas las interferencias electromagnéticas del Pabellón Bravo».
—Me espían —afirma—. Todos estos guardias tienen la oportunidad de verme desnuda. ¿Encerrada aquí sola, quién puede ser testigo de lo que pasa de verdad? Tengo que volver donde estaba.
Solo le permiten darse tres duchas a la semana y se preocupa por su higiene. Le inquieta saber cuándo se le permitirá que la peinen y le hagan las uñas de nuevo las reclusas que no son las estilistas más expertas, y me señala, irritada, su pelo corto teñido de rubio. Se queja amargamente de los efectos que la cárcel ha tenido en su aspecto, «porque es la manera como te degradan aquí, la forma como te convierten en buena». El espejo de acero brillante sobre el lavabo de acero de su celda es un recordatorio constante de su verdadero castigo por las leyes que ha infringido, me dice, como si fuesen las propias leyes sus víctimas, y no los seres humanos que ha violado o matado.
—Intento sentirme mejor diciéndome: Kathleen, no es un espejo de verdad —musita desde el otro lado de la mesa de formica blanca—. Todo lo que refleja de este lugar debe de causar distorsiones, ¿no cree? De la misma manera que algo distorsiona la señal de la televisión. Así que tal vez cuando me miro a mí misma, lo que estoy viendo está distorsionado. Quizás en la realidad no tengo este aspecto.
Espera que yo afirme que su belleza, en realidad, no se ha perdido, que el espejo de acero es el culpable de los reflejos fraudulentos. En cambio, comento que lo que describe suena terriblemente difícil y si me encontrase en una situación similar estoy segura de que compartiría muchas de sus mismas inquietudes.
Que echaría de menos la sensación del aire fresco en mi cara, ver puestas de sol y el mar. Que echaría de menos los baños calientes y las peluqueras expertas, y me solidarizo con ella en cuanto a la comida, sobre todo porque la comida es para mí más que un sustento y me siento cómoda hablando del tema con libertad. La comida es un ritual, una recompensa, una forma de calmar mis nervios y levantarme el ánimo después de todo lo que veo.
De hecho, mientras Kathleen Lawler sigue hablando, quejándose y culpando a otros de su vida desgraciada, pienso en la cena y me ilusiono con ello. No voy a comer en mi habitación del hotel. Sería lo último que haría después de haber estado tanto rato encerrada en una camioneta sucia y pestilente, y ahora dentro de una prisión con una palabra en clave invisible tatuada en mi mano. Cuando me aloje en mi hotel, en el centro histórico de Savannah, pasearé por River Street para encontrar algo cajun o griego. Mejor aún, italiano.
Sí, italiano. Beberé unas cuantas copas de vino tinto con cuerpo, un Brunello di Montalcino estaría bien, o un Barbaresco, y leeré las noticias o los emails en mi iPad para que nadie trate de hablar conmigo. Para que nadie intente ligarme como suelen hacer cuando viajo sola, como y bebo sola, y hago muchas cosas sola. Me sentaré a una mesa junto a una ventana, le escribiré un mensaje a Benton, beberé vino y le diré que tenía razón en que algo iba muy mal. Le haré saber que me han tendido una trampa o manipulado, que aquí no soy bienvenida, y ahora es un combate a cara descubierta. Tengo la intención de capturar la verdad con las manos desnudas.
—Imagínese lo que es no saber de verdad el aspecto que tienes —dice la mujer encadenada sentada frente a mí, y su aspecto físico es su mayor angustia, no la muerte de Jack Fielding o del chico al que atropelló cuando estaba borracha.
—Tuve una gran oportunidad. Desperdicié una posibilidad muy real de ser alguien. Actriz, modelo, una poetisa famosa. Tengo una voz muy melodiosa. Quizá podría haber compuesto mis propias canciones y haber sido una Kelly Clarkson. Por supuesto, no tenían American Idol cuando crecí, y Katy Perry se acerca más, más parecida a como yo era, de haber sido ella rubia. Supongo que aún podría ser una poetisa famosa. Pero el éxito y la fama son mucho más accesibles si eres hermosa y yo lo era. En los viejos tiempos, paraba el tráfico. La gente se quedaba boquiabierta. Con el aspecto que tenía por entonces, podía tener lo que se me antojase.
Kathleen Lawler muestra una palidez antinatural por culpa de los años pasados aislada del sol, su cuerpo fofo e informe, no con sobrepeso, pero si deshecho y flácido por una vida que ha sido crónicamente inactiva y por fuerza sedentaria. Le cuelgan los pechos y sus muslos sobresalen de la silla de plástico, el cuerpo que antaño causaba sensación es tan informe como ahora el uniforme blanco que ella y las otras reclusas visten cuando están segregadas.
Es como si ya no tuviese un físico humano, como si hubiese evolucionado hacia atrás, para regresar a un estadio primitivo de la existencia como un platelmintos, un gusano plano, dice con ironía, con un fuerte y elástico acento de Georgia, tan elástico que me hace pensar en caramelos.
—Sé que está sentada aquí, mirándome, y lo más probable es que se pregunte de qué estoy hablando —dice mientras recuerdo las fotografías de ella que he visto, incluidas las imágenes policiales de su arresto en 1978 después de que ella y Jack fueran sorprendidos teniendo relaciones sexuales.
—¿Pero cuándo me encontré con él en aquel rancho en las afueras de Atlanta? Bueno, yo ya era algo digno de verse. No me importa decirlo porque es verdad. El pelo largo sedoso de color maíz, los pechos grandes y un culo como un melocotón de Georgia, unas piernas estupendas y unos enormes ojazos de color castaño dorado, que Jack solía llamar «mis ojos de tigre». Es curioso observar cómo algunas cosas van pasando como si hubiesen sido programadas en el útero o tal vez en la concepción y no hay manera de escapar de ellas. La rueda de la ruleta gira y se detiene, sale tu número y eso es lo que eres, no importa cuánto te esfuerces por cambiar, incluso si no lo intentas en absoluto. Tú eres lo que eres, eres lo que no eres, y otros acontecimientos y otras personas solo realzan el ángel o el demonio, el ganador o el perdedor que llevas dentro. Todo tiene que ver con el giro de la rueda, ya sea batear la carrera ganadora en las series mundiales o que te violen. Decidido por ti y olvídate de deshacerlo. Usted es una científica. No estoy diciendo nada que no sepa de la genética. Estoy segura de que está de acuerdo en que no se puede cambiar la naturaleza.
—Las experiencias que viven las personas también tienen un impacto significativo —le contesto.
—Lo ves con los perros —continúa Kathleen, nada interesada en mis opiniones, a menos que ella me diga cuáles son—. Te dan un galgo maltratado y reaccionará a ciertas cosas de cierta manera y tiene sus sensibilidades. Pero es un perro bueno o un perro malo. Quizá fue un ganador en la pista o no. Tal vez se le pueda entrenar o no. Puedo conseguir que saque lo que ya existe, fomentarlo, darle forma. Pero no puedo transformar al perro en algo para lo que no nació.
Termina diciéndome que ella y Jack eran dos gotas de agua y que le hizo a él lo que le hacían a ella, que entonces no se dio cuenta, que era imposible tener la percepción pese a ser una asistente social, una terapeuta. Afirma que abusó de ella sexualmente el pastor metodista de su iglesia cuando ella tenía diez años.
—Él me llevó a tomar un helado, pero no es eso lo que terminé lamiendo —dice con toda crudeza—. Estaba enamorada con locura. Me hacía sentir excitada y especial. Pero en retrospectiva no creo que especial fuera lo que sentía de verdad, lo que estaba sintiendo. —Entra en detalles a cuál más gráfico de su relación erótica con él—. La vergüenza, el miedo. Me ocultaba. Ahora lo veo. No me relacionaba con otros chicos y chicas de mi edad, pasaba muchísimo tiempo sola.
Sus manos libres están tensas en su regazo, solo tiene los tobillos encadenados, y oye el tintineo y el rozar de las cadenas contra el cemento cada vez que mueve los pies sin descanso.
—Dicen que la visión retrospectiva es excepcional —continúa—, y lo que en realidad estaba pasando era que no podía contarle a nadie la verdad sobre mi vida, las mentiras, ir a los moteles a escondidas, las llamadas desde los teléfonos públicos y todas aquellas cosas que una niña no debería saber. Dejé de ser una niña. Él me lo arrebató. Continuó hasta que cumplí doce años y él consiguió un trabajo en una gran iglesia en Arkansas.
No me di cuenta cuando me lie con Jack, que en el fondo hice lo mismo con él porque me sentía impulsada y formada de una manera determinada para hacerlo, y él se sentía impulsado y formado de una manera determinada para aceptarlo, para desearlo y, oh, sí que lo hizo. Pero ahora lo veo. Lo que ellos llaman intuición. Me ha costado toda una vida saber que no vamos al infierno, construimos sobre unos cimientos que ya están hechos para nosotros. Construimos el infierno como un centro comercial.
Hasta ahora ha evitado decirme el nombre del ministro. Todo lo que ha dicho es que estaba casado y tenía siete hijos, que debía satisfacer las necesidades que Dios le había dado y consideraba a Kathleen su hija espiritual, su sierva, su alma gemela. Era justo y bueno que se unieran en un vínculo sagrado, y él se habría casado con ella y hecho público su amor, pero el divorcio era un pecado, me explica Kathleen con voz átona. No podía abandonar a sus hijos. Iba en contra de las enseñanzas de Dios.
—Una puta mierda —afirma, con odio.
La mirada de ojos de tigre es firme, su rostro, una vez hermoso, con forma de cacahuete, y ahora macilento con una tela de araña de finas arrugas alrededor de la boca que una vez fue sensual y voluptuosa. Le faltan varios dientes.
—Por supuesto que era una mierda de principio a fin y es probable que se buscase alguna otra niña después de que empecé a afeitarme mis partes y me escondía cuando tenía la regla. Ser bella, talentosa e inteligente no me condujo a nada bueno, está más claro que el agua —recalca como si fuese imprescindible que comprenda que la ruina sentada frente a mí, no es quien es, ni mucho menos quien era.
Se supone que debo imaginarme a Kathleen Lawler joven, bella, inteligente, libre y bien intencionada, cuando comenzó su relación sexual con Jack Fielding, que tenía doce años, en un rancho para jóvenes con problemas. Pero lo que veo delante de mí es la ruina causada por una violación que provocó otra y otra, y si su historia del ministro es cierta, entonces él le dañó en la misma forma en que ella dañó a Jack y la destrucción todavía no ha terminado y es probable que nunca lo haga. Es la manera como comienzan todas las cosas y continúan. Un acto, una decepción.
Una mentira crónica que aumenta hasta alcanzar la masa crítica y las vidas se destruyen, desfiguran y profanan, y se construye el infierno, lleno de luces y tan acogedor como el motel que Kathleen describió en el poema que me envió.
—Siempre me he preguntado si mi vida hubiese resultado diferente si ciertas cosas no hubiesen ocurrido —reflexiona, deprimida, con resentimiento—. Pero, quizá, de todos modos, yo estaría sentada aquí mismo. Tal vez Dios decidió, mientras que mi mamá estaba embarazada de mí: «Ésta lo perderá todo. Algunos tienen que perder, y bien podría ser ella». Estoy segura de que lo entiende. Lo ve todos los días en la morgue.
—No soy fatalista —le respondo.
—Mejor para usted, todavía cree en la esperanza —afirma con un claro sarcasmo.
—Así es. —Pero pienso: «No creo en ti».
Saco el sobre blanco del bolsillo de atrás y lo deslizo encima de la mesa hacia ella. Lo recoge con las manos pequeñas de piel blanca translúcida en la que se ven las venas azules, y las uñas cortas sin pintar son de color rosa. Cuando inclina la cabeza para mirar la fotografía, veo las raíces grises de su pelo corto teñido.
—Supongo que ésta fue tomada en Florida —dice como si estuviese hablando de más de una fotografía—. Lo que veo en el fondo bien podrían ser gardenias a través del agua de la manguera que está usando. Un momento. Espere un jodido minuto. —Observa la foto con los ojos entrecerrados—. En ésta se ve mayor. Es más reciente y las flores blancas pequeñas son reinas de los prados. Hay un montón de reinas de los prados por aquí. No se puede pasear por una calle sin verlas y ahora estoy pensando en Savannah. No en Florida, sino aquí mismo, en Savannah. —Después de una pausa, añade en un tono tenso—: ¿Por casualidad sabe quién se la hizo?
—No sé quién la tomó ni dónde —contesto.
—Pues yo quiero saber quién la tomó. —Sus ojos cambian—. Si se trata de Savannah o de algún lugar de por aquí, y es lo que me parece, tal vez sea el motivo para mostrármela. Para inquietarme.
—No tengo ni idea de dónde fue tomada ni por quién, y no estoy tratando de perturbarla —respondo—. Pedí que me hicieran una copia y pensé que podría gustarle.
—Pudo haber sido aquí mismo. Jack estuvo aquí con el coche y yo no me enteré. —El dolor y la ira afilan su tono—. Cuando lo conocí le dije lo mucho que le gustaría Savannah. Que era un lugar bonito para vivir, y que se alistase en la marina para que le destinasen a la nueva base de submarinos que estaban construyendo en Kings Bay. Usted sabe que tenía pasión por los viajes, era alguien que debería haber navegado a los lugares más exóticos del mundo, o hacerse piloto para convertirse en otro Lindberg.
Tendría que haberse enrolado en la marina y dado la vuelta al mundo en barcos o en aviones en lugar de ser un médico de muertos, y yo me pregunto por influencia de quién.
Me mira, furiosa.
—Me pregunto quién diablos tomó esta foto y por qué no me enteré de que estaba aquí, si es que lo estuvo —continúa, con acritud—. No sé qué pretende mostrándome de sopetón algo como esto, quizás hacerme creer que vino aquí y no intentó verme. Pues yo ya lo sé.
Me pregunto dónde estaba Dawn Kincaid hace cinco años, más o menos en el tiempo en que conjeturo que tomaron la fotografía y la frecuencia de sus visitas a Savannah para ver a Kathleen, y quizá Jack podría haber venido hasta aquí para ver a Dawn, pero no estaba interesado en ver a su madre mientras permanecía en la zona. Ahora que me enfrento a Kathleen en carne y hueso, esta mujer de la que he oído hablar tanto, pero que nunca conocí, tengo serias dudas de que Jack estuviese al volante de su Mustang, aquí o en cualquier parte, para verla en fecha tan reciente como hace cinco años, o incluso diez. Me resulta imposible imaginar que a partir de cierto momento hubiese seguido amando a Kathleen Lawler o preocupándose por ella. Es implacable y despiadada, carente de empatía por cualquiera, y con décadas de drogas, una vida autodestructiva y el encarcelamiento se han dejado sentir. No ha sido encantadora y hermosa desde hace tiempo, y eso le hubiese importado y mucho a mi vanidoso director delegado.
—No sé de dónde se tomó la fotografía o cualquier otro detalle —repito—. Esta foto estaba en su despacho y pensé que le gustaría tener una copia, y ésta se la puede quedar. No siempre sabía dónde estaba durante los más de veinte años que trabajamos juntos a temporadas.
Abro una puerta para que me dé más información sobre él.
—Jack, Jack, Jack —suspira—. Lo único que hacías era largarte. Estabas aquí un minuto y al siguiente desaparecías, mientras yo me quedaba en el mismo maldito agujero negro. He estado aquí mismo en una celda u otra la mayoría de mi vida, todo porque te amaba, Jack.
Mira la imagen, luego a mí y sus ojos son más duros que tristes.
—No parece que sea capaz de durar en el exterior —añade, como si yo hubiese venido aquí hoy para saberlo todo de ella—. Como cualquier otro adicto que recae, solo que no recaigo de abstinencia. Recaigo de éxito. Nunca he podido permitirme el éxito de que soy capaz, porque no está en las cartas que lo tenga.
Yo misma me busco siempre el fracaso. A eso me refería con lo de la genética. El fracaso es parte de mi ADN, lo que Dios decidió para mí y para todos los que viniesen detrás de mí. Le hice a Jack lo que me hicieron a mí, pero él nunca me culpó. Está muerto y no me importaría morir, porque las cosas que importan en la vida tienen una mente propia. Ambos somos víctimas, quizá víctimas del Todopoderoso.
—¿Y Dawn? —continúa Kathleen—. Supe desde el primer día que no estaba bien. Nunca tuvo una oportunidad. Nació prematura, una cosita pequeña conectada a tubos y cables en una incubadora, es lo que me dijeron. Yo no la vi. Nunca la tuve en mis brazos. ¿Cómo una cosa pequeña como ella aprende a vincularse con otros seres humanos cuando se pasa los dos primeros meses de su vida en una olla eléctrica y mamá está en la Casa Grande?
Después de una serie de familias adoptivas con las que no podía llevarse bien, acabó con una pareja de California que se mató en un accidente de coche, cayeron por un acantilado o algo trágico por el estilo. Por fortuna para Dawn, en ese momento ya estaba en Stanford con una beca completa. A continuación, la Universidad de Harvard, y ahí es donde acabó.
Dawn Kincaid estaba en Berkeley, no en Stanford antes de ir al MIT, no a Harvard. Pero no corrijo a su madre.
—Como yo, ella tenía todas las posibilidades del mundo, y su vida ha terminado, terminado antes de empezar —dice Kathleen—. No importa el veredicto, solo ser sospechosa es lo que todos recuerdan. Se le ha acabado la suerte. No puedes tener los trabajos que tenías en laboratorios de alto secreto, si has sido sospechosa de un crimen.
Dawn Kincaid es más que una sospechosa. Está acusada de múltiples cargos incluidos asesinato en primer grado e intento de asesinato. Pero no digo ni una palabra.
—Y después lo que le pasó en la mano. —Kathleen sostiene la mano derecha en alto con la mirada clavada en mí—. El tipo de tecnología en que está metida, donde ella tiene que trabajar con nanoherramientas y todo lo demás. Ahora está incapacitada de forma permanente por la pérdida de un dedo y el uso de la mano.
Parece como si hubiese recibido su castigo. Me imagino que debe de hacerle sentir mal. Mutilar a alguien.
Dawn no perdió un dedo. Perdió la punta de uno y sufrió daños en los tendones, y su médico cree que recuperará el funcionamiento total de su mano derecha. Borro las imágenes lo mejor que puedo. El cuadrado negro donde estaba la ventana, el viento que sopla por el hueco, y un rápido desplazamiento de aire frío en la oscuridad cuando algo me golpeó muy fuerte entre los omóplatos. Recuerdo que perdí el equilibrio mientras movía violentamente la linterna de metal y sentí que golpeaba contra algo sólido.
Luego, las luces del garaje encendidas y Benton apuntando con su pistola a una mujer joven con un abrigo negro grande, boca abajo en el suelo de goma, las brillantes gotas de sangre cerca de la punta cortada del dedo índice con la uña pintada a la francesa, y cerca, el cuchillo de acero ensangrentado con el que Dawn Kincaid intentó apuñalarme por la espalda.
Me sentí pegajosa, envuelta por el olor y el sabor de la sangre, como si hubiese caminado a través de una nube de ella, y recordé los relatos que he oído de los soldados en Afganistán, que fueron testigos de cómo un compañero voló por los aires al impactar en él un artefacto explosivo improvisado. Estaba allí y al minuto siguiente se había convertido en una niebla roja. Cuando la mano de Dawn Kincaid deslizó la hoja afilada como una navaja de aquel cuchillo de inyección mientras soltaba gas de dióxido de carbono comprimido a cincuenta y siete kilogramos por centímetro cuadrado, acabé aerografiada con su sangre y me sentí manchada en lugares que no puedo alcanzar. No corrijo a Kathleen Lawler ni le ofrezco ningún hecho, porque sé cuándo alguien me provoca y me miente, o tal vez se burla, y mis pensamientos continúan volviendo a la advertencia de Tara Grimm. Kathleen simulará una separación con su hija, cuando en realidad las dos están muy unidas.
—Parece conocer un montón de detalles —comento, en cambio—. Estoy segura de que ambas se han mantenido en contacto.
—¡Qué va! No estoy dispuesta a mantenerme en contacto con ella —niega Kathleen, y sacude la cabeza—. No sacaría nada bueno con todos los líos en que está metida. Lo que menos necesito ahora son más problemas. Me enteré por las noticias. Tenemos el acceso a internet supervisado en el aula de informática, y una selección de revistas y periódicos en la biblioteca. Yo trabajaba en la biblioteca antes de que me trasladasen aquí.
—Parece un buen lugar para usted.
—La alcaide Grimm no cree que la rehabilitación de las personas se consiga privándolas de información y haciéndolas vivir en un vacío de noticias —dice, como si la alcaide pudiera estar escuchando—. Si no sabemos lo que ocurre en el mundo, ¿cómo podemos volver a vivir en él? Por supuesto, esto no es rehabilitación. —Señala el Pabellón Bravo—. Esto es un almacén, un cementerio, un lugar para que te pudras. —No parece importarle quién pueda estar escuchando ahora—. ¿Qué quieres saber de mí? No estarías aquí si no quisieras algo. No importa quién pidió primero. De todos modos, fue cosa de los abogados. —Kathleen me mira como una serpiente a punto de atacar—. No creo que solo quieras ser amable conmigo.
—Me pregunto cuándo vio a su hija por primera vez —contesto.
—Nació el dieciocho de abril de 1979, y cuando la vi la primera vez acababa de cumplir veintitrés años. —Kathleen comienza a recitar la historia como si hubiese preparado el guion de antemano, y es como si la rodease un helor, parece haber desistido del intento de ser amable—. Recuerdo que no fue mucho después del 11S. Enero de 2002. Dijo que el ataque terrorista fue en parte porque quería encontrarme. Y la muerte de esas personas en California, con las que acabó después de haber sido pasada como una patata caliente. La vida es corta. Dawn lo dijo muchas veces la primera vez que nos vimos y que había estado pensando en mí desde que tenía uso de razón, preguntándose quién era yo y qué aspecto tenía.
—Dijo que había comprendido que no podría tener paz hasta que encontrase a su verdadera madre —continúa Kathleen—. Así que me encontró. Aquí mismo, en la GPFW, pero no por el delito por el que ahora cumplo condena. En aquel entonces eran cargos relacionados con las drogas. Salía en libertad por un tiempo y luego de vuelta otra vez, y me sentía todo lo mal que podía sentirme porque era rematadamente inútil e injusto. Si no tienes dinero para pagarte abogados o no eres famosa por hacer algo de verdad horrible, a nadie le importas un rábano. Te meten en un almacén, y aquí estaba otra vez almacenada, y un día, como surgida de la nada, nunca olvidaré mi sorpresa, recibo el aviso de que una joven llamada Dawn Kincaid quiere hacer todo el camino desde California para visitarme.
—¿Sabía que era el nombre de la hija que dio en adopción?
Ya no tengo cuidado en lo que pregunto.
—Ni por asomo. Por supuesto, sabía que quienes adoptan a un bebé le pueden poner el nombre que prefieran. Supongo que la primera familia que tuvo Dawn fueron los Kincaid, quienesquiera que fuesen.
—¿Usted la bautizó con el nombre de Dawn o fueron ellos?
—Por supuesto que no le puse ningún nombre. Como le he dicho, nunca la abracé, nunca la vi. Yo estaba aquí cuando me puse de parto antes de tiempo, aquí mismo, en la GPFW, en mi celda, y me trasladaron de urgencias al Hospital Comunal de Savannah. Cuando terminó, yo estaba de vuelta en mi celda como si nunca hubiera sucedido. No tuve ningún tipo de seguimiento.
—¿Fue decisión suya darla en adopción?
—¿Qué otra opción había? —exclama—. Regalas a tus hijos porque estás encerrada como un animal y es como funciona.
Piense en las malditas circunstancias.
Me mira furiosa y yo no digo nada.
—Para que después hablen de ser concebido en el pecado y los pecados de los padres que se transmiten —dice con sarcasmo—. Es una maravilla que alguien quiera niños nacidos en esas circunstancias. ¿Qué demonios se supone que debía hacer, dárselos a Jack?
—¿Dárselos a Jack?
Parece desconcertada por un momento y al borde de las lágrimas.
—Él tenía doce años. ¿Qué diablos iba a hacer con Dawn, conmigo o con lo que fuese? No estaba permitido legalmente y tendría que haber sido así. Nos hubiese ido muy bien. Por supuesto, siempre me preguntaba por la vida que él y yo creamos, pero me decía a mí misma: ¿quién querría a una madre como yo?
Así que imagínese mi reacción veintitrés años más tarde cuando recibí la petición de venir a verme de una persona llamada Dawn Kincaid. Al principio no me lo creí, pensé que tal vez era un truco, que era una estudiante que estaba haciendo una investigación, escribiendo un trabajo de licenciatura. Me pregunté: ¿cómo sabré que esta persona es de verdad mi bebé? Pero no tuve más que ponerle los ojos encima, ella se parecía tanto a Jack, al menos en la forma que le recordaba de sus primeros años. Fue algo siniestro, como si hubiera vuelto transformado en una muchacha para aparecer ante mí como una visión.
—Usted ha mencionado que ella había descubierto de alguna manera quién era su verdadera madre. ¿Qué pasa con su padre? —pregunto—. Cuando la vio por primera vez, ¿ella ya conocía la existencia de Jack?
Nadie ha sido capaz de encontrar esta pieza del rompecabezas, ni siquiera Benton y sus colegas en el FBI, en el Departamento de Seguridad Nacional y los departamentos de policía locales implicados en los casos. Sabemos que durante meses antes del asesinato de Jack, Dawn Kincaid vivió en la vieja casa de un capitán de barco que él estaba renovando en Salem. Ahora sabemos que había estado en contacto con ella por lo menos durante varios años, pero no había habido ninguna otra nueva información que nos dijese durante cuánto tiempo llevaban relacionados los dos o el alcance de esta relación.
He buscado en mi memoria hasta mis primeros días en Richmond, cuando Jack era mi compañero patólogo forense. Todavía tengo que recordar todo lo que pudo haber dicho o indicado sobre una hija ilegítima o la mujer que la parió. Sabía que había sido víctima de un abuso por un miembro del personal, en algún tipo de rancho especial cuando era un niño, pero hasta ahí llegaba la información que tenía. Él y yo no hablamos nunca del tema, y yo tendría que habérselo sonsacado. Debería haberme esforzado más en un momento de su vida cuando podría haberle ayudado, e incluso mientras este pensamiento pasa por mi mente una parte más profunda de mí está convencida de que nada hubiese ayudado. Jack no quería ser ayudado y no creía que lo necesitase.
—Dawn sabía de él porque se lo dije —responde Kathleen—. Fui sincera con ella. Le dije todo lo que pude sobre quiénes eran sus verdaderos padres y le mostré las fotos que tenía de él de hacía mucho tiempo y algunas otras más recientes que me había enviado. Él y yo nos mantuvimos en contacto durante años. En los primeros tiempos nos escribíamos cartas.
Recuerdo haber revisado los efectos personales de Jack después de su muerte. No recuerdo haber visto u oído nada de las cartas de Kathleen Lawler.
—Más tarde fueron los correos electrónicos, que ahora mismo es para mí, sin lugar a dudas, la más dura de las privaciones —dice, enojada—. El correo electrónico es gratis, instantáneo y no necesito que la gente me envíe papel y sellos. Desechos y cosas usadas, mierdas que las personas no quieren y se supone que debemos estar agradecidos.
Benton y sus colegas del FBI han leído los correos electrónicos de más de una década y me los han descrito como coquetos, juveniles y muy condimentados con vulgaridades. No es tan difícil para mí entenderlo, como alguien podría imaginar. Sospecho que Kathleen fue el primer amor de Jack. Es probable que estuviese enamorado de ella cuando la arrestaron por agresión sexual y, con los años, fueron las partes atrofiadas y dañadas de sus psique las que les relacionaron a través de las cartas o los emails, que con el tiempo acabaron por cesar. No se ha recuperado nada más que pueda indicar que Jack se comunicó con Kathleen desde que dejé Virginia y él también. Pero eso no quiere decir que no estuviera en contacto con su hija biológica, Dawn Kincaid, y de hecho, tuvo que estarlo. La única cuestión es cuándo. Tal vez hace cinco años, si fue ella quien tomó esta foto.
—El correo es tan lento que te pone de los nervios —se queja Kathleen—. Envío algo por correo y alguien en el mundo libre me envía algo, y estoy sentada en mi celda esperando durante días y días. El email es instantáneo, pero el acceso a internet no está permitido en el Pabellón Bravo —me recuerda con rencor—. Y no puedo tener a mis perros. No puedo hacer el entrenamiento ni tener un galgo en mi celda. Estaba entrenando a Trail Blazer y ahora no lo puedo tener conmigo. —Se emociona—. Estoy tan acostumbrada tener a uno de esos perros preciosos a mi lado, y voy de aquello a esto, a algo que no es mucho mejor que el confinamiento solitario. No puedo trabajar en Inklings. No puedo hacer ninguna de las malditas cosas que hacía antes.
—¿La revista que publica la cárcel? —le pregunto.
—Soy la editora —dice—. Era —agrega con amargura.