15
Todavía hacía calor cuando salió el sol. Son las ocho de la mañana y estoy sudando en la ropa de campo negra y las botas negras mientras estoy sentada en un banco delante del hotel y bebo un café con hielo que compré en un Starbuck’s cercano.
La campana de la torre del Ayuntamiento suena en el primer día de julio, profundos y melodiosos toques que el eco devuelve con una reverberación metálica, y me fijo en un taxista que me está mirando. Huesudo y curtido, con los pantalones muy subidos y una barba desaliñada como el musgo, me recuerda a los personajes que he visto en las fotografías de la guerra civil. Me imagino que no ha emigrado lejos de la cuna de sus antepasados y aún comparte rasgos comunes con ellos, como tantas otras personas que veo en las ciudades y pueblos aislados del mundo exterior.
Me recuerda lo que dijo Kathleen Lawler sobre la genética. No importa lo mucho que nos esforcemos por ser en la vida, seguimos siendo quién y lo que las fuerzas de la biología nos llevan a ser. La suya es una explicación fatalista, pero no está del todo equivocada, y cuando recuerdo sus comentarios sobre la predeterminación y el ADN, tengo la sensación de que no solo se refería a sí misma. También aludía a su hija. Kathleen me estaba advirtiendo, tal vez tratando de intimidarme con Dawn Kincaid, con quien afirma no tener contacto y, sin embargo, según bastantes fuentes, no es verdad. Kathleen sabe más de lo que dice, guarda secretos que con toda probabilidad están relacionados con la razón por la que Tara Grimm la trasladó a una celda de aislamiento, y al mismo tiempo me atrajeron hasta aquí. Creo que Jaime Berger ha causado serios problemas.
Ella no sabe con qué está tratando, porque no tiene una motivación racional o está en contacto con ella misma como cree.
Aunque su razonamiento egoísta puede muy bien haber sido precipitado por su enfrentamiento con la policía y los políticos de Nueva York, la mayor parte de lo que la impulsa tiene que ver con mi sobrina, y ahora ninguno de nosotros ha acabado en un buen lugar, y desde luego no en un lugar seguro. Ni Benton ni Marino ni Lucy ni yo y menos aún Jaime, a pesar de que no lo verá o creerá si se lo señalo. Se engaña a sí misma y me lleva en su viaje y recuerdo lo que un viejo ayudante de la morgue me decía en mi época de Richmond: «Tienes que vivir donde te despiertas, incluso si alguien te soñó allí».
Cuando me desperté esta mañana después de dormir muy poco, me di cuenta de que no puedo permitirme el lujo de flaquear en mi decisión. Hay demasiado en juego y no confío en el análisis de Jaime de la mayoría de los asuntos ni tengo fe en su aproximación, pero haré lo que pueda para ayudar. Estoy involucrada no porque me ofrecí. Fui reclutada, casi abducida, y eso ya no tiene ninguna importancia. Mi urgencia no es por Lola Daggette, Dawn Kincaid y su madre, Kathleen Lawler.
No es por unos asesinatos cometidos hace nueve años, o los más recientes en Massachusetts, a pesar de que estos casos y aquellos relacionados con ellos son muy importantes y los investigaré lo mejor que pueda. Lo que está por encima de todo esto es la intromisión de Jaime en el círculo de las personas más cercanas a mí.
Tengo la sensación de que ha puesto en peligro a Lucy, Marino y Benton. Ha amenazado nuestras relaciones, que siempre han sido complejas y complicadas, sostenidas por hilos muy frágiles. La red que formamos es fuerte solo cuando lo es cada uno de nosotros.
Estas personas con las que juega Jaime son mi familia, mi única familia de verdad. Siento confesar que no cuento a mi madre ni a mi hermana. No puedo confiar en ellas y, con toda franqueza, nunca se me ocurriría encomendarme a su cuidado, ni siquiera en sus mejores días, cuando los tienen. Hubo un tiempo en que yo era feliz por ampliar mi círculo más cercano para incluir a Jaime, pero lo que no voy a permitir es que ella ronde por el perímetro y nos suelte las amarras o cambie lo que somos el uno para el otro. Abandonó a Lucy de una manera fría e injusta, y ahora Jaime parece decidida a redefinir la carrera de Marino, su propia identidad. En poco tiempo se las ha arreglado para inflamar de nuevo sus celos hacia Benton y suponer que mi marido me ha traicionado y es indiferente a mi seguridad y mi felicidad.
Incluso si no hubiera viejos asesinatos vinculados a los más recientes que parecen compartir el común denominador de Savannah, no me marcharé ahora mismo. Amplié mi reserva de hotel y reservé una habitación para Lucy, que despegó en su helicóptero con Benton de madrugada. Dije que necesitaba su ayuda. Les dije que no suelo pedirla, pero que los quiero aquí. La camioneta blanca de Marino entra en el camino de ladrillos del hotel, todavía ruidosa, pero al menos no corcovea ni se sacude. Me levanto del banco. Camino hacia el conductor del taxi con la barba desaliñada y le sonrío mientras dejo caer mi taza de Starbuck’s en la basura.
—Buenos días —le saludo. Él no deja de mirarme.
—¿Le molesta si le pregunto a qué cuerpo pertenece?
Me mira de pies a cabeza, apoyado en su taxi azul aparcado a la sombra de la misma palmera, donde Marino dejó su camioneta averiada unas siete horas antes.
—Investigación médica militar. —Le doy al taxista la misma respuesta sin sentido que le he dado a otras personas esta mañana cuando preguntaban en voz alta por qué llevo un pantalón cargo negro, una camisa de manga larga negra con el escudo del CFC bordado en oro y las botas.
La bolsa de emergencia que encontré en mi habitación cuando entré en ella cerca de las dos de la madrugada tenía todos los elementos esenciales que podría necesitar en la carretera trabajando en un caso, pero nada adecuado para el mundo civil, y desde luego no para uno localizado en las regiones subtropicales.
Reconozco la mano de Marino. De hecho, no tengo ninguna duda de que él mismo preparó la bolsa, cogió cosas del armario del despacho y de mi cuarto de baño y también de mi taquilla en el vestuario de la morgue. Mientras continúo con la reconstrucción de estos últimos meses y sobre todo de las dos semanas desde que él se marchó, recuerdo que me intrigó que parecieran faltar ciertos artículos. Creía tener más camisas de uniforme. Estaba segura de que tenía más pantalones cargo. Podría haber jurado que había dos pares de botas, no solo uno. El contenido de la bolsa sugiere que desde el punto de vista de Marino voy a pasar mi tiempo aquí en los laboratorios, el despacho de un médico forense o, mejor dicho, con él.
De haber sido Bryce quien me hubiese preparado la maleta, su rutina habitual cuando una emergencia me hace salir pitando de la ciudad o estoy bloqueada en algún lugar, habría incluido una bolsa con chaquetas, blusas y pantalones, todos muy bien doblados y envueltos con papel de seda para que nada se arrugara. Habría elegido los zapatos, las medias, la ropa de trabajo y los artículos de tocador; habría hecho su selección de forma concienzuda y con mucho más gusto que si la hubiese preparado yo misma, y lo más probable es que hubiese pasado por mi casa. Bryce no vacila en coger cualquier cosa que supone que puedo necesitar, incluida la ropa interior, que para él no tiene ningún interés personal más allá de sus comentarios ocasionales sobre las marcas y los tejidos, y los detergentes y los suavizantes. Pero él no me hubiera enviado a Georgia en verano con tres juegos de ropa de campo para clima frío, tres pares de calcetines blancos para hombre, un chaleco antibalas, botas, un desodorante y un repelente de insectos.
—No sé si ya has comido —dice Marino cuando abre la puerta de la camioneta, y de inmediato me doy cuenta de que el interior está mucho más limpio de lo que lo estaba la última vez. Huelo el ambientador con aroma a cítrico y la mantequilla, la carne frita y los huevos—. Hay un Bojangles a unos tres kilómetros de aquí, cerca del aeródromo militar Hunter, que me dio una excusa para hacer una prueba. La camioneta está como nueva.
—Con la excepción menor del aire acondicionado.
Me abrocho el cinturón de seguridad y veo la bolsa que abulta en el suelo entre los asientos mientras bajo del todo el cristal de la ventanilla.
—Necesitaría hacerme con un compresor nuevo, pero al demonio con él. No te creerás la ganga que es esta camioneta y te acostumbras a no tener aire. Como en los viejos tiempos. Cuando era pequeño, muchos coches no lo tenían.
—Tampoco cinturones de seguridad, airbags, ABS o sistemas de navegación —le recuerdo.
—Te he comprado un bocadillo de tortilla francesa, pero hay unos cuantos de carne, y de queso y huevo, si tienes hambre. Hay agua en la nevera portátil. —Señala con el pulgar el asiento trasero—. No tienen aceite de oliva en Bojangles, así que tendrás que apañártelas. Sé lo que opinas de la mantequilla.
—Me encanta la mantequilla y por eso me mantengo alejada de ella.
—¡Jesús! No sé qué diablos tiene de malo que te guste la grasa.
De momento, no me preocupo. Estoy aprendiendo a no luchar contra algunas cosas. Si no luchas contra ellas, no se defienden.
—La mantequilla se defiende cuando trato de abrocharme los pantalones. Debes haber estado despierto toda la noche. ¿De dónde sacaste tiempo para que repararan esta cosa y darle un baño?
—Como te dije, encontré un mecánico, conseguí el número de teléfono de su casa en internet. Me esperó en su taller a las cinco de la mañana. Cambiamos el alternador, equilibramos los neumáticos, limpiamos los pasos de las ruedas, ajustamos los cables de las bujías y, ya puestos, reemplacé las escobillas de los limpiaparabrisas y la limpié un poco —explica mientras conducimos por West Bay, y pasamos delante de restaurantes y tiendas de estuco, ladrillo y granito, la calle flanqueada de robles, magnolias y mirtos.
Marino viste prendas de campo, pero fue inteligente en lo que eligió para sí mismo, el uniforme de verano del CFC de pantalones cargo color caqui y polo color beige en una mezcla de algodón, y calza unas zapatillas tácticas de malla de nailon y gamuza en lugar de botas. Una gorra de béisbol protege su cabeza calva y la punta de la nariz quemada por el sol, lleva gafas de sol y se ha puesto un protector solar que es de color blanco acuoso en las profundas arrugas de su cuello bañado en sudor.
—Te agradezco mucho que te ocupases de hacerme el equipaje con mi ropa de campo. Me pregunto cuándo lo hiciste.
—Antes de irme.
—Eso lo he deducido por mi cuenta.
—Tendría que haberte traído las prendas de verano. Debes estar pasando un calor de mil demonios. No sé en qué estaba pensando.
—Sin duda, cogiste lo primero que encontraste cuando rebuscabas, y estaba haciendo bastante fresco en Massachusetts para usar los uniformes de verano dado que tuvimos una primavera excepcionalmente fría. Mi uniforme de verano está en un armario de mi casa. Si se lo hubieses pedido a Bryce…
—Sí, lo sé. Pero no quería involucrarlo. Cuanto más se involucra, más difícil le resulta mantener la boca cerrada y monta un escándalo con lo que sea. Habría convertido hacer una maleta en un desfile de moda y me hubiese enviado aquí con un baúl.
—Preparaste mi bolsa antes de salir —repito—. ¿Pero cuándo fue exactamente?
—Recogí algunas cosas la última vez que estuve en la oficina. No sé, el catorce o el quince, no es que supiese a ciencia cierta lo que sucedería cuando llegase aquí.
Toma la US17 en dirección sur y el aire que sopla a través de las ventanillas bajadas es caliente como un horno.
—Creo que sabías a ciencia cierta lo que iba a ocurrir —le corrijo—. ¿Por qué no me dices la verdad y acabamos de una vez?
Abro la guantera para coger más servilletas y las despliego en mi regazo antes de sacar el desayuno de la bolsa entre los asientos.
—Sería útil si admitieses que cuando decidiste tomarte unas vacaciones de última hora, sabías que venías aquí para ayudar a Jaime —añado—. También sabías que no tardaría en seguirte sin el beneficio de la verdadera razón y que llegaría con poco más que la ropa puesta. —Intenté hacerte entender por qué no podías saberlo de antemano.
—Sí, lo intentaste y estoy segura de que estás convencido de tu razonamiento, incluso aunque yo no lo esté. De hecho, no debería decir que es tu razonamiento. Es el razonamiento de Jaime.
—No sé por qué no te importa que el FBI te esté espiando.
—No me lo creo. Y si lo hacen, deben de estar aburridos. ¿Cuál de estos abro para ti?
Miro los bocadillos calientes en envoltorios de color amarillo pringosos por la mantequilla.
—Son todos iguales, excepto el tuyo.
—Vale, creo que puedo deducir cuál es el mío porque pesa la mitad de los otros. —Abro más servilletas y las pongo sobre el muslo de Marino—. Me gustaría un poco de claridad. Y no sobre el FBI, sino sobre ti.
—No te cabrees de nuevo.
—Estoy pidiendo claridad, no un desacuerdo o una pelea. ¿Ya habías alquilado tu apartamento en Charleston antes de que Jaime llamase al CFC hace dos meses y que tú tomaras el tren a Nueva York para una reunión secreta con ella?
—Estuve pensando en hacerlo.
—No es lo que he preguntado.
Desenvuelvo un bocadillo de filete de pollo frito, huevo y queso, y él lo coge con su mano enorme y un tercio desaparece de un solo bocado, las migas mantecosas caen como la nieve sobre las servilletas que cubren su regazo.
—Estuve buscando —dice mientras mastica—. Busqué un apartamento de alquiler en el área de Charleston por un tiempo, en realidad poco más que un sueño hasta que hablé con Jaime.
Me habló de su trabajo en el caso de Lola Daggette y que podía utilizar mi ayuda, y pensé que esto era algo increíble, algo así como un golpe del destino. Es la misma parte del mundo donde estaba buscando algo para alquilar. Pero tiene sentido cuando te das cuenta de que la mayoría de los lugares con buena pesca y donde puedes ir en moto tienen también pena de muerte. De todos modos, decidí que tenía razón. Podía ser inteligente convertirse en un contratista privado.
—Su sugerencia. Por supuesto.
—Es más inteligente que el diablo y lo que me proponía tenía sentido. Ya sabes, puedo elegir mi horario un poco mejor, elegir dónde quiero estar, quizá ganar un poco más de dinero. —Toma un bocado de su bocadillo—. Me dije a mí mismo «ahora o nunca».
Ésta es tu oportunidad. Si no intentas conseguir que las cosas salgan como quieres en este momento, cuando tienes la oportunidad delante de los morros, es probable que nunca te lo pregunten de nuevo.
—¿Jaime entró en detalles sobre lo que le pasó en Nueva York? ¿De por qué renunció?
—Supongo que te dijo lo que hizo Lucy.
—Creía que habías dicho que no te había mencionado a Lucy.
Abro el paquete con mi bocadillo de tortilla francesa y, aunque por lo general no como comida rápida y, desde luego, no comparto la adicción de Marino a todas las cosas fritas, de pronto descubro que estoy muerta de hambre.
—No exactamente —afirma Marino. Ahora estamos en Veterans Parkway y circulamos muy rápido a través de grandes extensiones de bosques, el cielo inmenso y un azul blanquecino, que augura un día abrasador—. Todo lo que se mencionó fue el Real Time Crime Center, que su seguridad se había visto comprometida y que en líneas generales le atribuyeron la culpa a ella. Nadie hizo una acusación oficial, pero ella mencionó que se hacían comentarios sobre la curiosa coincidencia de que ella proclamaba que el Departamento de Policía de Nueva York estaba falseando las estadísticas criminales en el mismo momento en que alguien entraba en su sistema informático y se daba la casualidad de que ella mantenía una relación con una bien conocida pirata informática.
—No es la historia que cuenta Lucy. Ella dice que no entró en el Real Time Crime Center. Entró en el ordenador de una comisaría donde apuntaban los delitos graves a faltas menores, robos, y de los robos a las quejas de conducta criminal.
—Esto suena bastante mal.
—No sé a ciencia cierta dónde se metió ni cómo, pero sí que es bastante malo. Y lo siento si así es como describen a Lucy, como una conocida pirata informática. Si es lo que la gente piensa de ella.
—Mierda, Doc, es algo que siempre hará —afirma Marino—. Si ella puede entrar en algo, entrará, y no hay mucho donde no pueda entrar. Sé que tú ya lo sabes a estas alturas. Así que por qué pretender que alguna vez cambiará. Quizá yo haría lo mismo si fuese como ella, hacer lo que sea necesario para conseguir lo que deseas porque puedes. Lo legal no es más que un obstáculo en una pista negra. Algo que saltas o esquivas, y cuantos más hay y más difíciles son, más le gustan a Lucy.
Miro por la ventanilla bajada las marismas leonadas y los estuarios y arroyos serpenteantes; el aire caliente sopla cargado con el hedor a huevo podrido del fango.
—A Lucy le importa una mierda lo que piensen de ella.
El papel cruje cuando hace una bola con el envoltorio del bocadillo.
—Estoy segura de que le gustaría que tú creyeses que no le importa una mierda. Le importan un montón de cosas más de lo que tú crees. Incluida Jaime. —Como un trozo de mi bocadillo—. Sé que voy a lamentarlo, pero está muy bueno.
—Será mejor comer otro por si acaso nos saltamos la comida.
—Parece que has perdido peso y no sé cómo.
—Solo como cuando mi cuerpo tiene hambre y no cuando yo la tengo. Me llevó la mitad de mi vida averiguarlo. Es como si esperase a tener hambre a un nivel celular, no sé si me explico.
—No tengo ni idea.
Le paso otro bocadillo.
—Funciona de verdad. No es coña. El objetivo no es pensar.
Cuando necesitas comida, tus células te lo dicen, y entonces te ocupas de ellas. Ya no pienso más en las comidas. —Habla con la boca llena—. No pienso en comer esto o siento que debo comer a una hora determinada del día. Dejo que mis células me lo digan y lo hago. He perdido casi ocho kilos en cinco semanas y estoy dándole vueltas a la idea de escribir un libro sobre el tema. No crea que está gordo, solo coma. Un juego de palabras. En realidad, no estoy diciendo a las personas que no piensen que están gordas.
Les digo que no piensen en ello en absoluto. Creo que a la gente le gustará. Podría dictarlo y hacer que alguien lo mecanografiara.
—Me preocupa que estés fumando de nuevo.
—No sé por qué diablos sigues diciendo eso.
—Alguien ha estado fumando en tu camioneta.
—Creo que huele bastante bien aquí dentro.
—Ayer no olía bastante bien.
—Un par de compañeros de pesca. Algo sobre conducir con las ventanillas bajadas cuando hace un calor infernal. La gente siente ganas de encender un cigarrillo.
—Quizá podrías ser un poco menos evasivo —le señalo.
—¿Qué es toda esta mierda sobre los cigarrillos? Como si de repente fueses la brigada antitabaco.
—¿Recuerdas lo que sufrió Rose?
Le recuerdo la desgraciada muerte de mi secretaria, Rose, por un cáncer de pulmón.
—Rose no fumaba, ni siquiera una vez durante toda su vida.
No tenía malos hábitos y así y todo pilló el cáncer y quizá fue por eso. He decidido que si lo intentas demasiado, todo se vuelve peor. Por lo tanto, ¿qué sentido tiene privarte para que puedas morir prematuramente con buena salud? Desearía que ella todavía estuviese. No es lo mismo. Maldita sea, detesto echar de menos a las personas. Cada vez que entro en tu despacho creo que ella estará allí con aquella vieja máquina de escribir IBM y su actitud. Algunas personas no tendrían que desaparecer nunca y quedarse con nosotros para siempre.
—Hace poco te diagnosticaron un carcinoma de células basales y te extirparon varias lesiones. Lo último que necesitas es volver a fumar.
—Fumar no provoca cáncer de piel.
—Triplica tus posibilidades.
—Vale. De vez en cuando mango un cigarrillo cuando alguien enciende uno. No es para tanto.
—Ya no fumo cigarrillos. Solo los mango. Quizás es otro libro que puedes escribir. Puede que la gente también lo compre.
—La mierda que preocupa a Lucy nunca se probará. —Vuelve a aquello porque no quiere ser sermoneado—. No han acusado a nadie ni lo harán. Jaime se ha marchado de la oficina del fiscal de distrito y eso es lo que querían las personas como Farbman, así de simple. Él debe creer que le ha tocado la lotería.
—Jaime sin duda no se siente de esa manera a pesar de sus protestas en sentido contrario.
—Parece bastante feliz con lo que está haciendo ahora.
—Yo no lo creo.
—No le gusta cómo sucedió porque la forzaron. ¿Cómo te sentirías si alguien te echara de tu carrera después de todo lo que hiciste para llegar hasta allí?
—Me gustaría creer que no tentaría a alguien a quien supuestamente amo a hacer algo destructivo, porque quiero acabar con la relación —le respondo.
—Sí, pero romper con Lucy no tiene nada que ver con que a Jaime la echasen de la oficina del fiscal de distrito.
—Claro que tiene que ver. Jaime tuvo que deconstruirse a sí misma —afirmo—. No le gustaba lo que veía y lo rompió, lo destruyó para poder empezar de nuevo. Pero no funciona. Nunca lo hace. No puedes reconstruirte sobre la base de una mentira. Tú la ayudaste en el sistema de seguridad y las cámaras. ¿También lleva ahora un arma?
—Le di un par de clases de tiro en un polígono de por aquí.
—¿De quién fue la idea?
—De ella.
—La mayoría de los neoyorquinos no llevan armas. No forma parte de su cultura. No es algo por defecto. ¿Por qué crees que de repente necesita un arma?
—Quizá por estar aquí, un lugar al que no pertenece realmente, y, seamos sinceros, todo lo relacionado con Dawn Kincaid da miedo. Creo que lo que está haciendo ahora la asusta, y se acostumbró a las armas por Lucy, que siempre va armada. Es muy capaz de cargar con la Glock hasta cuando se ducha. Tal vez Jaime se acostumbró a las armas porque vivía con ellas.
—¿Como se acostumbró a tener una LLC llamada Anna Copper, que comenzó como una broma un tanto rencorosa porque Lucy estaba herida? Sí, Groucho Marx, que era un gran inversionista de Anaconda Copper, una empresa minera que se derrumbó durante la Gran Depresión y fue acusada de contaminar el medio ambiente. No ves lo que está pasando aquí, ¿verdad?
—No sé. Quizá sí.
—Inviertes en algo que parece muy valioso, pero es tóxico y lo pierdes todo. Casi te liquida.
—¿Alguna vez escuchaste sus viejos programas de radio?
Apuesta tu vida. Ya sabes, ¿de qué color es la Casa Blanca o quién está enterrado en la tumba de Grant, ese tipo de cosas? Era muy divertido. No tienes que preocuparte por la mierda de Jaime.
—Debo preocuparme de su mierda y tú también. Una cosa es ofrecer una ayuda objetiva en un caso, y otra ser arrastrado a una agenda, en especial una vengativa, una muy personal, una disfuncional. Jaime tiene todos los incentivos imaginables para hacer algo importante, para recrearse a sí misma con ahínco. Hay más factores. Creo que sabes a lo que me refiero.
Marino hace mucho ruido cuando rebusca en la bolsa de Bojangle para sacar más servilletas mientras atravesamos el puente sobre el río Little Ogeechee.
—Solo confío en que vayas con cuidado —continúo, y le sermoneo de nuevo—. No voy a interferir si decides consultar con otras personas, si escoges cambiar tu situación profesional con el CFC, pero tienes que ser muy cauteloso cuando se trata de Jaime. ¿Entiendes por qué podría ser difícil para ti estar completamente lúcido en lo que se refiere a ella?
Se limpia la boca y los dedos cuando cruzamos el río Forest, en el que están amarrados los barcos camaroneros y las gaviotas se congregan en el muelle de madera.
—Es peligroso cuando las personas se sienten impulsadas por motivaciones poderosas de las que no son conscientes.
Es todo lo que necesito decir. No espero que lo entienda o se convenza.
Jaime alimenta su ego de una manera que yo no hago, porque me niego a manipularle. No le encanto y halago para que haga lo que quiero. Soy directa y sincera y la mayoría de las veces le molesta.
—Escucha —dice—. No soy estúpido. Sé que ella tiene otras cosas en marcha y Lucy lo complica todo. Ella es tan condenadamente abierta y recuerdo que una vez entró en la oficina del fiscal comportándose como si lo que había entre ellas no solo no fuese un secreto, sino algo de lo que presumir.
Un poco más adelante está el Centro Comercial Savannah, donde comí marisco con Colin Dengate la última vez que estuve aquí, y trato de recordar cuándo fue. Quizás hace tres años cuando yo todavía estaba en Charleston y él se las veía con una ola de crímenes racistas en la costa de Georgia.
—No tenía por qué ser un secreto —señalo—. De hecho, tendría que haber sido algo que se presumía, si dos personas se aman.
—Vamos a ser sinceros —dice Marino—. No todos piensan como tú. Que las dos se unieran no significa que fueran la típica pareja de los cuentos de hadas. No es como si fuesen el príncipe Guillermo y Kate. No es como si todo el mundo aplaudiese a Jaime y Lucy. Solo es mi opinión, pero creo que Jaime quería cortar la relación porque le estaba causando grandes problemas. Toda esa mierda en internet, como si de repente hubiesen votado echarla de uno de aquellos programas de la tele. Fiscal bollera. Ley lesbiana. Era horrible y ella se largó y ahora lo siente aunque no lo quiera admitir.
—Me interesa saber por qué crees que lo siente.
Circulamos por una estrecha carretera de dos carriles llamada Middle Ground Drive, que serpentea a través de unas tierras de propiedad estatal cubiertas de densos matorrales y pinos, sin la más mínima señal de presencia humana. La Oficina de Investigación de Georgia mantiene la ubicación de la oficina de su médico forense y los laboratorios forenses lo más aislados posible por una razón.
—Mierda. ¿Crees que es feliz con la vida que escogió? —pregunta Marino—. Hablo del terreno personal.
—Prefiero saber lo que piensas.
—Después de que se separaran, Jaime comenzó a salir con hombres, entre ellos aquel tipo de la cadena NBC, Baker Thomas.
—¿Te lo dijo ella?
—Todavía tengo amigos en el Departamento de Policía de Nueva York. Cuando fui a ver a Jaime hace un par de meses, me reuní con algunos de ellos y escuché cosas. El tema es: ¿crees que ella podría ser más obvia? Salir con un corresponsal de televisión que está considerado como uno de los solteros más codiciados de Nueva York. A pesar de que tengo mi teoría sobre ese tipo. No es un accidente que nunca se haya casado. Lucy solía verla en el Village, en aquella clase de bares que le gustan a Bryce.
El Coastal Regional Crime Laboratory está escondido entre los árboles y rodeado por una valla coronada con pinchos afilados. La reja metálica cierra la entrada y a su izquierda hay una cámara montada en la parte superior de un intercomunicador.
—¿A qué hora se supone que Jaime se reunirá con nosotros? —pregunto.
—Pensó que sería bueno darte una oportunidad para que primero le eches un vistazo a los casos.
—¿Hablaste con ella hoy?
—Todavía no. Pero ése es el plan.
—Está claro. Yo primero les echo un vistazo y ella no necesita aparecer hasta que le conviene, si es que se molesta en aparecer.
—Depende de lo que encuentres. Se supone que debo llamarla. Maldita sea, este lugar tiene casi tanta seguridad como nosotros.
—Los crímenes raciales —comento—. Años y años de crímenes que se remontan a cuando construyeron el laboratorio. Colin se ha hecho oír al respecto. Un caso en particular, que apareció en todas las noticias cuando teníamos la oficina en Charleston. Es posible que lo recuerdes.
Marino reduce la velocidad y acerca la camioneta al portero automático.
—Lanier County, Georgia. Un afroamericano llamado Roger Mosley, un maestro de escuela jubilado, comprometido con una mujer blanca —continúo—. Regresaba a casa tarde por la noche y al entrar en su camino particular dos hombres blancos le cerraron el paso.
Marino saca el brazo por la ventanilla. Aprieta el botón del portero eléctrico, que emite un zumbido muy fuerte.
—Le golpearon hasta matarlo con botellas y un bate de béisbol, y hubo presiones entre bambalinas para que Colin ayudase a la defensa a demostrar que había sido una pelea justa —le relato—. La ruta de la ira. Mosley la había comenzado a pesar de que los acusados no tenían lesiones y él presentaba una gran cantidad de escoriaciones y morados que demostraban que habían intentado sacarlo del coche cuando el hombre todavía tenía puesto el cinturón de seguridad.
—Supremacistas blancos, lameculos nazis —dice Marino.
—Hubo amenazas porque Colin dijo la verdad y, poco antes del juicio, una noche dispararon contra las ventanas de la fachada del laboratorio. Después de aquello, instalaron la valla.
—No suena como el tipo de persona que dejaría que ejecutaran a alguien por un crimen que no cometió.
Marino pulsa de nuevo el botón del portero automático.
—Si fuera esa clase de persona, el lugar donde está no necesitaría toda esta seguridad.
No añado que Jaime Berger ha juzgado mal a Colin Dengate, que ella lo ha tergiversado. No le recuerdo a Marino, una vez más, que esta abogada que cree que es maravilloso trabajar con ella tiene su propia agenda y que no es sincera ni bondadosa.
—¿En qué puedo ayudarle? —pregunta una voz de mujer por el altavoz.
—La doctora Scarpetta y el investigador Marino desean ver al doctor Dengate —responde Marino mientras yo busco mensajes en mi iPhone.
Benton y Lucy acaban de aterrizar en Millville, Nueva Jersey, para repostar. Lucy envió el mensaje hace once minutos. Van retrasados con fuertes vientos racheados del suroeste de cara, y un mensaje de Benton que es preocupante:
«D. K. ya no está en Butler. Te haré saber más cuando lo haga.
Aconsejo cautela».
Se oye un zumbido fuerte cuando la reja de metal se desliza lentamente por un carril en el asfalto, y no veo el edificio del laboratorio de estuco y ladrillo y una sola planta, pero en expansión.
Aparcados en las plazas hay varios todoterrenos con el emblema azul y la cresta dorada del FBI en las puertas, y el Land Rover blanco con capota de lona verde militar que Colin Dengate conduce desde que le conozco.
—¿Le hablarás al doctor Dengate de los nuevos resultados del ADN? —pregunta Marino, y estoy pensando en lo que Benton acaba de escribir. Es en lo único que puedo pensar.
Las banderas cuelgan flácidas de los mástiles, no sopla ni la más mínima brisa, y el camino peatonal está bordeado con arbustos de flores rojas que a los colibríes les encantan, los aspersores los riegan, boquillas rociando el borde de hierba. Aparcamos en una de las plazas de visitantes frente a las ventanas de cristales blindados reflectantes a nivel del suelo, diseñados para soportar la fuerza de una explosión terrorista, y la única cosa que hay ahora en mi mente es que Dawn Kincaid se ha escapado del hospital estatal de Butler para criminales dementes.
Si es verdad, alguien más va a morir. Tal vez más de una persona. Estoy segura de ello. Posee una inteligencia notable. Es sádica y ha logrado todo lo que ha querido a lo largo de su terrible vida depredadora, y nadie la ha detenido. Nadie lo ha conseguido nunca, incluida yo. Lo retrasé pero desde luego no la detuve, y la única razón por la que aún hoy estoy aquí es la suerte. La niebla de los aspersores toca mi cara y me recuerda la niebla de su sangre. Recuerdo el sabor de la sal y el hierro en la boca, en los dientes, en la lengua. Una niebla de sangre en el rostro, en los ojos, en el pelo. Tara Grimm sugirió que Kathleen Lawler podría salir pronto de la cárcel. Entra en mi mente que Dawn Kincaid tiene la intención de venir aquí.
—¿Qué? Parece como si hubieses visto a un fantasma.
Me doy cuenta de que Marino me habla.
—Lo siento —me disculpo y abro la puerta trasera de la camioneta.
—¿Vas a decirle lo del ADN? —pregunta de nuevo.
—No, de ninguna manera. No me corresponde a mí decírselo. Prefiero revisar los casos como si no supiese nada. Tengo la intención de mantener mi mente abierta. —Abro la nevera y saco las botellas de agua chorreando—. No sé cuándo pusiste el hielo en esta cosa —agrego—, pero, si quieres, podríamos preparar té.
—Por lo menos no hierven.
Coge una de las botellas.
—Vuelvo enseguida. Necesito hacer una llamada telefónica.
Me refugio en la sombra caliente de un árbol y llamo a Benton, con la ilusión de que él y Lucy no hayan despegado todavía.
—Me alegro de que todavía estéis allí —digo, aliviada, cuando responde—. Lamento lo del viento. Lamento haber pedido que vinieseis a Savannah y que esté resultando una experiencia horrible.
—El viento es la menor de mis preocupaciones. Solo nos demora. ¿Estás bien?
—No voy vestida para este tiempo.
—Estoy tomando un café, mientras Lucy está pagando el combustible. ¡Jesús!, en Nueva Jersey también hace un calor de mil demonios.
—¿Qué ha pasado?
—No tengo nada oficial y no tendría que preocuparte porque puede que no sea un problema. Pero yo sé cómo es ella y lo que es capaz de hacer y tú también. Se las arregló para convencer a los guardias y al personal de Butler que tenía que ir al hospital, a la sala de urgencias.
—¿Por qué?
—Tiene asma.
—Si no la tenía antes, estoy segura de que la tiene ahora —afirmo con un estallido de rabia.
—Jack la tenía y, con toda justicia, el asma puede ser hereditaria.
—Simulación y más manipulaciones.
No tengo ganas de ser justa.
—La trasladaron en ambulancia en torno a las siete de la mañana. Un contacto que tengo en Butler, que no está involucrado en su caso y no tiene información directa, oyó los comentarios y me dejó un mensaje hará cosa de media hora. Me alegro de verdad que estés a mil seiscientos kilómetros de distancia, pero ten cuidado. Esto me pone nervioso. No me gusta.
—Es comprensible, teniendo en cuenta de quién estamos hablando. —El sudor me corre por el pecho y la espalda, por el aire estancado y espeso como el vapor—. Ella todavía está bajo custodia, ¿verdad?
—Supongo que sí, pero no tengo detalles.
—¿Supones?
—Kay, todo lo que sé es que la llevaron al MGH y todo lo demás ha sucedido hace poco. No podemos ir allí e interrogarla cuando está en medio de un presunto problema médico. Tiene sus derechos.
—Por supuesto que sí. Más que el resto de nosotros.
—Conociendo sus capacidades y habilidades en la manipulación, por supuesto que me preocupa que esto sea una estratagema, un plan —dice Benton.
—Es imposible que se hagan una idea de lo que tienen entre manos.
Quiero decir que el Hospital General de Massachusetts no puede.
—Ésta podría ser otra añagaza de sus abogados para ganarse la simpatía, dar a entender que está siendo maltratada, o para añadirlo a esta mierda sobre el daño que le has causado a su salud mental, su salud física. El estrés agrava el asma.
—¿El daño que le he causado?
Pienso en lo que Jaime dijo ayer por la noche.
—El caso obvio que está tramando.
—No sabía que creyeras que ella tiene un caso.
—Digo que ella lo está tramando. No dije que lo tenga o que crea que lo tenga. Suenas muy alterada.
—Si sabías que estaba inventando un caso en mi contra —contesto—, habría sido útil que me lo dijeses.
Me siento débil por dentro cuando recuerdo la acusación de Marino de que mi marido sabe que estoy siendo investigada.
Cómo puede vivir en la misma casa conmigo y saber una cosa así y por qué me dejó salir sola aquella noche, como si yo no le importase. Como si no significase nada para él. Como si no me amase. Marino y sus celos, me recuerdo a mí misma.
—Ya hablaremos a mi llegada —dice Benton—. Pero si no sabías que su defensa te culpará de todo, entonces tú eres la única persona que no lo sabía. Lucy va hacia el helicóptero así que tengo que irme. Te llamaré cuando volvamos a aterrizar.
Me dice que me quiere y corto. El calor es una pared ondulante que se eleva del asfalto mientras los aspersores lanzan el agua como olas que se estrellan en el follaje. Camino hasta la entrada del edificio del laboratorio, y entro en el vestíbulo de sillas y sofás de tela azul, un espacio con una alfombra con un diseño Serapi persa en beige y rosa, tiestos con palmeras y láminas de alerces rojos y jardines en las paredes blancas. Una mujer mayor está sentada sola en un rincón, y mira a la distancia a través de una ventana en este lugar arreglado con mucho gusto donde nadie quiere estar, y llamo a Jaime Berger.
Al diablo con los teléfonos públicos y con pretender que no hemos hablado. Me importa un comino quién esté escuchando, y de todos modos no me la creo. Suena su móvil y salta el buzón de voz.
Dejo un mensaje: «Jaime, soy Kay. Se ha producido algo en el norte que sospecho que ya conoces». Oigo la acusación en mi tono, como si todo lo que ha sucedido de alguna manera fuera culpa de ella, y quizá lo sea.
Dawn Kincaid está tramando algo, porque sabe lo del ADN, estoy segura de que lo sabe, y Jaime se comporta como una ingenua o se niega a pensar lo contrario. Ya puestos, hay personas que pueden saberlo y causar problemas. Yo no creo que sea el secreto que Jaime cree que es. Ha comenzado algo terriblemente peligroso.
«Llámame enseguida», le digo en un tono que transmite gravedad. «Si no contesto, inténtalo con el despacho de Colin y pide a alguien que me encuentre».