III
PARTIDA PERDIDA
Sólo a las temeridades
las sentencia la fortuna;
pues con juicio desigual
hace que el nombre les den:
de hazaña, si salen bien,
y de locura, si mal.
BANCES CANDAMO:
Por su rey y por su dama.
ESTABA la partida perdida cuando los sublevados pensaron en mí.
A eso de las nueve, un grupo de milicianos armados se presentaron en la plaza de Santa Cruz delante de la Cárcel de Corte; entraron aquí, llamaron al alcaide, y le exigieron que me dejara en libertad. El alcaide, naturalmente, se opuso; pero, ante la amenaza de soltar a todos los presos, cedió.
Yo estaba preparado y el padre Anselmo también.
—Aprovéchese usted —le dije—, y salga usted conmigo.
—Pero ¿cómo?
—Nada, nada, coja usted sus bártulos y sígame usted.
El alcaide se quiso oponer; pero hice que nos rodearan los milicianos, y salimos a la plaza de Santa Cruz, y después a la plaza Mayor.
El pobre cura, al ver tanta gente armada, estaba asombrado. Con su maleta en la mano, no sabía qué hacer.
Al entrar en la Plaza Mayor vi a Bartolillo, el chico de la librería de la calle de la Paz, que andaba curioseando por allá. Le llamé.
—¡Bartolo!
—¿Qué?
—¿Quieres acompañarle a este cura?
—Sí.
—Pues vete con él a la calle de Segovia; bajando a mano derecha, y en una casa grande, entre la plaza de la Cruz Verde y la calle de la Ventanilla, que tiene en el piso bajo una panadería, entráis, subís al piso cuarto y preguntáis por doña Nacimiento. Le dices a esa señora que el cura va de parte de don Eugenio y que me esperará allí.
—Muy bien.
El cura quería llevarse la maleta.
—Deje usted la maleta aquí; yo se la mandaré dentro de un momento.
Se fueron el padre Anselmo y Bartolillo; guardé yo la maleta en una taberna próxima a la escalerilla de piedra y me dediqué a examinar tranquilamente la situación.
La partida estaba perdida.
Hablé con los jefes de la Milicia Urbana, y cada uno opinaba de manera diferente. Le envié un recado a Palafox por si este se atrevía a ponerse a la cabeza del movimiento; pero a Palafox no le convenía aparecer, y se eclipsó.
Entonces hablé con el capitán Miláns del Bosch, hombre enérgico, para ver si él era capaz de erigirse en jefe del movimiento y asumir su responsabilidad.
Le dije que parte de la Guardia Real se vendría con nosotros; que yo me comprometía a verle a Urbina, y que le convencería o me fusilaría. Luego supe que el oficial que acompañaba a Quesada no era el Urbina que conocía yo, sino otro; le dije también que el coronel don Antonio Martínez, hermano del Empecinado, sublevaría su regimiento de caballería.
—¿Cómo vamos a sostenernos en esta plaza? —me dijo Miláns—. ¿Dónde están los víveres?
—Salgamos de aquí —le dije yo—. Cinco mil hombres y un regimiento de caballería es mucho.
—Sí, si hubiera disciplina; pero no la hay. Estos hombres están desmoralizados.
—Entonces la partida está perdida. Démosla como terminada.
Yo subí sobre un banco de la plaza, y expliqué que no había más que una alternativa: o salir inmediatamente y atacar a las tropas en la Puerta del Sol y seguir adelante, o abandonar la empresa.
—¡Vamos! ¡Vamos! —gritaron los exaltados. Pero ya era imposible, y nadie dio el paso adelante.
Los cañones de la tropa comenzaron a acercarse a los arcos.
Yo volví al banco y grité:
—¡Señores! Esto está acabado. Yo no tengo la culpa. A mí me han llamado tarde. Ahora cada cual que se vaya a su casa.
Al anochecer, los milicianos, en masa, dejaban sus fusiles y se marchaban.
Los ex voluntarios realistas de los barrios bajos, al ver la derrota de los milicianos, atacaron a los fugitivos a tiros y a palos, y no sé si llegaron a matar a alguno. Sobre todo, las viejas se mostraron más terribles, y esperaban a los liberales con la navaja en la mano. A una de estas furias, que cosió a cuchilladas a un miliciano que pretendía entrar en su casa, la prendieron, la juzgaron y la llevaron, pocos días después, al patíbulo.
Así, el despecho de Quesada, la ambición de Espronceda y de Borrego, los planes míos, concluyeron en que se ejecutara a una pobre vieja, fanática, que creía seguramente que era una obra meritoria el matar a un liberal.