14
La camioneta de Marino traquetea y petardea en algún lugar del oscuro camino del río a unas cuantas manzanas de aquí, y salgo de las profundas sombras de un roble donde he estado esperando, porque no podía estar con Jaime Berger ni un segundo más.
—Tengo que dejar el teléfono. —Hasta ahora me las he arreglado para mantener la rabia alejada de mi voz y no parecer que juzgo mientras hablo con mi sobrina—. Te llamo cuando esté en mi habitación dentro de una hora o poco más. Antes quiero hacer una parada.
—Te puedo llamar al teléfono del hotel si no quieres usar tu móvil —dice Lucy.
—Ya lo estoy usando. Lo he estado usando.
No me explayo sobre lo que pienso de Jaime y sus egocéntricas ideas acerca de los teléfonos públicos y los espías del FBI.
—No deberías preocuparte por nada de esto en absoluto —afirma Lucy—. No va contigo. No es tu problema. Y yo tampoco lo veo como mi problema.
—No superas algo así haciendo como si nunca hubiera sucedido —le contesto, y miro hacia Marino, lo que no puede ser otra cosa que su camioneta, no reparada.
En la plaza arbolada al otro lado de la calle, la OwensThomas House destaca contra la noche, estuco claro inglés con altas columnas blancas y un pórtico en forma de serpentina. Las siluetas de los árboles viejos se sacuden y las farolas de hierro brillan, y por un instante veo algo que se mueve, pero mientras miro en esa dirección, no encuentro nada. Mi imaginación. Estoy cansada y estresada. Estoy nerviosa.
—Todavía me preocupa quién lo sabe o puede saberlo. Tienes razón en eso —dice Lucy. Cuando me acerco a la calle, miro a un lado y otro y hacia a la plaza, sin ver a nadie—. Cuando me enteré de la orden de protección emitida al CFC, creí que iba de eso. Que me buscaban por el hacking. Tuve mucho cuidado. Nada les gustaría más que meterme en problemas por culpa de aquellas mierdas con el FBI, con la ATF.
—Nadie va a por ti, Lucy. Es hora de que te lo saques de la cabeza.
—Depende de lo que Jaime ha dicho a ciertas personas y lo que sigue diciendo, y de cómo retuerce los hechos. Lo que ella dijo no es como sucedió exactamente. Lo ha convertido en algo mucho peor de lo que fue —afirma—. Es como si estuviera obsesionada en convertirme en una mala persona para sentirse justificada por lo que hizo. Para que todos entiendan por qué se acabó.
—Sí, yo diría que es así.
Estoy pendiente de la camioneta, que oigo pero que todavía no veo, en Abercorn ahora y cada vez más cerca mientras procuro tratar de contener mi absoluta falta de respeto por alguien que sospecho que mi sobrina todavía ama.
—Es la verdadera razón por la que dejé Nueva York. Yo sabía que se hablaba de un fallo de seguridad, aunque no me acusaron de forma abierta. De ninguna manera podía seguir trabajando allí en informática forense.
—La forma como te trató es lo que más te duele y por la cual dejaste Nueva York, dejaste absolutamente todo lo que habías construido para ti misma. —Manifiesto mi desacuerdo con calma, con discreción—. No creo ni por un momento que comenzaras de nuevo en Boston por culpa de los rumores.
Miro hacia atrás, en dirección al edificio de Jaime, sus ventanas iluminadas. Veo su silueta en movimiento al otro lado de las cortinas echadas, en lo que creo que es el dormitorio principal.
—Me hubiese gustado que me lo dijeras. No sé por qué no lo hiciste —agrego.
—Creí que no me querrías en el CFC. Que no me querrías como tu experta en informática forense ni verme por allí.
—¿Que te desterraría tal como hizo ella? —pregunto antes de que pueda detenerme—. Jaime te pidió que cometieras una violación cuando sabía lo vulnerable que eras para ella… Bueno, no quiero que suene como ha sonado.
Lucy no dice nada y observo la silueta de Jaime Berger que va y viene por delante de la ventana iluminada y se me ocurre que podría tener el monitor de una cámara de seguridad en su habitación y que lo está comprobando. Podría ser que me estuviese mirando o quizás está angustiada porque le dije lo que pensaba y me marché como si tuviese la intención de no volver nunca más.
Pienso en el viejo dicho de que las personas no cambian. Sin embargo, Jaime sí. Vuelve a ser una versión anterior de sí misma que se estropeó como el vino que no se añeja de la manera correcta.
Vive de nuevo una mentira, pero ahora es imposible de creer. La encuentro totalmente desagradable.
—De todos modos, ahora que lo sé —le digo a Lucy—, para mí no cambia nada.
—Pero es importante que sepas que las cosas no son como ella las describe.
—No me importa.
En este momento, realmente no me importa.
—Todo lo que hice fue verificar algunas cifras contrastándolas con los registros electrónicos de las denuncias originales y la forma en que fueron tabuladas, pero no debería haberlo hecho.
No, no debería haberlo hecho, pero lo que hizo Jaime fue peor. Fue calculador y frío. No podría haber sido más cruel. Abusó del poder que tenía sobre Lucy y la traicionó, y cuando acabo la conversación me pregunto quién será el siguiente que Jaime manipulará y conseguirá comprometer. Lucy y Marino, y supongo que debo incluirme en la lista. Estoy en Savannah, inmersa en un caso del que no sabía casi nada hasta hace unas horas, y miro de nuevo hacia su apartamento. Veo su silueta como se mueve delante de la ventana iluminada. Parece estar paseando arriba y abajo.
Es casi la una de la madrugada y la camioneta blanca resalta con un brillo fantasmal bajo la iluminación irregular de las farolas. Se me acerca con gran estrépito como una máquina poseída por un demonio sacada de una película de terror, frena y acelera, da bandazos y petardea. Es obvio que Marino no encontró un mecánico después de dejar el apartamento de Jaime hace varias horas, y ahora estoy convencida de que, con toda intención, me dejó a solas con ella, por un motivo que no tiene nada que ver con nada de lo que yo pueda desear o necesitar. Los frenos chirrían cuando reduce la velocidad y se detiene delante del edificio de apartamentos, y las bisagras de la puerta del pasajero rechinan cuando la abro: la luz interior no se enciende porque Marino siempre la quita en cualquier vehículo que conduce para no convertirse en un blanco fácil o un pez en un barril como él lo describe. Me doy cuenta de las bolsas que hay en el asiento trasero.
—¿Has ido de compras? —pregunto y oigo la tensión en mi tono.
—He comprado agua y otras cosas para tenerlas en nuestras habitaciones. ¿Qué ha pasado?
—Nada que me haga sentir bien. ¿Por qué me dejaste sola con ella? ¿Te lo pidió?
—Creo que te dije que te llamaría cuando llegase aquí —me recuerda—. ¿Cuánto tiempo has estado ahí afuera?
Me abrocho el cinturón de seguridad y la puerta rechina de nuevo cuando tiro de ella para cerrarla.
—Necesitaba un poco de aire. Esto suena terrible. Como las etapas de una agónica muerte después de una prolongada tortura.
Dios mío.
—Creo que te dije que no es una buena idea estar deambulando sola. Sobre todo a esta hora de la noche.
—Como puedes ver, no me he alejado mucho.
—Ella quería estar un tiempo a solas contigo. Pensé que tú también.
—Por favor, no pienses por mí —le respondo—. Quiero hacer un rodeo, echar un vistazo a la casa de los Jordan si este trasto puede hacerlo sin averiarse del todo. No creo que la humedad en las bujías sea el problema.
—Creo que es el alternador. Tal vez los cables de las bujías flojos o la suciedad en la tapa del distribuidor. He encontrado un mecánico que me ayudará.
Miro hacia el apartamento de Jaime, y ella ha regresado a su sala de estar, donde las cortinas están echadas. La veo con claridad de pie delante de una de las ventanas desde donde mira cómo nos marchamos, y se ha cambiado de ropa. Viste algo marrón, sin duda, un albornoz.
—Es un tanto siniestro, ¿no te parece? —dice Marino mientras nos dirigimos al sur, las formas oscuras de los árboles y arbustos moviéndose con el viento caliente—. Le pregunté a Jaime si alquiló el apartamento porque está cerca de donde ocurrió. Ella dice que no, pero está a unos dos minutos de aquí.
—Está obsesionada. El caso de tu vida —comento—. Solo que no estoy muy segura de cuál es el caso en que está trabajando. Si éste en Savannah o el suyo propio.
Pasamos con un rugido por delante de las viejas mansiones con ventanas y jardines iluminados, fachadas de una variedad de texturas y diseños. Italiano, colonial, federal y estuco, ladrillo, madera y piedra. Luego el lado derecho de la calle se abre en lo que parece un pequeño parque rodeado por una valla de hierro forjado, y a medida que nos acercamos distingo las lápidas y las criptas y senderos blancos que se entrecruzan débilmente iluminados por las lámparas incandescentes. En el lado sur del cementerio está East Perry Lane, donde hay grandes casas antiguas en terrenos amplios con muchos árboles, y reconozco la mansión de estilo federal a partir de fotografías que encontré hoy, cuando leí en internet los artículos donde aparecía Lola Daggette mientras estaba delante de la armería.
El aire caliente de la noche lleva un dulce perfume de laurel mientras observo las tres plantas de ladrillo gris de Savannah con ventanas de guillotina dobles, colocadas simétricamente, y un gran pórtico central flanqueado por altas columnas blancas. La cubierta de la casa es de teja roja, con tres chimeneas imponentes, y a un lado una cochera de piedra adosada con arcadas que antes eran abiertas y ahora están acristaladas. Aparcamos justo delante de una propiedad que no puedo imaginar poseer. No importa lo hermosa que sea. No podría vivir en un lugar donde hubo gente asesinada.
—No quiero quedarme aquí mucho tiempo porque los vecinos tienen el gatillo fácil con los extraños y los coches sospechosos, como se podría esperar —comenta Marino—. Si miras a la derecha, casi en la parte trasera de la casa, justo detrás de la cochera, está la puerta de la cocina por donde entró el asesino. No se puede ver desde aquí, pero ahí es donde está. La casa grande de la derecha pertenece al vecino que salió con su perro la mañana del seis de enero y se dio cuenta del cristal roto de la puerta en la cocina de los Jordan y un montón de luces encendidas para ser tan temprano. Según lo que he podido reconstruir, el vecino, un tipo llamado Lenny Kasper, se despertó en torno a las cuatro de la madrugada, cuando su caniche comenzó a ladrar. Kasper dice que el perro estaba inquieto y no se calmaba, así que pensó que necesitaba salir.
—¿Has hablado con ese vecino?
—Por teléfono. También fue entrevistado por los medios en su momento, y lo que dice ahora es más o menos lo mismo que dijo entonces. —Marino mira más allá de mí a través de mi ventanilla bajada, la casa de estilo italiano de la que habla—. Alrededor de las cuatro y media el caniche estaba haciendo sus cosas allí donde están las palmeras y los arbustos.
Señala en el paisaje iluminado de palmeras y adelfas, y las espalderas de jazmín amarillo que separan ambas propiedades.
—Entonces vio el cristal roto en la puerta de la cocina de los Jordan —continúa Marino—. Me dijo que las luces de la cocina y un montón de luces en las habitaciones de arriba estaban encendidas, y su primera idea fue que alguien había tratado de entrar y que tal vez eso era lo que había despertado a su perro. Así que volvió a entrar en su casa y llamó a los Jordan, que no atendieron el teléfono. A continuación llamó a la policía que apareció sobre las cinco, encontró la puerta de la cocina abierta, la alarma desconectada y el cuerpo de la niña al pie de las escaleras, cerca de la entrada.
Observo la antigua propiedad de los Jordan, en lo que calculo que es una media hectárea de jardines y árboles iluminados por los focos montados en postes que proyectan unas grandes y espesas sombras. El camino de coches es de grava de granito con los bordes de ladrillo, y un sendero de lanchas de pizarra que va desde él hasta más allá de la cochera y acaba en la puerta de la cocina que no puedo ver sin salir de la camioneta ni entrar sin permiso en una propiedad privada.
—Se trasladó a Memphis, no mucho después de los asesinatos —añade Marino—. Los vecinos de ambos lados se mudaron, y por lo que he oído, el suceso afectó mucho a los valores inmobiliarios. El hecho es que casi nadie en varias manzanas a la redonda, de los que habitaban esta zona en aquel momento, todavía vive aquí. Por lo que tengo entendido, la casa de los Jordan es uno de los lugares más populares en los recorridos turísticos de fantasmas, sobre todo porque justo está al otro lado de la calle del cementerio más famoso de Savannah, donde comienzan y terminan muchos de los recorridos, por Abercorn y Oglethorpe, en la entrada que acabamos de pasar hace un minuto.
Marino busca en el asiento trasero y el papel de la bolsa cruje cuando saca dos botellas de agua.
—Ten. —Me pasa una—. Tengo la sensación de que durante todo el día no he hecho más que sudar. Ya sabes, los recorridos a pie —resume y habla de las atracciones embrujadas de Savannah y las multitudes que atraen—. Algunas están iluminadas con velas por la noche, y te puedes imaginar lo pesado que resulta si vives aquí, ya sea en esta casa o cerca, con todos los turistas mirando embobados mientras un guía habla y habla de la familia asesinada. Ni pensar en cómo será ahora con las noticias de que se ha fijado fecha para la ejecución de Lola Daggette. Todos los de por aquí vuelven a tener muy fresco el recuerdo de los asesinatos de los Jordan.
—¿Has estado aquí de día? —pregunto.
—No, en el interior. —Bebe un trago de agua con mucho ruido—. No estoy seguro de que acceder al interior vaya a servirte de nada, después de nueve años de haber ocurrido los hechos. La casa se ha comprado y vendido varias veces, la han habitado personas diferentes, y es probable que hayan hecho cambios. Además, creo que es bastante obvio lo que pasó. Dawn Kincaid rompió el vidrio de la puerta de atrás, metió la mano y la abrió con toda facilidad. Supongo que Jaime te dijo que la llave estaba en la cerradura, que es una de las cosas más estúpidas que hace la gente.
Instalan un cerrojo de seguridad cerca de los cristales de puertas o ventanas y luego dejan la llave puesta. Ya sabes, tienes que elegir. Quedarte atrapado si hay un incendio o facilitar que alguien entre y te mate mientras duermes.
—Jaime también me dijo que has estado investigando por qué no se conectó la alarma. ¿Quién la instaló? ¿Los Jordan siempre la conectaban? Mencionó que ellos dejaron de conectarla por culpa de las falsas alarmas.
—Ésa es la historia.
—Ahora mismo te puedo decir una cosa desde donde estamos —agrego—. No se puede ver la puerta de la cocina. Si pasas por aquí a pie o en coche, no sabrás a simple vista que hay una puerta de la cocina o cualquier otra puerta en el lado derecho de la casa. Está fuera de la vista a causa del garaje.
—Pero puedes ver las lanchas que llevan a algún sitio en la parte de atrás, que podría ser una puerta —dice Marino.
—Puede que las lanchas de pizarra conduzcan al patio trasero. Tendrías que mirar para saberlo. —Desenrosco el tapón de mi botella de agua—. Lo importante es que la puerta de la cocina no es visible desde la calle y me sugiere que quien entró hace nueve años sabía que existía la entrada lateral, que la puerta tenía cristales y un cerrojo de seguridad que requería una llave que a menudo quedaba puesta en la cerradura o que esa persona recabó esa información en alguna ocasión anterior.
—Dawn Kincaid es el tipo de persona que se las pinta sola para recabar información —opina Marino—. Con toda probabilidad sabía que un médico rico vivía aquí. Lo más probable es que investigase el lugar.
—¿Fue una casualidad que la llave estuviese en la cerradura y la alarma no estuviese conectada?
—Quizás.
—¿Sabemos dónde se alojó cuando se encontraba en Savannah, hace nueve años, o cuánto tiempo estuvo en esta zona?
—Solo que las clases de otoño en Berkeley acabaron el siete de diciembre y el semestre de primavera comenzó el quince de enero. Terminó su semestre de otoño y se inscribió en las clases de la primavera.
—Por lo tanto, podría haber pasado sus vacaciones en esta zona —decido—. Pudo haber estado aquí durante varias semanas antes de ir a visitar a su madre por primera vez.
—Un tiempo durante el cual pudo haber conocido a Lola Daggette —sugiere Marino.
—O fijarse en ella. No estoy muy convencida de que se conocieran. Quizá Lola sabe ahora quién es Dawn Kincaid debido a los casos de Massachusetts y lo que sea que Jaime o tal vez algún otro le ha contado. Lola puede incluso saber que Dawn tenía algo que ver con los asesinatos de los Jordan, porque no me importa lo que diga Jaime. No puedes saber lo que se ha filtrado sobre los resultados de los nuevos análisis de ADN. Pero con independencia de lo que Lola sepa en este instante, no podemos dar por hecho que eso pueda relacionar a Dawn Kincaid con alguien que conociera hace nueve años, cuando se cometieron los asesinatos de los Jordan, por lo menos con alguien que ella conociera por su nombre.
¿Sabes a qué cursos asistía Dawn en aquel momento?
—Solo sé que tenían algo que ver con la nanotecnología.
—Lo más probable es que los cursara en el Departamento de Ciencia de Materiales e Ingeniería.
Miro la mansión donde cuatro personas fueron asesinadas mientras dormían, como se ha descrito, y sigo perpleja.
¿Por qué no conectarían la alarma? ¿Por qué dejarían la llave en la cerradura, máxime durante la temporada navideña, cuando los robos y otros crímenes contra la propiedad aumentan?
—¿Los Jordan eran conocidos por ser descuidados o displicentes? —pregunto—. ¿Eran unos idealistas e ingenuos sin remedio? Se da por supuesto que las personas que viven en casas históricas en barrios históricos suelen ser muy cuidadosas a la hora de asegurar su propiedad y su intimidad. Cierran las puertas y conectan sus sistemas de alarma. Aunque solo sea porque no quieran a los turistas deambulando por sus jardines o en sus galerías.
—Lo sé. Esa parte es la que más me preocupa —dice Marino.
Su silueta oscura en el interior de la camioneta en penumbra se acerca más a mí mientras mira una mansión que no te transmite ni la más remota premonición si no sabes lo que pasó allí hace nueve años, más o menos a esta misma hora de la madrugada.
Después de la medianoche. Es posible que entre la una y las cuatro por lo que leí.
—Hay una gran diferencia entre 2002 y ahora en lo que se refiere a tener consciencia de la seguridad. Sobre todo aquí en Savannah —continúa Marino—. Te puedo garantizar que las personas que podrían haber sido descuidadas a la hora de conectar las alarmas o dejar las llaves en las cerraduras probablemente no lo hagan ahora. Todo el mundo se preocupa más por los delitos y estoy seguro de que todos tienen muy presente que una familia entera fue asesinada en sus propias camas dentro de su mansión de un millón de dólares. Sé que la gente comete estupideces, lo vemos constantemente, pero me extraña en el caso de Clarence Jordan, que era conocido por tener el dinero de la familia y que se ausentaba mucho a causa del trabajo voluntario que hacía, en especial durante las fiestas. Día de Acción de Gracias, Navidad, Año Nuevo eran sus momentos más ocupados ayudando en clínicas, salas de emergencia, albergues, comedores de beneficencia. Cualquiera pensaría que se podría haber preocupado un poco más por la seguridad de su esposa y dos niños pequeños.
—No sabemos que no lo hiciera.
—Al parecer aquella noche se fue a la cama y no conectó la alarma. —Marino repite el detalle que sigue concitando mi atención.
—¿Qué pasa con los registros de la compañía de alarmas?
—Cerró en otoño de 2008.
Una luz se enciende en una ventana de la planta alta de la antigua casa de los Jordan.
—Hablé con el antiguo dueño de Coastal Security, Darryl Simons, y según él ya no tienen los registros. Dice que estaban en los ordenadores que donó a la caridad cuando cerró el negocio.
En otras palabras, los registros fueron eliminados o tirados hace tres años.
—Cualquier empresario como es debido conserva los registros durante al menos siete años, aunque solo sea por si hay una auditoría fiscal —afirmo—. ¿Te dijo que no tenía copias de seguridad?
—¡Pillados! —exclama Marino al ver que se encienden las luces de la galería.
Nos marchamos con gran estrépito en el mismo momento en que se abre la puerta principal y un hombre musculoso, vestido solo con el pantalón del pijama, sale a la galería y mira nuestra partida.
—Puedes entender por qué este tipo, Simons Darryl, no quiere que la gente le llame preguntando por el sistema de alarma de los Jordan —dice Marino mientras la camioneta corcovea y ruge—. De haber estado conectada y funcionando, ahora no estarían muertos.
—Entonces, ¿por qué no estaba conectada y funcionando? —pregunto—. ¿Dijo si la instaló el doctor Jordan? ¿O quizás el anterior propietario de la casa?
—No lo recuerda.
—De acuerdo. Es difícil de recordar algo así en un caso donde cuatro personas fueron asesinadas.
—No quiere recordarlo —dice Marino—. Es como si fuera el que construyó el Titanic. ¿Quién quiere el mérito? Tiene amnesia y tira los registros. No le hizo nada feliz recibir mi llamada.
—Tenemos que averiguar qué pasó con los ordenadores de la empresa, adónde los donaron. Tal vez todavía existan en alguna parte o él tenga los discos en una caja fuerte —sugiero—. Sería de gran ayuda comprobar sus estados mensuales. Sería muy útil para ver un registro. Se podría pensar que los investigadores quizá los revisaron en su momento. ¿Qué te dijo el investigador Long? Jaime dice que hablaste con él.
—¿Mencionó que es viejo como Matusalén y que ha tenido un derrame cerebral?
La camioneta ratea. El tubo de escape suena como los disparos de un arma mientras traqueteamos por delante de los cines, los cafés, las heladerías y las tiendas de bicicletas cerca de la Escuela de Arte y Diseño.
—No hace tanto tiempo desde 2002 —le digo a Marino—. Para mí éstos no son por definición casos abiertos. No estamos hablando de asesinatos sin resolver de hace cincuenta años. Debe de haber montañas de documentación y muchas personas con buena memoria en un caso tan grande e infame como éste.
—El investigador Long dijo que todo lo sucedido está en sus informes —contesta Marino—. Le recordé que no parecían incluir nada sobre la alarma antirrobo de los Jordan. Afirmó que habían tenido problemas con las falsas alarmas y dejaron de conectarla.
—Si lo sabía, tuvo que hablar con la compañía de seguridad —opino cuando giramos alrededor de Reynolds Square, oscura y arbolada con bancos y una estatua de John Wesley predicando, cerca de un antiguo edificio, utilizado antaño como hospital para los enfermos de paludismo.
—Sí, tuvo que hacerlo, pero no lo recuerda.
—Las personas olvidan. Sufren embolias. Y no tienen ningún interés en reabrir una investigación que podría demostrar que estaban equivocadas.
—Estoy de acuerdo. Debemos ver el registro —asiente Marino.
—Tiene que haber por aquí muchas personas que tuvieron sistemas de alarma instalados por Coastal Security. ¿Qué pasó con aquellos clientes?
—Es obvio que alguna otra empresa se hizo cargo de sus cuentas.
—Y quizás esa compañía tiene los documentos originales.
—Puede que incluso un disco duro o las copias de seguridad —sugiero.
—Es una buena idea.
—Lucy podría ayudarte. Es muy buena cuando se trata de registros electrónicos que supuestamente se han desvanecido en el aire.
—Excepto que Jaime no querrá su ayuda.
—No estaba sugiriendo que ella ayude a Jaime. Estoy sugiriendo que Lucy nos ayude. Benton podría ofrecernos algunas ideas interesantes. Creo que podría utilizar cualquier opinión informada que podamos conseguir, ya que las pruebas parecen apuntar en direcciones diferentes. Es una buena noticia saber que no estamos muy lejos, porque este trasto suena como si fuese a detenerse de un momento a otro, agarrotarse o estallar —agrego mientras la camioneta tartamudea y bambolea en su marcha con rumbo norte hacia el río.
La mayoría de los restaurantes y cervecerías por los que pasamos están cerrados, las aceras desiertas, y a continuación aparece el Hyatt justo delante, a nuestra derecha, enorme e iluminado, alumbrando toda la manzana.
—Tengo la sensación de que nos están aislando —comenta Marino—. Personas que olvidan o registros que han desaparecido.
—Lo que Jaime está haciendo en Savannah es reciente y la compañía de seguridad cerró y supuestamente se deshizo de sus registros por lo menos hace tres años —señalo—. Por lo tanto, no suena como si nos estuviesen aislando, por lo menos no en ese frente, por lo que está sucediendo ahora con el caso.
—Desde luego parece que podría haber algo más y que ciertas partes no quieren ver a nadie husmeando en ellas.
—Tampoco sabes eso a ciencia cierta. Es típico que una vez que han pasado por el calvario de una investigación por homicidio y un juicio y toda la publicidad que las acompaña, muchas personas quieran que las dejen en paz. Máxime en casos tan terribles como éste.
—Supongo que es más fácil si a Lola Daggette le clavan la aguja y entonces se acaba todo —dice Marino.
—Para algunas personas, sería más fácil y emocionalmente satisfactorio. —Entonces le pregunto—: ¿Quién es Anna Copper?
—Maldita sea, no sé por qué Jaime te lo ha mencionado —protesta Marino en voz alta mientras nos detenemos lenta y ruidosamente delante del hotel.
—Me pregunto quién o qué es Anna Copper o Anna Copper LLC —insisto.
—Una sociedad de responsabilidad limitada que Jaime ha utilizado en los últimos tiempos cuando no ha querido que su nombre apareciese.
—¿Como el apartamento alquilado aquí en Savannah?
—Estoy realmente sorprendido de que te la haya mencionado.
—Hubiese dicho que ella consideraría que tú serías la persona a la que menos gracia le haría oír hablar de esa LLC —explica Marino.
Un aparcacoches se acerca con cautela a la ventanilla del conductor, como si no estuviese seguro de qué hacer con la camioneta, que no para de sacudirse y petardear, o de si quiere aparcarla.
—Será mejor que yo mismo aparque esta cosa en el garaje —le dice Marino.
—Lo siento, señor, pero nadie está autorizado a llevar su coche allí. Solo el personal autorizado puede acceder al aparcamiento subterráneo.
—No creo que quiera conducirla. ¿Qué le parece si aparco allí mismo junto a la palmera grande y la saco mañana a primera hora para llevarla a un taller?
—¿Es usted un huésped del hotel?
—Un VIP habitual. Dejé el Bugatti en casa. Demasiado equipaje.
—En realidad, se supone que no…
—Está a punto de morir. No querrá que se muera con usted al volante.
La camioneta resopla y se mueve a trancas y barrancas mientras Marino aparca a un lado del camino de coches de ladrillo.
—Anna Copper es una LLC que Lucy creó hace alrededor de un año —continúa—. Fue idea de ella y no lo hizo por lo que se dice una buena razón. Sucedió después de que ella y Jaime tuvieran un desacuerdo. Para entonces es probable que tuviesen unos cuantos.
—¿Es la LLC de Lucy o de Jaime? —le pregunto cuando él apaga el motor y permanecemos sentados en la oscuridad silenciosa, el aire que sopla a través de las ventanillas bajadas todavía es muy caliente para ser las dos de la madrugada.
—Es de Jaime. Lucy solo creó una cortina de humo para que Jaime se ocultase detrás. Se suponía que iba a ser divertido de una manera un tanto retorcida. Lucy entró en una de las webs legales de internet y, en un abrir y cerrar de ojos, Anna Copper LLC quedó constituida, y cuando llegó la documentación por correo, la metió en una gran caja preciosa con un lazo y se la dio a Jaime.
—¿Ésta es la versión de Jaime? ¿O te lo dijo Lucy?
—Lucy. Me lo contó hace tiempo, más o menos cuando se trasladó a Boston. Así que me sorprendí cuando me di cuenta de que Jaime está utilizando la LLC.
—¿Cómo te enteraste?
—Papelería, una dirección de facturación. Cuando la estaba ayudando a montar su sistema de seguridad necesité saber cierta información —añade Marino en el momento de apearnos de la camioneta—. Es el nombre que utiliza en todo lo que hace aquí, y debo admitir que es un poco inusual, al menos creo que lo es. Ella es una maldita abogada. No le llevaría ni cinco minutos crear una nueva LLC. ¿Por qué usa una que tiene ciertos recuerdos asociados? ¿Por qué no olvidar el pasado y seguir adelante?
—Porque ella no puede.
Jaime no puede renunciar a Lucy, o al menos a la idea de Lucy, y me pregunto si Benton está pensando lo mismo. Cuando me envió un mensaje de texto sobre que la reputación de Anna Copper «está empañada», me pregunto si se refería a Jaime. Si es así, tuvo que haber hecho un chequeo en su edificio de apartamentos y se encontró con una residente llamada Anna Copper LLC, y luego al realizar otro descubrió de quién se trataba. Lo más probable es que no acepte como un accidente del destino que Jaime haya reaparecido en nuestras vidas y que podría saber algo sobre el problema en que se metió y la llevó a abandonar su vida en Nueva York.
Cruzamos el vestíbulo iluminado, donde a esta hora solo hay un empleado solitario en recepción, y unas pocas personas en el bar. Cuando llegamos al ascensor de cristal, Marino aprieta el botón varias veces como si así pudiese conseguir que las puertas se abrieran antes.
—¡Mierda! —exclama—. Me dejé las malditas bolsas de la tienda de comestibles en la camioneta.
—¿Lucy te dijo alguna vez qué significa Anna Copper? ¿De dónde sacó el nombre?
—Solo recuerdo que tenía algo que ver con Groucho Marx. ¿Quieres que te lleve una botella de agua a la habitación?
—No, gracias.
Me sumergiré en la bañera. Haré unas cuantas llamadas telefónicas. No quiero que Marino pase a mi habitación.
Entro en el ascensor y le digo que lo veré por la mañana.