II

LO OCURRIDO

Una vez que no se entendían en una disputa de la Academia, dijo M. de Mairan: «Caballeros: ¡Si no habláramos más de cuatro a la vez!»…

CHAMFORL: Caracteres y anécdotas.

EL pronunciamiento se había hecho y estaba ya vencido. Al terminar la corrida del día de la Asunción, dos compañías de milicianos volvían formados, por la calle de Alcalá, con la música al frente, tocando himnos patrióticos. El Himno de Riego producía entre la muchedumbre tempestades de aplausos. La gente daba vivas y mueras, a cada momento más estrepitosos. Al llegar a la Puerta del Sol, la algazara subió de pronto; comenzaron a oírse gritos de «¡Viva la Libertad!». «¡Mueran los carlistas!». «¡Viva la soberanía nacional!» Al acercarse a la plaza Mayor, la Milicia había perdido las filas y se había mezclado con los paisanos.

De pronto sonaron unos cuantos tiros, se oyeron toques estridentes de corneta, y se inició el pánico en la ciudad. Se cerraron las puertas y ventanas de las casas, y los tambores comenzaron a tocar generala por las calles desiertas de Madrid, en distintos puntos de la capital. Se les había avisado a los milicianos que estuviesen preparados para el toque de generala, y se les vio que cruzaban presurosos las calles y corrían a reunirse a sus respectivos batallones, en los puntos que se les tenía señalados para caso de alarma. Luego, los batallones fueron a la plaza Mayor, y formaron a lo largo de sus cuatro frentes.

Se ocupó la casa de la Panadería y la de Oñate, en la calle Mayor, y se empezaron a hacer zanjas en los arcos. Se trajeron de los almacenes del Ayuntamiento maderos y carros, y se cerraron las distintas calles que rodeaban a la plaza.

El segundo batallón de milicianos no entró en la plaza Mayor, sino que quedó en la del Rey, con su comandante don Rodrigo Aranda, probablemente más inclinado a obedecer al Gobierno que a hacer causa común con los sublevados.

De noche se le avisó, y se le envió hacia Puerta de Moros para que observara lo que pasaba con la tropa en el cuartel de San Francisco.

A las nueve de la noche se presentaron en la plaza Mayor don Fermín Caballero, Chacón, el conde de las Navas, don Joaquín María López, Gaminde, Calvo de Rozas y otros muchos, a proponer que se formara inmediatamente una Junta de Gobierno; pero Borrego, Espronceda, González Bravo, Ventura de la Vega, Olózaga y otros jóvenes dijeron que había que esperar la llegada del general Quesada; que este era el director del movimiento y que él tenía que dar las órdenes.

Los liberales, en vez de obrar inmediatamente, se dejaron convencer.

A la misma hora, Quesada había sido llamado por el secretario del Ministerio de lo Interior, don Mariano Cea, al Principal. Estaban allí el corregidor, marqués de Pontejos, y el capitán general, conde de Ezpeleta. Se decía, sin duda, que Quesada tenía participación en el movimiento de los milicianos.

Cea y Ezpeleta, que estaban desprevenidos y no contaban en aquel momento con fuerzas, le dijeron a Quesada que debía ir a la plaza Mayor a verse con los sublevados y a preguntarles qué es lo que deseaban y cuál era la causa de su movimiento.

Fueron Quesada, Pontejos y el concejal Roca a la plaza Mayor, donde les esperaban Olózaga y Borrego. Quesada se quejó de que en el arco de Platerías hubiese atravesados carros y maderos. Borrego le dijo que se quitarían. Subieron a una habitación alta del Ayuntamiento, y se celebró una reunión. Quesada y Pontejos esperaron el resultado en un cuarto próximo.

En la reunión estaban los jefes de la Milicia: el duque de Abrantes, Gálvez, Castaño y José María Sanz; otros oficiales, como el capitán Ríos, el capitán Nocedal, y muchos paisanos: Chacón, Espronceda, Gaminde y los diputados liberales.

Entonces Borrego dijo que el general Quesada conocía el origen del movimiento; que no pretendía ser más que una manifestación de la Milicia Urbana; que después de dirigir una petición a la reina se disolvería.

Los liberales quedaron extrañados.

—Entonces, ¿para qué nos han llamado? —se preguntaban.

Chacón y el conde de las Navas insistieron en la formación de una Junta. Espronceda y Borrego replicaron que era desvirtuar el movimiento, y que se había dado palabra al general de no ir más allá.

Se discutió entre unos y otros, y se apeló a los jefes de la Milicia, y estos, en su mayoría, afirmaron que los milicianos no querían más que hacer la petición a la reina y disolverse.

Como no había unanimidad, se dijo que convenía llamar a todos los jefes y oficiales de la Milicia Urbana y consultarles. En general, todos fueron partidarios de la exposición, seguida de la disolución inmediata.

Ante esto, los partidarios de la Junta cedieron y Olózaga y Borrego entraron en un salón e hicieron como que redactaban un escrito, que ya tenían redactado. Después fueron a ver al general Quesada y le entregaron la exposición para que la llevara al ministro.

Pasaba el tiempo, y los milicianos en la plaza iban perdiendo el entusiasmo al ver que no se tomaban determinaciones rápidas. Algunos isabelinos empezaron a reforzar las barricadas de los arcos; pero el comandante Sanz y Borrego, con un grupo de oficiales, mandaron que se quitaran los obstáculos, pues se había prometido a Quesada dejar las puertas francas.

Con la exposición de los milicianos en el bolsillo entró en la sala Quesada, donde se discutió. Borrego explicó lo ocurrido; dijo cómo se había escrito una exposición a la reina; que una copia se había dado a Quesada para que la mostrara al Gobierno, y que los jefes de la Milicia querían ir a La Granja a entregarla a la regente.

Quesada habló. Dijo las vulgaridades de cajón.

Que desaprobaba los tumultos de la fuerza armada contra el Gobierno constituido; que la Milicia Urbana no debía salirse del campo de la ley; que aquel acontecimiento favorecía a los partidarios de Don Carlos y que él llevaría la exposición al Ministerio.

Con esto se retiró.

Chacón replicó que había ido engañado a la reunión, pues le habían avisado que se quería formar una Junta de Gobierno; que, puesto que se trataba de otra cosa, se retiraba, no sin advertir que la exposición tendría la eficacia de los paños calientes y del agua de borrajas. Por otra parte, él no podía creer que el general Quesada fuera siempre tan atento con los Gobiernos constituidos, pues todo el mundo recordaba que el general, ahora tan respetuoso con lo establecido, había sido un faccioso y un rebelde en los años 22 y 23, en los cuales había mandado el ejército de la Fe, que era una gavilla de asesinos.

Borrego y Espronceda no supieron qué decir, y Chacón y los suyos se marcharon. Su marcha fue un desencanto para los exaltados.

A medianoche comenzaron en la plaza las discusiones y las riñas. Estaban encendidos los faroles y se habían hecho algunas hogueras. Hubo grandes peleas entre exaltados y pacíficos; los exaltados eran de Madrid, y a los pacíficos los llamaban de Guadalajara. Los exaltados decían que era una vergüenza haber servido de comparsa a Espronceda y a Borrego, con los cuales Quesada estaba jugando; los pacíficos respondían que no se habían comprometido más que a aquello. Los exaltados insultaban a los pacíficos, y añadían que deshonrarían la Milicia si soltaban las armas. Entre conversaciones y discursos se bebió mucho, y la exaltación volvió a los ánimos.

Mientras los milicianos discutían y reñían con furia en la plaza Mayor, el Gobierno representado por el capitán general de Madrid, el superintendente de Policía, el secretario Cea, el alcalde, Pontejos, y el concejal Roca discutieron la exposición de la Milicia llevada al Principal por el general Quesada y Olózaga.

Cea dijo que el Gobierno no podía resolver acerca de la mayoría de las peticiones sin las Cortes. Que en la exposición había que borrar estos puntos, para resolver los cuales no tenía atribuciones el Ministerio.

Volvió Quesada a la plaza a las cuatro, y Borrego redactó una nueva exposición, suprimiendo todos los puntos importantes de la anterior, y Quesada se encargó de llevarla al Ministerio. Al salir dijo que quitaran las barricadas, porque era inútil y peligroso dejarlas.

Salió Quesada de la plaza para el Ministerio, y tras él, una comisión de seis oficiales milicianos, con el duque de Abrantes a la cabeza, que iban a pedir al Gobierno que les diera pasaporte para llegar hasta la reina y entregarle aquella exposición tan venida a menos.

Estando los jefes en el Ministerio, llegó una proclama, impresa en la Imprenta Real, con este título: «La Milicia Urbana de Madrid, al pueblo y benemérita guarnición».

Quesada les reconvino a los jefes urbanos por la proclama, y estos protestaron de que no habían sido ellos los instigadores de este papel. Pensaban que serían los amigos de don Fermín Caballero y de Chacón los que habían impreso aquello. Cea, entonces, haciéndose el enérgico, dijo que de ninguna manera podía dar los pasaportes a los que miraba como rebeldes, y el capitán general le dio la razón.

Cea supo en aquel momento que tenía la guarnición de Madrid segura, y por esto se sintió valiente.

Los oficiales, ya asustados, dijeron a Quesada que volviera a la plaza, y que entre todos convencerían a los urbanos para que se retiraran sin más exigencias.

Fue de nuevo Quesada a la plaza acompañado del coronel de la Plana Mayor de la Guardia Real, don Cayetano Urbina, y del teniente de caballería Pezuela.

En la habitación donde se habían celebrado las anteriores conferencias entraron los jefes, los soldados urbanos y los amigos de Espronceda y Borrego.

Quesada les recriminó por la proclama dirigida al pueblo, y Espronceda y Borrego dijeron que ellos no la habían escrito.

—Es la expresión de los sentimientos de la mayoría de la Milicia Urbana —saltó diciendo uno del público.

—No es cierto.

—Sí, sí; lo es. ¡Bravo!

Quesada, que iba incomodándose, dijo que era necesario que los sublevados quitasen las barricadas, pues si no, él se pondría a la cabeza de la Guardia Real y les dejaría sepultados bajo las ruinas de la plaza.

Quesada puso cara de pocos amigos para decir esto. Borrego y Espronceda, agarrándose a la última tabla de salvación, afirmaron que se quitarían los obstáculos si la tropa se retiraba a sus cuarteles y se cumplía lo pedido en la exposición.

El general dio por terminada la conferencia, y comenzó a bajar las escaleras refunfuñando, diciendo que iba a hacer una de las suyas.

Quesada apareció en los soportales de la plaza rodeado de los dos oficiales de la Guardia Real, de uniforme, y seguido de Espronceda, Borrego, Ventura de la Vega, Luis González Bravo y otros. Al ver que había obstáculos en el callejón del Infierno, gritó a uno de los comandantes:

—¿No habíamos quedado en que desaparecerían las barricadas y que los milicianos se retirarían a sus casas?

—Mi general —contestó el comandante Sanz—, parte de los milicianos se opone a retirarse.

—Se les desarma —dijo Quesada.

En esto, algunos isabelinos se acercaron al grupo del general y sus amigos y comenzaron a increparles.

—¡Fuera los traidores! —gritó uno.

—¡Viva la Constitución de 1812!

—¡Viva la Niña!

Quesada levantó el bastón en el aire con intención de descargarlo sobre la cabeza de los milicianos que gritaban. La rabia de estos se volvió contra él.

—¡Muera Quesada!

—¡Muera!

—¡Abajo los absolutistas!

—¡Abajo!

Los milicianos fueron a coger sus armas, y todo el grupo de Quesada y sus amigos lo hubiese pasado mal si los milicianos de Guadalajara no hubieran formado en los arcos para defenderles. Quesada, con los suyos, se dirigía corriendo hacia el arco de Platerías, y, saltando por una barricada, salió a la calle Mayor. Con él salieron los dos oficiales y Espronceda, Borrego y los paisanos.

Quesada iba echando espuma por la boca, de rabia, e inmediatamente se presentó al Gobierno a ofrecerse para atacar inmediatamente a los sublevados.

A las seis de la mañana las tropas del Gobierno, dirigidas por Latre, Ezpeleta y Quesada, salían de los cuarteles y ocupaban la plaza de Oriente y la de los Consejos, y poco después la calle de Santiago y la del Sacramento, hasta la plaza del Conde de Barajas. A esta hora, los sublevados pensaron, sin duda, en mí.