VII
EL CRIMEN
Madruga y mata primero.
CALDERÓN: El monstruo de la fortuna.
DESPUÉS de muchas conferencias con el Cuervo, don Tomás se decidió. Un día le dijo a Miguel: —Tengo que enviar una persona con una comisión importante para Zaragoza, y de paso para Sigüenza. ¿Quieres ir tú?
—Con mucho gusto.
—Te advierto que es una comisión para los carlistas.
—No me importa.
—Bueno; pues pide un pasaporte y un billete para la diligencia.
Miguel se entusiasmó con la idea de ver pronto a Soledad, y no se le ocurrió la menor sospecha.
Dos días después le avisó a su tío, y le dijo:
—Ya tengo todo en regla.
—Tienes que hacer el viaje con el máximo de prudencia. Es conveniente que digas a todo el mundo que te marchas hoy, y no te vayas hasta mañana. Ven esta noche a casa, a las doce; no subas a la habitación, para que no oigan los pasos. Te daré la llave, entras y pasas al almacén de la fuente, donde yo te esperaré.
—Está bien.
—También quiero que te confieses para salir de Madrid y hacer este viaje, que puede estar lleno de peligros.
—Bueno.
Miguel no hizo gran caso de este consejo. Por la noche estuvo en el café Nuevo, y poco antes de dar las doce se acercó a la casa de la calle de la Misericordia. Miguel iba muy embozado en la capa; hacía una noche negra de invierno. El joven empujó el postigo de la puerta, que se abrió sin ruido, y lo volvió a cerrar, pasó al zaguán, abrió la puerta de la mampara de cristales, que comunicaba con el patio, y luego la del almacén de la fuentecilla.
—¡Adelante! —dijo don Tomás con voz temblona.
Miguel no había estado nunca en este almacén, en el cual se decía que don Tomás guardaba sus secretos. Vio en un rincón una caja de caudales y sobre una mesa un velón.
—¿Te ha visto alguno entrar en la casa? —preguntó don Tomás.
—Nadie. La noche está muy negra y muy fría.
—¿Estás preparado?
—Sí.
—¿Ya te confesaste?
—Sí.
—Bueno.
Don Tomás, dando una larga vuelta, se acercó a la mesa, de manera que la luz no le diera en el rostro. Así no podía verse el aire siniestro y alterado de su fisonomía.
—Dale esta carta a Soledad cuando llegues a Sigüenza —dijo—, y lleva este paquete a Zaragoza. En el papel está la dirección.
Miguel avanzó despacio hacia la mesa.
Don Tomás le contempló con una mirada anhelante.
«¿Por qué me mira así?», se preguntó Miguel.
«Si se salva —pensó, a su vez, don Tomás—, Dios lo habrá querido.»
Miguel dio varios pasos, y se aproximó a la mesa. De pronto se oyó que la esterilla se hundía, arrastrando las bolas de sal que la sujetaban, y el joven desapareció.
En el momento mismo, el Cuervo saltó por entre dos filas de sacos, y apareció en medio del almacén.
Don Tomás se asomó al agujero, y oyó un gemido ahogado de dolor.
El Cuervo, armado de la palanca, arrastró con brío, una tras otra, las dos grandes losas, y cerró el boquete del suelo.
—Ya no se oye nada —dijo, temblando, don Tomás.
—Habrá muerto con el golpe —repuso el Cuervo.
Don Tomás se dejó caer sobre una silla con el aire de un hombre extenuado. El Cuervo comenzó a hacer una gran pirámide de bolas de sal sobre las losas que ocultaban el agujero por donde se había cometido el crimen.
Acabada la obra, los cómplices se miraron uno a otro. En el Cuervo había una expresión de crueldad y de satisfacción. En don Tomás, una mezcla de horror y de espanto. Los dos salieron del almacén al patio, y luego al portal. El Cuervo entró en su covacha y don Tomás subió las escaleras hasta su cuarto.
Quince días después volvió Soledad a Madrid, sin haber mejorado de su mal. No se atrevía a hacer ninguna pregunta. Su marido, indiferente e impasible, nada le dijo. Así vivieron marido y mujer meses y meses. Nadie tuvo la menor sospecha en la casa. El Cuervo siguió trabajando en su portal.
Dos años después, un día en que Soledad rezaba en la iglesia de las Descalzas, le dio un desmayo, y cayó al suelo. La llevaron a casa, y llamaron al médico, y después a don Bernardo, el capellán. Don Bernardo pasó largo tiempo con la enferma, que a cada instante decía en voz baja:
—¡Miguel! ¡Miguel!
Unas horas después Soledad había muerto.
Don Tomás se retiró a Lerma, y vendió la casa de la Sal. Esta pasó a diversas manos, hasta que el último dueño decidió tirarla y alinear la calle de Capellanes.